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I. La “locura” de abrir un hostel en La Plata

Siempre me gustó viajar. Cuando era chiquito y me preguntaban “¿Qué vas a ser cuando seas grande?”. Yo respondía: “Viajante”.

Me sabía los nombres de las capitales. Eso era parte del entretenimiento en alguna que otra reunión familiar…

—A ver, Pachi, ¿la capital de Bulgaria?

—Sofía.

—¡Muy bieeen!

Aplauso, medalla y beso.

Mi globo terráqueo marca Garrido, ya despintado por el sol, aún conserva la posibilidad de seguir girando, aunque yo, al pasar el tiempo, me fui dando cuenta de que no era viajar lo que más me gustaba. Irme de viaje era el mejor medio para llegar a lo que realmente entendí que me fascina: el intercambio cultural.

Me encanta saber cómo se manejan en otras culturas. Sus comidas, sus costumbres, sus formas de vivir. Obviamente que viajando uno puede interiorizarse y vivir de lleno estas experiencias, pero el viaje, por el viaje en sí, no es lo que me completa. Prefiero mil veces recorrer un pueblo mágico mexicano que estar un día internado en un complejo hotelero en el Caribe.

Por otro lado, el momento previo a la apertura de Frankville se me presentó durante una encrucijada emocional y existencialista. A fines de mis veinte y casi tocando los treinta, me encontraba trabajando en una empresa constructora como responsable de Recursos Humanos. Sin ser brillante, cumplía con mis labores. Tanto era así que no fue tan sencilla mi desvinculación, porque querían que me quedara. Sin embargo, yo sentía que ya era suficiente. Tenía que cambiar, y trabajar de algo que realmente me gustara.

Ni en la década de los noventa ni a principios de 2000, estaba de moda esto de “emprender” como ahora. Sinceramente, mientras cursaba la licenciatura en Administración en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) se hablaba muy poco del tema. Lo aspiracional, dentro de mi entorno, apuntaba a conseguir trabajo y escalar posiciones en grandes empresas multinacionales, en lo posible, ubicadas en la ciudad de Buenos Aires, lo que ofrecía un mayor estatus. En esos tiempos, vestirse de saco y corbata era parte de esa coyuntura. Y a mí no me gustaba. Hoy, por suerte, y a excepción de algunas profesiones puntuales, que todo el mundo vaya a trabajar con dicho atuendo es inimaginable. Y yo, por formar parte de un rebaño, también me dedicaba a buscar empleos con esas características. Aunque la verdad, no me hallaba.

Un día paseando por una tienda, encontré un libro que se basaba en historias de personas que habían triunfado con sus ideas de negocios. Se titulaba Cómo hacer de una idea una empresa exitosa, y era una compilación de entrevistas realizadas por un periodista llamado Carlos Álvarez Insúa. Me llamó la atención, no tanto por su título, y menos por su diseño de tapa en la que rebasaban dólares. Me interesé en algunas de las historias de ciertas marcas que allí aparecían y lo compré. Recuerdo haberme quedado maravillado con la historia de los hermanos que fundaron Reef. Los chabones, unos surfistas de Mar del Plata, habían inventado unas sandalias playeras. De repente, un día se fueron a California y desde allí lograron insertar en el mercado aquel calzado bien argento. Sobre la base de ese producto armaron una empresa del carajo, con alcance a nivel mundial. Lo que más me atrajo de esa historia no fue lo bien que les había ido en los Estados Unidos, ni que habían sido una empresa globalmente conocida. Ni siquiera sus famosos concursos, hoy tan cuestionados. En el medio del texto, había una foto de uno de ellos, en su oficina de San Diego, apoyando las “patas” en su escritorio, vestido de sandalias y bermudas. Lucía una sonrisa de par en par. Inmediatamente me dije: “¡Eso quiero yo!”. No en sentido literal, pero por ahí iba la cosa. Esa foto era toda una metáfora. Encontrar en esa época que un ejecutivo no salga de traje en un reportaje tenía otro significado. Perdón por la palabra, pero se cagaba en lo establecido.

Los parámetros de éxito mayormente difundidos están en función de acumulación de riquezas y no de acumulación de alegrías, buenos momentos y futuros recuerdos.

A mi me gustan las startups y también esos proyectos de escala pequeña, que son rentables y que sus integrantes los prefieren por gustos personales, sea porque lo realizan en lugares con paisajes hermosos o cerca de su familia y amistades. En definitiva, lo que les permite es tener un estilo de vida. Y para no minimizar a estos últimos, se me ocurrió el término startlikes, y así englobar a todos los emprendimientos administrados por personas que disfrutan de donde están y de lo que hacen, independientemente de su tamaño. Lo más probable es que un proyecto pequeño no aparezca en esos libros como los dueños de Reef, pero seguramente deben tener más cosas en común con ellos que con otras de las personas entrevistadas en aquella publicación. No los conozco a los tipos, pero mi lectura de esa foto era que el loco estaba disfrutando de su laburo, algo que a mí no me estaba sucediendo. Entonces cambié el chip y apunté mis cañones para que eso me pase a mí.

Ojo, no quiero que esto se interprete como un mensaje del tipo: “todos pueden trabajar de lo que les gusta”, “todos pueden ser su propio jefe” y “nada es imposible, piénsalo fuerte y lo lograrás”. Lamentablemente no todas las personas tienen las mismas oportunidades de base, y muchas trabajan de lo que pueden. En mi caso, me encontraba en una posición en la que había conseguido un título universitario, tenía dónde vivir y qué comer, estaba soltero y sin hijos, y eso me permitía arriesgarme a buscar otros horizontes. También es cierto que cambiar de aires ponía en riesgo mi aceptable realidad, ya que dejar un empleo estable con ciertas chances de proyección tenía un costo de oportunidad que se iba a ver afectado claramente por lo económico, con todo lo que eso significaba para la “teleaudiencia”. Convencido de que el dinero iba a ser consecuencia de hacer un buen trabajo, y que lo que dejase de ganar hasta construir un negocio sustentable iba a ser compensado por un sinfín de sensaciones que mejorarían mi día a día, me incliné por llevar a la realidad una idea. Y fue la mejor decisión que pude haber tomado. Fue realmente un hito existencial, el momento en que pude tomar la palanca de las vías del ferrocarril y desviar las cosas para el lado que me hicieron bien. Me preguntaban en cuánto tiempo iba a recuperar la inversión. ¿Sabés qué? Pese a mi formación, ni lo había pensado. En el momento en que abrimos recuperé la inversión, porque conseguí lo más importante, una forma de vivir como yo quería.

La palabra vocación tiene su etimología en el latín, sobre la idea de un llamado, aquel que se atribuye al sentimiento que tienen las personas por desarrollar un camino o una carrera profesional. Hay gente que tempranamente recibe ese llamado y trabaja haciendo lo que le gusta desde muy pequeña. Estoy dentro del grupo de los que no lo encontramos tan fácil. Pero fui consciente y me esforcé en hallar esa vocación, porque si no la vida me pasaba por arriba.

¿Se acuerdan de que yo quería ser viajante?

Bueno, me puse a buscar algo por ahí. Renuncié a mi trabajo porque ya no me gustaba. Listo, ¿y ahora, sin ingresos mensuales, cómo hago para viajar? ¡Ya sé! Viajemos dentro de nuestra propia ciudad y que nos paguen por ello, abramos un hostel. Parece sencillo, pero ni se imaginan lo que me costó llegar hasta ese punto.

De un cúmulo de situaciones terminó floreciendo esta hermosa idea. En principio, por viajes que hice con amigos. Hubo dos bastante significativos. Uno a Uruguay en 2005 y otro al Mundial de Fútbol de Alemania en 2006. Vivir esas experiencias con gente de cualquier parte del mundo fue increíble. Un aprendizaje y disfrute constantes.

Y aquí por primera vez voy a mencionar a Popi, gran protagonista de esta historia. Amigo de la infancia. Compartimos salita en el jardín de infantes del San Luis, y desde allí nació esta hermandad, que en 2008 derivó en una sociedad comercial.

Por ese entonces Popi estaba también en búsqueda de nuevos rumbos. Con la chance de obtener la ciudadanía europea, se había ido a vivir a Barcelona y trabajaba administrando un chiringuito de su familia en la playa. Pero a él le pegaban las ganas de volver. Su fanatismo por Estudiantes de La Plata no lo iba a encontrar tanto tiempo afuera y menos en esa época, que fue la del segundo esplendor del club a nivel internacional.

Compartimos el viaje al Mundial de Alemania, y mientras pasábamos de un hostel a otro, le contaba que ese mismo año me había tocado hacer un trabajo para la facultad que trataba de una investigación de mercado sobre la oferta hotelera de la ciudad de La Plata. Analizando eso me había llamado la atención que la capacidad hotelera estaba ocupada en un promedio de más del 75%, cuando la ciudad no era considerada turística. Si bien los motivos por los cuales los visitantes pernoctaban no estaban relacionados principalmente con dichos fines, La Plata es la capital de la provincia más grande del país y tiene infinidad de motivos por las cuales puede ser visitada, con lo cual había una cierta perspectiva de negocios interesante para abordar. Y hostels no había ninguno. Claramente son públicos diferentes al de los hoteleros, pero probablemente había gente que se quedaba en hoteles porque no había hostels. Y empezamos a maquinar: Sabés lo bueno que estaría…“. Volví de ese viaje con la idea impregnada en mi mente.

Lo que quedó del año me sirvió para reflexionar. Mientras continuase trabajando en la constructora, entendí que iba a ser imposible llevar adelante un proyecto de las características de un hostel. Necesitaba tiempo, a priori para hacer una buena investigación de mercado y luego para ejecutar todas las actividades relacionadas con una posible apertura. Para ello, tenía que tomar una decisión drástica y así fue como presenté la renuncia. Aunque me terminé yendo cuatro meses después, ya que una de mis funciones era la de dar la bienvenida al personal nuevo, a quienes les ofrecía un hermoso speech en el que exhibía con mucho ánimo expectativas claras de crecimiento. Una salida intempestiva podía dañar aquel mensaje, del cual yo estaba convencido:

Dale… ¿A qué otra empresa te vas a laburar?

—A ninguna. Quiero poner un hostel.

Para despejar la incredulidad, quise asegurarme de que todos entiendan que era una decisión absolutamente personal. Fue por ello por lo que preferí quedarme un tiempo más, trabajando en función de concluir lo que había empezado, garantizando de esta manera el desarrollo normal de la operatividad de la empresa. Era también una forma de agradecerle a Gustavo, quien en ese entonces había confiado en mi persona para semejante responsabilidad.

Entendí que lo primero que tenía que hacer, una vez que tuviera tiempo, era elaborar de manera casera e individual una investigación de mercado. Entonces encaré para Rosario y Córdoba, a fin de ver cómo era la situación de los hostels en dos ciudades que, si bien presentan otras características desde el turismo, son localidades con una dinámica muy similar a la de La Plata. Universidad, juventud, deportes y vida nocturna son algunas de ellas.

Me fui a Rosario, con el dato de que en la ciudad había cuatro hostels en ese entonces. Y cuando llegué, descubrí que había doce. Ese fue el primer shock. “¿Acá en Rosario hay doce hostels y en La Plata ninguno?”. Ya de movida, comencé a interactuar con gente a la que le preguntaba los motivos de su visita:

“Vine a visitar a unas amigas que conocí en Brasil”.

En La Plata, también hay chicas que se van de vacaciones a Brasil. Check.

“Vine a hacer un curso”.

La Plata, ciudad universitaria. Check.

“Vinimos a un campeonato de ajedrez”.

Check.

“Vine a visitar a mi hermano que estudia acá”.

En La Plata hay muchos hermanos que estudian allá. Re contra check.

“¡Hay que abrir ya mismo!”, pensé. Pero había que mantener la paciencia, seguir recolectando información y luego analizarla como correspondía.

Me tocó una inmensa habitación con cuatro cuchetas. Solo la compartía con Darío, un porteño, en ese entonces muy pibe, que se presentó y me preguntó de dónde venía y qué planes tenía, inmediatamente después de saludarme. Sin titubear, le respondí que quería abrir un hostel en La Plata y había ido a conocer el mercado de Rosario. A lo que él agregó:

—Yo hago con mis hermanos esta revista para viajeros que se llama 054. —Sacó una de la mochila y me la entregó—. Mañana tengo que salir a recorrer todos los hostels de Rosario para venderles publicidad. ¿Querés venir conmigo?

—¡Pero por supuesto!

Hasta hoy Darío sigue siendo un amigo, con quien hemos crecido a la par, a fuerza de tropezones y alegrías. Obviamente, con el hostel en marcha fuimos patrocinadores de su revista 054. Uno de esos sueños mínimos cumplidos, que formaban parte de aquellas charlas rosarinas... “Imaginate cuando el hostel de La Plata esté en una de estas páginas”.

Mientras más información iba recabando, más ganas tenía de volver y encarar ese bendito emprendimiento. Yo le iba mandando la bitácora de todo lo que iba ocurriendo a Popi, quien aún seguía en Barcelona. Ya casi al final del recorrido, le mandé un correo electrónico, con una redacción horrenda, que en uno de sus fragmentos decía:


En ese viaje también sentí que ya me estaba poniendo el traje de hostelero. Estando en La Cumbre, Córdoba, en un momento donde vuelvo al hostel de hacer unas compras, encuentro a una alemana, llorando en la puerta con su equipaje. Le habían robado la notebook. Me dijo que quería hacer la denuncia, para que el seguro le reintegre el dinero, y así comprar otra. Me dispuse a ayudar y busqué dónde quedaba la comisaría local. Yo estaba en auto, así que le ofrecí llevarla a hacer la denuncia correspondiente. No quiero ser malo porque nos atendieron muy amablemente, pero no bien pisé la comisaría, me sentí parte una de las tantas pelis de viajes en el tiempo, en la que, tocando algo por accidente, me había trasladado automáticamente a 1950. Entre que la chica no hablaba español, que había que esperar a no sé quién, y el instrumental vetusto, la lentitud se hacía desesperante. A todo esto, la alemana debía haber pensado que iba a ser una denuncia exprés, como la que podría hacer en, no sé, Monchengladbach. Y en el transcurrir, no se percató de que en algunas decenas de minutos se iba su ómnibus con destino a Retiro, con inmediato trasbordo a Ezeiza para volverse en avión a tierras teutonas. Cuando me lo comunicó, consiguió alterarme a mí también. Fue como una invitación a la acción. Activé todo lo posible para decirle al personal que se apure, que a la turista se le iba el micro y no iba a poder volver a su país. La pasividad era asombrosa, y mis intentos, un fracaso.

El micro salía a las diez de la noche y ya eran menos cuarto. Hacía una hora que estábamos en la comisaría. Si los cálculos no me fallaban, no llegábamos ni en tren bala. “Tac, tac, tac”, retumbaba esa vieja Olivetti. Con un espacio de tiempo exasperante entre tipeo y tipeo, debido a que la oficial se encontraba mecanografiando, utilizando solamente sus dos dedos índices. La preocupación iba en aumento, hasta que se escuchó un contundente y placentero “tac” final. Agarró la hojita, la selló, y danke. Salimos disparados. Ya eran las diez de la noche. Casi que si el micro estaba iba a ser un milagro. La perfección germana había fallado en la estimación temporal y yo me sentía de alguna manera desilusionado por no haber dado una solución acorde a mi localía. Llegamos a la terminal y la chica se bajó, para escuchar lo obvio. Pero, ¡atención!, le dijeron que el vehículo había salido con cinco minutos de retraso, así que probablemente podría estar cerca. Me tiró una bolsa llena de presión. Era la única persona que podía hacer que la mochilera alemana regresara a su tierra natal a tiempo y recupere el dinero de su computadora robada. Acomodé el cuello, encendí la marcha y salí en busca de aquel bus.

Llegamos a la ruta, muy oscura por cierto, con el reflejo de la luz vimos uno de esos carteles de fondo verde y letras blancas, que indican las distancias a las diversas localidades. Marcaba que virando a la derecha se iba en dirección a Buenos Aires. Hacia allí me dirigí. En las sierras, cual corredor de rally, le metí con todo hasta ver un micro delante. Supuse que era ese. Comencé a hacerle luces de forma delirante. De haber sido un pasajero me hubiera asustado un poco. Es más, si yo hubiese sido el chofer no hubiera frenado. Pero el tipo se tiró a la banquina y paró. Ella salió como chifle del auto, sin tiempo para una despedida acorde. En forma atolondrada ofreció gestos que expresaban emoción y gratitud. Finalmente se subió al ómnibus y emprendí mi vuelta hacia La Cumbre, con la satisfacción de la misión cumplida. ¡Me había recibido de recepcionista de hostel!

Regresé a mi ciudad con todas las pilas. Con Popi ya casi convencido, mi próxima tarea era la de encontrar una propiedad que cumpliera con los requisitos que entendíamos debía tener un hostel. Obviamente basado en mi investigación de mercado casera. Una herramienta que había aprendido en la facultad y que fue clave para tomar la decisión de embarcarnos en este proyecto. ¿Por qué? Porque soy un convencido de que las decisiones tienen que estar fundamentadas con información. Mientras más datos podamos recabar, más cerca estamos de hacer lo correcto. Y en ese entonces, la percepción generalizada que había respecto a la apertura de un hostel en la ciudad era muy negativa.

“¿Un hostel en La Plata querés abrir? ¿Estás loco? Si no es una ciudad turística. No viene nadie acá”. Me decían eso una y otra vez. Por momentos, se volvía muy frustrante. Como suelo decir, peor aún cuando viene de alguien que te quiere, y espera que te vaya bien de verdad, y aun así, te llena de cuestionamientos. Giles y envidiosos hay en todos lados, y te van a contrariar, porque no quieren que les vaya bien a otras personas que no sean ellos. Pero cuando hay gente cercana que te cuestiona con las mejores intenciones, no duele, te hace repensar si estás actuando como corresponde. La información relevada, el tiempo de laburo y la dedicación que le había puesto desde mi casa torcieron la balanza y me llevaron a una instancia de convencimiento.

Hoy está de moda el home office. En esa época no ir un día a una oficina era digno de sentencia popular. Todavía conservo en mis retinas gente que fanfarroneando ser “del palo del turismo” que se jactaba de que la cosa no iba a funcionar. Allá ellos y su palo, decidí basarme en mi trabajo profesional y por qué no también en mis convicciones. Para atravesar un proceso de este tipo, está bueno rodearse de gente que te estimule y te aliente a hacer las cosas. No me refiero a esas personas que te dan la razón en todo. Eso tampoco sirve. Pero sentir el apoyo de quienes confían en vos, más allá de sus interpretaciones, es importante. Yo por suerte tuve un sostén incondicional en mi madre y en mi hermana, que me acompañaron desde el inicio, y les debo todo para que esto haya sucedido. Y obviamente a Popi, quien en ese entonces desde la distancia aportaba a la causa y definía su regreso.

La decisión estaba tomada y la búsqueda del inmueble estaba en proceso. Creo que fue una de las etapas más difíciles, por decirlo de alguna manera. Porque si bien en paralelo trabajábamos sobre el proceso de ideación, página web, ambientación y otros, no sabíamos dónde iba a desarrollarse todo eso. Había un ideal y un presupuesto. Nada tangible.

Eran mañanas de buscar en los clasificados del periódico local y en publicaciones de internet, para salir por las tardes a recorrer a pie la ciudad y buscar carteles de alquiler. Había un radio en el que sí o sí teníamos que instalarnos, y era allí donde se acotaba la búsqueda. Visité varias casas. Algunas muy interesantes, pero con valores altísimos. Otras irreparables o que no otorgaban la funcionalidad necesaria para lo que pretendíamos. Pasé todo el verano haciendo esto y no encontraba nada. Amigos míos se preocupaban de mi situación. “¿Qué estás haciendo ahora? ¿A qué hora te levantás?”. Claro, les parecía extraño que hubiera renunciado a mi trabajo. Y como para ahorrar me había vuelto a vivir con mamá, les inquietaba que pasara mis tardes tomando chocolatada mirando dibujitos. Y no era eso. No encontraba la propiedad adecuada, y lo único que podía exhibir era una idea.

Frente a la casa de mi madre, en la cual viví durante mi infancia, en mi etapa de estudiante y donde me había instalado nuevamente en esta etapa de ahorro e inversión, había una casa en la que funcionaba una pensión. Hacía unos meses, se había incendiado producto de la desidia e informalidad de quien en ese entonces la administraba. Por suerte no hubo víctimas. Luego de eso, quien gestionaba la residencia se encomendó a emparchar los daños. Mi vieja se acercó para saber si tenía intenciones de continuidad, a lo que el hombre respondió que sí. Igualmente le pedí permiso para conocerla desde adentro. Un poco masoquista lo mío. La recorrí de punta a punta, y mientras más la veía, más me fastidiaba el pensar que era el lugar ideal, y este tipo no se iba a ir.

Era una casa de las denominadas “chorizo”, debido a un frente no muy extenso, pero con un corredor que llegaba casi a media manzana, acompañado por un bloque separado en varios ambientes. Yo ya me lo imaginaba: desde el ingreso principal se tenía acceso a dicho pasaje, primero te encontrabas con la recepción y sala de usos múltiples, donde estaría la TV y podíamos organizar los eventos. Siguiendo el camino, había un patiecito con las primeras dos habitaciones y el ingreso a la cocina, que luego de atravesarla nos daba acceso al corredor semicubierto, en el que del lado derecho comenzaban a aparecer todas las habitaciones en fila, para llegar hasta el final de la propiedad en donde se encontraría nuestro altar: la parrilla. Había sido construida en 1913, con lo que su centenario estaba pronto a cumplirse. ¡Era i-de-al!

Intenté no ilusionarme en primera instancia con esa locación y continué con mi búsqueda, como lo venía haciendo usualmente. Pero Ana, mi madre, no se rindió. Y le hizo un seguimiento milimétrico. En colaboración con José, el vecino de enfrente que tiene un local de regalos llamado Formas y Estilos, me iban actualizando de todas las novedades. “Nos parece que se va a ir, eh…”. Todas especulaciones, con muy buena onda.

Cuando ya la búsqueda se tornaba frustrante y parecía que estaba atravesando el día de la marmota, tanto era así que ya estaba replanteando mi futuro laboral, mi madre llegó con la buena noticia de que el inquilino de la casa de enfrente se iba y, bonus track, había conseguido el número de teléfono de los propietarios. ¡No lo podía creer! Pasé de la debacle total a la emoción ilimitada, todo en un microsegundo.

Ya en abril, los propietarios estaban dispuestos a negociar, pero… justo se estaban yendo de vacaciones por veinte días, y me quedé esperando la respuesta para cuando volvieran. La pasé mal durante ese lapso, porque me carcomía la ansiedad. Aunque internamente creía que el resultado iba a ser positivo, fueron días terribles. Estaba subido a una montaña rusa anímica.

Llegó el día en el que los dueños regresaron y, luego de un par de reuniones de negociación, llegamos a un acuerdo. En los primeros días de mayo, me hicieron entrega de las llaves y firmamos contrato de alquiler. ¡Finalmente teníamos aquel lugar tan ansiado! Ahí sí que fue una locura. Nos volvimos locos. Relocos.

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