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ОглавлениеCAPÍTULO 3
Sábado, 2 de febrero del 2019
CATORCE DÍAS DESPUÉS DE LA DESAPARICIÓN
08:30 h
ALEJANDRA
No fue la luz del sol lo que me despertó aquella mañana, sino el fuerte sonido de un claxon. Abrí los ojos bruscamente y del susto me golpeé la cabeza contra la pared en la que estaba apoyada. Me retorcí de dolor, y me llevé una mano a la nuca para aliviar la contusión. Estaba completamente entumecida, con un dolor de huesos y espalda brutal. Además, la cabeza me retumbaba desde el momento en el que había abierto los ojos, y el golpe había incrementado la sensación de malestar.
Miré hacia el lado izquierdo y me sorprendí al ver, a lo lejos, el final de una calle, estrecha y poco iluminada. Volví a pestañear con fuerza, y, esta vez, me di cuenta de que estaba sentada en el suelo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me recordó que estaba tiritando por el frío. Asustada, intenté levantarme, apoyando las manos contra la acera para no perder el equilibrio. Me dolían los pies y los gemelos. Decidí caminar hacia la derecha, ya que me encontraba más cerca de una calle con salida, y despacio, me tambaleé hasta el final de la vía. Al llegar, asomé la cabeza y descubrí la discoteca donde habíamos estado horas atrás. Estaba cerrada, y no quedaba nadie en la puerta, ¿Me había quedado dormida de camino al Uber? No entendía qué había sucedido y por qué me encontraba allí, yo sola. Recordaba haber bebido y bailado mucho con mis amigos y, en un momento dado, haber decidido marcharme. Pero las imágenes estaban demasiado borrosas como para recomponer la noche. ¿Qué hora sería? Tal vez no llevaba mucho tiempo allí. Quizás tan solo me había dormido un par de horas. Miré el reloj de mi muñeca e hice una mueca con la boca al darme cuenta de que eran las ocho y media de la mañana. Probablemente llevaría allí dos o tres horas, y mi madre estaría asustadísima. Nunca solía volver tan tarde, y, mucho menos, sin avisar. No recordaba haberle mandado ningún mensaje. Normalmente, solía escribirle, una vez me hubiese montado en un taxi, para avisarla de que estaba de camino a casa.
Busqué en el bolso mi móvil y, cuando lo encontré, me di cuenta de que este estaba apagado. Probablemente, se habría quedado sin batería mientras dormía. Velozmente, decidí revisar el contenido de mi bolso para asegurarme de que el tiempo que había estado dormida nadie me había robado nada. Solté un suspiro de alivio al comprobar que todas las tarjetas estaban en su sitio. Con dificultad, conseguí andar hasta el final del callejón donde se encontraba la discoteca, y donde, supuestamente, el Uber me hubiese estado esperando.
En cuanto salí a la calle principal, la luz del sol me cegó, impidiéndome abrir completamente los ojos. Levanté firmemente la mano y paré el primer taxi que pasó. Me subí poco a poco a él, esbozando muecas de dolor cada vez que realizaba un movimiento.
—Noche complicada, ¿no? —comentó el taxista al percibir como apoyaba la cabeza contra el respaldo y cerraba los ojos—. ¿No irás a vomitar?
—No, estoy bien. —En cuanto pronuncié aquellas palabras, la garganta me ardió y sentí retortijones en el estómago.
El taxista condujo rápidamente para llevarme a casa. Aquella mañana, las calles estaban despejadas, algo habitual para un sábado a esa hora, y el canto de los pájaros retumbaba en mis oídos. En mi cabeza repasaba una y otra vez lo que le diría a mi madre. Seguro que tendría una docena de llamadas suyas, y mensajes de mis amigos, preocupados, ya que mi madre, al no conseguir hablar conmigo, les habría llamado a ellos. Pensé en decirle la verdad, en contarle que había bebido más de la cuenta y que, probablemente, me habría tropezado de camino al Uber y me había quedado dormida allí. Luego, medité sobre las repercusiones que aquel suceso tendría y opté por decirle que me había ido a desayunar con un amigo. Sí, le diría que me había quedado sin batería y que, después de la discoteca, me había ido a desayunar con algún amigo. Uno que no fuese de mi grupo del colegio, de la universidad tal vez. No era una respuesta ideal, y seguramente se enfadaría una barbaridad por no haberla avisado, pero aquello era mejor que admitirle que me había quedado dormida en la calle de lo borracha que iba.
El conductor me dejó en la puerta de mi casa y pagué con la tarjeta bancaria. Bajé del taxi a duras penas y, tras numerosos intentos, conseguí meter la llave en la cerradura y entrar en el portal. Me subí al ascensor y, mirándome al espejo, observé el horrible aspecto que tenía. Me imaginaba que tendría mala cara, pero esperaba estar mejor. Me limpié la sombra y la máscara de pestañas del contorno de los ojos, y me quité el resto de carmín de los labios. Llegué al segundo piso y, tras un leve suspiro, me preparé para entrar. Estaba segura de que mi madre estaría al otro lado de la puerta, temblando y llorando, esperando a que entrase para pedirme una explicación.
Abrí suavemente la puerta y me sorprendí al ver que la entrada estaba completamente vacía. Ni rastros de mis padres. Cerré lentamente la puerta y me quité los botines para no hacer ruido al andar por el pasillo. Fui primero a la cocina para beber agua, ya que me estaba muriendo de sed. Además, quería intentar reducir la resaca al máximo posible. Me bebí de golpe tres vasos y, tras comerme un par de galletas, me dirigí a mi cuarto. Pasé por delante de la habitación de mis padres y vi que aún seguían durmiendo. Me alegré enormemente al comprender que mi madre no se había dado cuenta de la hora que era y de que todavía no había llegado a casa. Dudé si avisarla o no. De costumbre, siempre que volvía de salir, me asomaba a la puerta de su cuarto y le decía que ya había vuelto. Podía irme a dormir y fingir que llevaba horas en casa. De ese modo, cuando me preguntase que por qué no la había avisado, le mentiría y le diría que sí lo había hecho, pero que no se acordaba. En más de una ocasión, mi madre se había despertado sobresaltada, pensando que aún no había vuelto a casa, y había ido hasta mi habitación para comprobar si estaba durmiendo. Finalmente, tras segundos de reflexión, opté por decirle la verdad. Si no estaba despierta, es que no se había dado cuenta y, por lo tanto, no había escrito a mis amigos. Podría decirle que nos habíamos ido todos juntos de la discoteca a la misma hora y que habíamos desayunado churros antes de volver.
—Mamá —dije entre susurros para no despertar a mi padre—, ya estoy en casa. Mi madre no se despertó, ni se movió de la cama—. Mamá —repetí un poco más fuerte—. Ya estoy aquí.
—Vale —me contestó con la voz adormilada. Las persianas estaban bajadas y la oscuridad invadía el cuarto por lo que no la vi moverse.
Entorné la puerta de su habitación y de puntillas caminé hacia la mía. Sonreí al ver mi cama, perfectamente hecha. Saqué el pijama de debajo de la almohada y me lo puse, tirando toda mi ropa al suelo. Ni si quiera me molesté en bajar las persianas. Estaba demasiado cansada. Suspiré de placer una vez que me metí en la cama y cerré los ojos para descansar. Ya estaba en casa, y por fin podría dormir. Me seguía doliendo el cuerpo, y probablemente la resaca que sentiría en un par de horas sería devastadora, pero, en aquel preciso instante, solo podía pensar en lo a gusto que estaba.
10:00 h
Me desperté un poco al darme cuenta de que la puerta de mi cuarto se empezaba a entornar. El edredón me tapaba gran parte de la cara, y levanté un poco la mirada para ver quién era. No conseguí distinguir si era mi padre o mi madre, ya que la puerta no se llegó a abrir del todo, y se volvió a cerrar fuertemente.
—Macarena, ¿qué haces? —le preguntó mi padre a mi madre mientras intentaba abrir la puerta de mi cuarto para mirar en su interior, y él apoyaba la mano sobre el manillar de la puerta y la volvía a cerrar bruscamente—. Ya hemos hablado de esto —continuó con la voz firme—. Entrar en su cuarto, mirar sus cosas, no nos va a ayudar. Todo lo contrario, vamos a sufrir más.
—Ya lo sé, Andrés —replicó mi madre entre sollozos mientras se fundía en sus brazos—. Es que la echo tanto de menos. —Su voz era trémula, casi no se entendía lo que decía—. Esta noche, he vuelto a soñar que volvía a casa, que, como cada vez que salía de noche, entraba en nuestra habitación para decirnos que ya estaba en casa. Creo que hasta la he contestado, de lo real que parecía… —Estalló en llantos, y mi padre la abrazó aún más fuerte—. Tan solo quería comprobar si era real, si no me lo estaba imaginando, si tal vez nuestra niña había vuelto…
—Ya lo sé, cariño. —Esta vez fue mi padre quién comenzó a llorar—. Pero tenemos que ser fuertes. Todavía están investigando, hay esperanzas.
Al otro lado de la puerta, aún medio dormida, no conseguía entender a lo que se referían mis padres. ¿Por qué lloraban? ¿Y de qué investigación hablaban? Quizás lo estaba entendiendo mal, y aún seguía borracha. Hice un amago de levantarme, pero la cabeza me seguía dando vueltas, y mis músculos no respondían. Me costaba enormemente mantener los ojos abiertos, y tan solo podía mantenerme inmóvil, tumbada en la cama.
12:00 h
Esta vez me desperté sola. No había dormido mucho, pero me encontraba un poco mejor. Di toquecitos con los dedos en la mesilla de noche hasta dar con mi móvil y lo cogí. Me enfadé al darme cuenta de que no lo había puesto a cargar al llegar a casa, y lo dejé debajo de la almohada. Vagueé durante unos segundos, me estiré y decidí levantarme. Seguía bastante mareada, pero ya no me dolía la tripa, ni sentía fuego en la garganta. Pero, aun así, me seguía doliendo bastante la espalda. No recordaba ningún golpe a lo largo de la noche. Quizás sería por una caída de camino al Uber. Tal vez me había tropezado con los botines y me había caído de espaldas. Del golpe, me habría quedado paralizada en el suelo, y, del sueño, me habría quedado dormida allí mismo. Pero eso no explicaba por qué me había despertado en la calle perpendicular a la de la discoteca, una vía estrecha y oscura, y no en el propio callejón. Tal vez, después de la caída, me levanté y quise andar hacia la avenida principal, pero el dolor y el cansancio no me lo permitieron y, por eso, acabé en la otra calle.
Decidí mirarme en el espejo por si había alguna marca que explicase el agudo dolor de la espalda. Me quité suavemente la camiseta del pijama, y me di la vuelta para que el espejo reflejase mi dorso desnudo. Me quedé perpleja al observar la cantidad de moratones que tenía, repartidos por toda la espalda, a lo largo de la columna vertical y el coxis. ¿Cómo no podía recordar una caída o golpe tan potente? ¿Me habría caído subiendo las escaleras? ¿Me habría tropezado en el baño?
Me agobié al no poder recordar nada. Nunca me había sucedido algo parecido. Sí, había olvidado alguna vez pequeños fragmentos de la noche, pero enseguida, a nada que me pusiese a pensar, los recordaba. En cambio, de la noche anterior solo lograba acordarme perfectamente de lo sucedido hasta salir de la discoteca. Recordaba perfectamente la cena en el bar, la fiesta en la casa de Jorge, la conversación con Tomás, el viaje en coche hasta la discoteca y cómo Luis nos había saltado la cola. Una vez allí, las imágenes comenzaban a borrarse por culpa del alcohol. Pero, aun así, era capaz de visualizarme tomando chupitos en la barra y bailando la canción de Wannabe. También, estaba casi segura de que había decidido irme sola. Había salido dando tumbos de la discoteca, incluso había hablado con el portero y había pedido un coche para volver a casa. Estaba andando de camino a él cuando todo se volvió negro. No conseguía ir más allá de la notificación de la llegada del Uber en la esquina de la calle y de mi intento por llegar a él. Pero entonces, ¿cuándo me había hecho esos moratones?
Me volví a poner la camiseta del pijama, me puse una sudadera por encima y me dirigí al baño. Me desmaquillé con toallitas y me lavé los dientes. Me peiné el pelo y me lo volví a recoger en una coleta. Me puse colonia para disimular, y fui hacia la cocina. Arrastré los pies por el pasillo hasta llegar al salón donde se encontraba mi madre. Me sorprendió verla sentada en una esquina del sofá, sin hacer nada, con la mirada perdida. Llevaba un pantalón de chándal gris y una sudadera rosa, algo inusual en ella, ya que era una mujer presumida que siempre se arreglaba. Normalmente, por las mañanas, leía el periódico con su elegante bata de flores. Pero, esta vez, parecía triste y perdida, como si su aspecto en ese momento fuese lo que menos le importase.
—Buenos días, mamá —dije con la voz todavía un poco ronca. Mi madre no se inmutó, ni si quiera me miró. Seguía absorta en sus pensamientos, con la mirada fija en el techo—. Mami, ¿qué te pasa? —pregunté preocupada, acercándome a ella y quedándome a pocos metros del sofá.
—Ni siquiera eres real, solo eres fruto de mi imaginación, de mi deseo por volver a ver mi hija. —Aquellas palabras me asustaron. ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo que no era real? Estaba allí, de pie, delante de ella.
—¿Qué dices, mamá? Soy yo, estoy aquí. —Me arrodillé delante de ella, apoyando mis manos en el borde del sofá. Ella se giró a mirarme lentamente, dejando a la vista un rostro repleto de ojeras y lágrimas. Tenía los ojos rojos e hinchados a causa de tanto llorar y no dormir—. Mamá… —dije con la voz entrecortada, intentando contener mis ganas de llorar—. ¿Qué está pasando?
—Te quiero mucho, mi niña… Creo que no te lo dije lo suficiente cuando estabas por aquí… Qué ojos más bonitos tenías y qué sonrisa tan preciosa. No sé cómo voy a sobrevivir sin ti. —Estalló a llorar y se llevó las manos a la cara para taparse.
—Mamá, por favor, que estoy aquí. ¿Por qué hablas en pasado? ¿Qué ocurre? —insistí, esta vez llorando.
—No, no lo estás. Tan solo existes en mi imaginación. Si lo estuvieras podría abrazarte, tocarte. —Mi madre se inclinó hacia mí y agarró mi rostro entre sus manos—. Si fueses real, ambas podríamos sentir nuestro tacto.
—Yo lo siento, mamá, lo estoy notando —chillé entre sollozos. Mi madre pegó un grito al darse cuenta de que ella también podía sentir mis cálidas mejillas entre sus manos. Movió sus dedos por todo mi rostro, y me acarició el pelo.
—¿Alejandra? ¿Eres tú? —preguntó tartamudeando entre llantos. Asentí fuertemente mientras me lanzaba a abrazarla.
—¡Sí, mamá! Soy yo. Estoy aquí. ¿Qué pasa? ¿Por qué me dices estas cosas?
—Oh, mi niña. —Sus ojos seguían produciendo densas lágrimas y no me soltaba las manos—. ¿Estás bien? ¿Cómo es posible?
Mi padre, que había escuchado nuestros llantos desde su despacho, corrió al salón, donde nos encontrábamos. Se quedó inmóvil, de pie, observando cómo, de rodillas, abrazaba a mi madre.
—¿Ale? ¿Eres tú? —Sus ojos me miraban intensamente, como si estuviese ante un milagro.
—Sí, papá. —Aunque seguía confundida, me levanté rápidamente y corrí hacia él para abrazarle. Sentí cómo su pecho se ahogaba y cómo sus lágrimas mojaban mis mejillas.
En ese momento, el móvil de mi madre comenzó a sonar. Como un reflejo innato, sin pensar, sin dejarlo vibrar, descolgó rápidamente la llamada.
—Buenos días, señora Casado, soy el inspector Ugarte. —El volumen estaba lo suficientemente alto como para que mi padre y yo pudiésemos escuchar la grave voz del inspector y sus palabras—. Le llamo para comunicarle que hemos avanzado en la investigación. Esta mañana, en torno a las ocho y media, ha saltado una alarma en la cuenta bancaria de su hija, indicando el uso de su tarjeta de crédito. Se ha detectado un cobro de una cantidad de doce euros, aproximadamente, en el pago de un taxi y el banco se ha puesto en contacto con nosotros para indicarnos dicho cargo. Estamos identificando el número de matrícula, y en cuanto sepamos la identidad del taxista, procederemos a interrogarle.
—Inspector —le interrumpió mi madre, tartamudeando.
—Dígame, señora Casado, ¿qué ocurre?
—Es Alejandra —consiguió finalmente articular—. Está aquí. Ha vuelto a casa.