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CAPÍTULO IV
MARÍA

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Corría la primavera de 1961 cuando me vi enfrentado a aquellos ojos negros, unos ojos que se me clavaron en el alma para siempre, una mirada que cambiaría mi vida. El sol se perdía por el horizonte cuando nos vimos por primera vez. Aquel atardecer, la resuelta mano del destino insondable pasó hoja en el libro de mi vida enfrentándome a una de las páginas más relevantes de esta historia, una historia que no empezaría a escribirse — literalmente hablando— hasta veintiocho años, seis meses y diecisiete días más tarde. Era una noche triste y fría, en una casa solitaria y triste, cuando las primeras líneas de esta historia empezaron a desfilar por la pantalla de mi ordenador. Después, durante meses, yo intentaría escapar de la soledad tecleando recuerdos, unos recuerdos que me transportaban a momentos menos dolorosos, más divertidos, incluso felices.

Era domingo, el último domingo de mayo. Caía la tarde en Iznájar, en mi pueblo, un pueblecito del sur de la provincia de Córdoba al que ella había llegado gracias al destino, al penúltimo destino de su padre. El sol descendía hacia el horizonte. Era el momento perfecto para subir hasta el mirador y, desde allí, muchos metros por encima del río, contemplar la puesta del sol. En aquella época el Genil solo era un río, un perpetuo discurrir de verde linfa, el espejo donde se miraban los paisajes de mi niñez. Pero, con el tiempo, el río acabaría convirtiéndose en embalse, en el “lago” más grande de Andalucía. El pantano cambiaría la fisonomía del paisaje, incluso la vida de muchas personas que nunca volverían a mirar aquellas aguas con los mismos ojos. Para nosotros, sin embargo, el Genil siempre será aquel río cuyas aguas mojaban nuestros cuerpos desnudos.

Era una cálida tarde de primavera en un pueblo del interior donde las opciones de ocio no abundaban y el dinero para gastar era aún más escaso. Por entonces ya hacía tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de marcharme; no sentía que aquel fuera mi lugar en el mundo, por eso quería irme lejos, a algún sitio donde uno pudiera expresarse libremente, sin temor, donde tu opinión no te llevara a la cárcel. Pero allí, con la puesta de sol de fondo, encontré una razón para quedarme, la más poderosa de las razones, el amor. Aunque no tardaría mucho tiempo en querer marcharme... Y esta vez, para siempre.

Yo tenía veinte años; ella aún no había cumplido los dieciocho. La mayoría de mis años los había cumplido mucho después de saber que no podría cumplir mi sueño y algunos —no pocos— bastante después de empezar a sentir que estaba en el lugar equivocado, o en el tiempo equivocado, o quizás en ambos a la vez. Yo quería ser maestro, enseñar a leer a los niños del mundo rural, inculcarles la pasión por aquellas historias que dormían entre las páginas de los libros esperando ser despertadas. Yo soñaba con unos niños menos ignorantes, más libres, y con una España donde hubiera oportunidades para todos, aunque no todos tuvieran las mismas oportunidades. Educar a los más desfavorecidos sería mi forma de combatir un sistema educativo del todo injusto y también mi pequeña venganza por la muerte del tío Andrés. Sí, me vengaría plantando en sus mentes la semilla del libre pensamiento. Yo no pretendía hacer política, solo quería contribuir a hacer un mundo mejor. Pero pronto me di de bruces contra ese muro llamado realidad: no sería maestro. Para estudiar hacían falta recursos y nosotros no los teníamos. Si me quedaba en el pueblo ni siquiera podría ser yo mismo, solo sería otra víctima de nuestras costumbres atávicas. Porque allí las cosas eran simples: los hijos aprendían a hacer lo que hacían sus padres, así había sido siempre, y así seguiría siendo. Por eso había tomado una decisión, me marcharía del pueblo y de España, pero lo haría más adelante, después de cumplir con el Servicio Militar obligatorio. Yo sería un emigrante, nunca un exiliado. Ya eran bastantes los españoles en el exilio.

Pero aquella tarde de finales de mayo empezó a cambiar mi vida, nuestras vidas. Ya no importaban los planes hechos hasta entonces. Aquel día empezábamos de cero, juntos. El nuestro sería un amor para toda la vida, uno de esos amores que no se apagan con la convivencia, esa prueba de fuego que calibra la fuerza de la pasión, ese obstáculo donde se estrellan tantas parejas, esa impertinente que se empeña en desvestir nuestros defectos, en dejarnos desnudos ante la persona que seguro nos idealizó demasiado. Quizá porque la convivencia acaba despertándonos del sueño romántico; quizá porque el día a día no deja muchos resquicios a la independencia de cada uno, ese bien tan preciado y casi siempre tan escaso cuando vivimos en pareja, sobre todo cuando dejamos de amar a la otra persona y empezamos a quererla. Con frecuencia, mucho antes de que la buena armonía sea dinamitada por los reproches, la pasión ya ha sucumbido frente la rutina, esa incómoda compañera de cama, siempre entre los dos pero nunca formando un trío. Mas, cuando nos enamoramos, siempre creemos que será para siempre, que nunca se apagará la llama de la pasión, y que nada ni nadie podrá interponerse en nuestra felicidad. Nosotros supimos en seguida que habíamos encontrado esa persona entre un millón, la persona que nos cambiaría la vida sin remedio, sin poder ni querer evitarlo, para siempre, y que siempre sería como en ese primer momento. Aquel atardecer ambos supimos que había ocurrido, sin esperarlo, sin buscarlo. Aquella tarde supimos que nos amaríamos para siempre. Pero el amor nunca es fácil, mucho menos cuando hay una tercera persona dispuesta a hacer lo que sea necesario para romper ese amor.

El mirador ofrecía unas espectaculares vistas de la puesta del sol. Muchos metros más abajo el Genil se escurría entre las piedras como se nos escapa el tiempo sin darnos cuenta, desaparecía de la vista como desaparecen las oportunidades mientras dudamos y luego volvía a aparecer de nuevo, más adelante, como esas oportunidades que ya no esperamos. Atardecía en Iznájar. El sol se ocultaba dejando tras de sí una estela anaranjada, pintando de fuego el horizonte. En menos de una hora la oscuridad se apropiaría de las vistas y el río solo sería un murmullo de agua en la noche oscura y silenciosa. Y después de una hora... A veces, después de una hora es nunca, porque en una hora puede ocurrir todo. Solo tenemos el presente, ese es nuestro único tiempo, el único que tenemos para vivir.

Caía la tarde. Yo me giré y al instante supe que era ella. Lo supe apenas vi el sol reflejado en sus ojos, el rojo fuego del horizonte incendiando sus pupilas. Nuestras miradas se encontraron apenas un instante, uno de esos instantes que nos cambian el resto de nuestros días. Y sentí el corazón acelerar sus latidos, saltar en mi pecho, latir en mis manos... Y sentí aquel fuego prendiendo en mi piel, penetrando en mi interior, imparable, devastador, maravilloso.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—María. ¿Y tú?

—Alejandro.

María solo tenía diecisiete años, una edad que no se correspondía con su cuerpo voluptuoso y con una madurez impropia de su juventud. Porque era toda una mujer. Su cuerpo y su mente eran los de una mujer aunque tuviera edad casi de niña, una edad por la que podían obligarla a renunciar al amor, que no a amar, a eso nadie puede. Sobre nuestros sentimientos nadie decide, ni siquiera nosotros mismos. Podemos controlar el fuego, desviar el curso de los ríos, surcar los mares, sobrevolar continentes y océanos... pero no podemos controlar lo que sentimos, ni decidir de quién o cuándo nos enamoramos. María y yo nos enamoramos en la primera mirada. Pero ella era menor de edad, además de mujer. Y en la España de aquella época ni siquiera la mayoría de edad otorgaba a una mujer el poder de decidir. Por no tener no tenían ni voz ni voto aunque, bien pensado, votar tampoco se podía. María y yo nos miramos a los ojos, nos buscamos más allá de las pupilas dilatadas y nos fuimos a encontrar en un laberinto de sensaciones nuevas, arrebatadoras, placenteras. María tenía los ojos negros, una larga melena azabache, los labios carnosos y rosados, una piel delicada que aún siento latir en las yemas de mis dedos. Ella era la mujer que llevaba años buscando sin saberlo. Pero no todo era perfecto en María, y no tardaría mucho es descubrirlo.

—¿Nos vemos mañana? —le pregunté.

—Si vienes por aquí...

María era natural de Valladolid. Unos años antes ella y su familia habían llegado a Iznájar procedentes de algún pueblo de la provincia de Ciudad Real. María estaba acostumbrada a mudarse continuamente. Su padre nunca ponía reparos a un traslado, sobre todo si ello suponía un ascenso. Y, desde hacía meses, estaba esperando la comunicación de ambos. Pero lo guardaba en secreto. Su mujer, como siempre, sería la última en enterarse. Su hija tampoco necesitaba saberlo con mucha antelación. A ella le bastaba con saber que debía cambiar de casa y de amistades... de nuevo. Ambas mujeres debían aceptarlo de buen grado. Él era el cabeza de familia, el responsable de traer el dinero a casa; él tomaba las decisiones. No en vano ostentaba la autoridad dentro de la familia. Y ellas —esposa e hija— debían respetarlo y respetar sus decisiones, sin protestar, sin quejarse, entendiendo siempre su postura, apoyándolo sin rechistar. Pero aquella próxima vez —que él intuía cercana—, las cosas iban a cambiar. Alguien había encontrado una razón para quedarse. Por primera vez una de las mujeres de la familia estaba dispuesta a rebelarse contra la autoridad de la casa.

Tardamos una semana en volver a vernos, a pesar de que yo volví al mirador cada atardecer. María se moría de ganas de verme —eso lo supe después—, pero debió reprimir sus deseos de salir durante días. A primeros de los sesenta, en aquella España donde tantas mujeres no tenían voz ni voto ni siquiera en su propia casa, una chica de diecisiete años no podía salir a pasear cada tarde. No estaba bien visto que una muchacha de su edad anduviera calle arriba calle abajo cada atardecer, a saber lo que dirían de ella en los mentideros del pueblo. Aun así María pidió permiso para salir entre semana con la excusa de ir a ver a una amiga, pero la respuesta de su padre fue tajante: «No. Que venga ella a verte a ti». Al domingo siguiente volvimos a encontrarnos. Estábamos en el mismo sitio, a la misma hora, el mismo sol en sus ojos, la misma sonrisa en sus labios... Y mis ojos se perdieron detrás de su mirada, bajando por su cuello, recorriendo su hombro desnudo...

—Necesito volver a verte.

Una sonrisa, un silencio elocuente...

—No puedo esperar al domingo —insistí.

—No me dejan salir entre semana. Tendría que escaparme.

Una sonrisa traviesa. Algo en mi interior también sonríe.

—Entonces..., ¡escápate! —le susurré, acercando mis labios a su oído.

Y percibí cómo se agitaba su respiración, sus latidos acelerando cada vez más, sus pechos tensando la fina tela del vestido. Y en aquel preciso instante sentí que algo se estaba rompiendo en mi interior. Y supe que se escaparía para verme, para vernos, para estar a solas. Y empecé a admirarla antes de amarla. O ambas cosas a la vez. O quizá ya la amaba desde mucho antes, desde el mismo momento en que se cruzaron nuestras miradas por primera vez. María no tardaría en ganarme para siempre, aunque no me hubiera sentido atraído hacia ella, aunque no me hubiera enamorado. Me habría ganado por su determinación, con su personalidad, porque era capaz de desafiar las reglas, porque seguía los impulsos de su corazón.

—El jueves, mi padre cambia de turno. Durante una semana tendrá servicio de noche a partir de las diez.

—¿Nos vemos aquí el jueves?

—No sé si podré escaparme...

Una pausa eterna, un silencio incapaz de guardar silencio, calculado quizás. O quizá le faltaba el aire para seguir hablando.

—Prométeme que vendrás.

—No te prometo nada —dijo después de una prometedora mirada.

—Yo estaré aquí. A las diez en punto.

Dos miradas que se resisten a separarse, dos corazones saltando en el pecho...

—Aunque quisiera, no podría venir tan pronto. Tendrías que esperarme. Una lucecita traviesa bailando en sus pupilas.

—Te esperaré.

María sonrió; yo sonreí. Quizá dejé de respirar durante unos segundos; quizás el tiempo estuvo detenido durante esos segundos. Luego empecé a contar los días, las horas, los minutos...

María era la hija del cabo Anselmo, su única hija. Y Anselmo Arranz era un guardia civil en tiempos de Franco, un miembro de la Benemérita, un agente de aquel cuerpo represor del franquismo, uno de aquellos picoletos de tricornio, capa y bigote que temía de niño y detestaba de adulto. Yo lo conocía de sobra. Él apenas sabía de mi existencia, aunque eso estaba a punto de cambiar. Pero la hija del Cabo de la Guardia Civil no podía enamorarse de un lugareño cualquiera, mucho menos de un Cantero. Y ningún Cantero sería tan osado de seducir —ni siquiera de intentarlo— a la hija de un picoleto, menos aún a la hija del cabo Anselmo. Así lo decían unas normas no escritas; así lo aceptaba todo el mundo. Pero las normas —incluso las no escritas— están para desafiarlas, para romperlas, para cambiarlas. María y yo vivíamos a pocos kilómetros de distancia, pero pertenecíamos a mundos distintos, a diferentes clases sociales. Y, en aquella época, las fronteras entre las clases sociales aún eran puertas cerradas, muros demasiado altos, inexpugnables. Yo pertenecía a la clase más baja; ella a una superior. Porque todas las clases sociales estaban por encima de la clase campesina. Pero el amor no conoce fronteras. Hay sensaciones que no entienden de diferencias sociales, que no distinguen razas, culturas, religiones... ni siquiera saben de edades. María y yo hubiéramos sentido lo mismo a los treinta o a los cincuenta, aunque uno de nosotros hubiera sido blanco y el otro negro, aunque chocaran nuestras culturas, aunque perteneciéramos a religiones antagónicas, a familias enfrentadas. Nada hubiera importado. Porque hay emociones que no responden a ninguna razón. O quizá porque responden a una sola razón: esa turbadora pero irresistible atracción entre dos personas.

Aquel jueves María llegó a las once menos diez. En nuestra primera cita yo la esperé casi una hora, pero no me importó. Ya sabía que llevaba esperándola toda mi vida.

—¿Te he hecho esperar demasiado?...

—Te esperaría una vida entera.

María sonrió. Nos miramos un instante en silencio. Luego la cogí de la mano invitándola a seguirme.

—Ven, quiero mostrarte algo —le dije mientras tiraba suavemente de su mano.

Noté un ligero estremecimiento en su piel bajo la leve presión de mis dedos pero, al instante, ella apretó mi mano venciendo la inseguridad de la primera vez, aceptando la emoción irrepetible de la primera vez, dejándose llevar. Aunque quizás era María quien me llevaba; el guía no siempre es quien va delante. Bajamos las escaleras y nos sentamos en el suelo, sobre la hierba todavía verde, apoyando la espalda contra el muro que soportaba la explanada del mirador por su cara nordeste. Apenas nos sentamos yo me giré hacia la muralla de la alcazaba, distante unos centenares de metros a nuestra derecha.

—Mira —le dije señalando hacia el castillo—. ¿Verdad que de noche parece más misterioso?

—Sí —me contestó—. Será que todo se ve diferente cuando se apagan las luces del día. Es como si todo pasara a otra dimensión cuando lo cubre la oscuridad.

Un breve silencio. Una mirada en la penumbra. Unos ojos que brillaban en la noche.

—¿Sabes?, en las noches más oscuras, cuando la negrura lo envuelve todo, las piedras de las almenas rompen la oscuridad dejándose ver entre las tinieblas, como si estuvieran iluminadas.

—Pero no lo están —dijo María.

—He ahí el misterio.

María me miraba en silencio, expectante.

—Continúa —me animó.

—En las noches sin luna el castillo parece estar flotando sobre el desfiladero, suspendido en el espacio.

Busqué los ojos de María en la noche ya cerrada. Ella me miró en silencio durante un breve instante y luego volvió la vista hacia la antigua alcazaba.

—Cuentan que todo empezó en el Medievo, que es obra del fantasma de un gobernador asesinado. Dicen que es él quién ilumina el castillo con su aura.

—Creo que estoy empezando a enamorarme de Iznájar —dijo María sin mirarme, con la vista fija en el castillo.

—¿Solo de Iznájar?...

Ella se giró hacia mí; yo busqué sus ojos y percibí un leve temblor en sus labios al acercarme.

—Cuéntame más... —dijo ella, recuperando el control de la situación—. Quiero conocer toda la historia.

Un breve silencio. Dos respiraciones rompiendo el silencio.

—¿Sabes lo que más me gusta de Iznájar?

—¿El qué? —dijo mirándome en la penumbra, desde el fondo de sus ojos negros como la noche.

—Sus leyendas. Eso es lo que más me fascina de este pueblo.

—De tu pueblo, querrás decir...

Se hizo un silencio, el más largo de nuestros silencios hasta entonces.

—A veces me cuesta sentir que pertenezco a este lugar, que este es mi país. Son tantas las injusticias...

Por un instante pensé en la dictadura de Franco, en la represión de la posguerra, en aquel día cuando mi madre volvía de la fuente... Y recordé el día en que supe toda la verdad sobre la muerte del tío Andrés. María acarició el dorso de mi mano y yo tomé su mano entre las mías y la apreté fuerte, con demasiada fuerza quizás, inconscientemente. Ella encogió su mano, pero solo por un instante. Enseguida apretó la mía al tiempo que me miraba a los ojos. Creo que sonreí... por dentro. María sonrió desde el alma a los ojos y de los ojos a los labios.

—Cuéntame alguna leyenda —dijo apretándose contra mí.

—Cuenta la leyenda que, allá por el año 911...

Y así fue como le conté a María la leyenda de Fasl ben Salama, Gobernador de Hisn-Ashar, como llamaban a Iznájar los árabes. Fasl ben Salama era un muladí rebelde. Cuentan que, en el año 911, una vez más, enarboló la bandera de la rebeldía frente al poder de Abd Allah I, séptimo Emir Omeya de Córdoba. El Gobernador de Hisn-Ashar se rebeló contra el poder central pero su pueblo, temiendo las sangrientas represalias del emir —cada acto de rebeldía de su gobernador había acabado en asedio, y muchos de sus habitantes pasados a cuchillo—, decidieron cortar por lo sano.

—¿Y qué pasó? —preguntó María intrigada.

—Fasl ben Salama fue degollado por su propio pueblo y su cabeza enviada al emir en señal de sumisión.

María abrió los ojos un poco más y sus pupilas brillaron en la noche.

—Así —continué— fue como los habitantes de Hisn-Ashar se libraron de las seguras represalias del emir.

—... Y perdieron una oportunidad de liberarse de su opresor —dijo María. Su respuesta me hizo asentir. Los dos lo veíamos con los mismos ojos, pero...

—Ese ha sido siempre uno de los grandes dilemas del ser humano cuando se ha sentido oprimido, resignarse ante las injusticias y la opresión o rebelarse frente al poder establecido. —Hice una pausa antes de continuar— La pregunta es si estamos dispuestos a luchar por una vida más justa, a pagar el precio de nuestra libertad. La cuestión es si vale la pena arriesgarlo todo, incluso la propia vida si fuera necesario.

—Solo gana quien arriesga —dijo María.

Nos quedamos un instante en silencio, mirándonos en la penumbra. Luego la rodeé con mi brazo y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Yo la estreché un poco más y ella se apretó contra mi cuerpo. Me incliné ligeramente y María levantó sus ojos hacia mí. Y nos quedamos frente a frente, en silencio, acariciándonos con la mirada, rozándonos con el aliento. Acaricié su cara despacio, dejando mis dedos resbalar desde el lóbulo de su oreja hasta su barbilla... Y sentí cómo sus labios se separaban despacio, poro a poro, cómo se agitaba su respiración... Y rocé con mis labios sus labios húmedos, esponjosos, entregados... Y besé ligeramente su labio superior, y luego su labio inferior... Nuestras bocas se entregaron en un beso apasionado, atrapándose mutuamente, descubriéndose, gustándose, condenándose a necesitarse a partir de aquel primer beso. Y se abrieron más y nuestras lenguas se buscaron, se enredaron y no dejaron de jugar a atraparse mutuamente hasta que nos faltó el aliento. María se colgó de mi cuello. Yo la cogí en brazos y la senté sobre mis piernas, de lado, sin dejar de abrazarla, dejándome abrazar. Y así, el uno en brazos del otro por primera vez, nos estuvimos besando hasta que ella puso su dedo índice sobre mis labios.

—Es muy tarde... Me tengo que ir —dijo.

Pero seguimos besándonos, acariciándonos, sintiendo que la noche se detenía, sabiendo que nada sería igual a partir de entonces. No sabría decir cuánto tiempo tardamos en separamos, en decirnos «hasta mañana». Solo recuerdo que ya era demasiado tarde para recuperar nuestras vidas anteriores, cuando aún no se habían encontrado nuestros labios, antes de sentirnos unidos por aquella fuerza irresistible, maravillosa, aquella sensación de estar vivos en la mirada del otro, en la piel del otro y en nuestra propia piel, que ya no sabría vivir sin el contacto con la piel amada. Recuerdo la voz susurrante de María, su acento, su castellano perfecto. A ella le gustaba mi forma de hablar; decía que mi acento andaluz la había cautivado desde el principio, que se quedaba embelesada escuchándome.

Aquella sería la primera de muchas citas bajo las estrellas. Cada noche, yo la esperaba en el lugar acordado. Y cada noche, a unos pocos centenares de metros, en su habitación de la casa cuartel de la Guardia Civil, María, aprovechando la oscuridad y que su casa daba a la calle de arriba, se descolgaba desde la ventana del primer piso hasta la acera. Lo hacía en silencio, dejando la ventana entreabierta para poder entrar cuando regresara, descalza para no dejar huellas en la pared, con las chanclas atadas y colgadas al cuello, mirando continuamente a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la había visto, sintiendo el corazón latir en su garganta, golpeándole en el pecho, con las piernas temblando por la emoción de vernos y el miedo a ser descubierta. Una vez en la acera recorría la distancia hasta el mirador sigilosamente, caminando junto a la pared, confundiéndose con las sombras de la noche, conteniendo la respiración, escudriñando cada calle antes de doblar la esquina. María acudía cada noche a nuestra cita arriesgando mucho más que una bofetada y un castigo ejemplar. Y lo hacía en plena noche, sola. «Es mejor que me esperes aquí. Juntos nos sería más difícil ocultarnos», me dijo cuando yo le propuse esperarla tras el cuartel, a escasos metros de su ventana.

Yo la esperaba al pie de las escalaras, nervioso, ansiando su llegada, temiendo que no viniera. Pero María no faltó ninguna noche de aquella semana. Ella bajaba las escaleras corriendo y se echaba en mis brazos apenas verme. Yo la abrazaba y nos besábamos hasta perder el aliento. Y luego nos sentábamos sobre la yerba, con la espalda apoyada en el muro y el castillo frente a nosotros. Y allí, bajo un cielo claro y cómplice de nuestro amor, María y yo compartíamos leyendas de otra época, besándonos a cada instante, acariciándonos, descubriendo la piel del otro, con la torpeza de la inexperiencia, con la emoción única de la primera vez, de las primeras veces. Después de varias citas las leyendas se nos acabaron; fue entonces cuando empezamos a inventarlas. Jugábamos a imaginar las vidas de los habitantes de Hisn-Ashar en tiempos del emirato de Abd Allah I. Inventábamos historias de amor, historias de amores prohibidos pero siempre con final feliz y siempre de jóvenes valientes dispuestos a desafiar al mundo por amor, todo antes que renunciar a estar juntos. Aquellas noches de finales de una primavera cálida e inolvidable su pelo se convirtió en la enredadera de mis dedos, la suave piel de su cuello se quedó grabada en mis labios para siempre, sus manos despertaron en mí sensaciones desconocidas, nuestras bocas... Pero los besos aceleraban las manecillas del reloj, las caricias hacían galopar el tiempo... Antes de darnos cuenta nuestra primera semana ya se había pasado y, con ella, el turno de noche del cabo Anselmo. Con su padre en casa escaparse de noche era impensable. María no podía arriesgarse tanto; si él la descubría no solo se acabarían nuestras citas, para ella se acabarían muchas cosas, demasiadas. Yo no podía permitirlo, no me lo hubiera perdonado en la vida. El cabo Anselmo jamás consentiría que su hija tuviera relaciones con un don nadie, mucho menos con un Cantero. María y yo lo sabíamos y sabíamos que no dudaría en tomar las medidas que fueran necesarias con tal de impedirlo. Porque Anselmo Arranz era capaz de cualquier cosa por su hija, incluso de manipular su vida. Él sabía mejor que nadie lo que más convenía a su única descendiente, o eso creía entonces. Anselmo era un hombre resuelto, decidido, dominante, violento a veces, pero nunca hubiéramos podido imaginar de lo que sería capaz. No obstante, solo tardaría unos meses en dar muestras de ello, en empezar a torcer voluntades, ocultando la verdad, falseando la realidad. Mas, unos años más tarde, muy a pesar suyo, Anselmo Arranz empezaría a comprender que se había equivocado y, mucho tiempo después, decidiría que había llegado el momento de enmendar su error al precio que fuera.

Aquella semana, cuando su padre terminó el turno de noche, María y yo nos vimos obligados a aceptar la realidad: nuestras citas nocturnas se habían terminado, de momento. Quizá por eso aquella última noche de aquella primera semana la vivimos con tanta intensidad. Tal vez por eso alargamos nuestro encuentro más de lo habitual. Quizá fue por eso que nos besamos en los labios con aquella pasión desmedida mientras nuestras manos impacientes buceaban bajo la ropa, acariciando con dedos trémulos la piel ignota y tersa, despertando sensaciones desconocidas hasta entonces. Aquella noche percibí en su boca la desesperación, la necesidad de los besos que no nos daríamos durante días, el miedo a perder lo que le hacía desafiar lo establecido. Y yo supe que no soportaría los días sin sus manos en mi nuca, sin su cuerpo entre mis brazos... Aquella noche de junio, bajo un cielo poblado de estrellas, nos prometimos que nada ni nadie se interpondría entre nosotros. Aunque quizás infravaloramos a nuestro enemigo.

—Podemos quedar a las cuatro —dije, sin dejar de morder sus labios con mis labios.

—¿En la siesta? —contestó sorprendida, sin dejar de morderme el alma en cada beso—. ¿Con este calor?

—Podemos quedar en el río.

—En el río... —dijo María pensativa, quizás imaginando que nos bañábamos juntos, sabiendo que lo haríamos desnudos—. Suena bien —dijo, y noté que ella sonreía en el beso siguiente. Y yo sonreí mientras la besaba.

El arroyo bajaba serpenteando por la hondonada, desgastando los guijarros con su lengua de aguas diáfanas. Tras varios kilómetros deslizándose por el pedregoso lecho, la linfa cristalina se fundía con las aguas del Genil, caudaloso gracias a las lluvias del otoño y el invierno anteriores y crecido con las nieves procedentes de Sierra Nevada, derretidas con los primeros calores del verano. A ambos márgenes del arroyo los cañaverales proyectaban su sombra casi vertical, apenas protegiendo del sol los juntos que pronto formarían parte de nuestra corta historia en común. Nos detuvimos junto al cauce, nos descalzamos y metimos los pies en la corriente con el agua cubriéndonos los tobillos. Estaba más fría de lo esperado, pero no nos importó. María y yo nos miramos, sonreímos y, apretando nuestros dedos entrelazados, echamos a andar arroyo abajo sin salirnos de la rivera. Caminamos despacio durante unos metros cogidos de la mano, sin salirnos de la corriente, sonriendo complacidos, disfrutando aquella nueva experiencia. Un poco más adelante nos miramos de nuevo y, sin decir nada, empezamos a correr arroyo abajo, riéndonos con cada resbalón, a punto de caer a cada paso. Los cantos rodados castigaban las plantas de nuestros pies, pero no éramos conscientes de ello. Quizá porque éramos incapaces de sentirlos; quizá porque solo podíamos sentir nuestros corazones desbocados saltando en el pecho. El agua salpicaba nuestras piernas, mojaba nuestras ropas; nosotros corríamos y reíamos alterando la calma de la siesta, rompiendo el silencio casi absoluto. Entramos en el río atropelladamente, sin soltarnos de la mano, riendo... Y cuando ya el agua nos cubría por encima de la cintura, resbalamos y caímos hacia el fondo, hasta sumergirnos por completo. Durante unos irrepetibles segundos permanecimos bajo el agua, buscándonos en la mirada del otro.

Luego empezamos a emerger hacia la superficie, sin dejar de mirarnos, acercándonos poco a poco, rozándonos... Instantes después, cuando nuestras cabezas salieron a flote, nuestras bocas ya se habían fundido en un beso mojado de agua y pasión. Pero nos faltaba el aire; la carrera y la inmersión nos habían dejado sin aliento. Nos separamos brevemente, justo el tiempo de tomar aire para besarnos de nuevo, despacio al principio, dulcemente, rozándonos apenas los labios, acariciando la piel mojada con dedos trémulos pero decididos. Y luego empezamos a besarnos con frenesí, atrapando la boca húmeda en cada beso, abrazando la lengua inquieta con la lengua excitada, anhelante, incapaz de detenerse. Y empezamos a retroceder hacia la orilla, lentamente, sin dejar de besarnos, desnudándonos mutuamente, resbalando casi a cada paso, acariciando la desnudez del otro. Nuestras prendas caían esparcidas por la orilla y nuestras manos despertaban sensaciones nuevas en cada caricia. Sus pezones erectos rozaron mi pecho, sus pechos se apretaron contra mi cuerpo y un escalofrío de placer me recorrió la columna vertebral. Mis manos dibujaron rutas nuevas en su espalda desnuda. Sus brazos se colgaron de mi cuello y sus manos acariciaron mis hombros, recorrieron mi espalda descubriendo cada músculo, erizando mi piel mojada. Seguimos retrocediendo palmo a palmo, beso a beso, hasta salir casi por completo del agua. El sol acarició nuestra desnudez con sus rayos perpendiculares. María y yo seguimos acercándonos a los cañaverales, abrazados, sin dejar de besarnos, sin dejar de tocarnos, descubriéndonos mutuamente.

Nos tendimos a la sombra de los cañaverales, sobre un lecho de verdes juncos. Mi cuerpo sobre su cuerpo, su cuerpo sobre el mío; María tendida sobre mi, yo tendido sobre ella... Su boca entreabierta, mis labios mordiendo sus labios; sus manos en mi pecho, mis dedos dibujando círculos en las rosadas aureolas de sus pezones. Nuestra respiración agitándose cada vez más, el deseo tensando los músculos y el corazón acelerando sus latidos. Recuerdo su piel estremecerse bajo las yemas de mis dedos, mi piel arder al contacto de sus manos. Recuerdo mi cuerpo temblando de emoción, de excitación, de placer. Recuerdo sus pechos hinchándose al jadear, sus caderas arqueándose, sus piernas rodeándome... y mi voz susurrando en su oído, su aliento quemándome en el cuello, sus gemidos entrecortados, aquel placer insoportable, aquella sensación de vértigo en la piel... y en el alma. Recuerdo la sensación de agonizar, de morir y nacer en el mismo instante; recuerdo su cara en el momento del orgasmo, aquella expresión entre el dolor y el placer, sus ojos entornados, su boca buscando el aliento que se le escapaba y sus uñas arañando mi espalda. Y, finalmente, aquella maravillosa sensación de felicidad y aquella dulzura en su rostro. Hicimos el amor repetidamente: una, dos, tres veces… Y luego nos quedamos inmóviles, exhaustos, tendidos el uno junto al otro. Y la pasión del instante anterior se tornó dulzura, los besos apenas rozaban los labios, las caricias se volvieron suaves... Recuerdo el silencio de la tarde, el suave rumor del agua resbalando entre las piedras y nuestra respiración acompasada, cada vez más lenta, más silenciosa. Recuerdo una extraña sensación, unas décimas de segundo sin comprender nada y, de repente, frío en los pies y despertarme con el agua del arroyo salpicando mis tobillos. María seguía dormida. Acaricié sus mejillas, suavemente, con delicadeza, temiendo despertarla, deseando que despertara. María abrió los ojos lentamente. Yo puse mi dedo índice sobre sus labios y ella lo besó con ternura.

—Te quiero, María.

—Te quiero, Alejandro.

Un breve silencio, sin dejar de mirarnos a los ojos, acariciándonos con la mirada.

—Siempre te querré —dijo mientras acariciaba mi mentón, al tiempo que yo depositaba suaves besos en sus dedos—. Te querría aunque tú dejaras de quererme, aunque no quisieras quererme, aunque no pudieras quererme...

—Eso nunca pasará —dije mirándola a los ojos, recorriendo con mi dedo el perfil de sus labios.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque esto que siento por ti es más fuerte que mi voluntad, más fuerte que yo mismo.

María sonrió levemente, con dulzura. Volvimos a besarnos, despacio, tiernamente... Y volvimos a acariciarnos, sin prisa, sabiendo dónde acelerar la respiración del otro, dónde despertar los suspiros dormidos. Hicimos el amor una vez más, pero esta vez con movimientos más lentos, recreándonos en cada roce de la piel, en el contacto de la carne, alargando el instante, como si no quisiéramos que terminara nunca. Alcanzamos el orgasmo juntos, mirándonos hasta el último instante, cerrando los ojos entre gemidos de placer. Luego nos quedamos en silencio, abrazados, resistiéndonos a separarnos hasta el día siguiente.

Nos levantamos de nuestro verde lecho cuando ya la tarde caía, recogimos nuestras ropas esparcidas por la ribera, nos vestimos ayudándonos mutuamente y salimos de la hondonada cogidos de la mano. Se nos había hecho tarde, demasiado tarde. Poco después nos asomamos a la esquina, aquella esquina donde, noches más tarde, yo intentaría escudriñar la oscuridad con la esperanza de verla descolgarse por la ventana. No se veía a nadie en la calle trasera de la casa cuartel. Nos besamos una vez más y nos despedimos hasta el día siguiente. María se quitó las chanclas y caminó descalza hasta la ventana por la que escapaba cada noche para acudir a mi encuentro. Yo la observé mientras caminaba de puntillas, descalza, con las chanclas colgadas al cuello, y supe con toda certeza que era la mujer de mi vida cuando la vi trepando hasta su ventana, arriesgando mucho más que una caída para poder estar unas horas conmigo. Luego, un suspiro de alivio, una sonrisa, un beso al aire... Nadie la había visto. «Hasta mañana, mi amor», le dije, aunque ya no podía escucharme.

Siete días inolvidables, siete tardes maravillosas. Pero el cabo Anselmo cambiaba de turno. Aquella semana tendríamos que cambiar la hora y el lugar de nuestros encuentros secretos, prohibidos. Aquella semana era la peor para nosotros, solo disponíamos de las horas de la mañana y María no podría escaparse. Acordamos vernos a la vuelta de la esquina, temprano, cuando ella salía a comprar el pan. Pero aquellas citas solo daban para unos besos apresurados, unas caricias furtivas y una excitación que deberíamos reprimir. Fueron siete días interminables. Una semana después de nuestra última tarde en el arroyo María y yo teníamos una cita frente al castillo, al pie del muro nordeste del mirador. Ella se hizo esperar y mis nervios me hicieron temer lo peor. Aquella noche no hubo lugar para leyendas de otra época, ni inventamos historias de intrépidos enamorados. Aquella noche se había hecho esperar demasiado y nosotros no podíamos esperar más. María y yo nos besamos con la urgencia de los besos reprimidos durante días, con toda la ansiedad acumulada durante la espera, con la desesperación de quienes no veían llegar el momento de beberse el aliento en la boca del otro, de enredarse en la lengua anhelante desde hacía días, de fundirse en el cuerpo del amante. No esperamos a desvestirnos. María se colocó sobre mí, cubriendo mi abdomen con su falda, la camisa desabrochada, aquella mirada turbia de deseo... Ella me abrió la bragueta y yo aparté sus braguitas de algodón. María estaba muy mojada y yo muy excitado. Hicimos el amor sin apenas preámbulos, moviéndonos enérgicamente, casi con violencia, ella apoyando las palmas de sus manos sobre mi pecho y yo aferrado a sus caderas. Todo fue muy rápido. Yo me derramé en su interior al tercer gemido y ella cayó rendida sobre mi pecho cuando yo aún sentía los últimos espasmos del clímax. Luego rodamos sobre el suelo hasta quedar María tendida de espaldas y yo sobre ella, prisionero entre sus piernas, sin salir de su cuerpo. Empezamos a contarnos cuánto nos habíamos echado de menos, cuánto nos habíamos deseado en silencio, cuán larga se había hecho la espera. Y empezamos a besarnos... y a movernos... y a tocarnos... y a sentirnos... y a gozarnos mutuamente. Recuerdo sus manos en mi nuca, su vientre cálido, su aliento en mi boca, la piel sedosa de su cuello... Recuerdo un leve quejido cuando mis dientes mordieron el lóbulo de su oreja, su lengua húmeda buceando en mi oído, nuestros músculos tensándose, los espasmos en su abdomen... Luego nos quedamos un rato abrazados. María, contemplando las estrellas; yo, viéndolas brillar en sus ojos.

Aquella semana se nos pasó deprisa, muy deprisa. El tiempo se nos escapó entre los besos, las caricias, las risas... Fueron siete noches de amor bajo un manto de estrellas, siendo observados por la luna, recordando leyendas, inventando historias, riéndonos con cada ocurrencia. El tiempo se escurrió por nuestras vidas como el agua entre las piedras. Se marchó con la premura con que se agotan los días felices. Pero no importaba, la semana siguiente tocaba en el río. Otros siete días maravillosos, inolvidables, y otras siete mañanas de besos furtivos, de pan recién hecho que llegaba a la mesa más frío que de costumbre. Fuimos cambiando nuestra hora y lugar de encuentro cada siete días, siempre en función de los turnos de su padre. Y juntos, atrapados en aquella maravillosa locura, no fuimos conscientes de que el verano se acababa. Entre citas y nervios, y entre besos y risas, gastamos nuestro tiempo. María y yo creímos que el verano sería eterno, no sospechamos que el otoño nos separaría, al menos momentáneamente. Nuestro amor de semanas ya tenía raíces profundas, se había arraigado bajo la piel, anclado en el alma; no moriría por la separación física, no lo apagaría la distancia. Pero debería enfrentarse a la intromisión de una tercera persona, alguien dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de separarnos, alguien que no escatimaría medios para alejarme de María. Algunas veces, durante las semanas anteriores, María y yo bromeábamos con escaparnos, incluso llegamos a fantasear con la idea de que yo la “raptaba” y escapábamos juntos. Al principio solo era un juego, una excusa para perseguirla arroyo abajo, para atraparla y llevarla en brazos bajo los cañaverales, para dejarse atrapar. Entonces solo era una forma de variar nuestros juegos eróticos, de alargar los momentos preliminares, de jugar mientras nos preparábamos para hacer el amor. María nunca dejó de verlo como un juego; yo llegué a planteármelo seriamente.

Pero..., ¿a quién iba a engañar? Yo aún debía cumplir con el Servicio Militar obligatorio. ¿Qué podía ofrecerle en mis circunstancias? Nada. ¿Qué podíamos hacer, escapar a Francia como los rojos, como dos fugitivos cualesquiera? ¿Qué futuro nos esperaba? Sin duda, un futuro lleno de dificultades. Aun así, de haberlo sabido a tiempo, nos habríamos escapado y no nos habríamos arrepentido. Pocas veces nos arrepentimos de nuestros actos, sobre todo si actuamos siguiendo los impulsos del corazón. Por el contrario, siempre acabamos arrepintiéndonos de aquello que pudimos hacer y no hicimos por temor a que no saliera bien. Con el tiempo ambos lamentaríamos no haberlo hecho, aunque ello nos hubiera enfrentado a un futuro incierto, aunque ella aún no hubiera cumplido los dieciocho y yo siguiera siendo menor de edad, aunque hubiéramos tenido que escaparnos. Pero ya era demasiado tarde: alguien había decidido por nosotros. Solo nos quedaba esperar durante meses, muchos meses. Luego yo iría a buscarla y empezaríamos de nuevo. Lo que no sabíamos entonces era que alguien intentaría por todos los medios que eso no sucediese y que, en aquella relación de dos, siempre habría un tercero en la sombra, su padre.

Por primera vez la noticia de un traslado —¿el último?— se toparía con la resistencia de un miembro de la familia Arranz García. Pero Anselmo Arranz era un hombre acostumbrado a mandar —en su trabajo desde hacía años, en su casa desde siempre—, y esta vez no sería una excepción. Su criterio se impondría sí o sí. En su casa nunca aceptó un “no” por respuesta; ni siquiera permitía la más mínima réplica. Él ordenaba y los demás obedecían, y callaban. Pero, esta vez, alguien se oponía al traslado, se negaba a empezar de nuevo en otro lugar, aunque se tratara de Valladolid, su tierra, la tierra de sus padres. María prefirió callar la verdad. No se atrevió a revelar la razón de aquella inesperada e inaceptable “rebelión” contra su padre, no quería despertar su ira, de sobra conocía los riesgos que entrañaba semejante atrevimiento. Pero, a veces, el silencio no es una opción.

—¡Yo no me voy! —dijo María, levantando la voz mucho más de lo que su padre estaba dispuesto a permitirle, sabiendo que de nada le serviría su negativa, con la rabia temblando en sus labios, escapando por sus ojos húmedos.

—¡¿Cómo te atreves a replicarme?! —bramó su padre.

Los ojos de Anselmo escupían toda la furia que le quemaba en las entrañas, estaba poseído por la ira, a punto de perder el control. María se sorprendió al darse cuenta de que ya no le tenía miedo, pero se mordió la lengua, se tragó las palabras que deseaba arrojar a la cara de su padre. Luego él preguntó, gritó, amenazó; y siguió preguntando, gritando, amenazando... Pero esta vez en dirección a su esposa, la madre de María, la mujer que obedecía y callaba siempre. María no pudo soportarlo y estalló, furiosa, con el brillo del odio incendiando sus pupilas, temblando de rabia, interponiéndose entre su padre y su madre. Anselmo levantó la mano y María dio un nombre, mi nombre. «¡¿Un comunista?!», gritó su padre. Y María no supo si él seguía estando furioso, si era incredulidad lo que veía en sus ojos o solo desprecio hacia mí, el hombre al que ella amaba con todo su ser. «¡¿Comunista?!», repitió María, sin dar crédito a las palabras de su padre. «Comunista, sí. Como su tío Andrés, que bien muerto está». María sintió la sangre hervir en sus venas. «¿Cómo puedes decir eso? ¡De sobra sabes que eso es mentira! Todo el pueblo lo sabe. Todos saben que a Andrés Cantero lo mataron por celos. Lo de rojo solo fue una excusa para justificar una venganza, para encubrir un asesinato cobarde». Anselmo apretó los dientes y el puño; María sintió que toda la sangre se agolpaba tras sus ojos. Él bajó la mano decidido a cruzarle la cara, pero en el último instante se detuvo. Quizá porque vio ante sí a toda una mujer, una mujer que no solo le había perdido el respeto. Tampoco parecía tenerle miedo. Quizá no le pegó porque ella seguía mirándole a los ojos, desafiante, retándolo a hacerlo. «¡Pégame!, si te atreves», pareció leer Anselmo en los ojos de su hija. No hubo golpes. Ni más gritos. Solo silencio... y lágrimas. Lágrimas de impotencia en los ojos de María y lágrimas de orgullo en los ojos de su madre: su niña había tenido el valor que a ella siempre le faltó.

—¡Está castigada! —dijo Anselmo, dirigiéndose a su mujer—. ¿Lo oyes bien? ¡Castigada! Y que no me entere yo de que la dejas salir de su cuarto. ¿Está claro? Y ya hablaremos tú y yo —dijo señalando a María con el dedo.

Anselmo pronunció las últimas palabras en voz baja, con una frialdad que hacía más seria la amenaza latente en sus ojos. Luego lanzó una mirada intimidatoria a ambas mujeres y, a continuación, se hizo el silencio, un silencio que sonó peor que todas las amenazas anteriores. Segundos después Anselmo se encerró en la habitación dando un portazo que hizo estremecerse a madre e hija. Ellas se miraron en silencio. En aquel instante no encontraron las palabras, pero tenían tanto que decirse... María y su madre se abrazaron y María rompió a llorar; y se abrazaron más fuerte. El cabo Anselmo, mientras tanto, calló de bruces sobre la cama, con los puños cerrados, golpeando enfurecido la almohada, descargando su rabia en cada puñetazo hasta que algo se rompió en su interior y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos como dos torrentes incontenibles. Anselmo Arranz lloró como nunca antes había llorado, al menos hasta donde alcanzaba su memoria. Quizá rompió a llorar porque no le quedaban fuerzas para seguir golpeando, tal vez porque se sabía derrotado por su hija, quizá porque estaba solo en la habitación mientras las dos personas que más le importaban se abrazaban al otro lado de la puerta; quizá solo lloraba porque, por primera vez, le dolían en el alma las miradas de su mujer y su hija. Nunca antes había visto tanto miedo en los ojos de su esposa, nunca tanto desprecio en la mirada de su hija. Pero ellas debían entenderlo, era su oportunidad. No podía dejarla pasar, se la había ganado a pulso y llevaba años esperándola. Además, aquella podía ser la última oportunidad para lograr su ansiado ascenso.

Anselmo Arranz se calmó, aunque solo momentáneamente. El odio no tardó en volver a sus ojos, pero esta vez iba dirigido al culpable de todo. Era un odio visceral, un odio salido desde lo más profundo de sus entrañas, un odio que inyectaba sangre en sus pupilas. «¡Ese hijo de puta me las va a pagar, va a lamentar su osadía!», masculló entre dientes. Y sus ojos empezaron a ponerse aún más rojos; cada vez le escocían más. Pero él sabía que no era por la sal de las lágrimas derramadas poco antes, sino por el odio que iba acumulando contra el mal nacido que había osado seducir a su hija, que le había llenado la cabeza de ideas revolucionarias, que la había puesto en su contra. Dio un puñetazo contra la cómoda. En la habitación, un cajón roto desparramó prendas por el suelo; en el salón, dos mujeres se sobresaltaron por el ruido, abrazándose de nuevo en un acto reflejo de mutua protección. Pero Anselmo Arranz no se alteró por el incidente del cajón roto. Ni siquiera se planteó la posibilidad de recoger la ropa del suelo. Al contrario, dio una patada al cajón esparciendo las prendas por toda la habitación. Luego sonrió. Ya sabía cómo hacerlo, solo era cuestión de esperar. «Ese Cantero va a lamentar haber mirado a mi hija. Peor aún, va a lamentar haber nacido», masculló entre dientes.

Aquella noche María no acudió a nuestra cita. Yo la esperé hasta tarde, muy tarde. Y mucho después de saber que ya no vendría, aún la seguía esperando, pensando en las posibles razones que le habían impedido ir al mirador, haciéndome innumerables preguntas. Mas todas mis preguntas conducían a una misma respuesta: nos habían descubierto. Y empecé a temer lo peor por nosotros, especialmente por ella. Finalmente decidí acercarme a la casa cuartel de la Guardia Civil, su casa, quizá su prisión desde hacía unas horas. Di un largo rodeo para evitar ser descubierto y, después de caminar un buen rato, cambiar de calle continuamente ocultándome entre las sombras, con el corazón en la garganta y la boca seca por la tensión, me detuve en el mismo sitio donde una mañana reciente nos besábamos con prisa y con nervios, con pasión y con miedo a ser descubiertos. Desde allí la veía trepar por la ventana cada noche cuando, tras despedirse de mí, volvía a escondidas a su habitación después de nuestras citas frente al castillo. Desde allí la había visto desaparecer por la esquina muchas mañanas y, muy a mi pesar, en aquel mismo sitio empecé a temer que la estaba perdiendo. O quizá no. Quizá solo se había sentido indispuesta. No. María habría ido de todas formas. Tal vez un catarro repentino. No. Tampoco habría faltado a nuestra cita por un catarro. Una indigestión, quizá... «Está sometida a demasiada presión», pensé. Las escapadas diarias, la carga de la culpa por vivir en una mentira continua ante sus padres... De pronto empecé a sentirme culpable, culpable por arrastrarla a aquella situación, culpable por el mal momento que estaría pasando María. Cerré los ojos, apreté los puños, y entonces la vi. La vi sonreír en mis brazos, correr de mi mano; la escuché reír, oí su voz bailando en mi oído... Pensar en tantos momentos compartidos hizo que aquella repentina sensación de culpabilidad se desvaneciese al instante, mas no la preocupación que sentía. Volví a mirar hacia la ventana. Nada. Agucé el oído. Silencio. Intenté escudriñar la oscuridad. Calma absoluta. Estuve tentado de acercarme a la ventana, pero al final desistí. Y si estaba dormida... Y si realmente estaba enferma... Y si nos habían descubierto... No. No era una buena idea, solo conseguiría despertarla, asustarla, comprometerla... Decidí marcharme por donde había venido. Me marché igual que había llegado, naufragando en un mar de dudas. Pero había alguien dispuesto a esperar hasta más tarde, mucho más tiempo, todo el tiempo que fuera necesario porque sabía que antes o después su presa caería en la trampa. Quizá porque él también fue joven, quizá porque todos hemos hecho locuras por amor.

Veinticuatro horas después estaba parado de nuevo en el mismo sitio de la noche anterior. Me asomé a la esquina. Tenía los nervios a flor de piel y estaba preocupado pero decidido a actuar. María había faltado a nuestra cita por segunda noche consecutiva. Algo malo estaba pasando y yo no podía esperar más para averiguarlo. Miré y volví a mirar hacia la ventana. Nada. Solo el guardia de puertas. Aquella noche el Servicio de Puerta le había tocado al “barbas”, un guardia que apenas conocía de vista y cuya mala reputación solo era superada por la del cabo Anselmo. Aquel guardia civil paseaba de una esquina a la otra, pero desde allí no podría verme. Aprovechando que mis ojos hacía ya rato que se habían acostumbrado a la negrura de la noche intenté taladrar la oscuridad, mas no conseguí ver nada, ni a nadie. Miré una vez más hacia la ventana de María. Nada. Solo sombras. Quizá fue la necesidad de saber de ella, quizá la imprudencia de mi juventud, quizá la incapacidad de pensar con frialdad. Lo cierto es que no tuve en cuenta un detalle, un importante detalle: las sombras, a veces, ocultan otras sombras. Esa fue mi desventaja. Esa era la ventaja con la que él contaba. Apreté el papel doblado dentro de mi mano y me aventuré al amparo de la noche, sigilosamente, tanteando el terreno a cada paso, aguzando el oído. La luz de su habitación seguía apagada. Caminé unos metros. Silencio. Me acerqué un poco más. Silencio. Miré atrás. Demasiado tarde para volver. La seguridad del rincón más oscuro quedaba ya a muchos pasos de distancia. «Tiraré una china contra el cristal de la ventana, sin demasiada fuerza —pensé—, de forma que solo ella pueda oírla». Me agaché, tanteé el suelo buscando mi proyectil y, de pronto, el destino se precipitó sobre nosotros. Quizá porque así estaba escrito; quizá porque así lo estábamos escribiendo con cada una de nuestras decisiones. Todo podía haber ocurrido de otra forma. O ni siquiera haber sucedido. Pero ocurrió, tal vez de la única forma posible, quizá como nosotros hicimos que ocurriera.

La acera parecía barrida a conciencia. No había nada en el suelo que me sirviera para llamar la atención de María. Entonces lo presentí. Ni una palabra. Ni un ruido de pasos. Ni un indicio de aquella sombra entre las sombras. Pero supe que había llegado nuestra hora, la hora de un enfrentamiento inevitable. Intenté levantarme y enfrentarme a sus ojos, pero ya era demasiado tarde. O quizá no. Cuando sentí el cañón en mi nuca supe que debía elegir. Y acepté la posibilidad de morir, pero con dignidad.

—¿Buscas a alguien?

—Quizá te buscaba sin saberlo.

—No te hagas el valiente, no estás en condiciones —me dijo el cabo Anselmo, y a continuación me propinó un puntapié en los riñones que me hizo caer de bruces.

Intenté levantarme, pero, cuando apenas estaba en cuclillas, volví a sentir el acero en mi nuca, frío, como una amenaza de muerte real, muy real.

—Vas a necesitar algo más que un puntapié para hacerme desistir, y lo sabes.

—¡Cállate! O te mato como a un perro —gruñó entre dientes, cerca de mi oído.

—¿Como a un perro “rojo”?

Segundo puntapié. Su bota acababa de descargar todo su odio sobre mi costado. Caí de bruces, pero antes de tocar el suelo ya había decidido que aquella sería la última vez.

—No sabes las ganas que tengo de apretar el gatillo, y me lo estás poniendo muy fácil.

—Pues si pretendes matarme, estás haciendo demasiado ruido, ¿no crees?

—Tu verborrea no te servirá conmigo.

Por un instante, el cabo Anselmo me pareció distraído, pensando en nosotros —en María y en mí—, imaginándome a mí como un don Juan de pacotilla que había logrado engatusar a su hija con palabrería barata, y a ella como una chiquilla inocente. Se produjo un silencio, el más largo hasta entonces. Luego, yo empecé a incorporarme, despacio, decidido, intentando anticiparme a su siguiente movimiento.

—¡Al suelo! —masculló entre dientes, pero más alto de lo que pretendía.

—Si tengo que morir, no será arrodillado.

Y seguí irguiéndome a pesar de sus amenazas, lentamente, sintiendo el frío acero en mi nuca, empujando la pistola hacia atrás con mi cabeza, respirando su odio en mi cuello. El cabo Anselmo me agarró por la pechera de la camisa y tiró con fuerza hacia arriba, haciéndome girar hasta quedar cara a cara. Luego me puso el cañón en la frente. Nos quedamos un instante en silencio, retándonos con la mirada.

—¿Cómo esperas salir de esta, Cantero?

—Dímelo tú.

—Parece que con una bala entre las cejas.

—Si me matas los dos estaremos muertos para tu hija. Yo bajo tierra y tú enterrado en vida. Pero será bien distinto para ambos. Yo descansaré en paz y ella me amará eternamente, pero tú no podrás encontrar la paz ni en este mundo ni en el otro y tu hija te odiará mientras viva.

Anselmo pareció dudar por un momento; mi estrategia había funcionado. Acababa de descubrir su punto débil.

—No mientes a mi hija, o...

—¿O qué?

—¡O te pego un tiro, mal nacido! —dijo levantando la voz más de lo que pretendía.

—Al final nos van a oír y entonces vendrán todos tus secuaces.

—Cuidado cómo hablas de los míos —dijo amenazante.

—Aunque si salen se armará un buen jaleo. Y María se asomará a esa ventana y te verá apuntándome con tu pistola.

—Igual ve cómo te descerrajo un tiro en la cabeza.

—Los dos sabemos que no vas a matarme.

—Yo en tu lugar no estaría tan seguro.

—Hagamos un trato —dije tras un breve silencio.

—Tú no estás en posición de ofrecerme ningún trato.

—Yo creo que sí.

Una pausa. Un silencio denso. Luego Anselmo quiso demostrarme —o demostrarse a sí mismo— que era él quien controlaba la situación.

—Yo te voy a proponer un trato —dijo, y luego hizo una pausa premeditada, alargando adrede mi espera—. Tú le escribes una nota a mi hija. Le dices que solo fue un amor de verano, que le deseas lo mejor, pero que debe olvidarse de ti.

—Eso ni lo sueñes. La nota que quiero darle ya está escrita —dije, y en seguida supe que había hablado demasiado.

—¿Qué nota? —preguntó sin poder disimilar su interés y tampoco su enojo.

Yo apreté el papel dentro de mi mano, de forma instintiva, sabiéndome traicionado por mi subconsciente.

—Me temo que no es para ti.

—¡Dame esa nota, Cantero! —dijo apretando los dientes, agarrándome más fuerte de la pechera y empujándome con el cañón de su arma.

—Vas a tener que quitármela.

—No olvides quién tiene la pistola. Tú solo eres el que sueña; yo decido cómo termina la historia.

Por un momento intenté imaginar que estábamos en igualdad de condiciones, que ambos nos enfrentábamos desarmados, sin la ventaja que le daba su pistola. Me pregunté qué pasaría. No tardé en saber la respuesta: el cabo Anselmo me soltó de la pechera e intentó agarrarme la mano. Quería obligarme a abrirla, pero ese fue su error. De pronto parecía obsesionado con aquella nota, tan obsesionado que descuidó sus defensas. Aprovechando su descuido, levanté mi brazo izquierdo con toda la violencia de la que fui capaz, golpeándole con fuerza en el antebrazo derecho, desarmándolo en un abrir y cerrar de ojos. La pistola calló sobre el asfalto con un ruido metálico y luego se oyó resbalar varios metros alejándose de nosotros. El cabo Anselmo me miró sorprendido, incrédulo ante mi acto repentino, incapaz de aceptar mi agresiva actitud. No se lo esperaba. Sin duda no estaba acostumbrado a ser objeto de semejante acto de insumisión. Pero no pareció alarmarse ante la igualdad de condiciones; al contrario, tuve la sensación de que sonreía. Me pareció ver su gesto igual de confiado, incluso retador, como si estuviera invitándome a medir nuestras fuerzas. Nunca supimos si él me estaba infravalorando, tampoco si confiaba demasiado en sus posibilidades, teniendo en cuenta la pérdida de su inestimable ventaja. Pero aquel día aprendí una cosa de Anselmo: era un luchador, un hombre que nunca se rendía, que jamás desistía en el empeño de conseguir lo que quería, aunque estuviera equivocado.

El cabo Anselmo se agachó ligeramente, colocando el cuerpo hacia delante, en clara posición de ataque. Luego me miró con aquella sonrisa de guerrillero e hizo un gesto con ambas manos, como invitándome a atacarle. Pero yo no había ido a pelear, solo pretendía ver a María. Anselmo, sin embargo, parecía haber encontrado la excusa que necesitaba para justificar una acción que en el fondo no pretendía llevar a cabo. Mientras me miraba desafiante empezó a retroceder, lentamente, tanteando el suelo con las botas. Enseguida lo supe: estaba buscando la pistola. Y supe que era la hora de marcharme. Aquella noche no podría despedirme de María, ni siquiera conseguiría hacerle llegar mi nota. Me di media vuelta y empecé a andar. Pero apenas me había alejado unos metros cuando se oyó un chasquido a mis espaldas. No me sorprendió; sabía que no tardaría en encontrar su pistola y que me estaba apuntando con el arma montada. Pero no me giré. Anselmo sería un hombre violento, un mal marido, incluso un mal padre, pero no lo creía capaz de disparar a un hombre por la espalda. Seguí caminando, despacio, sin volver la vista atrás, sin intención de detenerme. No le tenía miedo, pero él aún creía que podía intimidarme.

—¡Alto o disparo!

Yo seguía alejándome. Él insistía en que me detuviera.

—¡Alto, he dicho, o te pego un tiro! —repitió, alzando la voz lo suficiente para que le oyera, conteniéndose para no alertar a nadie.

Pero no me detuve. Yo sabía que Anselmo no iba a dispararme por la espalda; él ya sabía que yo no iba a detenerme.

A la mañana siguiente, cuando aún no había terminado de amanecer, yo esperaba tras la esquina. La panadería estaba abierta y era la hora de siempre. Había dos posibilidades: la primera, remota, pero capaz de hacer saltar mi corazón dentro del pecho solo de pensarlo; la segunda, bastante probable, y también capaz de acelerar mi pulso más de lo deseado, aunque por razones bien distintas. Al final ocurrió lo que esperaba y temía. La madre de María dobló la esquina de enfrente en dirección a la panadería. Instantes después, apenas ella entró, yo aceleré el paso hasta llegar a la esquina por donde acababa de verla aparecer hacía solo un momento. Esperé hasta que salió con el pan y, justo en el instante en que ella llegaba al final de la calle, yo asomé por la esquina cortándole el paso. Ella se detuvo al verme y ambos nos quedamos parados en la acera, frente a frente. En un primer instante la madre de María estuvo a punto de soltar una exclamación de sorpresa, de contrariedad quizás. Pero se limitó a llevarse una mano a la boca, en un gesto que yo entendí de autocontrol. Intenté mostrarle mi mejor sonrisa en agradecimiento por su silencio, pero solo me salió una extraña mueca. Ella me gritó«¡apártate, por Dios!», desde el silencio de sus ojos abiertos como platos, desde el fondo de sus pupilas dilatadas. Yo saqué la mano del bolsillo y ella dio un paso atrás. Luego, cuando alargué mi mano hacia ella, intentó protegerse con la mano que tenía libre —la otra sujetaba la bolsa del pan—. La agarré por la muñeca y sujeté su mano con firmeza, pero apretando solo lo justo: no quería asustarla, mucho menos hacerle daño. Yo abrí mi mano; ella miró el papel arrugado y, enseguida, a un gesto mío, abrió la suya permitiéndome depositar aquella nota entre sus dedos. A continuación cerré su mano con la mía, despacio, delicadamente. «Solo le pido que se la entregue a María, es lo menos que le debo». Ella hizo un gesto de asentimiento. «Descuida, se la daré». Y esta vez conseguí sonreír. «Gracias». Y ella se marchó sin un “de nada”, sin un “adiós”, pero con una leve sonrisa que intentó disimular sin éxito.

A la mañana siguiente yo la esperaba otra vez al doblar la esquina. Si había cumplido su palabra, María le habría dado una mensaje para mí, la respuesta a la nota que su madre guardó en su mano cerrada, veinticuatro horas antes. Nos encontramos en el mismo sitio, frente a frente, como la mañana anterior. Pero esta vez no hubo caras de sorpresa: los dos sabíamos que nos encontraríamos allí, a la misma hora, sin necesidad de estar citados. Tampoco hubo ningún gesto de contrariedad. Solo una nota en mi mano... Solo un “gracias” en mis labios... Solo un “de nada” en los suyos. Nos habíamos encontrado sin un “hola” y nos despedimos sin un “adiós”, pero ambos con una sonrisa: la mía, en los labios; la suya, en los ojos y también un poco en los labios, solo un poco, lo suficiente para delatarla.

La noche antes, una nota algo arrugada se había deslizado bajo la puerta cerrada de la habitación de María. Aquella noche las palabras de otra nota bailaban ante mis ojos mientras yo leía y releía aquel mensaje. Las dos notas decían lo mismo: «Te quiero. Siempre te querré. Espérame. Te esperaré, lo prometo. Pronto estaremos juntos de nuevo. Te quiero... Te quiero... Te quiero...». Solo había una diferencia. Mi nota decía: «Te escribiré cada día»; y la suya: «Contestaré cada una de tus cartas».

Unos días después María puso rumbo a Valladolid. Le esperaba una nueva vida, una vida que no sería como nosotros esperábamos, como nos habíamos prometido en aquellas notas. Aquella misma tarde, en la hora de la siesta, bajé al arroyo. Pensaba que allí me sentiría un poco más cerca de ella, pero pronto comprendí que no podía engañarme: María se había ido, solo me quedaba su ausencia. Me detuve donde aquella primera tarde nos dimos la mano justo antes de echar a andar arroyo abajo. Pero ya no tenía su mano para entrelazar nuestros dedos ni se escuchaba su risa sobre el rumor de la linfa cristalina. Empecé a andar despacio, sintiendo cómo el agua se volvía hielo en mis tobillos, con los guijarros hiriendo mis pies sin compasión. La sal de mis lágrimas me escocía en los ojos, aquel silencio me pesaba como una losa en el alma. Caminé despacio por el cauce del arroyo. María ya no corría delante mío invitándome a perseguirla, retándome a alcanzarla. Llegué hasta la cabecera del río donde tantas veces nos besamos. Luego me sumergí, despacio, con los ojos cerrados, intentando sentirla junto a mí. Casi podía sentir sus manos, su piel rozando mi piel, el contacto con su cuerpo mojado Seguí avanzando río adentro, dejándome llevar por la corriente. Poco a poco fui alejándome de la orilla, sumergiéndome un poco más a cada paso. No pretendía ahogarme en aquellas aguas que tanto amaba, lo único que quería ahogar era mi frustración. La rabia que me quemaba por dentro se fue desvaneciendo y acabé abandonándome en brazos de una tristeza insoportable. Seguí caminando hasta que el agua me llegaba al cuello. Y entonces todo sucedió de repente. El remolino me atrapó por sorpresa y empezó a engullirme sin remedio, haciéndome girar al tiempo que caía hacia el fondo. Pero, cuando tragué las primeras bocanadas de agua, el instinto de supervivencia se negó a perder aquella batalla y me obligó a luchar con todas mis fuerzas. Después de una agotadora lucha contra el remolino de agua logré salir a flote, tomé aire y empecé a nadar a contracorriente en dirección a aquellos cañaverales que parecían estar demasiado lejos, con mis cinco sentidos puestos en aquel lecho de juncos de pronto convertido en un lecho de espinas.

Salí del agua agotado. La lucha a brazo partido contra el remolino me había dejado exhausto. Caminé trastabillando y, cuando por fin alcancé la sombra de los cañaverales, me dejé caer de bruces sobre los verdes juncos donde tantas veces nos amamos. Me sentía frustrado y débil, abatido por dentro y por fuera. Empecé a llorar y a toser y allí, en el que fuera nuestro lecho, con la cara entre los juncos, respirando el aroma de nuestras tardes felices y añorando a María, vomité el agua tragada, pero no pude expulsar aquella sensación de impotencia que me había dejado su marcha. Luego, cuando ya no me quedaba nada que vomitar, me senté con la cabeza entre las rodillas y los brazos rodeando mis piernas y apreté los dientes con desesperación, sintiendo las lágrimas de la impotencia resbalar por mis mejillas, apretando los puños con rabia, clavándome las uñas en las palmas de las manos hasta que un hilillo de sangre caliente empezó a bajar por mis antebrazos.

Aquella misma noche, en la soledad de mi cuarto y alumbrado por la trémula llama de una vela, le escribí a María la primera de mis cientos de cartas.

Las golondrinas nunca regresan en otoño

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