Читать книгу Historias de Hostel - Pachi Marino - Страница 12

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Los meses y los avances transcurrían, desde lo edilicio y desde lo administrativo. El trámite de habilitación era toda una odisea, por el hecho de ser el primer hostel de la ciudad. Recuerdo haber ido a la municipalidad para comenzarlo, y que entre empleados se miraban como diciendo: “¿Qué quiere hacer este?”. Obviamente no fue comprendido en primeras nupcias, ya que me rechazaron la primera solicitud, debido a que la vereda no tenía las medidas necesarias para hacer “carga y descarga”. Ahí reaccioné y percibí que habían entendido que yo quería habilitar un hotel. Y no hice más que cargarme de paciencia para afrontar la que se venía. Creo que podría escribir una historia aparte respecto a toda esa burocracia, pero no quiero aburrir, como me aburrió a mí todo ese proceso, largo y languideciente.

Era una carrera pareja la de “obra versus habilitación”. Con esa sensación que siempre genera una refacción, donde de repente te levantan tres paredes en dos días, y parece que pronto se termina todo, pero que te cambia rotundamente cuando después tardan dos semanas en recortar y poner zócalos. ¡Impredecible! A todo esto, Popi ya había llegado, y con él pudimos avanzar mucho en otros detalles de la puesta en marcha, como en compras, proveedores y otras cuestiones de ambientación. Además, otro de los temas que abordamos fue el de la conformación del equipo. Debido a mi reciente trabajo como responsable de Recursos Humanos, tenía la experiencia y las herramientas para hacer un trabajo adecuado de reclutamiento y selección. Definí perfiles y comencé la búsqueda. Luego de varias entrevistas, quedaron seleccionadas para cumplir las primeras tareas de recepción dos chicas, con estilos muy diferentes, que complementaban perfecto a la hora de lo que se pretendía del espacio. Un lugar diverso.

Lucía, con su corte de pelo que por momentos le tapaba un ojo, tenía un look indie que hacía juego con su experiencia previa en la banda de rock con la que había llegado a tocar en mega recitales. Hincha de Gimnasia, recién llegaba de un viaje de introspección, de meses recorriendo Europa, y con apenas veintitrés años recién celebrados e intenciones de estudiar turismo, cumplía con los requisitos apuntados. Además tenía una onda totalmente diferente a la que estábamos acostumbrados en nuestro entorno cercano, y eso me pareció saludable para tener diferentes perspectivas, en un ámbito en el que íbamos a recibir una varieté social interesante. Como bien describió Jon Olascoaga, con su “sonrisa infinitesimal”, no destacaba por su simpatía, pero poseía un panorama y una capacidad de lectura de cómo tratar a las personas que quienes terminaban entrando en confianza con ella podían establecer amistades entrañables.

Ronit fue la siguiente seleccionada. Su nombre, tan original, ya la hacía diferente. Apasionada por los viajes, simpática y elegante, su mera presencia nunca pasaba inadvertida. Con 20 años recién cumplidos, ya había transcurrido los primeros cuatrimestres de la licenciatura en Turismo. Modestia aparte, fue oficialmente la primera pasante de la carrera que podía desempeñar sus prácticas en La Plata, el resto de las pasantías se desarrollaban todas fuera de la ciudad. Claro, no había muchos emprendimientos relacionados con el turismo. Así fue el comienzo de la carrera ascendente de Ro, que aún hoy siendo muy joven, se convirtió en directora de la carrera de Turismo en la Universidad Católica de La Plata. ¿Qué tal?

Cami y Dieguinho, terminaron de conformar un plantel variado. Había para todos los gustos, como debe ser en un hostel.

Llegando a fines de agosto, la cosa iba tomando color. La cocina y algunos baños ya estaban terminados. Y las habitaciones del fondo, que no requerían demasiados arreglos, estaban casi listas. Fue allí donde hizo su primera aparición Marie Luce, una francesa que había venido a hacer intercambio a la UNLP. Mientras mi madre barría la vereda, ella pasaba por allí buscando hospedaje. Ese fue el primer contacto con la “huésped número 1”. Obviamente ni la obra, ni la habilitación estaban en vistas de ser resueltas en lo inmediato, pero ni lerda ni perezosa, mi madre la invitó a conocer el sitio. Con Popi estábamos dentro de la casa, como en muchas ocasiones, yo sosteniéndole la escalera para que él hiciera todo ese trabajo, en el que yo soy un cero a la izquierda, y él un perfeccionista obsesivo. Esa era la complementariedad que requería esta sociedad. Repentinamente se dio un ingreso simbólicamente triunfal. Fue como un pequeño shock de alegría. Contrastaba totalmente con aquellos pálidos momentos de espera en la municipalidad. Una extranjera, que hablaba otro idioma, como aquella persona de silueta borrosa, que circundaba en mi imaginario de la inauguración oficial. Una posible huésped, que reunía las características de las personas que suelen frecuentar un hostel. Y en La Plata, esa ciudad a la “que no viene nadie”. Cruzamos miradas con Popi y creo que él sintió exactamente lo mismo. Creo que es muy difícil que alguien trate tan bien a una persona como lo hicimos desde ese trío en ese momento. Me gustaría leer los protocolos de trato de la reina Elizabeth o de alguno de esos chabones de Mónaco. ¡Bah! En verdad, no me interesa. Pero dudo de que la amabilidad genuina que le brindamos a Marie Luce durante esos días, esa gente la haya recibido alguna vez. Finalmente le preparamos una de las habitaciones del fondo, y pese a no contar con todas las comodidades, le ofrecimos un precio simbólico, por el que decidió quedarse. ¡Gol!... o But, como se dice en francés.


Marie Luce, la “huésped número 1” y su amiga, en la gestación de Frankville.

Lejos estuvo el Marie Luce affaire de convertirse en una inauguración. El hostel estaba recién en un 50% terminado. Faltaba llegar mobiliario de todo tipo, entre ellos lo imprescindible, los colchones y las camas. Por eso seguimos adelante, como si aquel hecho fuera un poco de combustible, que nos permitía seguir adelante con más ganas que nunca. Igualmente la bandera a cuadros estaba lejos y ni se veía.

Unas semanas después, aparecieron en la puerta unos chicos que tenían pinta de estudiantes. Tal como lo sospeché, eran del Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas, casa de estudios en la que estaba, y donde aún hoy mismo continúo dando un seminario para emprendedores. Obviamente en los pasillos, yo no dejaba de contar que estábamos por abrir el primer hostel de La Plata. Ese rumor se esparció más rápido que nuestras posibilidades de apertura. Y consecuencia de ello fue que se acercaron buscando alojamiento para un grupo de cordobeses, que iban a llegar a principios de octubre por el Congreso Nacional de Económicas. No nos animamos a darles una respuesta positiva, pero con la experiencia Marie Luce, tampoco les dijimos que no. Les preguntamos cuánta gente pretendían que recibamos, y dijeron: “Todas las que puedan. No encontramos lugar”. Sonaba a mucho. Sin camas ni colchones a la vista, me animé a hacer un cálculo y decirles que podíamos alojar unas veinticinco personas, para esas dos noches. Pero que no era algo seguro. Les pedí por favor que me vuelvan a llamar, unos días antes del arribo de este contingente, porque seguramente iba a tener más claro el panorama. Me agradecieron y se fueron con esa premisa.

Los días transcurrían. La obra y los trámites seguían avanzando. Ya se empezaban a ver las paredes pintadas y a varios ambientes listos como para ser equipados. Pero faltaba, parecía eterno. Y el día a día nos llevaba puestos. Estábamos muy enfocados en dejar todo en condiciones, como para hacer esa gran apertura, empatando con el día en el que estimábamos nos iban a dar el certificado de habilitación. Y la verdad es que ya a esa altura no nos sobraba nada. El presupuesto nos miraba de lejos y se mataba de risa. Otro tema en el cual tuvimos que usar mucho la creatividad. Ahora veo cómo ponen boliches que gastan fortunas en estudios de decoración. Las compras estaban orientadas al mobiliario esencial para ocupar las habitaciones, ya que para la ambientación de espacios comunes utilizamos todas cosas nuestras y de donaciones de amistades y familiares. En lo respectivo a la cocina, desde la vajilla hasta las mesas y las sillas vinieron de lo de mi tío Pablo, quien debe estar feliz en algún lado por su gran aporte. Y la decoración estaba relacionada con recuerdos de nuestros viajes, lo que luego tomó una dinámica impensada, con muchos regalos de los huéspedes. En cuanto a la obra, tuvimos que recorrer mucho para conseguir buenos precios. Por eso me iba hasta las afueras de la ciudad, a una fábrica de pintura, donde tenían lo que necesitábamos, a valores más accesibles. Y fue un viernes, recuerdo que unos minutos antes de entrar a la pinturería, me entró ese llamado. Yo no suelo atender números que no conozco, pero en ese momento tuve la delicadeza de hacerlo. Del otro lado sonaba la voz de un pibe, de unos recientes veintes, con un ligero acento que no conseguía detectar, pero se escuchaba a un argentino de pura cepa:

—Hola, Pachi, soy Cristian.

—Hola, Cristian, ¿cómo estás?

—Confirmado lo de hoy, eh…

Tengo esa maldita costumbre de no querer hacerme cargo de no saber con quién estoy hablando o saludando, y le sigo la corriente a la otra persona, como si fuese una amistad de toda la vida. Me cuesta preguntar “¿Quién sos? No me acuerdo”. Y sí, lo sigo haciendo…

—Ah, Cristian, ¿cómo andás? Recordame un poco porque estoy a pleno, pero si te dije que sí con algo seguro va a ser así.

—Las veinticinco personas que vienen de Córdoba para el Congreso. Llegan hoy a las seis de la tarde.

Baldazo inesperado. Ahí recordé quién era Cristian, su ligero acento, su cara de bonachón, ¡y su irresponsabilidad al no avisarme con ciertos días de anticipación! Se hizo un silencio, mientras creo que mi mente continuaba procesando.

—Ah, ¡listo, Cristian! Mandalos nomás. A esa hora los vamos a estar esperando.

Se cerró la conversación y me entregué al silencio. Fueron segundos en los que estuve sin reaccionar, intentando bucear información que me permita encarar una solución para dar una respuesta. Cualquier idea me sonaba apresurada. No ingresé a la pinturería, di un par de vueltas en círculo en la vereda, y lo llamé a Popi...

—Popi, ¿llegaron los colchones, no?

—Sí. Están todos apilados adelante con las bolsas puestas.

—Buenísimo. Porque hablé recién con el flaco, y al final vienen los cordobeses de la facultad.—

—¿Cuándo vienen?

—Hoy a las seis de la tarde. Son veinticinco personas.

—¡¿Hoy?! Pero tenemos que arreglar un montón de cosas. Ni siquiera están armadas todas esas camas. ¿Cómo hacemos?

—No sé... Vamos a tener que pedir ayuda.

No eran tiempos de WhatsApp, ni siquiera de Facebook, con lo cual si pedíamos ayuda teníamos que apelar al cuasiextinto SMS de forma individual. Yo tenía que ir a retirar muchas cosas con el auto, tareas obligatorias que tenía que hacer sí o sí ese día porque, caso contrario, perdíamos de avanzar el fin de semana. Confiaba entonces en que Popi, y quienes anduvieran revoloteando por ahí, lo pudieran solucionar. Ya estábamos jugados y era hora de nuestra primera prueba de fuego, posta.

Llegué al hostel unas horas antes de las seis. Ya al entrar vi que la torre de colchones que estaba en la sala de recepción no era significativa. Eso me dio cierta tranquilidad, porque entendía que el resto ya habían sido trasladados a las habitaciones. Comencé el recorrido y veo a mi vieja preparando una habitación, poniendo sábanas y frazadas con mi hermana. Creo que de la concentración que tenían solo atinaron a saludar y sonreír. No me anticiparon “cómo venía el tema”. Y así seguí entrando, a una habitación tras otra, para encontrarme con amigos que se habían acercado a dar una mano. No quise demorarme más que en los saludos y abrazos de agradecimiento, para llegar hasta la última habitación por enlistar, y ver a quién podría encontrarme. Y ¡pum! ¡Grata sorpresa! Estaba Marie Luce, “la huésped número 1 TERMINANDO DE HACER UNA CAMA”. ¡Qué genialidad! ¡Una enviada por la cigüeña parisina! La amabilidad ofrecida no había sido en vano, ni en exceso, había tenido el equilibrio necesario para que ella entendiera nuestra situación y se predispusiera a colaborar. Todo estaba funcionando.

Seis de la tarde. Estaciona un ómnibus gigantesco del cual se bajan veinticinco estudiantes procedentes de Córdoba. Si algo caracteriza al cordobés es su humor y alegría. Imaginate potenciado en un grupo de chicos y chicas de veinte años que venían de joda y un viernes a la noche. Entraban rebosantes de fernet y de cuarteto. Recuerdo haberlos recibido en la sala de recepción, pelada de decoración, pero reluciente y pintada, y ya sin colchones a la vista. Les pedí paciencia, mientras los íbamos ubicando en sus respectivas habitaciones. Quizás mi experiencia docente me permitió manejar ese momento, y me hicieron caso, pese a que abundaba el aroma etílico.

Se fueron ubicando, charlé con Cristian y la chica del Centro de Estudiantes que vino a acompañarlos y nos sacamos una foto grupal, que luego nos sirvió para hacer las primeras placas de difusión.

El hostel cobraba vida. Era ese realmente el momento de inauguración. La fiesta y la habilitación formal iban a quedar para otro momento, pero fue ese instante en el que nos permitimos evaluar si estábamos en condiciones de llevar este proyecto adelante. Si parte de lo diseñado iba a responder, al menos por un par de noches. Faltaba mucho por hacer y mejorar, pero si uno espera a que esté todo diez puntos, no termina más. Ese llamado nos activó a hacer lo que un día antes pensábamos imposible. Y con el tiempo, descubrí que no debería haber dudado. Esa oportunidad era justo lo que estábamos necesitando en ese momento. Aunque las cosas no resultaran, teníamos que tirarnos a la pileta.

Llegó el domingo, las caras cordobesas demostraban que, si bien eran jóvenes, el Congreso los había desbordado. El ómnibus se aproximó a la vereda y de a poco se fueron despidiendo. Mientras pasaban en fila india, nos ofrecían besos y abrazos de camaradería. Nos felicitaban, nos agradecían y nos deseaban éxito.

Un pibe por ahí dijo con su típica tonada: “El mejor hostel al que fui en mi vida”. Esas palabras, que tomé como exageradas, por dentro las justificaba con su temprana edad. Igualmente me inflaron el pecho y me llenaron de satisfacción. No nos habíamos equivocado. No había vuelta atrás, pero lejos estábamos de querer que la hubiera.

Sin dudas, la apertura improvisada no fue la inauguración oficial, que finalmente se dio en aquel marco soñado, el 17 de octubre de 2008, coincidiendo con el día en el que nos otorgaron el certificado de habilitación comercial. Repleta de familiares, amistades y personas que hablaban otros idiomas. Donde Gustavo, el dueño de la constructora a la que había renunciado, nos regaló el catering. Aquel gesto me demostró que el esfuerzo de quedarme un tiempo más en su empresa no fue en vano.

Pese al brillo del evento de estreno, entre nosotros sabemos bien que el puntapié inicial, el auténtico lanzamiento, fue aquel fin de semana en el que recibimos al mentado contingente cordobés. Creo que casi todos los emprendimientos que tienen una buena demanda al inicio atraviesan ese momento al que bauticé como shock de bienvenida, que se da en la etapa de gestación, cuando te sorprende alguien queriendo comprar lo que tenés, cuando creés que todavía no estás en condiciones de venderle, y aun así lo hacés. La sensación es similar a la que podés sentir cuando tenés un examen, y sabiendo que te faltan leer algunos textos, te animás a rendir igual.

Había llegado el momento. Teníamos muchas historias por delante y las íbamos a disfrutar mucho, con vaivenes, como cualquier emprendimiento. Aunque, como la realidad supera la ficción, muchas de las cosas que pasaron nunca las hubiéramos imaginado.

Si llegaste hasta aquí, te invito entonces a que nos acompañes, que te vamos a contar algunas anécdotas divertidas, curiosidades y momentos únicos que nos hizo vivir este lugar tan especial, llamado Frankville.



Dale Lyon con Quentin.

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