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CAPÍTULO PRIMERO
EL VUELO AF2031

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La mayoría de nuestros días amanecemos a una jornada más, otra más, nada más. Pero hay días, solo algunos días, en que amanecemos a una vida nueva. Como ocurre cuando nos enamoramos, con el nacimiento de un hijo, cuando perdemos un gran amor, al enamorarnos de nuevo, cuando se nos muere un ser querido, en el instante de aceptar una derrota... y cuando aceptamos el compromiso de luchar por alcanzar nuestros sueños cueste lo que cueste, sin excusas, convirtiendo cada obstáculo en un trampolín, asumiendo que nuestra vida es nuestra, solo nuestra, y que solo depende de nosotros lo que hagamos con ella. Yo aún no había cumplido los cuatro años cuando, una mañana de septiembre, mi vida cambió para siempre.

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Amanecía en el aeropuerto de Málaga. Aquella mañana de primeros de otoño, mientras un hombre y una mujer caminaban de la mano por la pasarela que les conduciría al interior del avión, a cientos de kilómetros al norte, alguien estaba planeando algo que les afectaba directamente, sin previo aviso, sin consultarles, sin que ninguno de ellos pudiera siquiera sospechar lo que aquel hombre tramaba en la distancia. Un poco más tarde, cuando los primeros rayos de sol pintaban reflejos dorados, naranjas y rojos sobre la espuma del mar, otro hombre se despertó en la misma ciudad; tenía un plan diferente, pero también afectaba directamente a aquella pareja que acababa de subir al avión. Eran dos hombres que se conocían desde hacía décadas, dos amigos que dejaron de serlo, que se evitaban desde hacía meses, dos hombres que estaban condenados a encontrarse. Aquella mañana de septiembre, cuando un avión procedente de Málaga surcara los cielos en dirección a París, aquellos dos hombres estarían sentados frente a frente.

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El Boeing 747-400 de Air France, vuelo AF2031 con origen en el aeropuerto de Málaga y destino en el aeropuerto Charles de Gaulle, París, inició las maniobras de acercamiento a la pista de despegue. La aeronave se desplazó lentamente por la calle de rodaje y, tras unos metros marcha atrás y luego de un recorrido de no más de cien metros—incluidos un par de giros a izquierda y derecha, respectivamente— quedó posicionada en la pista, en paralelo a las líneas de delimitación de la misma. Unos segundos después el piloto recibió la pertinente autorización desde la torre de control y, acto seguido, se dispuso para realizar el despegue. Primero liberó los frenos; luego, manteniendo el avión centrado en la pista, inició la carrera sobre el pavimento, acelerando hasta llegar a la máxima potencia y alcanzar la velocidad requerida, al objeto de obtener la sustentación de aquella mole con alas. La aeronave estaba a punto de despegar. Unos segundos más tarde, cuando el ruido se hizo ensordecedor y el morro del Boeing perdió el paralelismo con la pista, el hombre sentado junto a la ventanilla y la mujer sentada junto a él —en la primera fila justo detrás del ala izquierda— apretaron sus dedos entrelazados, se miraron y sonrieron complacidos. Iniciaban un viaje que ya no esperaban compartir: el viaje hacia una vida nueva, juntos. Inmediatamente después sus estómagos experimentaron un ligero cosquilleo y sus corazones empezaron a latir más deprisa, mitad por la inercia, mitad por la emoción de aquel viaje insospechado hasta pocos meses antes.

—Ya no hay vuelta atrás, ¿verdad? —dijo ella mirándolo a los ojos.

—No. Pero es lo que queríamos... —le contestó con una sonrisa.

—Sí. Nada deseo más. Pero me da un poco de miedo —dijo apoyando su cabeza en el hombro de él.

—Todo saldrá bien, mi amor. Ya lo verás.

Ella levantó la vista hasta encontrarse de nuevo con los ojos de él.

—¿Crees que me aceptarán?

Él apretó su mano entre las suyas.

—No lo dudes. Te querrán como a una madre —dijo, y luego la besó en el pelo.

—Eso es lo que me da miedo. Yo nunca seré su madre.

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El Boeing 747 despegó en dirección noroeste, e inició el ascenso hacia el cielo claro del interior, alejándose momentáneamente de la costa. Mientras tanto, el hombre y la mujer que iban sentados tras el ala izquierda, sin soltarse de la mano, agarrados a aquella segunda oportunidad que les había reservado el destino, juntaron sus caras mientras miraban a través de la ventanilla. Al otro lado del cristal, un cielo azul, infinito; ante ellos, un futuro prometedor y compartido. Segundos después, mientras la aeronave viraba en dirección este, sus ojos soñolientos pero incapaces de esconder la ilusión que les embargaba, se detuvieron en el ala del avión que se elevaba desafiando al firmamento con su borde marginal. Eran una pareja de mediana edad. Ambos estaban en esa etapa de la vida en la cual la juventud y la experiencia aún no se han separado del todo: él todavía estaba por cumplir los cincuenta, aunque su sien plateada le hacía aparentar alguno más; ella no aparentaba más de cuarenta, pero estaba próxima a cumplir los cuarenta y seis.

Aquel 26 de septiembre de 1990 sería un día inolvidable para ambos. El vuelo con destino a París acababa de despegar del aeropuerto de Málaga con veintitrés minutos de retraso sobre el horario previsto; el sol asomaba por el horizonte, la temperatura rondaba los 20 ºC y una suave brisa refrescaba las primeras horas de aquella jornada que se anunciaba calurosa a pesar de la reciente llegada del otoño. Poco después, mientras surcaban el cielo a bordo de aquel avión, la claridad de la mañana y la ausencia de nubosidad les permitirían contemplar los pueblos de la Axarquía de Málaga primero y del sur de Granada después, haciéndose cada vez más pequeños al tiempo que la aeronave se alejaba de la superficie terrestre, volando en dirección a las capas altas de la troposfera. Luego, el avión viró ligeramente poniendo rumbo hacia las costas del levante almeriense; unos minutos más tarde estaban volando sobre el Golfo de Almería, el Cabo de Gata y las playas de Mojácar, Garrucha, Vera, Palomares... «Mira», dijo él señalando hacia tierra firme. Muchos metros más abajo el mar besaba la playa, su amante inseparable. Ella se giró hacia la ventanilla y ambos contemplaron el Mediterráneo fundiéndose con la arena, como si fueran uno solo: él, mojándola con besos impúdicos; ella, cálida y receptiva como la piel de los amantes. Se miraron en silencio. Luego ella acercó sus labios y él depositó un suave beso en su piel rosada y húmeda. Era un miércoles de finales de septiembre, el primer septiembre juntos desde que, una tarde lejana en el tiempo pero cercana en la memoria de sus emociones, se separaron solo para unos meses..., o eso creían entonces.

La aeronave bordeaba el litoral del levante andaluz en dirección a la costa murciana. Poco después, muchos metros por debajo de su panza, la línea de arena que separaba el mar de la tierra firme empezó a desdibujarse a medida que el avión ascendía. Mientras tanto, aquel hombre y aquella mujer, con las manos cogidas y sus caras pegadas a la ventanilla, seguían mirando hacia abajo, contemplando el fino trazo arenoso que, poco a poco, se iba difuminando ante sus ojos. Minutos más tarde, cuando la costa quedó demasiado abajo para distinguir la arena del mar, ella apoyó su cabeza en el hombro de él y, a continuación, entornó los ojos. Él la miró con ternura. Luego, sin soltarle la mano, fijó la vista justo debajo del ala que les precedía a escasos metros. Sus ojos, cansados por el desvelo de la noche anterior, le reclamaban con insistencia la necesaria oscuridad tras sus párpados protectores; pero la agresión de los molestos rayos solares no le impediría seguir mirando un rato más a través del cristal, contemplando aquel espacio infinito que se extendía ante ellos.

Mientras contemplaba el cielo azul, a su mente acudieron los recuerdos de un día lejano, sentado como entonces junto a la ventanilla de otro avión. Y recordó la sensación de volar por primera vez, las nubes bajo sus pies, y aquel aterrizaje en el mismo aeropuerto de donde acababan de despegar poco antes. Todo parecía igual que entonces. Pero era solo en el exterior; dentro del avión algo había cambiado, alguien hacía que todo fuera diferente. Y estaba sentada a su lado, adormecida, sin soltar su mano. Sonrió. Luego giró la cabeza levemente y la besó en el pelo; instantes después entornó los ojos y se dejó envolver por la bruma de un sueño ligero.

El avión ascendió hasta alcanzar la altura de crucero. A 29.000 pies de altitud, un hombre y una mujer dormían apoyados el uno en el otro, soñando quizá con un futuro que ya no esperaban compartir, ajenos a la tragedia que se cernía sobre sus vidas. Una pequeña turbulencia sacudió ligeramente la aeronave. Ella murmuró algo entre sueños y, a continuación, se acomodó en el hombro de su acompañante; él abrió los ojos, se los frotó con el dorso de la mano, y luego miró su reloj. Las manecillas habían avanzado cincuenta minutos desde que despegaron de tierra firme. Unos instantes después volvió la vista hacia el exterior. Justo delante, el cielo azul e inmenso; miles de metros más abajo, una gran ciudad: Barcelona. Minutos más tarde, unas nubes aparecieron en la distancia. El hombre sentado junto a la ventanilla, a escasos metros del ala izquierda del avión, se giró hacia su acompañante, apartó el mechón de pelo que cubría parcialmente su rostro y acarició sus mejillas con delicadeza. Ella abrió los ojos despacio, despertándose poco a poco del sueño reparador... Quizá temiendo despertarse del sueño.

—Mira... —dijo él señalando hacia la ventanilla.

Ella observó las nubes blancas y ligeras que envolvían la aeronave, y luego escapaban en porciones kilométricas.

—¿Qué nubes son esas?

—Cirros. Estamos atravesando un mar de cirros.

—¿Sabes que me parecen?

Él la miró con curiosidad.

—No. Pero me gustaría saberlo.

—Un mar de algodón. Tengo la sensación de estar atravesando un mar de algodón. Pero yo sé que los mares de algodón no existen.

Se miraron en silencio durante unos segundos. Ella, quizá pensando en el siguiente viaje, en aquel viaje que deseaba y temía a partes iguales; él, quizás evocando su primer vuelo, recordando el momento en que cerró los ojos mientras el avión descendía hacia la pista de aterrizaje, justo en el momento de experimentar por primera vez aquella repentina sensación de ingravidez en el estómago. En aquella ocasión extrañó la mano de su amada entre las suyas, pero esta vez era distinto, todo era distinto. Le acarició la barbilla invitándola a levantar la cara hacia él, y luego la besó tiernamente en los labios.

—Solo es verdad aquello que creemos.

—¿Y si creemos en mares de algodón? —preguntó ella.

—Pues entonces es que existen los mares de algodón.

Ella sonrió, le devolvió el beso, y a continuación se recostó en su pecho. Ambos se adormecieron de nuevo, abrazados, envueltos en los recuerdos recientes, mirando al futuro. Él se durmió pensando en todo lo que harían juntos en París; ella también, pero sabiendo que después les esperaba Burdeos.

Cuando despertaron estaban sobrevolando Mónaco. Las nubes altas habían desaparecido pero, algunos kilómetros más abajo, los cúmulos blancos les mostraban un cielo que parecía salpicado de motas de algodón. El avión viró ligeramente a la izquierda poniendo rumbo hacia su destino; ellos sintieron que el futuro les pertenecía. Se miraron en silencio, dibujada en los ojos la emoción del momento. Y mientras el pasado se quedaba cada vez más atrás, ellos se fueron acercando a París. Y sintieron que nada importaba ya, solo ellos dos, solo el ahora. Porque todo lo vivido hasta entonces era apenas un leve surco en la inmensidad de la llanura de la memoria, una gota de agua en el mar inmenso de los recuerdos, un punto casi imperceptible en el espacio infinito de todas las sensaciones experimentadas hasta aquel instante. Ya no importaba el desengaño que supuso despertar de la inocencia, la decepción de abrir los ojos a un mundo, el adulto, salpicado de intereses y mentiras; de nada servía ya volver la mirada hacia los días apasionados de su juventud, hacia aquel verano grabado a fuego en el alma y en la piel pero que murió en el ayer para vivir solo en el recuerdo. Era el momento de vivir el ahora, intensamente, sabiendo que cada instante es irrepetible, que no volverá, y que lo habremos perdido para siempre si lo dejamos escapar sin haberlo vivido en plenitud. Atrás quedaban los días de besos y risas, las lágrimas derramadas, los momentos gozados plenamente, el dolor por la pérdida de otros amores, las cartas de amor sin respuesta y las que nunca se enviaron porque no eran cartas. Lejos quedaban la espera infructuosa, aquel inesperado telegrama y el viaje hacia un reencuentro que se convertiría en despedida, aunque nunca llegaran a despedirse. Muy lejos quedaban ya la búsqueda desesperada del olor de la piel añorada en una piel extraña, la resignación de entregarse a quien no se ama, el viaje más largo aunque solo durara un día, la despedida de los rincones de la infancia, la rabia de descubrir una mentira largamente ocultada y la decisión de empezar de cero, lejos, lo más lejos posible. Atrás, mas no tan lejos en el tiempo, quedaba el regreso a la patria chica, aunque él sabía que estaba huyendo de nuevo, y las ganas de volver a empezar, aunque ella se habría conformado con que cesaran las amenazas de muerte. Y lejos, muy lejos, allí donde empezaban sus recuerdos, quedaba el primer desengaño de su entonces corta vida: las golondrinas nunca regresan en otoño.

Ella apoyó su cabeza en el hombro de él; él la rodeó con su brazo. Y se quedaron mirando al infinito a través de la ventanilla, sin importarles nada más que aquel instante, como si fuera el último. Hay momentos de nuestra vida que se nos graban para siempre en la memoria de las emociones; a veces vivimos el presente con tal intensidad, que hasta las heridas más profundas dejan de doler. Y aquel era uno de esos momentos especiales, únicos, uno de esos en los que, hasta las lágrimas más amargas, dejan de escocer en el alma. Poco después, mientras el avión se acercaba a su destino, ellos entornaron los ojos y se adormecieron de nuevo. Y volvieron a escuchar el rumor de las aguas cristalinas que bajaban serpenteando entre las piedras, a percibir la brisa que mecía los juncos de la ribera, a sentir el agua del río mojando sus cuerpos desnudos, a revivir la emoción de la primera caricia, de la primera vez... Ya no importaban las noches en vela, la espera que acabó en desesperanza y el viaje hacia una nueva vida, aunque él sabía que estaba huyendo de su pasado. Tampoco importaban las caricias recibidas mientras ella soñaba otras manos en su piel, el frío de la soledad invitándole a regresar, los hijos nacidos de otros amores... Solo importaba el ahora, solo ellos dos y dejarse llevar por aquellas ganas renovadas de vivir intensamente, como solo vivimos cuando nos desprendemos de la pesada carga de nuestra propia historia. En aquel avión, mientras surcaban el cielo en dirección a París, ambos se sintieron definitivamente libres; libres de cargas, de miedos, de culpas; libres para amarse. Y ambos decidieron, en silencio, vivir aquellos días como si fueran los últimos, sin importar que no quedaran poros en su piel por explorar, ni rincones en sus almas donde no se hubieran perpetuado ya. Porque ambos sabían que solo el último beso tiene la intensidad del primero, que solo la última caricia nos hace estremecer como la primera. Porque solo cuando somos conscientes de que no habrá más veces nos entregamos al amor con la misma desesperación con la que el moribundo se aferra a la vida; solo entonces sentimos esa imperiosa necesidad de amarnos intensamente, con toda nuestra pasión. Así vivirían aquellos días en París, dejando que sus sentidos atraparan cada instante, cada emoción, guardando en la memoria del alma cada sensación experimentada, profundamente, tan honda que ni siquiera el polvo del tiempo podría borrar su huella, soñando que ya no volverían a separarse nunca más, sabiendo que la vida nos puede cambiar de un instante para otro, siendo conscientes de que una vida entera solo nos alcanza para unos cuantos momentos inolvidables, únicos, tan especiales que marcan el resto de nuestros días. Ambos lo sabían. Después de todo lo vivido, después de todo lo ganado y lo perdido, aquel era su momento, inesperado, merecido... Porque, cuando dejamos de lamentar las derrotas del pasado, entonces —solo entonces— comprendemos que cada instante vivido, cada risa y cada llanto, no era sino la forma de prepararnos para el ahora, ese tiempo escurridizo que se nos escapa mientras nos aferramos al pasado, o cuando pretendemos adelantarnos al futuro.

A las 9:50 de la mañana, tras 2 horas y 7 minutos en el aire, divisaron la Ciudad de la Luz. Después, y más al fondo, una gran mancha verde: le Bois de Bologne. La aeronave empezó a perder altura de forma progresiva. Poco después desplegó el tren de aterrizaje y, segundos más tarde, tomaba tierra en el aeropuerto Charles de Gaulle, deslizándose a continuación por la pista mientras reducía progresivamente la velocidad, hasta detenerse por completo. Un aterrizaje sin incidencias puso fin al trayecto Málaga-París. A continuación, los pasajeros se fueron alineando en el pasillo y, tras recoger sus equipajes de mano de las estanterías superiores del avión, se dirigieron hacia la salida, desfilando ante las sonrientes azafatas de vuelo. Poco a poco, los pasajeros del vuelo AF2031 fueron bajando por las escalerillas del avión, en dirección al autobús articulado que los llevaría hasta las puertas de la terminal 2.0. Una vez dentro de la misma se dirigieron al pasillo D y, a continuación, se fueron situando junto a la cinta transportadora, por la que ya desfilaban un buen número de maletas de muy diferentes tamaños y colores.

Entre el pasaje que esperaba para recoger su equipaje, un hombre y una mujer de mediana edad se regalaban miradas cargadas de promesas. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de él, al tiempo que su brazo lo rodeaba por la espalda y sus dedos se perdían en el bolsillo trasero de sus tejanos; él la rodeaba con su brazo a la altura de la cintura, justo por encima de los ajustados vaqueros. Él tenía los ojos verdes y la sien plateada; ella, largos bucles azabache y profundos ojos negros. Sus caras reflejaban el cansancio tras una noche sin apenas dormir, un poco por el madrugón y un mucho por la emoción de aquel viaje compartido, un viaje que no se hubieran atrevido a soñar solo unos meses antes. Era su primer viaje juntos, a pesar de que muchos años antes habían soñado compartir el viaje de la vida. Pero incluso entonces, cuando soñaban un amor para toda la vida, París ni siquiera había sido un sueño, mucho menos cuando ya no imaginaban volver a encontrarse. Apenas llevaban cinco minutos en aquella estancia del aeropuerto cuando ella señaló hacia una de las maletas que se acercaba por la cinta transportadora.

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Mientras ellos recogían su equipaje, a más de mil kilómetros al sur, dos hombres se habían citado para desayunar. Uno se tomó unos minutos del trabajo; el otro hacía ya un tiempo que no trabajaba. Tenían que hablar. Las vidas de ambos habían dado un giro repentino en los últimos tiempos, un cambio tras el cual, nada volvería a ser como antes.

«Todo es cosa del destino. Estaba escrito así», se justificaba el mayor de ellos. «Tú lo provocaste todo. ¡No me jodas con el destino!», le reprochaba el otro. Y no le faltaba razón: nuestro destino no es sino la consecuencia de cada una de nuestras decisiones. Cada vez que tomamos una decisión, estamos cambiando nuestro destino. ¿O es el destino el que nos empuja a tomar cada decisión? Aquellos dos hombres habían sido compañeros de trabajo durante mucho tiempo pero, sobre todo, habían sido amigos, muy buenos amigos, y cómplices... Se habían guardado las espaldas mutuamente y habían compartido secretos, alguno de ellos inconfesable. Tenían que hablar, mas empezaron lanzándose reproches, acusándose mutuamente, y se despidieron entre amenazas. Quizá los dos tenían parte de razón; quizás, en el fondo, los dos eran iguales.

Pero en sus amenazas había una clara diferencia: uno, el más joven, se aprovechaba de ciertos hechos del pasado para amenazar con el chantaje a su antiguo superior; éste, sin embargo, no quería ni oír hablar del pasado. A él solo le preocupaba el futuro inmediato. El hombre de mediana edad no estaba dispuesto a detenerse ante nada ni nadie pero aquel jubilado le dejó muy clara su postura desde el primer momento: era capaz de cualquier cosa con tal de evitar lo que parecía inevitable. Tenían que hablar. Pero no sirvió de nada, si acaso para empeorarlo todo. Poco después, cuando se separaron, uno volvió al trabajo; el otro, sin embargo, se quedó un rato más, el tiempo suficiente para verlo salir de su centro de trabajo. Necesitaba comprobar unas fechas escritas en el tablón de anuncios, los turnos de vacaciones. Apenas leyó aquel nombre tomó una decisión: saldría de viaje. Y debía hacerlo sin demora, de lo contrario llegaría tarde a su próxima cita, una cita que habían acordado ellos dos en el silencio de aquella última mirada, en aquella despedida sin un adiós, cuando ambos supieron que ya no había vuelta atrás.

Las golondrinas nunca regresan en otoño

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