Читать книгу Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez - Страница 13
CAPÍTULO V
CARTAS A MARÍA
ОглавлениеCarta tercera.
Querida María:
Te escribo en la soledad de mi cuarto, a la tenue luz de una vela. Esta es la tercera carta que te escribo; una por día, como te prometí. Ya espero impaciente tus noticias, aunque sé que es pronto para que hayas recibido mis cartas y, aunque así fuera, aún no ha pasado el tiempo suficiente para que a mí me lleguen las tuyas. Pero no puedo evitarlo, necesito saber de ti.
Los días se me hacen eternos sin ti, María. El duro trabajo en el campo apenas me distrae lo justo para mitigar el dolor de tu ausencia. Ya hace tres días de tu partida; demasiados días sin verte, sin sentirte, sin aspirar el perfume de tu piel. A veces me parece que todo eso pasó hace siglos, o quizás en otra vida, o tal vez nunca sucedió y solo fue un sueño, el más hermoso de los sueños. Sin embargo, cuando cierro los ojos en la eterna espera del sueño esquivo, puedo sentir tus manos cálidas, oír tu voz, escuchar tu risa inundando mis sentidos. ¡Cuánto daría por oír tu risa! Como aquellos días mientras corríamos arroyo abajo, cuando nos perseguíamos sintiendo el agua salpicar nuestras piernas. Qué no daría yo por coger tus manos entre las mías, por sentir tus manos en mi espalda, tu aliento en mi aliento, mis labios en tus labios, tu pelo en mi cara, mi cuerpo en tu cuerpo...
Cada noche la madrugada me encuentra despierto, soñando imposibles, aferrándome a los recuerdos de los días perdidos, vacío de ti. Pero a veces consigo engañarme. A veces, cuando cierro los ojos, siento que estás en mi cama, dormida sobre mi pecho, los dos respirando al unísono. Y solo entonces el sueño me vence. Pero es un sueño ligero y efímero. Poco después estoy despierto de nuevo, atrapado en la madrugada que se empeña en devolverme a la realidad del insomnio, a mis brazos necesitados de rodearte, al estéril abrazo de una almohada empapada de sudor y nostalgia. Cierro los ojos de nuevo, los aprieto más fuerte y miles de agujas parecen clavarse en la córnea enrojecida, empujadas por los pesados párpados, recordándome que es muy tarde para estar despierto... y demasiado tarde para volver a coger el sueño. Abro los ojos y me resigno a otra noche en vela. Pero los párpados me pesan demasiado. Entorno los ojos de nuevo, despacio, para que las “agujas” no me hieran tanto y, entonces, las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas, a mojar un poco más la almohada. Pero ya no sé si estoy llorando o solo curando las heridas de estos ojos enrojecidos, doloridos de no verte. Intento engañarme de nuevo. Imagino que mañana tenemos una cita en el arroyo y te veo caminando a mi lado, corriendo a mi lado, riendo a mi lado, y puedo sentir el agua fresca cubriendo mis tobillos, el rumor de la brisa meciendo los juncos de la ribera... Pero entonces los guijarros se me clavan en las plantas de los pies, me desgarran la piel y tengo que aceptar la cruda realidad: nos separan muchos kilómetros y muchos meses. Las primeras luces del alba se asoman por la ventana abierta. Su luz martiriza mis pupilas irritadas, me obliga a cerrar los ojos y una modorra inesperada me invade. Desearía dormirme profundamente y despertar sintiendo tu respiración en mi cuello, mi nariz perdida entre tu pelo, tus labios rozando mi piel, mis brazos estrechando tu cuerpo. Desearía no tener que enfrentarme a otro día sin antes mirarme en tus ojos, sin oír tu voz al despertarme; desearía amanecer sintiendo tus dedos bajo mi pelo, poder jugar a dibujar el perfil de tu boca. Desearía no tener que levantarme de la cama sin haberte amado. Hoy no será posible, pero ya nos faltan tres días menos, mi amor.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta décima.
Querida María:
Han pasado diez días y sigo sin saber de ti. Me extraña este silencio por tu parte. Ya ha pasado tiempo suficiente para que recibas mis primeras cartas y para que a mí me hubiera llegado alguna tuya. Quizá sea cosa del correo. No sería la primera vez que se retrasa la correspondencia, pero la realidad es que ya son nueve cartas enviadas por ninguna recibida. Esperemos que se solucione pronto cualquiera que sea el problema. No veo el momento de recibir tus cartas, de saber de ti, de recrearme leyendo una y otra vez cada línea, imaginándote mientras me escribes, soñándote a través de tus palabras escritas, unas palabras que yo pondré en tu boca mientras las leo. Pero este retraso me provoca desasosiego, me inquieta y aumenta esta anhelante necesidad de saber que piensas en mí, que me extrañas, que me sueñas cada noche como yo a ti. ¿Sabes?, esta demora de tus cartas solo tiene una cosa buena: en unos días me llegarán de dos en dos, quizá de tres en tres... Pronto pasaré largas horas leyéndolas.
Hoy el cielo está nublado, plomizo, vestido de este gris que parece envolverme por momentos. Nada llena el vacío de tu ausencia. Todo cuanto miro está huérfano de ti. Te extraño tanto.... Necesito mirarme en tus ojos, perderme en tu risa, encontrarme en tu piel. Hoy siento el alma sombría. Quizá solo es porque ya no estás, porque no recibes mis cartas, porque yo no recibo las tuyas; quizá es porque se acerca el otoño. ¿Sabes?, el otoño nunca fue mi estación favorita. Quizá porque me recuerda una etapa de mi infancia, aquella cuando me hice mayor a la fuerza, aquella etapa de mi niñez cuando ya no quería ser mayor. Esta mañana, como aquella mañana de un lejano septiembre, las golondrinas volaban hacia el sur. He visto una bandada surcando el cielo, alejándose poco a poco, convirtiéndose en pequeñas motas negras que se difuminaban en la distancia. Y hoy, como aquella mañana cuando las despedí hasta la primavera siguiente, siento que falta demasiado tiempo. Nunca te hablé de las golondrinas pero, ¿sabes?, hace muchos años, cuando solo era niño, aquellas avecillas que revoloteaban sobre nuestros tejados se convirtieron en mi razón para madrugar; por ellas me levantaba temprano, sin que nadie me llamara. Pero un día las golondrinas se fueron y con ellas mis ganas de levantarme. Su marcha me hizo experimentar una terrible sensación de pérdida, aunque ya sabía que regresarían en primavera. Ahora me pasa algo parecido. Sé que volveremos a estar juntos, pero siento que falta mucho tiempo para volver a vernos, para tenernos de nuevo, para sentirnos...
Los días son más llevaderos. Lo peor son las noches, solitarias y largas como esta injusta condena, esta inesperada separación, este repentino adiós sin el triste consuelo de una despedida. El insomnio se ha metido en mi cama para quedarse. Solo el cansancio me permite dormir una horas bien entrada la madrugada. A veces maldigo este desvelo; otras pienso que no quiero dormirme, que soy yo quien se resiste al sueño, que quiero estar despierto para pensar en ti. Porque, mientras me revuelvo entre las sábanas, sueño despierto que estás al final de la cama, que podría tocarte con solo estirar el brazo, que me bastaría girarme para notar tu cuerpo cálido. Pero me quedo inmóvil, no me atrevo a estirar mi brazo, a enfrentarme con la realidad. Me niego a aceptar que ya no estás, que solo me queda tu recuerdo, que todo lo que puedo hacer es hablarte a través de estas líneas. Pero, ¿sabes?, me consuela compartir estos momentos contigo, incluso disfruto esta intimidad en la distancia.
Anoche soñé contigo. Soñé que tú corrías hacia mí, que yo te esperaba con los brazos abiertos. Pero me desperté y tuve que encoger los brazos para no tropezarme con tu ausencia. Y quise seguir soñando despierto, soñando que era de noche y estábamos al pie del mirador, frente al castillo, mirándonos en la penumbra, abrazados, desnudos bajo miles de estrellas. Pero de nuevo tuve miedo de darme la vuelta en la cama, miedo de sentir el frío de las sábanas, de enfrentarme a la verdad desnuda: tú no estás y tus cartas no llegan. ¿Sabes?, lo peor es empezar cada nuevo día sin saber de ti, aunque cada mañana me digo que ese día me llegarán tus cartas. Pero tus cartas tampoco llegaron hoy. Quizá lleguen mañana, todas juntas. Tal vez esta noche, cuando cierre los ojos, pueda sentir tus manos entre las mías, tu piel trémula bajo las yemas de mis dedos, tu risa apagando los ecos de esta soledad. Quizá solo pueda sentirte en el recuerdo de los días que se fueron. No sabes cuánto te añoro, María. No sabes cuánto te extraño, mi amor... No sabes lo que daría por sentir tus manos entre mis manos, tu risa en mi oído, tu boca en mi boca, tus pechos contra mi pecho... ¿Sabes?, a veces lo siento todo como si fuera ayer, pero otras veces... No, me niego a terminar así esta carta. Quizá mañana, cuando me siente a escribirte, ya habré leído todas tus cartas y, cuando las lea, cada palabra escrita será como si tú me hablaras y sentiré tus manos en el roce tibio del papel que acariciaron y me dormiré abrazado a tu carta, al sueño de volver a abrazarte, sintiendo que tú me abrazas...
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
P.D. Mientras te escribo escucho música en la vieja radio alemana regalo de mi tío, uno de tantos españoles que emigraron en busca de una vida mejor. Ahora mismo está sonando I want you, I need you, I love you, de Elvis Presley. Te quiero, María. Y te necesito... Y te amo... con todo mi corazón.
Carta dieciocho.
Querida María:
Los días pasan y tus cartas no llegan. Pero hoy, el cartero sí traía correspondencia para mí. El ejército me ha notificado mi inminente incorporación a filas. ¿Sabes?, me he alegrado al recibir la notificación. No era la carta —o las cartas— que esperaba, pero son buenas noticias, y no porque me apetezca cumplir con el Servicio Militar, es más, si de mí dependiera, no haría la mili nunca. Pero ya que se trata de un servicio obligatorio, mientras antes cumpla con mi deber inexcusable de servir a la patria, antes seré libre. Entonces podremos estar juntos de nuevo, para siempre, en España o en el extranjero, eso será lo de menos. Ya ves, la razón por la que me alegro de incorporarme al ejército solo podías ser tú, siempre tú, tan lejos y tan cerca.
Mi primer destino será Mallorca, al menos hasta la Jura de Bandera. Luego me pueden destinar a cualquier isla de las Baleares. Dicen que he tenido muy mala suerte, que Mallorca está demasiado lejos, que a nadie del pueblo le tocó nunca hacer la mili en una isla, que parece como si alguien quisiera llevarme lo más lejos posible. Pero qué importa dónde. Lo importante es que el tiempo vuele, que corran estos meses que todavía nos separan. Lo único importante, mi vida, es que ya falta un día menos para estar juntos de nuevo, para recuperar los días felices. Porque juntos seremos felices, no te quepa duda. No importa dónde estemos, si a orillas del mar o en la montaña, en un páramo helado o en el más inhóspito de los desiertos, donde sea, pero juntos, siempre juntos, mi amor. Sí, ya sé que ahora toca esperar. Si al menos me llegaran tus cartas... Pero sigo sin saber de ti, preguntándome por qué, sintiéndome cada día un poco más confundido, más perdido en la inmensidad de esta nada a la que me ha condenado tu ausencia. Pero hoy solo quiero pensar en positivo: pronto partiré, y marcharse es siempre el primer paso para volver. Quizás el tiempo pase más deprisa cuando me vaya, cuando esté lejos de donde fuimos tan felices, de allí donde el viento sigue meciendo los ecos de tu risa; quizá todo sea más fácil, mi amor, cuando me aleje de todos estos lugares que ahora me gritan tu ausencia y se empeñan en recordarme que tus cartas no llegan.
¿Sabes?, a veces te siento junto a mí, pero otras veces te siento tan lejos... Y lo malo de la distancia es que no alcanzan las miradas, que nos niega las caricias, los besos, los abrazos... Lo peor de esta separación es no poder sentir mis labios en tus labios, tus manos recorriendo mi espalda, el roce de tu piel en mi piel... El único consuelo para esta separación es saber que no me has olvidado, que no podrás olvidarme, que nunca querrás olvidarme. Pero yo sigo esperando tus cartas que no llegan, extrañándote cada día un poco más, necesitado de saber que tú también me extrañas, necesitándote hasta no poder soportarlo. A menudo pienso en ir a buscarte, incluso fantaseo con la idea de escaparnos juntos. Pero, ¿adónde iríamos? Yo apenas podría reunir dinero para unas semanas. Debemos esperar, María. Aún me queda por cumplir el Servicio Militar, después tendremos toda la vida por delante, una vida de atardeceres contemplando la puesta del sol, de miradas cómplices y palabras susurradas al oído, una vida entera para mordernos los labios a besos, para acariciarnos despacio, rozándonos apenas, una vida para reírnos juntos, para llorar juntos, para regarnos de besos la piel, para amarnos con pasión desmedida y con ternura infinita.
No sabes cuánto te extraño, cómo añoro tu voz, tu risa… No sabes cómo me pesa este silencio vacío sin tu respiración, este silencio que ya no acaricia mis sentidos como cuando tú eras parte del silencio.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
P.D. Mientras te escribía he tomado una decisión: mañana voy a telefonear al cuartel, y pediré hablar contigo. Necesito oír tu voz, sentirte un poco más cerca...
Carta diecinueve.
Querida María:
Esta mañana he llamado al cuartel como te decía en mi carta de ayer, pero no me han permitido hablar contigo. «El teléfono es únicamente para asuntos relacionados con el servicio de la Guardia Civil. Solo en casos de urgencia o necesidad justificada pueden recibir llamadas los familiares directos de los agentes», me ha argumentado a modo de excusa mi interlocutor. Yo le he insistido en mi necesidad de hablar contigo, pero ha sido en vano. «¿Qué relación dice usted tener con María Arranz García?», me ha preguntado. Me habría gustado decirle la verdad, incluso he estado tentado de hacerlo, pero al final solo he acertado a decirle que éramos amigos de la infancia, que tenía algo que te pertenecía y me gustaría devolvértelo, mas él ha seguido preguntando: «¿Y cómo dice usted que se llama? Disculpe, no le oigo bien. No, no se preocupe por eso. Usted hágalo llegar al cuartel que nosotros se lo entregaremos sin demora. No, lo siento. No, no puedo ponerle con ella pero puede usted dejarme su recado. No. Ya le he dicho que no puede hablar con María. Lo siento. ¿Cómo dijo usted que se llama?... ¡Oiga, es que no me ha entendido! ¡Ni peros ni nada! ¡Que no voy a ponerle con María! ¡No, no puede usted hablar con ella!». Y entonces he colgado, bruscamente, golpeando el interruptor con el auricular, descargando la rabia contenida contra el teléfono. Ojalá existiera un teléfono para llevarlo en el bolsillo. ¿Te imaginas? Estaríamos hablando a todas horas.
He decidido que mañana volveré a intentarlo, quizá tenga más suerte. Pero eso será mañana. Ahora es nuestro momento, solo para nosotros, juntos a pesar de la distancia.
¿Sabes?, me estoy aficionando a los programas de radio nocturnos. A esta hora es cuando ponen la mejor música. Ahora mismo, en la vieja radio de madera, suena The Great Pretender, de The Platters. Es una canción preciosa, una canción que me hace sentir triste y feliz a la vez. La música y la voz de su intérprete me hacen sentir un poco más solo y a la vez un poco más cerca de ti. Es como si cantara para nosotros dos, pero tú no estás y ni siquiera me llegan tus cartas. A veces incluso dudo que me hayas escrito pero, al instante, me rebelo contra ese pensamiento. Claro que me has escrito; todos los días, estoy seguro. Es entonces cuando cierro los ojos y te imagino en tu cuarto leyendo mis cartas, sonriendo mientras las lees. Y luego te imagino escribiéndome, y doblando el folio escrito de tu puño y letra y guardándolo en un sobre con mi nombre en el lugar del destinatario. El cansancio y la madrugada acaban venciéndome, pero me despierto mucho antes del alba, un poco más cansado que el día anterior, sin saber de ti, preguntándome por qué no llegan tus cartas. Discúlpame, amor, sé que debo ser paciente, confiar en que pronto me llegarán de dos en dos, tal vez de tres en tres..., pero cada día se me hace un poco más difícil. La realidad se empeña en minar mis ilusiones y mis expectativas se desvanecen frente a la evidencia: tus cartas no llegan. Y cada día la esperanza de tener noticias tuyas se torna en más preguntas sin respuesta, se difumina como la huella de las pisadas en el polvo del camino, se diluye como el rastro de mis pasos bajo esta lluvia de septiembre, y vuelven a asaltarme las dudas. Serán estas nubes de plomo que no me dejan ver el sol; será que la noche nos deja indefensos frente a la nostalgia.
Perdóname, María, no quiero que sufras por mí cuando leas esta carta. Hagamos una cosa antes de dormirnos: juguemos a recordar momentos. Yo voy a cerrar los ojos, luego me centraré en un momento concreto de tantos compartidos y lo reviviré con tanta intensidad que tú también lo sentirás en la distancia y, cuando leas esta carta, tú harás lo mismo, ¿de acuerdo? Yo sabré que lo estás recordando porque lo recordaré al mismo tiempo. ¿Jugamos?... Cae la tarde y estamos tendidos sobre nuestro lecho de juncos, abrazados, desnudos, dormidos tras hacer el amor por primera vez. Luego yo abro los ojos, contemplo la expresión relajada de tu rostro, alargo la mano y aparto el mechón de pelo que cae sobre tu cara. A continuación acaricio tus cejas despacio, como si las dibujara con la yema de mis dedos. Entonces tú despiertas, abres los ojos poco a poco y me miras mientras mi dedo desciende dibujando el perfil de tu nariz, el contorno de tus labios. En ese preciso instante el sol se oculta por el horizonte y entre las cañas se puede ver un trocito de cielo pintado de naranja. Nos miramos a los ojos y el rojo fuego del atardecer baila en tus pupilas justo en el instante en que nuestros labios se acercan, se rozan, se acarician... ¿Puedes recordarlo?
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
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Lo que Alejandro Cantero no sabía era que, solo unas semanas antes, en la cabina telefónica de un cuartel de la Guardia Civil, alguien había marcado un número de teléfono, alguien que se iba a tomar una pequeña revancha, un guardia civil que tenía un amigo en Córdoba, un militar, un oficial con acceso a las listas de reclutamiento. Cuando Alejandro colgó el teléfono en la centralita, tras llamar al cuartel para intentar hablar con María, alguien ya había cumplido su misión hacía días, alguien que podía alterar ciertas cosas. Y ese alguien había decidido manipular el destino —al menos el militar— de aquel chico a quien no conocía, un recluta que, extrañamente, había sido destinado a cumplir la mili en las Islas Baleares.
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Carta treinta y dos.
Querida María:
Ya estoy en Mallorca. Al final llegó la mili antes que tu primera carta. Debes saber que seguí llamando al cuartel para hablar contigo, pero no fue posible. Incluso pedí hablar con tu padre en un par de ocasiones. Confiaba en convencerlo para que me permitiera hablar contigo, aunque para ello tuviera que mentirle, decirle que solo pretendía despedirme de ti para siempre, jurarle que solo sería una vez... Pero al otro lado del teléfono siempre recibía la misma respuesta en voces distintas: «Lo siento, el cabo primero Anselmo no está. Disculpe, ¿cómo dice usted que se llama?». Otro nombre, otra mentira por mi parte, mas siempre el mismo resultado. Siempre igual..., salvo el último día. Esa vez la voz al otro lado del teléfono subió de tono apenas pronuncié tu nombre. Esa vez no fui yo quien colgó, no tuve tiempo de hacerlo. En un primer instante pensé que se trataba de tu padre, pero enseguida supe que no era él quién había descolgado el teléfono, conocería su voz entre un millón. Después de varios intentos frustrados decidí no volver a llamar. Ya sabía que no me iban a permitir hablar contigo. La próxima vez que hablemos será cara a cara, mirándonos a los ojos, acariciándonos con la mirada...
¿Sabes?, lo mejor de estos días ha sido el viaje en barco, una experiencia nueva, gratificante, una experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Anoche, durante la travesía Valencia-Mallorca, ya de madrugada, cuando todos dormían, salí a la cubierta a fumar un cigarro. La noche era serena, el mar estaba en calma y el cielo estrellado. Era como aquellas noches de verano frente al castillo, cuando nos amábamos bajo un manto de estrellas, cuando no podíamos imaginar que todo se acabaría en apenas semanas. Permanecí largo rato en la cubierta, apoyado en la barandilla, sintiendo la brisa en mi cara. El hálito húmedo del Mediterráneo me trajo recuerdos de nuestras citas en el arroyo, del agua fresca mojando nuestros pies. Pero, entre el leve murmullo del agua, esta vez no se escuchaba tu voz ni la brisa fresca de la madrugada traía los ecos de tu risa. Me giré hacia popa, decepcionado, frustrado por no encontrarte ni siquiera cuando cerré los ojos. El buque avanzaba mar adentro, dejando tras de sí un rastro de agua y espuma. Miré la huella del barco en el mar. Observé aquella estela que parecía quedarse atrás y al mismo tiempo seguirnos, como si barco y estela debieran separarse, como si no pudieran separarse ni aunque quisieran. Miré la luna reflejada en el agua removida por las hélices, bailando sobre crestas de espuma blanca; era una luna de zinc cuando la noche cerrada, y una luna dorada al amanecer. Era una noche preciosa, pero tanta belleza solo puede doler cuando se contempla añorando a la persona amada. Me dolió en el alma no poder compartirla contigo, pero más me dolió saber que nada volverá a ser como antes, al menos en muchos meses. Porque nada es igual sin ti, María. Nada. Ni siquiera yo soy el mismo.
La vida es un constante caminar, pensé, un camino siempre hacia delante, sin detenernos, aunque sea inevitable volver la vista atrás. Mas no podemos caminar sin dejar la huella de nuestros pasos, no podemos avanzar sin dejarnos algo por el camino. Pero algunas veces nos dejamos demasiado. Algunas veces, tras nosotros, se queda aquello que más necesitamos. Pero debemos seguir avanzando, aunque duela, aunque nos pesen los pies como losas sobre el alma, incluso cuando sentimos que las fuerzas nos abandonan, debemos seguir caminando. La vida no se detiene por nadie. Apoyado en la barandilla, mientras el barco surcaba el mar y la noche, miré atrás y, absorto en el rastro de agua y espuma, recuperé el recuerdo intacto de nuestros días mejores, la maravillosa sensación de ser felices juntos, de mirarme en tus ojos, de sonreír porque tú sonreías, de mis manos ciñendo tu cintura y tus manos recorriendo mi espalda, de mis labios en tu labios, de tu boca en mi boca, de mis dedos resbalando por tu hombro y tus dedos en mi nuca, de mi aliento en tu oído y tu aliento en mi cuello, de tu cuerpo entre mis brazos y mi cuerpo entre tus piernas...
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta setenta y dos.
Querida María:
Hoy he vuelto a casa con mi primer permiso. Ayer juramos bandera y esta mañana, a primera hora, he cogido un avión con destino a Málaga. Este ha sido mi primer vuelo, otra experiencia nueva, placentera, otra experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Cuando la aeronave surcaba el cielo por encima de las nubes he experimentado una maravillosa sensación de libertad. ¿Sabes?, la perspectiva desde las alturas te hace verlo todo diferente, te hace sentir un poco más libre, mucho más vulnerable, vivo. Luego, mientras descendíamos hacia la pista de aterrizaje, he sentido unas ganas renovadas de verte, de abrazarte. Quizá porque el vértigo del descenso ha disipado las dudas acumuladas durante muchas semanas; quizá porque, por un instante, sentí que todo puede terminar de repente sin darnos la oportunidad de recuperar lo que perdimos.
He hecho el trayecto sentado junto a una ventanilla, justo detrás del ala izquierda del avión. Al principio me daba vértigo mirar hacia fuera, pero luego me he deleitado observando el paisaje celeste, mirando con ojos de niño el ala del avión, contemplando cómo su extremo apuntaba hacia tierra firme o hacia el firmamento infinito, según giraba la aeronave. ¿Sabes?, contemplar el mar desde las alturas, la sensación de atravesar una nube..., todo era nuevo para mi, nuevo y fascinante, pero no podía compartirlo contigo. En el momento del aterrizaje he cerrado los ojos, he entrelazado las manos sobre mi regazo y he pensado en nosotros, en las cosas que nos quedan por hacer juntos. Segundos antes, el descenso me había provocado una repentina sensación de ingravidez y, justo en ese instante, he experimentado una insoportable necesidad de sentirte a mi lado. Luego, cuando el avión se ha detenido sobre la pista, nada he deseado más que compartir esta experiencia contigo. Mientras miraba a través de la ventanilla he imaginado tu cara junto a la mía, tu mano entre mis manos, tu cabeza apoyada en mi hombro... Algún día tú y yo haremos un viaje en avión.
Han pasado doce horas desde que aterrizamos en el aeropuerto de Málaga. Ya han pasado casi dos meses y medio desde que te escribí la primera carta, demasiado tiempo sin saber de ti. Después de cenar he salido a la calle a fumar un cigarro. Me he sentado al final del empedrado patio, en el extremo del poyo, con los pies colgando hacia el vacío y la incertidumbre instalada en mi alma. Por un instante he levantado la vista hacia el cielo, he observado las estrellas y les he repetido la misma pregunta de siempre: ¿Por qué no llegan tus cartas, María, por qué? Pero ellas no tenían la respuesta para estas dudas que me corroen las entrañas. Me he quedado un buen rato fuera, disfrutando del silencio de la noche, añorándote, hasta que el frescor de la incipiente madrugada me ha obligado a entrar en casa. Me he refugiado en mi cuarto, aunque ya sé que ningún refugio puede protegerme de esta soledad que me provoca tu ausencia. Mientras te escribo estas líneas he recordado las primeras noches tras tu marcha, las primeras cartas que te escribí... Una cosa ha cambiado desde entonces: ya no espero ilusionado tu respuesta, ni siquiera sé si llegará. Pero no todo ha cambiado. Todavía, cuando cierro los ojos, puedo sentir el roce de tus labios en los míos, tu piel erizada bajo la yema de mis dedos, tus pezones rozando mi pecho, mis labios susurrando en tu oído, el vaho de tus jadeos en mi cuello, nuestros corazones latiendo al unísono, el murmurar del arroyo entre sueños, el agua mojándonos los pies... Algún día volveremos allí y haremos el amor en el mismo sitio y, luego, nos quedaremos dormidos y permaneceremos abrazados hasta que el agua nos despierte al mojarnos.
¿Sabes?, empiezo a arrepentirme de no haber aprovechado estos días de permiso para ir a verte. El corazón así me lo pedía, pero la razón me aconsejaba ahorrar un dinero que vamos a necesitar pronto. Al final escuché a la razón. Quizá porque me engaño pensando que tenemos toda la vida por delante pero, ¿y si solo tuviéramos ese instante que se nos escapa en cada aliento? ¿Qué haríamos en ese caso? Pero, ¿cómo saber si ya es tarde o aún estamos a tiempo de cambiarlo todo en un segundo? ¿Sabes?, solo de una cosa estoy seguro: mañana, cuando el sol remonte los cerros, cuando sus primeros rayos nos muestren los almendros desnudos y las hojas muertas a sus pies, tú y yo estaremos ante un día menos, otro más tachado en el calendario, ese impasible contador del tiempo que parece ralentizar los días sin ti. Y quizá mañana me lleguen tus cartas. Pero, aunque no llegaran, mañana faltará un día menos para estar juntos de nuevo, para terminar con esta separación que me aflige el alma y me duele en la piel.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta ciento sesenta y tres.
Querida María:
Me temo que nunca recibirás esta carta. ¿Sabes?, cada vez estoy más convencido de que no has recibido ninguna. Aunque a veces me pregunto si no es eso lo que quiero creer. Otras veces dudo si realmente lo creo o simplemente prefiero pensar que no recibes mis cartas antes que enfrentarme a la posibilidad... No, eso es imposible. Si no me has escrito es porque no has recibido mis cartas. ¡Dios mío! No pensarás que yo... No, María, yo nunca incumpliría mi promesa, porque nunca te olvidaré y te seguiré escribiendo cada día como te prometí, aunque ya no espere tu respuesta. Sí, mi amor, te seguiré escribiendo cada noche, hablándote a través de estas líneas aun a sabiendas de que no puedes escucharme. O quizá sí. Quizá mientras te escribo tú percibes esta necesidad de decirte cuánto te amo, cuánto te extraño. Y, quién sabe, quizás algún día puedas leer todas mis cartas. Sí, confío en que llegue ese día y espero que para entonces no sea demasiado tarde. ¿Sabes?, en mis momentos peores, cuando las dudas lo anublan todo, me pregunto si realmente me amabas o solo fui tu amor de verano, uno de tantos amores que ya habrán muerto cuando las hojas se tornen amarillas. A veces me pregunto si solo fuimos dos amantes más, como esos amantes que nunca sabrán lo que abriga la ternura cuando la pasión se enfría ni lo que reconforta el abrazo de la persona amada, sobre todo en los momentos difíciles.
Ha pasado tanto tiempo desde aquel «hasta mañana, amor»... ¿Sabes?, he tenido tiempo de pensar en muchas cosas, incluso he llegado a temer que te hubiera ocurrido algo malo. Créeme, ante esa posibilidad me conformaría con saber que estás bien y que te acuerdas de mí. Ya ha pasado más de medio año desde la última vez que nos vimos, demasiado tiempo desde la última mirada, desde la última sonrisa; demasiado tiempo desde la última caricia, desde el último beso; demasiado tiempo desde la última vez que fuimos uno solo. Pero no importa el tiempo que pase, solo importa el amor que sentimos, aquella pasión que nunca se extinguirá del todo. Porque no se puede borrar la memoria del alma. Porque la piel no olvida.
Lo siento, María, tengo que dejarte... Acaban de tocar “silencio” y, aquí, la hora de dormir no es negociable, nada lo es. «Aquí no valen razones, solo galones», ya nos lo dejaron claro los ‘mandos’ el primer día de instrucción. ¿Sabes?, esta noche el lamento de la corneta me ha sonado un poco más triste. Quizá porque te extraño un poco más, quizá porque te necesito mucho más de lo que quisiera. Pero eso ahora no importa. Lo importante es que ya falta una “retreta” menos, un “silencio” menos, una “diana” menos. Lo que de verdad importa es que falta un día menos para ir a buscarte. Muchas veces me pregunto cómo sería nuestra vida, dónde estaríamos sin esta imposición de servir a la patria. Espero que algún día cambien las leyes para que no haya más soldados de reemplazo. Los militares deberían ser todos profesionales, nunca soldados por obligación. Pero eso ahora tampoco importa; aunque así fuera algún día, para mí sería demasiado tarde. En este preciso instante solo quiero cerrar los ojos y pensar en ti, en todo lo vivido juntos, en lo que nos queda por vivir. Porque quiero pensar que todavía no es demasiado tarde para nosotros, que nunca será tarde para reanudar esta relación interrumpida, para retomar nuestro amor..., o para volver a enamorarnos.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
P. D. Pronto llegará el permiso de Semana Santa. Esta vez mi destino no será Iznájar, sino Valladolid. No veo la hora de coger el tren con destino a tu mirada, a tu risa, a tus labios, a tu piel... Porque tú también me esperas, ¿verdad?
Carta ciento setenta y ocho.
Querida María:
He perdido mi permiso, todos en la compañía lo hemos pedido. El destino se empeña en mantenernos alejados, aunque también podría culpar a un compañero por su torpeza o a unas normas injustas. La “razón” ha sido un lamentable incidente en el campo de tiro, aunque sin consecuencias graves, afortunadamente. Pero ha sido un error individual, un error que pagaremos todos, la excusa perfecta para una injusticia amparada en las absurdas normas castrenses. Un disparo a destiempo, una herida leve de bala en la pierna de un oficial, y adiós reencuentro, al menos por ahora. No sabes cuánto lamento no poder ir a verte, no poder vernos. Llevaba semanas soñando con estar frente a ti, imaginando la expresión de tu cara al verme, la sorpresa en tus ojos, la sonrisa en tus labios... Pero no será posible, no antes del permiso de Navidad. ¡No sabes cuánto me arrepiento de no haber ido a verte en mi anterior permiso! ¡No puedes imaginar cómo me arrepiento de no haber ido a buscarte antes de la “mili”! Podríamos habernos fugado a Francia. ¿Sabes?, ahora no me parece ninguna locura. Es más, hubiera sido emocionante... y muy romántico. Pero se impuso la sensatez: yo te escribiría, tú me contestarías. Así debía ser durante muchos meses, pero tus cartas aún no han llegado y me temo que no lleguen nunca. Entonces solo parecía cuestión de tiempo; ahora me doy cuenta de que nuestro tiempo era entonces.
A veces maldigo al destino por tenernos alejados. Pero otras veces —cada vez con más frecuencia— me maldigo por no haber seguido los impulsos de mi corazón, por no haber ido a buscarte apenas te fuiste, por escudarme en la prudencia, por escuchar a la razón y por no tener el valor de desafiarla. De haberlo hecho ahora estaríamos juntos y juntos nos enfrentaríamos a los obstáculos que debiéramos superar, con ilusión, cada vez más unidos. Y no importarían cuáles fueran las dificultades porque reiríamos juntos, lloraríamos juntos y juntos enjugaríamos las lágrimas con besos, acallaríamos la incertidumbre con caricias, ahogaríamos los miedos en abrazos y caminaríamos de la mano, apoyados el uno en el otro, como uno solo frente a todo, frente a todos si fuera necesario. Pero hacía falta valor, un valor que yo no tuve: el valor de arriesgarlo todo por nuestro amor.
Mas eso ahora no importa. Ya es tarde para lamentar mi cobardía. Ahora solo nos queda esperar a que pase el tiempo, aunque el tiempo parece detenido en aquella tarde de verano, cuando nos amamos por última vez. ¿Sabes?, en este preciso instante, mientras te escribo tendido sobre mi litera, en el pequeño radio transistor de bolsillo de mi compañero suena Only You, de The Platters. Como dice la canción, solo tú eres mi sueño hecho realidad. Porque solo tú, María, solo tú brillas en esta oscuridad que no parece terminarse nunca, solo tú puedes llenar este vacío, solo tú alimentas mis sueños, solo tú me haces sonreír con solo recordarte, solo tú tienes el poder de espantar esta soledad que me ahoga, solo tú ocupas mi corazón, solo tú te quedaste para siempre en mi piel. Solo tú, mi amor, solo tú.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta cuatrocientos treinta y nueve.
Querida María:
Ya hace un año y dos meses que me incorporé a filas, quince meses y medio han pasado desde que tuvimos nuestra última cita. El tiempo se me hace eterno sin ti; los días pasan lentos, demasiado lentos... Ya no espero tus cartas, pero sigo escribiéndote a diario y lo seguiré haciendo hasta el último día. Porque te lo prometí, porque necesito hacerlo. A pesar de estas dudas insoportables que me persiguen a todas horas, a pesar de temer la respuesta a la misma pregunta que me atormenta desde hace tanto tiempo: ¿Por qué no llegan tus cartas, María, por qué? Solo caben dos posibles respuestas, o nunca recibiste las mías o nunca las contestaste. Yo me aferro a la primera, la segunda sería demasiado dolorosa. Por suerte, cada vez falta menos tiempo para saber cuál es la respuesta, para descubrir la verdad.
Pero tampoco podrá ser en Navidad, me he quedado sin permiso... otra vez. En esta ocasión ha sido por un arresto: ¡14 días en prevención! Deberé cumplir mi arresto en las dependencias del cuerpo de guardia, además de quedarme sin el ansiado permiso navideño. Lo siento, María, perdí los nervios y me encaré con un superior. Me he preguntado muchas veces qué habría pasado si ambos hubiéramos estado en igualdad de condiciones, si él no llevara sus galones de sargento, y créeme que no sé si quiero saber la respuesta. Pero ya no tiene remedio; a partir de ahora, él intentará hacerme la vida imposible (me lo ha asegurado) y yo trataré de esquivarlo en la medida de lo posible. No me conviene otro enfrentamiento, aunque a veces me pregunto a cuál de los dos nos conviene menos. Él tiene la fuerza de la autoridad; yo, esta rabia que me come por dentro. Pero debo mantener la calma; ya me falta poco para licenciarme y no me perdonaría quedarme aquí arrestado cuando todos mis compañeros de reemplazo se marchen licenciados. No veo el momento de coger el primer tren a Valladolid, un tren que, espero, llegue a tiempo de recuperar lo que perdimos aquella tarde de agosto cuando nos dijimos «hasta mañana, amor». Entonces creíamos que aquel “mañana” nos esperaba a la vuelta de unas horas. Ahora solo espero que nos siga esperando hasta dentro de unos meses.
¿Sabes?, algunas veces intento imaginar nuestro reencuentro, incluso lo idealizo, lo sueño. Cierro los ojos y te imagino corriendo hacia mí, me imagino abriéndote mis brazos; nos imagino abrazándonos, comiéndonos a besos, riendo, llorando... Pero entonces las sombras de mis dudas lo cubren todo y, cual húmedo velo de lluvia, emborronan el cuadro desdibujando nuestras siluetas, deformando nuestros rostros, haciéndome dudar que seamos tú y yo aquellos que corrían a encontrarse en mis sueños. Pero me revelo contra la desesperanza, me niego a aceptar que hayas dejado de quererme, de esperarme. Y no puedo soportar la idea de que haya otro hombre en tu vida, otro amor en tu corazón, otra piel en tu piel, otro cuerpo en tu cuerpo... Perdona, mi amor, no puedo evitar estos celos. O quizá solo sea miedo, el miedo a perderte, a una vida sin tus manos, sin tu voz, sin tu risa, el miedo a vivir sin ti. En apenas un trimestre estaré licenciado. Entonces emprenderé el ansiado viaje que dará la razón a mi corazón, incapaz de aceptar que me hayas olvidado, o a mi mente, empeñada en convencerlo de lo contrario.
Mientras tanto, aquí estaré cada noche, sentado ante el papel en blanco, llenando folios con palabras que no me alcanzan para expresar lo que siento por ti y cómo me hace sentir este silencio por tu parte. Pero seguiré aferrándome a la idea de que nunca recibiste mis cartas, diciéndome que aún las sigues eperando, que todavía me esperas. Y seguiré confiando en que algún día las recibirás todas, las ya escritas y las que aún están por escribir. Porque solo así sabrás que yo cumplí mi promesa, solo así sabrás cuánto te quise, cuánto te quiero y que nunca dejaré de quererte.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta quinientos setenta y ocho.
Querida María:
Mañana, ¡por fin!, nos dan la “blanca”. A partir de mañana, la mili será historia; a partir de mañana empieza una nueva etapa en mi vida, y nada deseo más que compartirla contigo, como tú y yo soñamos, ¿recuerdas? Han sido dieciocho meses eternos, muchos días pensando en ti, en nosotros, demasiadas noches extrañando tus besos, añorando tu piel, guardando para ti las caricias que ya me queman en las manos de tanto esperar. Esta noche la trompeta tocará el último “silencio” y mañana, con la última “diana”, dejaré atrás esta litera donde te escribo cada noche, donde cada noche te sueño, esta litera que ya se aprendió tu nombre de tanto oírme llamarte en sueños, de tanto gritarlo en silencio.
Mi amor, esta es la última carta que te escribo. Pero no es una despedida, sino un “hasta pronto”. Se acabaron las noches hablándote a través de estas líneas. Nuestra próxima conversación será cara a cara, mirándonos a los ojos, encontrándonos en la mirada del otro. Ahora, cuando ya se acerca el ansiado momento, vuelvo a sentir que nada ha cambiado. ¿Sabes?, me imagino nuestro amor como el junco, como aquellos juncos que fueron nuestro lecho y, como el junco, siento que fue capaz de soportar las embestidas del viento, de erguirse de nuevo tras cada adversidad. Pero a veces —solo a veces— la ausencia de tus cartas hace que este amor nuestro se torne piedra en mi imaginación, como aquellas piedras de la ribera del arroyo, aparentemente imperturbables, indestructibles frente a la delicada linfa que las moja a su paso. Pero, con el tiempo, el agua va desgastando la piedra, convirtiéndola en un canto romo primero y después en un diminuto guijarro que la misma corriente arrastrará hasta el fondo del río.
Tengo que admitirlo, María: este amor que siento por ti se ha inclinado muchas veces frente a la desesperanza, las dudas, la desilusión... Pero hoy, con esta sensación de libertad recuperada, puedo mirar hacia delante esperanzado, confiando en un reencuentro tan inminente como feliz. Hoy me basta cerrar los ojos para ver la sonrisa dibujada en tus labios, en tu cara, en tus ojos... Me basta recordarte para sentir tus manos entre las mías, tus dedos trazando sueños en mi espalda, mis manos regando de caricias tu piel. Ahora me basta cerrar los ojos para sentirte entre mis brazos, para percibir cada estremecimiento bajo tu piel, me basta pensar en nuestro reencuentro para escuchar la risa brotando de tu boca, para sentir tu piel estremecida al contacto con mi piel, erizada por el roce de mis labios ardientes. Hoy me basta cerrar los ojos para sentir tus pechos desafiantes contra mi pecho, mi vientre en tu vientre cálido y tu carne, mojada y trémula, abrazando mi carne con la pasión acumulada durante esta larga espera; abrazados tú y yo, abrazados mientras mi aliento te quema en el cuello y tus jadeos se rompen en mi oído. Solo necesito cerrar los ojos para sentir nuestros corazones latiendo al unísono.
Hasta la vista. Te quiero.
Alejandro.
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En aquel preciso instante, mientras Alejandro Cantero escribía la última carta a María, a muchos kilómetros de distancia, alguien se disponía a cerrar un cajón. Segundos antes había mirado su contenido, como venía haciendo diariamente desde hacía ya muchos meses. Luego anotó el número 573 en el anverso de un sobre, lo rodeó con un círculo y lo guardó dentro del cajón. A continuación cerró el cajón, se guardó la llave en la mano derecha y se metió la mano en el bolsillo del pantalón, apretando con fuerza la llave, como si temiera extraviarla, como si aquella llave guardara un tesoro. Pero, en realidad, aquella llave solo guardaba un secreto. Lo que aquel hombre no podía imaginar era que, años más tarde, aquel secreto pesaría como una losa sobre su conciencia. Lo que nunca hubiera sospechado era que aquel secreto acabaría enfrentándole a uno de sus más fieles subordinados, casi un hijo para él. Más de año y medio antes, cuando decidió ocultar aquellas “pruebas”, jamás habría imaginado que sería él mismo quien, muchos años más tarde, acabaría revelando aquel secreto; y menos aún que, al revelarlo, provocaría la ruptura de una familia y pondría en peligro varias vidas, incluida la suya.
Unos días más tarde él mismo cerraría aquel cajón para siempre, o eso creía entonces. Solo una horas antes había realizado una llamada: «Ha salido esta mañana. Es el momento», le dijeron. Segundos después, apenas colgó el teléfono, salió a la calle y echó a andar con paso decidido. Tenía que ir a la oficina de correos, había llegado el momento de actuar.
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