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ОглавлениеCAPÍTULO 1
Viernes, 18 de enero del 2019
SIETE HORAS ANTES DE LA DESAPARICIÓN
22:00 h
ALEJANDRA
Otra vez llegaba tarde. Mis amigas Ana, Sofía, Carlota y Julia habían quedado a picar algo antes de la fiesta anual que organizaba Jorge con sus hermanos después de las Navidades, aprovechando que sus padres se iban de viaje. Aquella fiesta nos encantaba, ya que suponía el reencuentro del grupo después de varias semanas sin vernos. Normalmente, quedamos directamente en su casa, en torno a las once de la noche, pero esa vez, mis amigas quisieron quedar antes para ponernos al día, ya que luego, en la fiesta, con la música y las copas, sería complicado. Julia había pasado los últimos días del año con su hermana en Canarias, mientras que Ana se había quedado en casa terminando de escribir el trabajo de fin de grado. Sofía, como cada año, había ido a pasar las fiestas a Santander, a casa de su familia paterna. Carlota, por el contrario, no quiso adelantarnos por nuestro grupo de WhatsApp lo que había hecho aquellas Navidades. Decía que nos lo explicaría todo cuando nos viésemos en persona. Ella era así, le gustaban la intriga y el suspense. Todas intuíamos que la razón por la que se mostraba tan misteriosa era que nos quería decir que a Miguel, su novio desde el colegio, le habían cogido en una empresa tecnológica en Inglaterra y que había decidido irse con él. Aunque aquello tan solo era una suposición. Por eso mismo, para no perderme ninguna parte del relato, hice todo lo posible por estar preparada a tiempo y ser puntual, pero, una vez más, fracasé en el intento. Por mucho que me convenciese de que esa vez sería diferente, nunca lo conseguía. Siempre había una razón que hacía que me retrasase; y ya condicionaba todos los siguientes eventos.
Salí rápidamente de la ducha y me enrollé una toalla en el pelo para que se fuese secando. Me lavé los dientes y corrí hacia el armario de mi cuarto para decidir qué conjunto ponerme. Suspiré con fuerza, no tenía ni la menor idea de cómo vestirme. Finalmente, ante la presión del sonido de las agujas del reloj de la pared de mi cuarto, opté por unos vaqueros rotos, una blusa negra un tanto escotada y unos botines de tacón. Volví al cuarto de baño y, antes de secarme el pelo, me maquillé los párpados en tonos ocres y marrones para resaltar el azul de mis ojos. Me puse polvos y colorete en las mejillas y me pinté los labios de color granate. Volví a mi cuarto y me miré en el espejo. Sonreí y me guiñé el ojo, pensando que, para lo rápido que había ido, el resultado no había sido nada malo. Me recogí el pelo en una coleta alta y dejé que el flequillo se deslizase por mi frente. Desde la adolescencia, siempre había tenido el pelo largo y me gustaba llevarlo suelto. Sin embargo, hacía unos meses había cometido la locura de cortármelo por encima de los hombros y me había dado mechas californianas. Por eso, desde entonces, me encantaba hacerme una fina coleta y dejar a la vista las puntas rubias, dando un toque personalizado a mi pelo castaño.
Me puse el abrigo de piel que me habían regalado mis abuelos en Nochebuena y preparé el bolso con lo habitual: cartera, llaves, móvil y maquillaje para retocarme a lo largo de la noche.
—¿Pero a dónde vas? —me preguntó mi madre mientras estaba a punto de abrir la puerta.
—Me voy a cenar y luego a la fiesta de Jorge —contesté saliendo al rellano y llamando al ascensor.
—¿Con quién vas? ¿Vas a volver tarde? —Sonreí ante la preocupación de mi madre y volví a entrar en casa para hablarle desde cerca.
—Voy con los de siempre: Ana, Carlota, Julia y Sofía. En la fiesta estarán todos los demás: Tomás, Carlos y Luis. También viene Miguel, el novio de Carlota. Volveré tarde, porque después de la fiesta queremos salir. No sé todavía a dónde iremos, ya te diré. Y sí, tienes el número de móvil de todos. —Mi madre se rio al ver que me había adelantado a su pregunta y me dio un beso para despedirme. He de reconocer que todas sus preguntas me sacaban de quicio, aunque también me conmovía que a pesar de los años se siguiese preocupando por mí.
Mi madre siempre había sido una persona extremadamente protectora. Cuando era adolescente y salía de noche, siempre se imaginaba los peores escenarios posibles de lo que podía ocurrir y nunca conseguía dormirse hasta que estuviese de vuelta, fuese la hora que fuese. Me escribía al móvil un par de veces a lo largo de la noche, con mensajes tipo «¿Qué tal vas?»; o «¿A qué hora vuelves?». Al principio, todos aquellos controles me irritaban y provocaron numerosas discusiones entre nosotras, hasta que descubrí que no lo hacía porque no se fiase de mí, sino que realmente lo pasaba mal. Con los años, le fui demostrando lo responsable que era y conseguí calmar un poco sus miedos. Me dejó de importar que me escribiese, hasta el punto de que alguna vez yo misma me adelantaba a sus mensajes, contándole mis planes o hacia dónde me dirigía. Sabía que así ella estaría tranquila, y eso nos beneficiaba a las dos.
—No vuelvas tarde que mañana tienes que ayudar a tu padre a mover los muebles del salón. —Puse los ojos en blanco al recordar que me había comprometido a ayudar a mis padres con la reforma de la casa.
—Te aviso cuando esté en el taxi de vuelta, no te preocupes —dije mientras la miraba fijamente a los ojos con una sonrisa y, luego, me dirigí de nuevo hacia la puerta.
Antes de meterme en el ascensor, me giré una vez más para mirar a mi madre y despedirme de ella. Me fijé en sus verdes ojos y en su piel ya arrugada por la edad. Recordé aquella fotografía que tenía en la mesilla de noche, en la que tendría más o menos mi edad. Era una mujer guapísima, con una tez suave y dorada y un pelo ondulado castaño. Ahora, aunque no fuese joven, seguía siendo una mujer elegante y atractiva, a pesar de que la vejez no había hecho justicia a lo que un día fue.
Salí rápidamente del portal, bajé la calle hasta la esquina y me metí en el metro. Miré el reloj y me sorprendí al ver lo tarde que llegaba. Pensaba que tenía más margen. Saqué el móvil del bolso y llamé a Sofía.
—¡Hola, Ale! —Su risueña voz siempre me sacaba una sonrisa.
—Hola, Sof, llego tardísimo. Lo siento mucho.
—¡Vaya, que novedad! —replicó con tono sarcástico.
—Lo sé, lo siento. No me matéis. Por favor, entretén a Carlota y que no empiece a contar nada hasta que yo llegue, que estoy segura de que dice que se muda a Inglaterra con Miguel. Me quedan cinco paradas, es línea directa. Luego solo tengo que andar unos minutos.
—No te preocupes, Ale, ya te conocemos —dijo entre risas—. Yo acabo de llegar, me estoy fumando un piti en la puerta del bar y entro. Creo que Ana y Carlota ya están.
—Genial. Pues ahora os veo. Un beso. —Colgué y me puse los cascos de música.
Aquella noche iba a ser una gran noche. Sí, había decidido que quería divertirme, sin preocuparme por nadie ni nada. La última vez que salimos todos juntos en diciembre, antes de las vacaciones, había sido un desastre. La noche había acabado con una pelea, y me negaba a que aquello se repitiese. Desde hacía unos meses, había estado quedando con Tomás, uno de mis amigos del colegio de toda la vida. Ambos siempre habíamos notado que desde niños había tensión no resuelta entre nosotros, pero no fue hasta mi fiesta de cumpleaños en octubre que sucedió algo. Desde entonces, habíamos estado quedando constantemente a solas, yendo al cine, a cenar, e incluso habíamos organizado una excursión de día a la sierra. Sin embargo, nadie del grupo lo sabía. Habíamos decidido mantenerlo en secreto, ya que no sabíamos qué era exactamente lo que había entre nosotros y no queríamos condicionar la amistad de todos. Esa noche, Tomás bebió más de la cuenta y malinterpretó un gesto cariñoso que tuve con Carlos en la pista de baile. Entonces, se acercó a mí, me agarró violentamente del brazo y comenzó a gritarme y a insultarme. Me acusó de serle infiel y de estar dejándole en ridículo delante de todos. Obviamente, aquella escena hizo que el resto de mis amigos se enterase de lo que sucedía y, aunque me ayudaron a separarme de él y a tranquilizarle, la noche ya se había estropeado. Todos se sintieron muy ofendidos porque les hubiésemos mentido durante meses y, aunque mis amigas, posteriormente, me dijeron que no pasaba nada, soy consciente de que les molestó enormemente. Tomás me estuvo llamando durante días para disculparse, pero siempre me negué a responderle. Estaba muy enfadada con él. No tenía ningún derecho a hablarme de ese modo, agarrándome con esa fuerza simplemente porque había confundido un gesto con un amigo. Es más, ni siquiera estábamos oficialmente juntos. Yo tenía todo el derecho del mundo a hacer lo que quisiera y con quien quisiera. Finalmente, me decidí a hablar con él y, aunque le acabé perdonando por todos los años de amistad que nos unían, lo que fuese que había entre nosotros había terminado.
El tren se paró en Moncloa y salí rápidamente del vagón. Subí las escaleras metálicas de dos en dos y a los pocos minutos me encontraba en la boca del metro. Caminé velozmente, sin prestar atención a la gente con la que me cruzaba, absorta en mi música. No tardé en llegar al bar donde habíamos quedado. Desde la ventana, pude observar a mis amigas en la mesa pegada a la pared. Como de costumbre, Carlota llevaba un vestido corto, dejando a la vista sus largas piernas, y lucía su característica melena rubia sobre sus hombros. Julia, bastante más bajita que Carlota, nunca se presentaba a un encuentro sin botines de tacón y aprovechaba cualquier ocasión para resaltar con maquillaje sus bonitos ojos verdes y sus voluminosos labios. Por otro lado, Ana era la que más se parecía mí. A ambas nos gustaba arreglarnos y maquillarnos para potenciar nuestro físico, pero ninguna de las dos éramos tan presumidas como Carlota y Julia. Aquella noche, al igual que yo, Ana había optado por un pantalón negro y una blusa elegante. Por último, Sofía, probablemente la más natural del grupo, siempre acudía con vaqueros y zapatillas, pero su pasión por la moda hacía que siempre fuese la más estilosa. Aunque todas tuviésemos personalidades muy distintas, siempre habían estado a mi lado cuando lo había necesitado, habíamos crecido juntas, y por eso, las quería con locura.
Entré con decisión en el restaurante y, sin preguntarle al camarero, me dirigí a ellas.
—¡Hola, chicas! —dije entusiasmada al volverlas a ver.
—¡Ale! —gritaron todas al unísono, mientras se levantaban para abrazarme.
—¿Qué tal las vacaciones? ¿Has podido desconectar? —me preguntó Julia mientras me sentaba entre ella y Sofía, en el único sitio libre que quedaba en la mesa.
—Sí, la verdad que sí. Como os dije he estado en casa de mis abuelos en Málaga, y la verdad es que fenomenal. Ha hecho muy buen tiempo, y he podido dar paseos por la playa.
—¡Qué envidia! En Santander no ha dejado de llover —comentó Sofía mientras cogía la botella de vino blanco de la cubitera y me servía una copa.
—Bueno, chicas, ahora que estamos todas —comenzó Carlota—, quiero deciros que… ¡me mudo a Inglaterra en verano! A Miguel le han cogido en el trabajo que quería para empezar en septiembre y he decidido irme con él.
—Pero qué buena noticia. ¡Enhorabuena! Miguel tiene que estar supercontento —exclamó Ana.
—Sí, lo está —contestó Carlota—. Está muy emocionado. Los dos lo estamos.
—Te vamos a echar mucho de menos —dije un tanto entristecida.
—Pero te iremos a visitar —replicó Julia para animarnos.
—¡Estoy superagobiada! No sabéis lo complicado que es encontrar piso.
—No te preocupes, Car —dije mirando a los ojos a mi amiga—, confía en que todo saldrá bien.
—¡Siempre dices esa frase! —exclamó Sofía al escucharme decir, una vez más, mi lema favorito. Sonreí ante aquel comentario y le di un sorbo a mi copa de vino.
No paramos de reír y de brindar durante toda la cena por el nuevo año y por todas las maravillosas cosas que iban a ocurrir en él. Tras terminarnos la tercera botella de vino, finalmente, una de mis amigas me preguntó lo que todas llevaban tanto tiempo queriendo saber.
—Bueno, Ale, ¿qué ha pasado con Tommy? —Así era como le solíamos llamar—. ¿Habéis vuelto a hablar desde la última vez?
—Sí, hablamos durante las Navidades. Me pidió perdón —dije jugueteando con mi copa de vino—, pero ya está, ya se ha acabado.
—¿Qué te dijo? —preguntó intrigada Ana. Suspiré hacia mis adentros. No me gustaba hablar de este tema. Esa noche no era para abrir una vieja herida, sino para disfrutar. Además, estaba un poco molesta con mis amigas en cuanto a lo ocurrido. Ninguna de ellas habló seriamente con Tomás después de lo que sucedió, incluida Sofía, a la que siempre había considerado mi mejor amiga. Sí que le dijeron que no podía hablarme y tratarme de ese modo cuando le separaron con fuerza de mí, pero, por lo que tengo entendido, después, nadie le volvió a decir nada. Fue como si no les pareciese tan mal, como si estuviesen acostumbradas a ver escenas del tipo cada vez que salíamos. Pero, bueno, tampoco quería darle más importancia ni enfadarme con ellas. Suficiente tenía ya con Tomás.
—Nada especial —comencé con la voz baja y sin ganas—. Solo que se arrepentía del modo en el que me había agarrado y gritado. También reconoció que se había pasado bebiendo y que, como estaba enamorado de mí, había reaccionado muy mal. —Todas se quedaron con la boca abierta al oír esas palabras.
—¡Que se ha enamorado de ti! —exclamó Sofía.
—¿Pero… cómo ha sido eso? ¡Cuéntanos todo, Ale! —interrumpió Julia.
—No me apetece hablar de este tema, ¿vale? —dije mirándolas una a una a los ojos—. Lo siento mucho por haberos mentido y por no haberos contado nada, de verdad. Sé que me equivoqué, pero no lo hice con mala intención. Lo que ocurrió la última vez me hizo darme cuenta de que realmente no quiero estar con Tomás, por mucho que se disculpe. Le he perdonado por todos los años de amistad, pero, sobre todo, para que no haya problemas en el grupo. Pero ya está. Lo que pasó entre nosotros estuvo bien, y al final era una espinita clavada que ambos teníamos, pero nada más.
—Vale, ya nos lo contarás cuando tú quieras —añadió Carlota tras unos segundos de silencio—. ¿Pedimos otra botella?
CINCO HORAS ANTES DE LA DESAPARICIÓN
12:00 h
Terminamos de cenar al poco rato, en cuanto nos terminamos la última botella de vino y pedimos el postre. La tensión generada por la conversación de lo sucedido con Tomás ya había desaparecido, y las risas y las tonterías habían vuelto a comenzar. Estuvimos tentadas de pedirnos una copa cada una, pero, tras darnos cuenta de lo tarde que era, decidimos esperar a la fiesta. Pedimos la cuenta, pagamos y pedimos un taxi grande donde cupiésemos las cinco. Por suerte, no tuvimos que esperar mucho y en pocos minutos estábamos de camino hacia la casa de Jorge. Nuestro amigo vivía en la última planta de un edificio por Argüelles. Era un apartamento grande y luminoso, pero, sin duda, lo que más me gustaba de aquella casa era su amplia terraza. En las fiestas de enero, a causa del frío, tan solo salíamos a la terraza para fumar, pero cuando Jorge decidía organizar una fiesta en verano, rara vez entrábamos en casa. Nos quedábamos en la terraza, con la música alta, bailando y disfrutando del buen tiempo.
—Creo que no voy a beber más —dijo entre risas Ana—. Llevo tanto tiempo encerrada escribiendo el TFG que no estoy acostumbrada al alcohol.
—De eso se trata, Anita. De divertirse —añadió Carlota mientras la abrazaba y ambas se reían.
—¡Me apetece muchísimo! Las fiestas de Jorge son las mejores —comentó entonces Julia desde el asiento del copiloto. Disculpe —continuó dirigiéndose al taxista—, ¿le importaría si cambiamos de emisora y subimos la música? —El conductor soltó una carcajada y ayudó a mi amiga a sincronizar la emisora deseada.
Mientras mis cuatro amigas bailaban sentadas en los asientos del taxi, yo miraba fijamente por la ventana. A mí también me había subido un poco el vino, sumergiéndome en un mundo de dudas. ¿Estaba nerviosa por volver a ver a Tomás? ¿Había hecho lo correcto? Al fin y al cabo, los dos meses que estuvimos quedando juntos fueron muy divertidos. Puesto que éramos amigos de la infancia, ya nos conocíamos perfectamente y nuestra conexión y complicidad era sorprendente. Recordé mientras me mordía el labio la primera vez que fuimos a cenar y al cine juntos después de liarnos la noche de mi cumpleaños. Yo estaba muy nerviosa. No sabía por qué, pero tenía un nudo enorme en el estómago. En cuanto me vino a buscar a casa en su coche (un coche en el que ya me había subido infinitas veces, eso sí, siempre como amiga), todos los nervios desaparecieron, transformándose en la emoción de una primera cita con uno de tus mejores amigos. Las siguientes veces que nos vimos también fueron especiales, ya que me dieron a conocer un lado de él que nunca había visto. Supongo que si el incidente de antes de las vacaciones nunca hubiese ocurrido, todavía seguiríamos juntos. Quizás, incluso, lo habríamos hecho oficial. De adolescente, había fantaseado numerosas veces con ser la novia de Tomás. Me imaginaba cómo sería estar sentada con todo el grupo cenando, él a mi lado, pero no como amigo, sino como pareja. Pero toda esa magia se rompió cuando me di cuenta de lo violento que podía llegar a ser, de cómo el alcohol sacaba lo peor de él. Ya sabía de antes lo mucho que Tomás bebía cuando salíamos por la noche y lo mal que le sentaba. Pero nunca había reaccionado así, soltándome barbaridades. Y aquello para mí era imperdonable.
—¡Aquí es! —gritó Sofía devolviéndome a la realidad—. ¡Llegamos!
Nos bajamos del taxi y llamamos al telefonillo. La voz de Jorge, con una fuerte e intensa música de fondo, se escuchó al otro lado, antes de abrirnos. Subimos por el ascensor en silencio, aprovechando aquellos segundos para mirarnos al espejo y repasarnos el maquillaje. Llegamos al décimo piso y, nada más abrir la puerta del ascensor, Jorge nos estaba esperando con una botella de tequila en la mano. Como de costumbre, llevaba una camisa azul de rayas y unos pantalones beige. Su pelo castaño claro sobre la frente, recién cortado probablemente, dejaba a la vista sus intensos ojos marrones.
—Hola, bombones, ya estabais tardando en llegar. Como castigo, antes de entrar, tenéis que tomaros un chupito de tequila. —Todas se rieron y abrieron la boca, echando la cabeza hacia detrás para que Jorge vertiera en ella parte de la botella. Yo al principio me mostré un poco más reacia. Odiaba los chupitos, ya que nunca me sentaban bien. Pero, al final, me lancé. Mientras el tequila se deslizaba por mi garganta, sentía como el paladar me ardía y un escalofrío me recorría el cuerpo.
—¡Ya podéis entrar, habéis cumplido! —Jorge se apartó para dejar que entrásemos nosotras primero en el apartamento.
La mayoría de los invitados ya habían llegado y estaban repartidos por las diferentes habitaciones de la casa. La música sonaba fuertemente y la estancia, a pesar de la terraza, estaba impregnada de humo y de olor a tabaco. En una de las mesas del salón estaban depositados los refrescos, los vasos de plástico y todas las botellas de alcohol. En otra, había unas cuantas jarras de sangría y mojitos. Carlos y Luis estaban en la cocina, metiendo el hielo recién comprado en el congelador y sacando de la nevera unas cuantas cervezas. Julia y Ana corrieron a saludarlos y abrazarlos, mientras que Carlota siguió hacia el salón para saludar a otras chicas.
—¡La que hemos vuelto a liar! —comentó Jorge cerrando la puerta—. ¿Qué queréis que os ponga? —nos preguntó a Sofía y a mí.
—Yo un ron con Coca-Cola —contesté.
—Y yo una ginebra con Sprite, por favor —añadió Sofía.
Jorge entró en el salón y se dirigió hacia la mesa donde estaban todas las bebidas. Sofía y yo miramos el panorama, intentando reconocer e identificar los diferentes rostros de la gente presente. En sus fiestas, Jorge siempre invitaba a todos sus amigos, sin importar del grupo que fueran. La primera vez que todos nos juntamos fue un poco raro, ya que no nos conocíamos, pero después se convirtió en una tradición.
—Mira, ahí está Tomás —comentó Sof señalando con la cabeza al chico que estaba sentado en uno de los sofás hablando con dos chicas.
—Sí, le acabo de ver. —Tomás se percató de nuestra presencia y se levantó del sofá para unirse a nosotras. La verdad que aquella noche estaba muy guapo. Llevaba una camisa blanca y un jersey gris de pico. Como siempre su musculado cuerpo y su bonita sonrisa hacían que me temblasen las piernas. En aquel preciso momento, Carlos, Luis, Ana y Julia salieron de la cocina y formaron un grupo en la entrada.
—¡Chicos! —exclamó Sofía, abrazando a sus dos amigos.
—¡Tommy! —Ana se echó a los brazos de Tomás cuando este se hubo incorporado al grupo.
—¿Qué tal estáis? ¡Qué ganas tenía de veros a todos! —continuó Sofía.
—¡Aquí tenéis vuestras copas! —Jorge se unió a nosotros, tendiéndonos a Sofía y a mí nuestras cargadas bebidas.
—¡Ay, estamos todos! Vamos a hacernos un selfie —dijo Julia sacando su móvil del bolso.
—Esperad, que falto yo —comentó a regañadientes Carlota incorporándose a nosotros.
Ana levantó el brazo con el móvil inclinado, y todos acercamos nuestras cabezas para salir en el encuadre. Tras sacarnos la foto, el grupo se separó. Ana y Julia fueron a servirse una copa, Carlos y Luis se sentaron en uno de los sofás con sus respectivas novias, Carlota bajó al portal para buscar a Miguel que acababa de llegar y Sofía acompañó a Jorge a saludar a sus amigos de la universidad. Por el contrario, Tomás se quedó esperando a que yo dejase el abrigo en el perchero de la entrada, y antes de que entrásemos en el salón, me agarró suavemente de la mano y me llevó hacia la cocina.
—Ale, ¿podemos hablar?
—Tommy, no tenemos nada más que hablar. Te lo dije todo por teléfono. Ya está. Se ha acabado.
—Pero ¿por qué? Te he pedido perdón y sabes que lo siento. Estábamos muy bien juntos.
—Sí, pero con tu reacción me di cuenta de que no quiero estar con una persona así. Además, sabes perfectamente que entre Carlos y yo no hay nada. No entiendo de dónde te salió esa rabia.
—Ya lo sé, pero iba fatal. No sé en lo que pensaba. Simplemente me imaginé que te perdía y…
—Y, en lugar de intentar hablar conmigo como una persona civilizada —le interrumpí—, ¿preferiste gritarme e insultarme?
—Lo siento, Ale —dijo suspirando. La expresión de sus ojos, verdes claros, trasmitía que realmente estaba arrepentido.
—Ya lo sé. Pero no puedo —diciendo esto último me di la vuelta y entré en el salón. Tommy no me siguió, se quedó unos segundos solo en la cocina. Me sentí mal por no poder darle una segunda oportunidad, pero realmente no era lo que quería.
Sábado, 19 de enero del 2019
TRES HORAS ANTES DE LA DESAPARICIÓN
02:00 h
La fiesta siguió su curso tal y como lo habíamos planeado, divirtiéndonos y sumergiéndonos en una nube de emoción. Todos bebimos más de la cuenta, bailando y cantando canciones antiguas encima de las mesas y de los sofás. Aunque fuese su casa, Jorge fue el primero que decidió no contenerse y disfrutar de la noche. Hacia las dos de la mañana, decidimos salir del apartamento e ir a una discoteca. Sabíamos que, si nos quedábamos allí, por mucho que en ese momento nos apeteciese, los vecinos no tardarían en quejarse y nos arruinarían la fiesta. Queríamos seguir bailando, bebiendo, sin preocuparnos por nada. Por eso, pedimos varios Ubers y nos dividimos en tres grupos para caber todos en los distintos coches. El resto de los invitados de la fiesta, incluidos los tres hermanos de Jorge, decidieron permanecer en la casa, hasta que la policía les echase.
Llegamos a la discoteca poco después, atravesando a pie el estrecho y oscuro callejón en el que esta se encontraba. Los coches tuvieron que dejarnos en la esquina con la avenida principal, ya que tenían prohibido el paso. Todos nos quedamos sorprendidos al ver la cantidad de gente que se apelmazaba y abarrotaba en la puerta, empujándose unos a otros para no permitir que nadie se colase.
—Luis, tío, ¿por qué hemos venido aquí? ¡Está petado! —exclamó Jorge intentando mantener el equilibrio y colocándose al final de la cola mientras la gente le empujaba de un lado a otro.
—Un relaciones públicas me ha dicho que nos colaba con copas incluidas. Esperadme aquí. —Luis consiguió avanzar entre la gente y llegar al principio de la fila, donde una barrera cortaba el acceso a la puerta. Desde que habíamos empezado la universidad, Luis siempre había tenido conocidos en el mundo de la noche y la fiesta y, por eso, siempre delegábamos en él la decisión del lugar al que ir, ya que siempre acertaba, llevándonos al sitio de moda y ofreciéndonos consumiciones gratis y reservados.
—Me estoy muriendo de frío —susurró Carlota. Miguel la abrazó con fuerza, envolviéndola entre sus brazos para darle calor. Sonreí al ver aquel gesto cariñoso. Miguel siempre me había gustado para mi amiga. Nunca había pertenecido a nuestro grupo, y él tenía a sus amigos, pero al haber estudiado en nuestro colegio, y haber estado durante años en su misma clase, le conocía bien. Era un chico tímido y reservado, pero de las mejores personas que conocía hasta el momento. Además, se veía a leguas que estaba profundamente enamorado de Carlota. Encajaba fenomenal con todos nosotros, y cada vez se hacía más amigo de los chicos.
—¡Ya está!, venid. —Luis se reunió con nosotros y, agarrándome de la mano e incitándome a hacer lo mismo con Julia para formar una cadena, nos condujo hasta la puerta.
Pasamos uno a uno, entre empujones, por delante de la fila, sintiendo como la gente que llevaba rato esperando nos miraba con mala cara por habernos colado. El puerta comprobó nuestros carnets de identidad, y observando que todos éramos mayores de veintiún años, nos invitó a pasar, entregándonos a cada uno de nosotros un vale por una consumición gratis en el reservado.
—Pero, Luis, ¿cómo lo has conseguido? Ya nos has pasado gratis otras veces, pero nunca estando tan lleno —dijo Ana sorprendida y feliz mirando su entrada VIP.
—Pues ayer me contactó un relaciones públicas por Instagram, y me dijo que, si venía esta noche con amigos, nos pasaba gratis a cualquier hora con bebidas incluidas.
—¡Qué crac! —gritó Tommy—. ¿Quién es ese tío?
—Pues ni idea —replicó Luis mientras bajamos las escaleras y entrábamos en la oscura sala de baile—. No estaba en la puerta, pero le he dicho mi nombre al gorila y, como veis, nos ha dejado pasar. Así que perfecto.
UNA HORA ANTES DE LA DESAPARICIÓN
04:00 h
Bailamos como adolescentes en la pista de baile, interpretando conocidas coreografías cuando las canciones los requerían. Seguimos bebiendo, primero, la consumición gratis y, luego, un par de copas más. Miguel nos invitó a todos a un chupito para celebrar su nuevo trabajo, y Ana se dedicó a grabar los momentos épicos de la noche.
En un momento, cuando estaba mirándome en los espejos del cuarto de baño, me di cuenta de lo borracha que estaba. Se me cerraban los parpados y tenía las pupilas dilatadas.
—Pero ¡qué guapa! —gritó Sofía saliendo de uno de los cuartos de baño, observando cómo intentaba pintarme los labios. Ella también había bebido más de lo que su cuerpo le permitía y se tambaleaba de un lado a otro.
—Voy muy mal… —conseguí articular a trompicones—. Creo que me voy a ir.
—¡No! No te vayas —me suplicó agarrándome por la cintura y empujándome hacia la pista—. Quédate, y bailamos un par más.
En ese instante, la canción de las Spice Girls Wannabe invadió la sala, dibujando una sonrisa en nuestros rostros. Aquella era nuestra canción, la canción de las chicas del grupo. Cuando estábamos en segundo de la ESO, en clase de Gimnasia, tuvimos que inventarnos la coreografía de una canción para bailarla delante del resto del curso. Desde entonces, cada vez que sonaba dicha canción, volvíamos a bailarla todas juntas, normalmente, acabando rodeadas por grupos de gente, que daba palmas y observaba atónita nuestra coordinación y movimiento.
Aquella vez repetimos el baile entre risas y carcajadas, ya que el alcohol nos entorpecía. Recuerdo que un sentimiento de felicidad y emoción me recorrió el cuerpo al verme allí de pie, bailando otra vez con todas mis amigas. Fue uno de esos instantes que te hacen darte cuenta de la suerte que tienes con tus amigos. Además, los chicos intentaban imitarnos y nos grababan para publicar el video en sus redes sociales, lo que nos despistaba y hacía que nos equivocásemos.
—Bueno chicos, yo me voy. Estoy muerta —dije una vez que acabó la canción, y todos se dirigieron hacia la barra para pedir otra copa.
—Ale, venga, quédate. Hace mucho que no estábamos todos juntos —dijo Luis agarrándome de los hombros—. Yo te invito a otra copa para animarte.
—No, no, de verdad. No puedo más. Además, son casi las cinco de la mañana —dije mirando a duras penas mi reloj—. Es una hora estupenda para irme. —Mis amigos se dieron cuenta de que era imposible convencerme, y con besos y abrazos se despidieron de mí.
—¿Te importa que yo me quede? —me preguntó Sofía, ya que éramos prácticamente vecinas y a veces compartíamos el taxi de vuelta.
—No te preocupes. Disfruta —exclamé sonriendo.
—Avisa cuando llegues a casa. ¿Cómo te vas? —preguntó Carlota.
—Me voy a pedir un Uber, pero aquí no tengo cobertura, así que lo pediré arriba —contesté mirando el móvil y volviéndolo a guardar en el bolso—. Buenas noches, chicos.
Recogí el abrigo del ropero y subí las escaleras lentamente, agarrándome a la barandilla para no perder el control. La cabeza me daba vueltas, y tan solo tenía ganas de dormir. ¿Cómo había bebido tanto? ¿Cómo había perdido el control de ese modo? Al llegar a la discoteca, estaba bien. Sí, notaba el alcohol en mi cuerpo, pero no me encontraba mal. ¿Cuántas copas me había tomado allí dentro? Intenté contarlas en mi cabeza. Quizás tres, y un chupito de tequila. ¿Y en casa de Jorge? Otras tres, seguro. Más el vino de la cena. Suspiré fuertemente, pensando en la resaca que tendría al día siguiente. Llegué a la planta superior y me dirigí a la puerta. El portero sacó el sello para ponérmelo en el brazo, y yo negué con la cabeza. Me sorprendió ver que no era el mismo que nos había controlado los carnés de identidad al principio de la noche. Pero no le di más importancia.
—Me voy a casa, buenas noches. —El portero me sonrió y me indicó con la mano la salida de la izquierda, rodeada de vallas.
Ya no quedaba casi nadie en la puerta haciendo cola, tan solo algunos resignados que esperaban poder entrar antes de que diesen las cinco de la mañana. Caminé un par de metros y me apoyé en la pared para no caerme. Saqué el móvil y, en cuanto recuperé la señal, recibí un mensaje de mi madre. Dudé si contestarla en ese momento, pero finalmente opté por pedir primero un Uber a través de la aplicación. A los pocos minutos, una notificación me indicó que el coche me estaba esperando en la esquina de la calle, ya que la discoteca estaba al final de un callejón sin salida. Anduve un par de metros para salir del oscuro pasadizo, dejando detrás la discoteca, y percibiendo a lo lejos la luz de la calle principal, cuando, de repente, me tropecé y caí al suelo empedrado, raspándome las rodillas. Me estaba levantando a duras penas cuando noté que alguien me agarraba del brazo. Pensé que quien fuese me estaría intentando ayudar. Sin embargo, no fue así, ya que enseguida sentí un fuerte tirón en el hombro y un empujón, obligando a meterme en la vía perpendicular, una calle estrecha, oscura y vacía.