Читать книгу Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez - Страница 14
CAPÍTULO VI
EL TELEGRAMA
ОглавлениеAmbos llegamos en un intervalo de apenas una hora. Yo, cuando aún resonaban en mi cabeza las once campanadas del reloj de la Villa; el telegrama, pasadas las doce. Habían pasado dieciocho meses y tres días desde que me marché para cumplir con el Servicio Militar, más de un año y medio desde la última vez que nos despedimos con un «hasta mañana», ansiosos porque volara el tiempo, porque pasaran aquellas casi veinte horas que nos separaban del próximo beso, de la siguiente caricia. Pero entonces éramos incapaces de imaginar que, en aquella ocasión, “mañana” debería esperar diecinueve meses y algunos días... en el mejor de los casos. Acababa de llegar a casa recién licenciado y ya estaba pensando en las cosas que debería meter en la maleta, en aquella maleta que me acompañaría en un viaje sin fecha de retorno. Podía volver en unos días, en unas semanas, en unos meses, en unos años... No me marcaba un plazo, el tiempo para regresar, el lugar donde viviría... Todo eso era lo de menos, solo me inquietaba saber si María aún me esperaba. Y entonces llegó el cartero. Yo ni siquiera me molesté en salir, ya no esperaba carta de nadie.
—Alejandro, es para ti —oí decir a mi madre.
La oí, mas no la escuché. Apenas nos separaban unas decenas de metros, pero yo estaba en otro mundo.
—¡Alejandro! ¡Es un telegrama y es para ti! —insistió.
Entonces escuché aquellas tres palabras: «Telegrama... para ti». Salí corriendo sin entender nada, pero sabiendo que no serían buenas noticias.
Creía que lo peor ya había pasado, pero me equivocaba. La mili solo podía separarnos físicamente, mantenernos alejados durante un tiempo, nada más. Porque el tiempo y la distancia nada podían frente a la fortaleza de un amor como el nuestro. Porque más allá de la distancia, después de aquellos meses de separación, los sentimientos que brotaron apenas se cruzaron nuestras miradas por primera vez seguían latiendo en el corazón, palpitando en el recuerdo de todos los besos, bajo las huellas de cada caricia, grabados a fuego en el alma y en la piel. El amor es cosa solo de dos, pero en este caso había alguien más muy interesado en formar parte de aquella historia, de nuestra historia; una tercera persona pretendía reescribirla, torcer los designios del destino.
Lo había leído media docena de veces, pero volví a leerlo una vez más. Quizá porque no podía dar crédito a lo escrito en aquel telegrama de amargo recuerdo; quizá porque, inconscientemente, aún esperaba no haber entendido el mensaje. Pero este no dejaba lugar a dudas. Su contenido era breve; su texto, directo y cruel. «Olvídese de María». STOP. «Está prometida y se casará en breve». STOP.
La pesada mochila de las lágrimas de mi madre al verme partir, mezcladas con la alegría de verme regresar, me acompañaría en aquel interminable viaje de Córdoba a Valladolid. Entonces los trenes tardaban demasiado tiempo en llegar a cualquier parte. Aquel trayecto se me habría hecho eterno de todas formas, aunque solo hubiera durado un segundo. Aquella tarde, mientras esperaba en aquel bar frente a la casa cuartel de la Guardia Civil, la impaciencia y las dudas torturaban mis nervios sin compasión. No recuerdo cuánto tiempo esperé, pero entonces me pareció media vida. Tampoco recuerdo cuántos fueron los cafés, pero fueron menos que los cigarros, de eso estoy seguro. Solo recuerdo mis ganas de verla aparecer, aquel estado de creciente ansiedad que parecía agravarse cada vez que alguien salía y la decepción al comprobar que no era ella. Recuerdo aquellas ganas de abrazarla, de apretar sus manos entre las mías, de besar sus labios, de decirle «ya pasó todo, mi amor, estamos juntos de nuevo, para siempre». Y recuerdo el temor cada vez que pensaba en el telegrama, el miedo a que dijera la verdad.
Vi salir a María cuando el sol ya había desaparecido por el horizonte, mucho después de que la espera empezara a desesperarme, justo un instante antes de perder todas mis esperanzas. María salió sonriente, caminando con su andar resoluto, con su melena al viento, distanciándose para siempre de mí a cada paso que daba. Cuando la vi de la mano de aquel hombre mi corazón se encogió como el alma con el miedo, como el orgullo de los vencidos, como un pajarillo atrapado en un puño de hierro. Instantes después, apenas María dobló la esquina, mi corazón empezó a endurecerse como el barro al sol, a romperse como barro seco.
María desapareció de mi vista, caminando feliz de la mano de aquel hombre; nunca más volvería a verla, de eso estaba seguro. Y entonces —solo entonces— empecé a entenderlo todo, a comprender por qué esperé en vano la respuesta a mis cartas. Y empecé a darme cuenta de que la había perdido para siempre. Y me arrepentí hasta dolerme de no haber ido a buscarla durante aquel permiso, cuando estuve tentado de hacerlo. Tenía que aceptarlo, me había equivocado y bien que me pesaba. Lo que entonces no sabía era que estaba a punto de tomar otra decisión equivocada, una decisión que seguiría lamentando mucho tiempo más tarde. Fue entonces cuando sentí aquel impulso irrefrenable, aquel vehemente deseo de ir tras ella, de decirle que aún la amaba, que la amaría siempre, aunque ella no me amara, aunque nuestros caminos no volvieran a cruzarse nunca más. Por un instante estuve tentado de correr a su encuentro, de aferrarme a mi última oportunidad. Pero no lo hice. María caminaba de la mano de otro hombre. «Ya no la quiero», me dije. Y al amparo de mi falso orgullo, la desolación que aplastaba mi pecho pareció de repente algo más liviana y me mentí diciéndome que no me dolía tanto su traición. Por un instante creí sentirme de nuevo seguro de mí mismo, incluso me dije que no estaba tan desesperado. Entonces no quise aceptarlo, pero no fue el orgullo lo que me impidió ir tras ella, sino el miedo; el miedo a escuchar de sus labios que ya no me amaba, que todo el amor que sintió por mí ahora lo sentía por otro. Y decidí engañarme sin contemplar ninguna otra posibilidad, sin pensar que la mentira más débil es nuestra propia mentira. Porque nadie peor que nuestra conciencia para reprocharnos nuestra cobardía, porque solo hay una persona de quien no podemos escondernos, alguien a quien nunca podremos engañar: nosotros mismos.
María me había dejado por otro, esa era la verdad. Allí terminaba aquel amor que un día soñamos para siempre, aquel amor que creímos eterno; al menos yo lo había creído hasta que me di de bruces con la realidad. Aún no había acabado de aceptar mi derrota cuando mi mundo empezó a derrumbarse sin darme tiempo de apartarme, aplastándome con el peso del desamor, enterrando bajo los escombros de la desesperanza todas las ilusiones alimentadas durante el último año y medio. Desde hacía muchos meses, cada vez me costaba más creer en un reencuentro feliz, pero nunca dejé de albergar esperanzas de retomar nuestra relación donde la dejamos una lejana tarde de verano, como si el tiempo no hubiera pasado, como si la distancia no difuminara las sensaciones compartidas. Aquel maldito telegrama había sido la penúltima señal; la prueba definitiva eran aquellas manos entrelazadas. Mis ilusiones perecieron sepultadas bajo los cascotes de la triste realidad. Lo más duro fue enfrentarme a la verdad desnuda, aceptar que todo había terminado entre nosotros. Porque no había vuelta de hoja. Aquella había sido mi última oportunidad de contemplar su espalda erguida, sus caderas contoneándose al caminar, su pelo ondeando al viento... Nunca más volvería a coger su mano, a enredar mis dedos en su pelo, a estrecharla entre mis brazos, a sentir su aliento en mis labios, a dibujar las curvas de su cuerpo, a recrearme en sus muslos firmes, a sumergirme… Jamás volvería a ser mía, jamás volvería a sentirme tan suyo. María, mi primer amor, mi amante primera, ahora se entregaría a otro. Pero yo la necesitaba tanto... Mis manos, mis ojos, mi boca, mi piel…, todo yo la necesitaba. Mas debía empezar a olvidarla, aprender a vivir sin ella. Aquella noche me hice una promesa: jamás volvería a enamorarme, jamás volvería a sentir por nadie lo que sentí por María, lo que seguía sintiendo por ella. Y me juré que aquel desengaño me haría más fuerte, más duro frente a los golpes de la vida. Pero pronto debería aceptar mi fracaso. Sí, el espejo me devolvía un rostro más serio, una mirada dura, pero eso solo era la fachada; por dentro seguiría siendo vulnerable, soñador, romántico, sensible... Yo quería dejar de sentir, procurarme una coraza frente a los sentimientos, un escudo protector que me librara de volver a sufrir. Pero me estaba engañando; podemos controlar muchas cosas, mas nunca podremos decidir cuándo o de quién nos enamoramos.
«Todavía no es tarde, nunca lo es», me insistía aquella vocecita cada vez más débil. «Ella ha escogido a otro; él gana, yo pierdo», me justificaba para no arriesgarme a ser rechazado por la mujer que tanto amaba. «Además, ¿qué podría decirle?», me preguntaba. Aunque quizá hubiera bastado con decirle «ya estoy aquí, mi amor, he terminado la puta mili y vengo a buscarte como te prometí». Pero no lo hice, no hubiera podido soportar oír de sus labios que lo sentía, pero que nunca me amó lo suficiente como para esperarme durante tanto tiempo. «¿Por qué crees que nunca contesté tus cartas?», la imaginé diciéndome, y ya no quise imaginar nada más. Poco a poco, aquella impertinente vocecita dejó de animarme a intentarlo y empezó a reprocharme no haber ido a buscarla mucho antes. «Debimos escapar juntos», me dije. Podíamos haber huido por la frontera hacia Francia, como hacían los “rojos” durante la guerra, como siguieron haciendo en los primeros años de la posguerra. Ellos lo hacían para escapar de las garras del franquismo, para salvar su vida; nosotros debimos hacerlo para salvar nuestro amor, una de las pocas cosas por las que vale la pena arriesgarlo todo.
Salí del bar cuando ya había anochecido y, tras mirar por última vez hacia la esquina por la que poco antes había desaparecido María, empecé a andar sin rumbo fijo, pero sabiendo que lo hacía en dirección contraria a la suya. Durante un buen rato caminé sin detenerme, arrastrando los pies con desgana, diciéndome que debía continuar, sin saber hacia dónde ir, repitiéndome a cada instante que debía olvidarla. Pero mi corazón no podía y mi cuerpo se negaba siquiera a intentarlo. Doblé aquella esquina y me detuve en una calle que no conocía de una ciudad del todo desconocida para mí. Entonces recordé que no había comido en todo el día, que no tenía dónde dormir. No había previsto el momento después, como si el resto de mi vida se limitara al instante de volver a encontrarnos, como si nada más importara. Estaba parado delante de un restaurante, un hostal quizá, pero no tenía hambre y sabía que aquella noche tampoco podría dormir.
Seguí caminando hacia ninguna parte, sin saber a dónde quería llegar. Pero cualquier cosa era mejor que detenerme. Porque a cada paso que daba me alejaba un poco más de aquellas calles que ahora no sabría ubicar en la ciudad, pero que aún permanecen gravadas a fuego en el mapa de mis recuerdos, de mis peores recuerdos. Seguí vagando durante un buen rato, deambulando como alma en pena, andando sin rumbo, pero sabiendo que allí donde fuera me seguiría la imagen de María de la mano de su prometido. No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando sin una dirección determinada, errático, arrastrando mi desolación mientras el alma se me desangraba sobre el asfalto. Pero, por algún capricho del destino —o porque doblé la esquina tomando una de esas direcciones que puede cambiarlo todo en un instante—, acabé en aquella calle de casas extrañas, unas casas con las fachadas pintadas de colores chillones. Enseguida supe dónde estaba. Podía haberme dado la vuelta, haber girado sobre mis pasos alejándome de aquel lugar, pero no lo hice. Seguí avanzando, mirando hacia las puertas de aquellas casas, decidido a no entrar en ninguna sabiendo que podía hacerlo. Llegué al final de la calle. Pude seguir, olvidarme que había pasado por allí, mas no lo hice. Me detuve delante de la última casa, frente a la última puerta. Aún estaba a tiempo de marcharme, pero me quedé parado, sabiendo que cada segundo que pasara frente a aquella puerta aumentaba las posibilidades de acabar entrando. Miré a mi derecha. La esquina por la que había llegado me pareció lejana, muy lejana. Miré a mi izquierda. Unos pasos hubieran bastado para abandonar la calle, para irme de aquel lugar donde no había imaginado acabar nunca, mucho menos aquella noche. Pero decidí quedarme en aquella calle sin placa con su nombre, una calle a la que todos nombraban con el mismo apelativo: “la calle de las putas”. Quizás aún estaba a tiempo de no entrar... No, era demasiado tarde; ya había decidido traspasar el umbral de aquella puerta. Quizá me empujó la desolación. Tal vez lo hice porque, de forma inconsciente, estaba buscando aquella calle desde que empecé a caminar sin rumbo, desde el instante en que fui consciente de no haber previsto dónde dormir.
De sobra sabía lo que iba a pasar a continuación, pero aún necesitaba reunir el valor necesario. Encendí un cigarrillo y me apoyé en aquella pared pintada de rojo estridente. Luego le di varias caladas profundas, una tras otra, sin apenas respirar. Fumaba deprisa, como si así pudiera espantar aquella desesperación que me abrasaba las entrañas, como si el tabaco fuera a librarme de aquellos nervios que hacían temblar el cigarrillo en mi mano mientras miraba indeciso la puerta que estaba a punto de traspasar. Le di la penúltima chupada al cigarro. El humo me quemó en los pulmones; el frío me caló hasta los huesos, se metió bajo mi piel helándome el alma. Quizá porque en Valladolid siempre hace frío; quizá porque nada desabriga tanto como la soledad. Apuré el pitillo, lancé la colilla contra el suelo y la aplasté enérgicamente en un gesto de rabia que no calmó mi ansiedad. Luego respiré profundo y entré en aquella casa de moradoras con escaso porvenir y aún menos esperanzas de alcanzar la vida que seguro soñaron alguna vez. Quizás allí, tras aquella puerta que guardaba secretos inconfesables, yo encontraría el antídoto que mitigara en parte mi dolor; tal vez allí podría empezar a olvidar a María. Quizás entré buscando lo que no podía encontrar; tal vez lo hice porque era lo más fácil. Quizá solo fue otro acto de cobardía. Pero qué importaba entonces, qué puede importar cuando ya se ha perdido lo que más importa, a quién más importaba.
Era una casa grande con un salón convertido en bar y una barra en forma de L. A escasos metros de la misma una chimenea devoraba troncos, aportando algo de calor y más humo al ambiente. La primavera recién había tomado el testigo del invierno, pero apenas la penumbra se apoderó de la ciudad, una brisa gélida y húmeda recorrió las calles traspasando muros, puertas y ventanas. Me acodé en la barra, justo en el extremo más alejado de la puerta, a escasos metros de la chimenea. Pedí algo de beber. Cualquier cosa me servía. El sabor me daba igual, bastaba con que me ayudara a olvidar. Pero no tenían una copa de olvido, así que lo dejé a elección de la camarera.
—¿Qué te sirvo?
—Me da igual. Sírveme lo que quieras.
—¡Vaya! Pues sí que necesitas algo fuerte.
Agarré la copa y le di un trago tan largo como grande era mi desconsuelo. Aquel extraño brebaje dejó un rastro amargo en mi paladar y me abrasó la garganta a su paso, pero me aferré a aquella copa de extravío y le di otro trago, y otro, y otro...
—¿Me pones otra?
—Pues sí que estamos mal... —dijo ella en tono burlón, provocativo quizás.
En apenas segundos, el contenido de aquella copa amarga —la segunda— se derramó por mi garganta. Luego me giré hasta quedarme de espaldas a la barra y, poco a poco, fui recorriendo con la mirada aquel antro de infortunio. Imaginé a aquellos hombres deseosos de satisfacer sus apetitos carnales, ansiando calmar el fuego de sus instintos más primarios, deseando dar rienda suelta a sus deseos inconfesables, impulsos estos últimos que seguramente reprimían en la alcoba conyugal. Pero también los imaginé intentando curar alguna herida del alma con cualquiera de aquellas pócimas de carne y hueso, formas de mujer, alma humana y un corazón quizá tan desgarrado como el de quien pretendía suturar el suyo con la ayuda del alcohol y las costuras improvisadas de unos abrazos sin nombre real, un cuerpo de gemidos falsos y una mente distraída en la espera del último jadeo del desdichado de turno. En el salón había al menos media docena de mujeres. Las observé mientras bebían y se reían con aquellos hombres. Las escuché reír, pero sus risas me sonaron tristes, aunque quizá la tristeza estaba dentro de mí. Aún estaba a tiempo de marcharme; ya empezaba a estar preparado para quedarme. Pagué las copas, desoí los piropos de la camarera y esquivé los ojos que me invitaban a quedarme, las promesas en las miradas lascivas. Pero entonces la vi y enseguida supe que me quedaría un poco más. Estaba parada a escasos metros de mí, cerca de la chimenea. Llevaba un vestido blanco, corto y bien ceñido que realzaba sus poderosas caderas, marcaba sus pechos y desnudaba sus hombros, salvo por los finos tirantes. Mis ojos se detuvieron en su espléndido escote, un escote que mostraba con generosidad la piel morena de sus pechos turgentes. Por un momento me sentí completamente fuera de lugar. Aquel no era mi sitio, pero no podía evitar sentirme terriblemente atraído hacia aquella hembra espectacular, aquella prostituta que parecía mirarme con una timidez impropia de alguien de su condición. Miré su pelo azabache, el fuego de la chimenea bailando en sus ojos, sus labios carnosos, la piel de su cuello... Mientras más la miraba, más me recordaba a María. Quizá por algunos de sus rasgos, quizá porque todo me la recordaba. La deseé... terriblemente, pero no como deseaba a María. A aquella prostituta solo deseaba poseerla con rabia, tal vez con desprecio. No quería amarla, solo pretendía acallar la desesperación que me quemaba en las entrañas.
Pero las cosas no siempre suceden como esperamos. A veces incluso resultan ser todo lo contrario de lo que habíamos imaginado. Ella seguía junto a la chimenea, mirándome. Entonces la miré a la cara y me pareció ver a María. Cerré los ojos, pero seguía viendo a María alejarse de la mano de aquel hombre. Creo que odié a aquella mujer sin siquiera conocerla, solo por recordarme a María. Y la deseé al mismo tiempo. Sí, la deseaba. Pero solo quería plasmar en su cuerpo mi despecho hacia María, como si así pudiera borrarla de la memoria de mi alma y de mi piel. Deseé acostarme de inmediato con ella, mas solo quería hacerla mía, poseerla con total desprecio a su condición de mujer. Me acerqué decidido, enfadado con María por no contestar mis cartas, por no amarme tanto como yo la amaba, no lo suficiente como para esperar el tiempo necesario, como yo estaba dispuesto a esperarla, como la hubiera esperado una vida entera. Pero las cosas no siempre son como pensamos; las personas, mucho menos.
Yo solo quería mirar su cuerpo, devorarla con la vista. Pero, por alguna razón, solo pude mirarla a los ojos. Su mirada tímida me desarmó. Yo esperaba encontrarme ante una mujer desinhibida, impúdica, pero me pareció una niña asustada y fuera de lugar. De repente, mi determinación se quebró, titubeé, y apenas acerté decir:
—¿Qué hace una mujer como tú en un sitio como éste?
—Pues ya ves, buscando el calor de la chimenea —me contestó con una sonrisa menos tímida, divertida.
—Y... ¿cómo te llamas?
—Andrea. ¿Y tú?
—Alejandro.
Andrea parecía tan desubicada como yo.
—¿Tienes frío? —le pregunté tras un breve silencio.
—Un poco —me contestó.
Me acerqué, puse mis manos en su cintura y ella pegó su cuerpo contra el mío.
—¿No tienes quien te abrace esta noche? —le pregunté, cuando en realidad hablaba conmigo mismo.
—Parece que no —me contestó Andrea con una sonrisa en los labios y la sorpresa reflejada en sus ojos, mucho más bonitos en la distancia corta, más misteriosos a la luz del fuego.
Al principio no entendí el porqué de su sorpresa. Luego comprendí que no era el tipo de pregunta que solían hacerle en aquel garito del último número de aquella calle sin nombre.
—Si quieres puedo abrazarte yo —le dije sin dejar de mirarla a los ojos.
Andrea no esperaba que la conversación transcurriera por aquellos derroteros; a mí también me sorprendieron mis palabras. Pero los dos entendimos lo mismo: lo que yo quería decir era «abrázame, por favor». La abracé no sin cierta timidez al principio; me abrazó sin aquella timidez que me pareció ver en sus ojos apenas un segundo antes. Aquella fría noche de principios de primavera Andrea me regaló su cuerpo... y algo más, mucho más.
—No quiero tu dinero —me dijo.
—Cógelo, te hará falta.
Andrea me miró a los ojos antes de responder.
—Yo cobro por hacer mi “trabajo”, pero esto ha sido diferente, no sería justo que me pagaras.
Cogí su mano con la intención de darle el dinero.
—Cógelo, por favor —insistí, pero ella se negó.
—No puedo. No quiero que el dinero manche el recuerdo de esta noche.
Andrea y yo acabábamos de hacer el amor. No era eso lo que yo pretendía, mucho menos lo que ella esperaba de mí. Pero, en aquel antro de mala muerte, durante el poco tiempo que nos concedía el dinero que ella se negó a aceptar, Andrea y yo nos amamos, con desesperación, aferrándonos el uno al otro, como el náufrago se aferra al tronco aun sabiendo que no lo acercará a la orilla. Yo nunca lo hubiera imaginado así, menos aún aquella noche; ni Andrea, ni aquella noche ni ninguna otra, no en aquel sitio. Juntos remendamos nuestras heridas, incluso nos regalamos algo de esperanza. Por momentos casi conseguimos espantar la soledad. Después del clímax nos quedamos abrazados, en silencio, lamiendo nuestras heridas, intentando escapar por un instante de la triste realidad: ambos habíamos pasado del amor al despecho. Ella, hacía meses; yo, aquella misma tarde.
Aquella noche de una incipiente primavera yo empecé a despedirme de María. Sabía que la había perdido pero, durante unos minutos, creí recuperarla a través del cuerpo acogedor de Andrea, derrochando en su cálida piel todas las caricias largamente guardadas para mi amor de ojos negros, para la mujer a quien, hasta solo unas horas antes, había soñado seguir besando por el resto de mis días. A mi buena samaritana le entregué sin esperarlo todos los besos guardados para María, todas las caricias que debían ser solo suyas; y en su hombro lloré sin lágrimas el desconsuelo por la traición de mi amada mientras descargaba en su sexo parte de la rabia que me provocaba el sentirme traicionado. En el cuerpo de Andrea encontré un refugio momentáneo, el lugar donde refugiarme de aquel dolor que parecía dispuesto a perseguirme por siempre. Bajo su vientre experimenté un instante de paz, una descarga de placer, mucho más de lo que parecía reservarme tan amargo día, una recompensa quizá inmerecida. Entre las piernas de Andrea me sumergí para escapar del desengaño; en su sexo descargué algo más que frustración y semen, mucho más que ternura, toda la pasión que ella no esperaba, toda la delicadeza que me había prometido perder horas antes, todo el afecto que me robó en la primera mirada. Y, aunque no dejara de pensar en María, sé que la amé por ser ella. Quizá porque me olvidé de dónde estaba, tal vez porque su mirada tímida derribó mis prejuicios. Quizá fue porque, por encima de todo, Andrea solo era una mujer, nada más, nada menos. Nunca la olvidaré. Andrea siempre tendrá un rinconcito reservado en mi corazón solo para ella.
Yo no sabía nada de Andrea. Desconocía las razones que la habían empujado a los brazos de aquella vida ingrata. Ella tampoco sabía nada de mí e ignoraba la existencia de María. Pero en el momento de abrazarla junto a la chimenea creo lo supo todo, sin necesidad de detalles, solo por el desamparo que no podía esconder aquel abrazo inesperado. Y yo encontré entre sus brazos mucho más de lo esperado, más de lo merecido, al menos hasta que empecé a mirarla como la mujer que era, sin despreciarla por su condición, sin juzgarla por lo que hacía. «Espera un poco», me dijo. Yo estuve a punto de decirle que no, que me marchaba de inmediato, pero también estuve tentado de decirle que no tenía dónde ir, que me encantaría quedarme toda la noche con ella. «Quédate al menos para fumarnos un cigarro», insistió. Andrea abrió un cajón de la mesita junto a la cama, sacó un paquete de Gauloises y me ofreció un pitillo. Me puse el cigarro en los labios que aún guardaban el sabor de su último beso y ella lo prendió sin dejar de mirarme a los ojos. Fumamos en silencio durante unos minutos. Luego Andrea empezó a contarme una historia desgarradora, la historia de una mujer que pagaba con su cuerpo y un jirón de su alma el precio de unas míseras pesetas: su propia historia.
Andrea tenía veinte años y hacía solo unos meses que se había marchado de casa. Su “pecado” había sido enamorarse de un soldado de reemplazo y quedarse embarazada; su pena, el rechazo del hombre a quien amaba, a ella y al hijo de ambos. Pero lo peor aún estaba por llegar. Lo que acabó de hundirla fue una condena para la que no estaba preparada. Cuando le hizo partícipe de su estado de buena esperanza el futuro padre de la criatura que latía en su vientre, el hombre del que se enamoró apenas verle, se vio obligado a revelar una verdad callada hasta entonces: él ya estaba casado. La vida de Andrea se derrumbó a sus pies, pero aun así decidió seguir adelante con el embarazo porque deseaba aquel hijo y porque sabía que, cuando todo falla, siempre queda el apoyo de la familia. Pero Andrea ignoraba la magnitud de su calvario. Sufrió en silencio durante meses, aprendió a inventar escusas que la hacían sentir culpable, mas nunca se planteó renunciar al fruto de su amor. Estaba enamorada y no se avergonzaba de su embarazo. Aquel retoño era un regalo del amor y nunca sería una carga para ella aunque tuviera que criarlo sola, aunque la sociedad la señalara con el dedo. Nada de eso le importaba. Lo único que necesitaba era el apoyo de su familia.
Cuando Andrea le confesó que estaba embarazada su madre corrió a confesarse con el cura de su parroquia. La suya era una familia muy conservadora y religiosa y aquel embarazo era una deshonra para ellos, una vergüenza, algo impropio de una mujer decente, inaceptable para una familia de buen nombre. El padre de Andrea era militar; su madre, de buena cuna. Andrea solo tenía un hermano menor, un chico serio y muy responsable, un estudiante de teología con la noble aspiración de ejercer la milicia como capellán castrense. Andrea quería estudiar pero no le dieron la oportunidad. Una chica con su apellido y su clase no necesitaba estudios para aspirar a un buen partido, un oficial del ejército quizá, tal vez un hombre de negocios pero, eso sí, de familia católica y apellido intachable. Los casaría el párroco amigo de la familia. Su esposo le daría una vida cómoda y ella se lo agradecería con hijos, muchos hijos, todos los que el Señor quisiera. Pero Andrea tenía sus propios sueños y en ellos no tenía cabida un matrimonio de conveniencia. Ella soñaba con enamorarse y ser feliz; de quién carecía de importancia. Pero la pequeña rebelde pagaría caro el “error” de enamorarse del hombre equivocado porque en su familia el amor no era cosa del corazón, ni surgía a primera vista. Eso solo era palabrería de poetas “rojos”, fantasías de muertos de hambre. El amor solo podía darse entre personas de igual clase social, solo así podía formarse una familia estable, un hogar donde criar a los hijos que el Señor tuviera a bien conceder, donde educarlos en la fe católica. Andrea siempre se supo la oveja negra de la familia, aunque nunca hasta entonces había tomado conciencia real de ello. Durante meses se estuvo preparando para los gritos, los insultos, incluso los golpes de su padre, y estaba preparada para soportar los reproches de su madre, para enfrentarse a su mirada acusadora, para escuchar que Dios se avergonzaba de su conducta, para oírle decir una y mil veces que ella no se merecía aquella vergüenza, que cómo podía hacerles aquello con la educación que le habían dado. Pero Andrea no estaba preparada para enfrentarse al desprecio en los ojos de su madre, mucho menos esperaba oír aquellas palabras en su boca: «Hija, tú sabes que el sobrino del padre Tomás es médico, ¿verdad? Él puede ayudarte, no tienes por qué arruinar tu vida por un pecado de juventud. Será nuestro secreto, nadie más tiene por qué saberlo. Hija, ¡no me mires así! ¡¿Es que no lo entiendes?! ¡No puedes darnos este disgusto! Además, aún puedes conseguir un buen partido. Bueno..., podrías si no fueras tan delicada con los hombres, claro. Porque mira que has tenido pretendientes de buen nombre, pero como tú vives en las nubes... Mira que dejarte seducir por un recluta. ¡¿Cómo has podido, hija?! Y deja de llorar, que no vas a ablandarme con tus lágrimas. ¡Pues haberlo pensado antes! Sí, Andrea, sí. ¡Tienes que abortar!» Pero Andrea ya había decidido seguir adelante con su embarazo aunque nadie la apoyara, aunque se quedara sola frente a todos. Y en aquel instante tomó otra decisión que no cambiaría nunca: cuando ella fuera madre, siempre estaría del lado de sus hijos, aceptaría sus errores y jamás les daría la espalda, por nada del mundo.
Pero, para pena suya y alivio de los suyos, aquella vida que latía en su vientre se apagaría pocas semanas después. Una noche, Andrea empezó a sangrar. El resto ya era historia. Tras perder al hijo que esperaba sintió que se había roto la conexión con su vida anterior, que ya nada la unía a sus raíces. Andrea decidió empezar de nuevo, lejos, desde cero, sin miradas que solo pretendían infundirle vergüenza, sin los reproches que empezaban a pesarle en el alma como una gigantesca losa de culpabilidad. Pero no tenía dinero. La retirada de su paga semanal fue la menor de las penitencias a pagar para expiar sus culpas. Andrea escapó una fría y lluviosa mañana de otoño, cuando apenas empezaba a sentir que, físicamente, ya se había recuperado del aborto. Mentalmente sabía que le costaría mucho más. Apenas llevaba dinero para comprar un bocadillo y el billete de aquel autobús que la conduciría a un destino incierto a pesar de saber muy bien adónde se dirigía. Andrea se giró para mirar su casa una vez más, quizá la última. Poco después, con la cara apoyada en aquel cristal que la separaba definitivamente de su pasado, observó las casas de su ciudad cada vez más pequeñas, más lejanas. Vio los árboles desfilar al otro lado de la ventanilla, las hojas caer en pequeños círculos, despacio... Su mundo, sin embargo, se había desplomado súbitamente y todo cuanto conocía se quedaba atrás... para siempre. Andrea sintió un nudo en la garganta y unas ganas incontrolables de llorar. «Tienes que ser fuerte», se dijo, y luego tragó saliva, una saliva amarga como la hiel. «Tienes que ser fuerte, Andrea —se repitió—. Porque no hay marcha atrás». Luego se acomodó en su asiento y fijó la vista al frente. Empezaba una nueva vida y lo hacía ligera de equipaje: apenas llevaba una maleta medio vacía, los recuerdos de toda una vida y aquella tristeza que parecía dispuesta a quedarse para siempre en su alma.
Andrea se giró hacia la ventanilla y vio su rostro reflejado en el cristal, las lágrimas resbalando por sus mejillas... «Esta es la última vez que lloras», le dijo a la imagen que le devolvía aquel espejo sucio y mojado por la lluvia. Pero Andrea no tardaría en descubrir que las lágrimas reprimidas son las más dolorosas y que, de tanto esconderlas en nuestro interior, nos acaban oxidando el alma. Suspiró profundamente. Luego se pasó la lengua por los labios resecos lamiendo las yagas de sus comisuras, sintiendo el sabor salado de sus últimas lágrimas, las únicas que derramaría en mucho tiempo. Andrea miró atrás por última vez. A partir de entonces solo miraría al frente, solo caminaría hacia delante, venciendo sus miedos, dejando atrás el pasado, arrastrando las cadenas de aquella soledad que parecía anclada en su alma, pero siempre con la cabeza alta, mirando por encima de cada adversidad, superando obstáculos, levantándose tras cada caída, haciéndose más fuerte a cada golpe recibido, curando sus heridas, sin volver la vista atrás, sin perder de vista su sueño. Andrea tuvo que hacer acopio de toda su valentía para renunciar a una vida de comodidades. Aun así no pudo evitar preguntarse si aquella huida no era más que un acto de cobardía porque no estaba segura de poder encontrar el valor suficiente para enfrentarse a la vida que le esperaba si se hubiera quedado, una vida que haría felices a otros, pero nunca a ella. Andrea escogió el camino más difícil, pero sería su propio camino. Y se marchó sin despedirse, sin un adiós con lágrimas, sin un beso, sin dar explicaciones. Quizá porque nadie quería oírlas; quizá porque ya estaba todo dicho. Andrea se marchó con la vista fija en su sueño, sin importarle tropezar, como el niño que corre pensando solo en alcanzar la cuerda de su cometa. Escapó de un futuro acomodado, de la vida que habían diseñado para ella, una vida que no quería. Y lo hizo sin despedirse, salvo por una nota para decirles a sus padres que no la buscaran, que se iba para no volver. Andrea partió sin apenas equipaje, sin tiempo de coger nada más que lo imprescindible, lastrada por las heridas que le partían el alma en mil pedazos, sin saber cómo deshacerse de todos los reproches que seguían resonando en su conciencia, dudando por momentos, sintiéndose culpable aun a sabiendas de ser inocente. Pero, tras cada momento de duda, Andrea se reafirmaba en su propósito: viviría su vida, a su manera, y sería feliz, lo merecía.
Dos interminables horas y algunos minutos más tarde el autobús se puso en marcha de nuevo, pero esta vez sin la pasajera de la maleta medio vacía y el corazón lleno de miedo. A Andrea le esperaba el trance más difícil de su existencia hasta entonces y posiblemente del resto de sus días. Pero aquel era el precio de su libertad, lo asumía, aunque primero debería someterse a una esclavitud sin cadenas ni grilletes. Andrea se dijo que podría soportarlo, que solo sería una temporada, apenas el tiempo imprescindible para reunir el dinero necesario, un dinero que le permitiría empezar de cero lejos de allí, lejos de todo lo conocido hasta entonces. Pero, ¿cómo se mide el tiempo? Porque a veces vuela, se nos escapa como agua entre los dedos y, otras veces, sin embargo, se ralentiza poniendo a prueba nuestra paciencia y nuestra capacidad para resistir frente a las adversidades.
Andrea tenía una ciudad marcada en el mapa de su futuro: Barcelona. Allí nadie la conocía, nadie la juzgaría, nadie la acusaría de ser la vergüenza de nadie. Miró a su alrededor, fugazmente; no quería ver la plaza donde acababa de bajarse del autobús. Mejor no ver nada, mejor no grabar en su memoria imágenes que debería olvidar en breve. Instantes después cogió la maleta, se dio media vuelta y salió de la plaza con la vista fija en el asfalto y la autoestima un poco más abajo. «Esto será temporal», se dijo, intentando infundirse valor. «Solo tienes que pensar en otra cosa», le dijeron. «Y fingir. Ellos siempre creen lo que una quiere que crean». Andrea siguió acercándose a su destino inmediato, arrastrando los pies, cargando con aquella maleta que cada vez le pesaba más. O quizás era el miedo lo que apenas le permitía caminar. «Puedo hacerlo..., puedo hacerlo..., puedo hacerlo...», se repetía. No tuvo problemas para llegar. Le habían explicado muy bien el camino desde la plaza hasta la que sería su casa a partir de entonces. Y la casa era exactamente como se la habían descrito, aunque no tardaría en darse cuenta de que nada más era como le habían contado. Pero Andrea quería vivir su vida, solo suya, sin un patrón establecido, y estaba dispuesta a todo por conseguirlo aunque le doliera hasta no poder soportarlo.
—¿Qué es lo que buscas? —le pregunté.
—Poder ser yo misma sin que nadie me condicione.
—No parece demasiado...
—Tú lo has dicho: no parece. Pero algunas ni eso tenemos, aunque parezca que nos lo dan todo.
Encendimos otro cigarrillo y permanecimos un instante en silencio. Luego, mientras fumábamos, le hablé de María. Le conté cómo nos conocimos, cómo nos veíamos a escondidas, le hablé de aquellas noches bajo las estrellas, de nuestras citas en el arroyo... y del vacío que me dejó su ausencia, de las cartas sin respuesta, de aquel “oportuno” telegrama..., y le conté que, apenas unas horas antes, había visto a María de la mano de aquel hombre. Andrea me miraba en silencio mientras le hablada.
—Me siento despechado —le dije.
—¿Te has preguntado cómo se sentirá ella?
—¿Ella? ¿Quieres saber si me he preguntado cómo se sentirá ella?
—Sí, quiero saberlo. ¿Te lo has preguntado?
—Ella estará tan feliz.
—¿Tan feliz como cuando estaba contigo?
No supe qué responder, pero su pregunta me hizo dudar.
—Si te amaba como dices habrá sufrido tanto como tú —siguió diciendo Andrea.
—A lo mejor no me amaba como yo creía.
Andrea esbozó una leve sonrisa no exenta de tristeza.
—¿Te has preguntado por qué estará con ese hombre?
—Para esa pregunta solo cabe una respuesta.
—¿Estás seguro?
De nuevo no supe qué contestar. Me limité a darle una profunda calada al pitillo. Instantes después, mientras expulsaba el humo lentamente, empecé a plantearme otra posibilidad. Quizá María se quedó esperando mis cartas que nunca llegaron. Quizás ella creyó que yo nunca... ¿Y si fue por despecho hacia mí que acabó arrojándose a los brazos de otro? A quién pretendía engañar... Además, aunque así fuera... María estaba prometida y se casaría en breve. Esa era la realidad, nada podía cambiarla.
—Aún estás a tiempo, Alejandro —dijo Andrea poniendo su mano sobre la mía.
—Te equivocas. Es demasiado tarde.
—Nunca es tarde para volver a empezar.
Por un instante me imaginé corriendo a buscarla, diciéndole que la seguía amando, que le había escrito cada día, que aún estábamos a tiempo. De pronto estaba fantaseando pero, incluso en aquella ensoñación, María seguía dándome la espalda, alejándose cada vez más de mí, caminando de la mano de su prometido. Cuando volví a la realidad sentí un irrefrenable deseo de correr a su encuentro, pero no lo hice. Fui un cobarde —ahora lo sé—, y acabé aceptando mi derrota sin luchar. Quizá fue por miedo a ser rechazado; quizá porque la cobardía acepta excusas que el valor nunca aceptaría.
—Andrea...
—¿Sí?
—Me tengo que marchar.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por ser diferente.
Nos levantamos de la cama donde estábamos sentados y nos quedamos parados frente a frente, mirándonos en silencio. Aquella había sido una velada extraña, un encuentro fugaz entre dos extraños que habían compartido cama, ella por dinero y yo por desesperación. Pero ella se negaba a aceptar mi dinero y yo no encontraba la forma de despedirme. Andrea se acostaba con hombres por unas pocas monedas; yo hubiera pagado el doble de “su precio” por mucho menos de lo que encontré entre sus brazos. Incluso por aquel abrazo junto a la chimenea habría pagado lo que no tenía. Afortunadamente, la vida es imprevisible, siempre capaz de sorprendernos, de regalarnos lo inesperado incluso allí donde no parece haber lugar para la sorpresa. Pero, con demasiada frecuencia, tendemos a juzgar a las personas, les negamos la oportunidad de mostrarnos lo que guardan tras la etiqueta que les colgó la vida... o quizás ellos mismos.
Andrea y yo nos abrazamos. Aquel último abrazo aportó algo de calor a nuestros corazones solitarios, fue el refugio momentáneo de dos almas a la deriva. Yo le dije “adiós” sin dejar de abrazarla; ella me preguntó si quería “hacerlo otra vez”. «Ya no lo necesito», le contesté, y entonces ella me dijo “adiós” sin dejar de abrazarme. Nos quedamos un instante en silencio sin saber cómo terminar aquella historia de apenas una hora, sin decidirnos a ponerle fin, sin saber qué final ponerle. Pero se había cumplido nuestro tiempo, era la hora de volver a retomar nuestras vidas justo donde las habíamos dejado en el instante previo a vernos junto a la chimenea. Ella sabía muy bien hacia dónde iba; yo solo sabía con quién no haría el camino.
Andrea y yo nos deseamos suerte con dos besos en las comisuras de los labios. Quizá porque dudamos si besarnos en la cara o en la boca; quizá porque no sabíamos si nos despedíamos como amantes o como amigos. Quizá fue porque lo vivido en la habitación de aquel antro había sido algo más que sexo, mucho más que un polvo entre un hombre desesperado y una mujer que no esperaba encontrarse en aquel cuartucho con alguien necesitado de algo diferente a lo que todos querían de ella. Solo de una cosa estábamos seguros los dos: aquello era una despedida... para siempre. La vida le habrá sonreído, estoy seguro. Me niego a pensar que pueda seguir siendo tan injusta con alguien tan especial. Andrea y yo no hemos vuelto a vernos y quizá nunca volvamos a coincidir. Solo fue una hora, quizá menos, lo suficiente para desnudarnos por fuera y por dentro, sin pudor, sin preguntarnos qué pensaría el otro. Andrea y yo apenas coincidimos el tiempo suficiente para no olvidarnos nunca. Ella me regaló unas caricias por las que todos pagaban, unos besos que a todos negaba. A cambio, yo le regalé los besos guardados para otra, las caricias que solo podían ser para María y acabaron siendo para ella, solo para ella, al principio sin pretenderlo y luego porque así lo deseaba, porque el desprecio que le tenía reservado se volvió ternura, se diluyó en aquella timidez asomada a sus ojos. La mujer que muchos “conocieron” en aquel paréntesis en su vida —una total desconocida para todos ellos, a pesar de compartir con ella algo tan hermoso como el sexo— me ayudó a despedirme de María, a decirle adiós sin rencor. Encontré en Andrea algo que no buscaba, mucho más de lo que hubiera cabido esperar en cualquiera de las casas de aquella calle sin placa con su nombre, repudiada de día por todos pero a la que acudían con frecuencia por las noches, incluso señores “respetables”, varones de buena familia y nombre inmaculado. A menudo tendemos a prejuzgar a los demás.
Lo hacemos sin preguntarnos siquiera las razones que les empujaron a comportarse como lo hacen. Pero, aquella noche, en aquel cuartucho de mala muerte, la vida me dio una valiosa lección: jamás juzguemos a nadie. Incluso antes de formarnos una opinión sobre alguien deberíamos conocer sus circunstancias y, más importante aún, deberíamos conocerle por dentro.
Salí de la habitación sin mirar atrás y, sin volver la vista, crucé el salón en dirección a la puerta. Abandoné la casa y enseguida me sumergí en la noche. Caminé decidido hacia el final de la calle, sintiendo la fría brisa en mi cara, con la vista al frente, deseando que Andrea me hubiera seguido hasta la salida, sin atreverme a mirar atrás, sin saber cómo reaccionaría si, al girarme, la encontraba asomada a la puerta. Han pasado muchos años pero ahora, mientras desando el camino recorrido para llenar estas noches frías y eternas, no puedo pasar por aquella noche sin detenerme, sin pensar en ella, sin quererla un poco, con la misma ternura de aquella vez, nuestra única vez. Pienso en Andrea y siento que estoy en deuda con ella por regalarme una pizca de ternura, por escucharme, por hacerme dudar, por ayudarme a entender que las cosas no siempre son lo que parecen, por desnudarse por dentro en aquel cuartucho donde todos pagaban por desnudar su cuerpo, donde a nadie le importaba lo que sentía, por olvidarse durante un rato de dónde estaba, por saltarse las “reglas”, por olvidarse de actuar, por permitirse ser mujer conmigo, por descubrirme su intimidad, una intimidad inaccesible para todos aunque a todos les abriera sus piernas, por abrirme su corazón y por mostrarme a la persona que a nadie interesaba, una persona muy especial.
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Unos meses antes, cuando Andrea tomó la difícil decisión de prostituirse para comprar el billete hacia su nueva vida, no podía siquiera imaginar lo duro que le resultaría ejercer de “puta”, ni lo largos que se le harían aquellos meses. Pero tampoco hubiera imaginado la brevedad de su calvario. Aquella misma noche, mientras Andrea y Alejandro se despedían hasta nunca —aunque a veces nunca puede ser mañana y mañana no llegar nunca—, a muy pocos kilómetros de allí, alguien descolgó el teléfono para hacer una de las llamadas más difíciles de su vida. Porque se sentía en la obligación moral de decirle la verdad a su amigo, pero sabía que no podía hacerlo. «A los amigos nunca se les miente», pensaba mientras hacía girar el disco dactilar del teléfono. «A los amigos hay que protegerlos, evitar que sufran siempre que sea posible, aunque para ello tengamos que mentirles», se dijo cuando aún no había terminado de marcar el último número.
—¿La has encontrado? —le preguntó su amigo con una mezcla de preocupación y esperanza en la voz.
—Sí, está aquí. No, no te preocupes. Tranquilo, estará bien. De acuerdo, yo se lo haré llegar. Sí, lo sé, no tiene que sospechar nada. Sabes que puedes contar conmigo. No me debes nada, para eso estamos los amigos.
Pero su amigo desde la infancia nunca sabría la verdad porque, en el último instante, él inventó una mentira analgésica, porque había decidido mentirle para ahorrarle sufrimiento. Al otro lado del hilo telefónico un padre suspiró aliviado tras meses buscando a su hija sin saber dónde ni cómo estaba. Y gracias a la ayuda de un amigo acababa de saber que estaba bien. «¡Gracias! ¡Muchas gracias!», le repetía visiblemente emocionado. Lo que no podía sospechar era que su amigo la había encontrado por casualidad, que estaba a punto de hacerle una proposición indecente cuando la reconoció, cuando se dio cuenta de que estaba ante la chica de aquella foto que, meses antes, había recibido por carta tras la llamada de un padre desesperado, uno de los pocos amigos de su infancia que aún conservaba. «Ayúdanos a encontrarla, por favor. Quizás esté ahí, sabemos que cogió un autobús con destino a Valladolid», le había dicho por teléfono. Ahora que la había encontrado, lo que menos necesitaba saber su amigo era la verdad sobre su hija. Ya estaba pagando con creces su error, no merecía sufrir más. Además, como padre, él hubiera preferido cualquier mentira antes que conocer aquella dolorosa verdad. Luego, apenas colgó el auricular, pensó en su hija. Había sido un año difícil para todos, pero al final todo era como debía ser. Su pequeña estaba prometida y en breve se casaría con un miembro de la Benemérita, un guardia civil como su padre. Y, más que como a un yerno, a él lo trataría como a un hijo, como al hijo que nunca tendría.
Aquel hombre parecía un cliente más, otro más. A los ojos de Andrea aparentaba la edad de su padre, pero eso no le hacía diferente a otros muchos de los que acudían a aquel antro para demandar sus servicios. Aquel podía haber sido otro cliente cualquiera, pero acabó siendo distinto a todos y el último en entrar en su habitación, en aquel cuartucho de la última casa de una calle sin nombre. Andrea estaba convencida de no haberlo visto nunca hasta entonces, pero se equivocaba. Antes de aquella noche, ella y el misterioso mensajero se habían visto en dos ocasiones: la primera, cuando ella solo era una niña; la segunda, apenas unas noches antes. Andrea tampoco sabía que, aquella segunda vez, de no haberla reconocido, él habría pagado por acostarse con ella. Menos aún podía sospechar que llevaba meses buscándola. Aquella noche, cuando aquel hombre le propuso acompañarla a su habitación, Andrea jamás hubiera imaginado sus intenciones, mucho menos que estaba allí por encargo para cumplir la promesa que le había hecho a un amigo, alguien que nunca hubiera sospechado a dónde tendría que ir él para entregar aquel sobre.
Apenas entraron en la habitación y la puerta se cerró tras ellos, aquel hombre tomó a Andrea por el brazo y, mirándola a los ojos, le dijo: «Sigue tu camino. Ya es hora de que des el siguiente paso». Andrea lo miró sorprendida, incapaz de comprender lo que quería decirle. Él la miró como nadie la había mirado en aquella habitación. Luego, sin una palabra más, dejó aquel sobre encima de la cama y se dirigió hacia la puerta. Andrea quiso decir algo, pero apenas consiguió abrir la boca. Justo antes de salir el hombre se giró hacia ella, diciéndole:
—Mañana no quiero verte por aquí, ¿está claro?
Y a continuación cerró la puerta tras él, desapareciendo de su vida para siempre. Andrea se sentó en la cama sin entender nada. Luego cogió el sobre, rasgó el papel y lo abrió. Sus ojos se abrieron de par en par al descubrir el contenido, las piernas le temblaron y tuvo que taparse la boca para que su exclamación de sorpresa no retumbara en toda la casa. Nunca había visto tanto dinero junto. Al instante, Andrea se preguntó quién era aquel hombre, una pregunta que se seguiría haciendo mucho tiempo después. Quiso darle las gracias, preguntarle su nombre, abrazarlo..., pero, cuando salió al pasillo, él ya había doblado la esquina de aquella calle sin placa con su nombre. Lo que no tardó Andrea en saber era quién se lo enviaba, eso no necesitaba preguntárselo a nadie. Aquel dinero le ayudaba a alejarse de sus raíces pero, al mismo tiempo, le abría una puerta por la que volver y en aquel instante decidió hacerlo..., aunque aún era demasiado pronto. Sentada de nuevo sobre su camastro, se llevó el sobre al pecho y lo abrazó, apretándolo con fuerza, sin poder contener las lágrimas. Solo era un sobre con dinero, con mucho dinero, el suficiente para dar el siguiente paso pero, sobre todo, aquel dinero la liberaba de todas las noches de “dejarse hacer” que aún le quedarían de no haber recibido aquel sobre “anónimo”. Luego escondió el sobre entre el colchón y el somier, se secó las lágrimas, se recompuso y salió de la habitación fingiendo que nada ocurría. Pero ya lo tenía decidido, se iría aquella misma noche, cuando todas durmieran, cuando no tuviera que dar explicaciones a nadie.
Andrea abandonó la casa a hurtadillas, en silencio, a oscuras. Y, apenas salió a la calle, se encontró con una sensación que le duraría toda la vida, la sensación de ser libre. Caminó pegada a la pared, decidida, cargando con una maleta medio vacía aunque llena de vivencias nuevas, unas vivencias que deseaba olvidar para siempre. Era de madrugada y estaba oscuro, muy oscuro. Andrea sintió el frío en su cuerpo y el miedo erizando su piel. Pero no era miedo a la noche sino a ser descubierta, a encontrarse con alguien que la reconociera y, sobre todo, Andrea temía por el contenido del sobre, aquel billete hacia su nueva vida que apretaba bajo una ropa, incapaz de contener el frío y el miedo. Por un instante pensó en la posibilidad de ser descubierta y enseguida sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral. Se detuvo varias veces para recuperar el aliento, se giró muchas más para asegurarse de que nadie la seguía, para convencerse de que aquella sensación de sentirse observada solo era cosa del miedo. Andrea no podía saberlo pero nada debía temer. Alguien se encargó de seguirla, de vigilar sus pasos, de asegurarse de que nada le pasaría, de protegerla y de que tomara aquel autobús con destino a Barcelona. Alguien que aquella noche no estaba de servicio, una sombra que se deslizó entre las sombras, un hombre que le guardaría el secreto para siempre.