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Probablemente, cuando Pabla Sandoval decidió estudiar Pedagogía sabía de las dificultades que entrañaba el ejercicio de la profesión en el contexto educativo nacional. Todos los que se enfrentan a dicha posibilidad, con mayor o menor grado de conciencia, lo saben. Sin embargo, y definitivamente, nunca sospechó que un día de agosto del año 2001 ocho alumnas pertenecientes al segundo medio del Liceo A-114 Pedro Lagos, de Puente Alto, la amarrarían a una silla, la escupirían y la amenazarían con un cuchillo cartonero.

La agresión que sufrió Pabla generó las inmediatas reacciones de la comunidad escolar. Ella misma señaló pocos días después: «La sensación que me queda es de una preocupación muy grande. Mi primera sensación fue de mucha impotencia: uno se siente humillada delante de los jóvenes. Ahora estoy muy dolida»1. A su vez, el Centro de Estudiantes de la institución educativa emitió un comunicado en el que solidarizaba con la docente, señalando: «pedimos a todos los alumnos, nuestros compañeros del establecimiento, dar el apoyo incondicional a la profesora y manifestar que estas situaciones no se pueden repetir». Finalmente, el profesor jefe de las alumnas involucradas en la agresión, Pedro Soto, expresó: «Cuando uno elige ser profesor, uno desarrolla compañías con sus alumnos y es difícil decir que estoy de acuerdo con que las expulsen. Solidarizo con mi colega agredida, pero me es difícil tomar una sanción».

Tal dificultad, sin embargo, fue disipada el 28 de agosto, fecha en que el consejo de profesores, en reunión extraordinaria, decidió expulsar a cuatro de las ocho alumnas que participaron del incidente.

A pesar de la condena transversal de la comunidad escolar, las estudiantes involucradas en la agresión también tenían algo que decir. Éstas, luego de expresar su arrepentimiento, intentaron justificar el hecho. María Llantén, una de las alumnas participantes, señaló que «la profe de inglés era complicada y abusaba de su autoridad, diciendo que tenía influencias en la Gobernación, donde trabaja como secretaria». Mientras Vania Ortiz, otra de las alumnas sancionadas y cuyos padres se encontraban detenidos por tráfico de drogas, opinó: «Siento que me están culpando también por lo de mis papás», arremetiendo seguidamente contra la docente: «siempre estaba sacándonos en cara que ella tenía un cargo en la Gobernación». Por ello, la conclusión de la joven fue categórica: «esto no hubiera ocurrido con otro profesor».

La discusión en torno a la agresión hacia la profesora prontamente superó los límites institucionales, causando un revuelo mediático que involucró a los principales actores educativos a nivel nacional. Mientras algunos reaccionaron airadamente exigiendo medidas para resguardar la seguridad de la labor docente, otros se aventuraron a levantar hipótesis generales para explicar el incidente.

Dentro del primer grupo se encontró Arturo Palma, entonces vicepresidente de la Dirección Provincial Cordillera del Colegio de Profesores, quien amenazó con la «paralización de actividades si no se tomaban medidas, porque sabemos que esto se va a repetir. Hace mucho que a los profesores nos están pisoteando, primero con la municipalización de las escuelas, luego con una reforma en la que no fuimos consultados y ahora dejando que nos hagamos cargo de problemas sociales que ni a la Concertación ni a la derecha les ha interesado solucionar».

Por su parte, y esbozando una interpretación comprensiva del fenómeno, el entonces presidente del Colegio de Profesores, Jorge Pavez, declaró que estas situaciones representaban «la punta del iceberg de un sistema de relaciones atravesado por otros tipos de violencia, no sólo física, sino también social y sicológica, al que no escapan los estudiantes y maestros». El máximo dirigente gremial de los profesores fue secundado por Jaime Gajardo, a la fecha presidente del Regional Metropolitano de la orden, quien concluyó que el lamentable evento «se trata de un fenómeno social nuevo». La propia ministra de Educación de la época, Mariana Aylwin, tras asistir al colegio y hablar con la profesora afectada, sentenció: «esto responde a un aumento de la violencia en la sociedad».

¿Qué opinó Pabla Sandoval sobre estos planteamientos? ¿Le bastaron para comprender por qué fue agredida? ¿Creería también ella que este era un fenómeno novedoso proveniente de una violencia social generalizada?... No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que tenía razón Arturo Palma, y mucha, cuando auguraba «esto se va a repetir». Efectiva e inquietantemente, desde el año 2001 estos eventos se han reiterado progresivamente. Sin embargo muchas de las interrogantes que ellos suscitan permanecen abiertas: ¿en qué radica la novedad del fenómeno? ¿Por qué genera tanta conmoción pública? ¿Es consecuencia exclusiva del aumento de la violencia social? ¿Qué responsabilidad le cabe a cada actor escolar en esta situación? ¿Qué hay detrás de la condena transversal a tales manifestaciones? Y finalmente ¿por cuáles motivos, aun sabiendo del aumento de los casos asociados a la violencia contra los profesores, esta no ha sido sistemáticamente estudiada?

Estas son algunas de las preguntas iniciales que orientaron nuestro interés por indagar en las conflictivas relaciones que se establecen entre jóvenes estudiantes y autoridades escolares. En el fondo, queríamos comprender las razones por las cuales emerge la violencia que enfrenta a estudiantes con profesores y, con ello, ampliar el espectro de lo que se ha venido denominando «violencia escolar».

1 Las referencias fueron extraídas de las publicaciones de los periódicos La Segunda y El Mercurio, de la Revista Punto Final y del portal web de la Radio Cooperativa.

Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno

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