Читать книгу El pastor de nubes - Pascual Angosto - Страница 12
ACTO 1
ОглавлениеNo sé cómo será mi futuro, pero así me lo imagino:
Se abre el telón.
—¡Señor Anónimo! —gritará el encargado.
—¿Algún problema? —diré yo.
—Últimamente veo que has estado pecando en exceso de ociosidad durante tu jornada laboral.
Francisco Martínez López, el encargado, será un graduado en ADE que no habrá encontrado trabajo en lo suyo, que a saber qué será, y habrá acabado de empleado en el McDonald’s. Tras ascender a encargado, motivo de orgullo personal, mirará a los currantes que están a su servicio por encima del hombro, únicas personas con las que se podrá permitir el lujo de hacerlo. Hablará con un lenguaje culto impostado para suplir su falta de autoestima. Todos le odiarán a sus espaldas.
—Yo me veo igual que siempre. —Disimularé mi bostezo como mejor pueda.
—Igual de desidioso que de costumbre, dirás. No me toques más la moral, que no está el horno para bollos. Este establecimiento pertenece a una respetable cadena de comida rápida. Los clientes quieren raudos su comida en honor al tipo de alimentación que ofrecemos, y tú perteneces a este pequeño gran engranaje que debe funcionar como un reloj suizo. Si una pieza falla en la minuciosa cadena de montaje alimentaria que está a mi servicio, todo se desmoronará como un castillo de naipes. Y tú, amante de procrastinar, eres parte de la cadena de la misma manera en que el agua forma parte de la hidrosfera. El tiempo es dinero y hay que optimizarlo. Desde que empezaste a trabajar aquí, hará ya tres meses, los pedidos se han demorado en una media de veinticinco segundos. ¿Entiendes qué significa eso?
—Sí —contestaré anodinamente para que deje de darme la chapa.
—Perfecto, entonces. Trabaja más. Estás avisado —y, acto seguido, se irá a atormentar a otros empleados con el mismo discurso.
Al día siguiente dejaré el «estimulante» trabajo en el McDonald’s, cansado de soportar al pelmazo del encargado día sí y otro también. Tampoco será exclusivamente su culpa, sino que, más bien, lo único que hará será adelantar lo inevitable. Tras unas cuantas semanas trabajando en ese curro de mierda a cambio de un sueldo de miseria, mi paciencia se habría empezado a colmar poniendo a prueba mi capacidad de aguante, que será poca. Aquello, sumado a la poca constancia que pondré en las cosas que no me gustan, categoría en la que entran casi todas las cosas del mundo, hará que me convierta en un trabajador a tiempo parcial errante que vivirá al filo de las facturas.
De vuelta a mi piso de mala muerte, compartido con dos inmigrantes ilegales llamados Ahmed y Nezar, norteafricanos que pagarán en negro, como este servidor, me iré a ver la tele un rato para desconectar. Ahmed entrará en el salón. Le saludaré con un ligero aspaviento con la cabeza que él me devolverá. Ni Ahmed ni Nezar sabrán apenas más de veinte palabras en español. Trabajarán a salto de mata para enviar dinero a sus familias, que se habrán quedado en África a la espera de una oportunidad. Sin embargo, nos comunicaríamos mediante gestos universales, acompañados de una pronunciación en grito para hacer énfasis en aquellas palabras u conceptos que no entendiéramos. Ambos me caerán bien, aunque hubiera tenido algunos reparos al principio.
—¿Qué tal, Ahmed?
—Muy buenas, amigo.
—Muy buenas a ti también.
Asentirá bobaliconamente como si me hubiese entendido y se irá a la cocina a prepararse su comida. Ahora que menciono la cocina, yo también entraré en ella a por una botella que guardaré con especial interés en el frigorífico. Sin embargo, rebuscaré en vano durante más de un minuto. Cuando me empiece a desesperar, le preguntaré a mi compañero de piso:
—Ahmed. ¿Y el vodka?
Tendría curiosidad por lo que hubiera sido de él. Tanto Ahmed como Nezar, como buenos musulmanes, no beberán alcohol. Será una de las cosas buenas de vivir con ellos junto con la despreocupación de que se comieran mi jamón.
—Vodka Ana.
Dos palabras serán más que suficientes para explicar lo sucedido. Nezar estará saliendo con una española divorciada, que le doblaría en edad, en busca de los papeles que le concedieran la nacionalidad. Dicha divorciada será una alcohólica patológica con pocos escrúpulos a la hora de saquear frigoríficos en casas ajenas. Nezar, si no fuera porque estará desesperado por el tema de los papeles, no se hubiera acercado a ella ni harto de vino sin alcohol.
—¿Y Nezar? —le preguntaré a Ahmed. Tendría ganas de echarle una buena bronca por dejar suelta a esa insaciable zorra por el piso.
—Nezar Julia. —Negará con la cabeza en señal de desaprobación.
Otra vez dos palabras serían más que suficientes. Julia será la hija de Ana, una joven heroinómana, cleptómana, ninfómana, dipsómana, y otra retahíla de sustantivos terminados en «mana». De pequeña habría sido una chica brillante, con dieces en sus calificaciones, pero las duras condiciones en las que se producirá el divorcio de sus padres le crearán un gran trauma, que intentaría solucionar con psicólogos al principio y, con sexo y drogas, después. Guardará un rencor insano hacia su madre, que se lo cobrará mediante pequeñas venganzas. La última jugarreta contra su madre será quitarle a su novio, con el que planeaba casarse, y huir con él de casa. El pobre de Nezar caerá bajo los encantos de Julia, rubia, joven y con una piel pálida de tonalidad yonki, que tendría la edad aproximada de su hija mayor. Realmente se habrá enamorado de ella, y, sobre todo, de su ninfomanía. Los hombres somos estúpidos por naturaleza, da igual el país de donde vengamos. Es una ley universal. El gesto de desaprobación de Ahmed se deberá a que Nezar habría abandonado a su familia en Marruecos —su esposa, sus tres hijos y sus dos hijas— para escapar a algún lugar de España con una drogadicta mentalmente inestable. Como decía el famoso locutor deportivo Andrés Montes: «La vida puede ser maravillosa».
La vida puede ser maravillosa, sí, a veces; pero ese no será mi caso. Enfadado porque Ana se hubiera bebido mi última botella de vodka —por fortuna no la volvería a ver nunca más—, me iría al supermercado más cercano a agenciarme una botella de alcohol barato acorde al bajo presupuesto que manejaré. Para la ocasión optaré por un Eristoff. Iré tarareando felizmente por la calle de vuelta a mi piso, pensando en mi futura borrachera, único momento de liberación del día. Sin embargo, me encontraré con el casero en el marco de la puerta, acompañado por un individuo desconocido.
Mi casero, Raimundo García García, un hombre cuarentón, obeso y calvo, con barba de varios días, me mirará con ira contenida. Él sabría de mis borracheras en su piso, pero por las condiciones del contrato/no contrato no se podría quejar a la policía. Habría sido una jugada redonda para mí ese piso… si el casero no me metiera a individuos de dudosa procedencia cada dos por tres a cohabitar conmigo en aquel destartalado lugar. No habrían pasado ni veinticuatro horas desde que Nezar se hubiera fugado cuando ya habría encontrado a un nuevo sustituto. ¿De dónde coño los sacará?
—¿Otra vez borracho? —me preguntará con desprecio al mirar el contenido de mi bolsa.
—Estoy en ello —responderé, como si eso supusiera alguna diferencia.
El casero torcerá el gesto, pero no dirá nada, pues últimamente habré estado pagando religiosamente el alquiler con el dadivoso salario de la multinacional antes mencionada.
—Algún día te echaré de aquí —me amenazará como siempre, aunque nunca cumplirá lo prometido.
—Piensa en mis dos pobres hijos, Raimundo. —Haré alguna chanza para rebajar el ambiente.
El casero se me quedará mirando como aquel que mira una mierda de perro en la acera que ha tenido la mala fortuna de pisar. Tras un breve silencio, juzgará que lo más conveniente para los dos será cambiar de tema de conversación.
—Te presento a Milko, el nuevo inquilino. Es búlgaro.
Milko será un mastodonte de dos metros con una cicatriz en la cara. Irá en camiseta militar de tirantes luciendo sus monstruosos bíceps. Ojos azules y cabeza rapada, con facciones más cuadriculadas que un cuaderno de caligrafía. Tendrá pinta de sicario y probablemente fuera uno. Su edad frisará la treintena. Nunca me meteré demasiado en su vida personal. Al principio le tendré miedo, pero con el paso del tiempo le iré cogiendo cariño.
—A este paso podrías convertir este piso en una sucursal de las Naciones Unidas —bromearé un poco para disimular mi temor hacia mi nuevo compañero—. Me llamo… Encantado de conocerte. —Le tenderé la mano intentando ocultar mi mal pulso.
—Milko —dirá con un marcado acento ruso. Después me contará que estuvo trabajando para una empresa en Rusia durante unos cuantos años. Nunca me especificará qué tipo de empresa—. Encantado. —Me estrechará la mano con fuerza, pero lo soportaré estoicamente.
—¿Hablas español?
—Me defiendo.
—Ya es más de lo que hace Ahmed.
—Bueno —carraspeará el casero al sentirse marginado de la conversación—, os dejo solos para que os conozcáis mejor. Ya le he explicado a Milko lo de las normas de convivencia y lo de la fianza. Si se le ocurre alguna pregunta más, no dudes en respondérsela —apelará a mí en mi condición de veterano.
Raimundo se irá por donde habrá venido, dejándonos solos. Invitaré a Milko a unos cuantos tragos de Eristoff como regalo de bienvenida. Se pondrá alegre por el ofrecimiento y beberemos hasta terminarnos la botella a palo seco. Por un momento, olvidaré mi mierda de vida y me reiré de los chistes verdes que contará Milko entre trago y trago. Me sorprenderé también de su locuacidad a la hora de contar anécdotas de lo más escabrosas. Al mismo tiempo, intentaré entretenerle relatando algunas historias improvisadas a modo de sátira, tomando siempre como base los cuentos clásicos. Se reirá mucho también, pero será por el alcohol. Yo no soy muy bueno hablando, ni tampoco creo que lo seré en algún futuro. Al menos podré decir que soy bueno escuchando.
Dormiré la mona durante un par de horas. Cuando despierte se estará haciendo de noche. Seguiré borracho al despertar, puesto que no habrá pasado el tiempo suficiente como para que la temida resaca llame a la puerta de mi cerebro. Leeré los whatsapps pendientes en mi viejo y fiel Huawei. Uno de ellos será de mi madre. «¿Cómo estás hijo? Hace tiempo que no me escribes. Estoy muy preocupada». Otro de mi padre. «Contéstale a tu madre, por favor». Los dejaré a ambos en visto. Los demás mensajes serán de molestos grupos que ni me van ni me vienen, y, por último y más importante, uno de mi amigo Juan Vázquez Pacheco, alias el Puskas de Vallecas. De joven habría destacado en las categorías inferiores del Rayo Vallecano, pero la fiesta le será siempre más atrayente que el deporte y por ese motivo se habrá echado a perder antes de tiempo. Lo conoceré cuando trabaje de mozo de almacén en mi pueblo, en uno de esos tantos trabajos temporales que tendré en el futuro. Nunca se me ocurrirá preguntarle por qué clase de extraña carambola habría acabado tan lejos de la capital.
El mensaje sería para quedar a beber esa noche de martes en un bar. Los martes siempre serán un buen día para ir a beber. Y los lunes, y los miércoles, y los jueves, y los sábados, y los domingos. Sin embargo, le habría dicho que no en caso de estar sobrio, pero ese no será el caso. Estaré borracho y con ganas de retrasar la jodida resaca empalmando con más litros del alcohol.
Juan me estará esperando en el bar de siempre junto a Fernando Estrada Godoy, su inseparable sombra. Siempre irán juntos a todas partes levantando numerosas sospechas sobre su orientación sexual. Sin embargo, solo serán amigos, amigos de toda la vida. Se vendrán a Murcia desde Madrid. Fernando también será un exfutbolista de las categorías inferiores del Rayo Vallecano, pero nunca destacará en nada. Siempre sospecharé que él fue quien arrastró a Juan a la mala vida.
Una vez en el bar, Juan, Fernando y yo, nos sentaremos en «nuestra» mesa. Juan, con entradas incipientes tapadas por un desesperado flequillo engominado, ojeras farloperas, dientes amarillentos, halitosis y sobrepeso —todo ello a la edad de veintisiete años—, será un bálsamo para mi depresión. Saber que siempre habrá alguien peor que yo no me consolará, pero tener a un amigo que estará peor que yo me reconfortará al menos un poco. Fernando, en cambio, estará hecho un figura. No será guapo, pero tendrá un cuerpo musculoso de esos que atraen a las mujeres, fruto de su oficio como monitor de gimnasio. No cobrará mucho en dinero, pero sí en músculo. Tristemente para él, su baja autoestima, debido a su desagradable cara y a su micropene, siempre le jugará malas pasadas a la hora de intentar llevarse a una mujer a la cama. Aun así, conseguirá mojar el churro de vez en cuando; y Juan, sorprendentemente, también. Y todo esto lo sabré con pelos y señales porque básicamente solo tendrán un tema de conversación.
—¿Te acuerdas de la Jennifer? —preguntará Juan.
—¿Esa choni con tanga de leopardo que te gritaba obscenidades el otro día en el mercado? —intentaré hacer memoria, aunque los nombres de las personas se me dan fatal.
—La misma —asentirá Juan con una sonrisa triunfal.
—¿Qué pasó? —preguntaré para seguir el hilo de la conversación, aunque sabré perfectamente por dónde irán los tiros.
—Me la follé.
—Grande, Puskas. —Fernando será la única persona que le seguirá llamando por el mote de su juventud—. Esa sí que es una buena manera de marcar un gol.
A veces me preguntaré por qué soy amigo de esos cretinos. Sin embargo, sabré la respuesta: sentirme mejor persona. ¿Para qué esforzarme en mejorar si mirando alrededor puedo comprobar que el mundo está lleno de capullos que son mucho peores que yo?
—Cuenta, cuenta. Da detalles —pedirá Fernando, morboso.
Entre tanto nos pediremos unos litros de Estrella de Levante, la segunda ronda de la noche. Una de las cosas buenas que tendrá esta ciudad para vivir será que la cerveza saldrá más barata que el agua. Algunos dirán que eso incita a los jóvenes al alcoholismo; yo solo pienso que incita a los jóvenes a la diversión. Apuraremos rápidos nuestros litros con el único objetivo de pedir otros. Un pedo a base de cerveza será la opción más económica sin contar al infame garrafón.
—Pues resulta que la muy puta es adicta al LSD, pero está tiesa desde que su novio la dejó. Parece ser que la mantenía o algo así, como la perra que es. El caso es que ella se enteró de alguna forma de que yo tenía lo que ella quería. Me da muy mala espina que la gente que no quiero que se entere de mi trabajo se entere de mi trabajo, pero bueno, por esta vez he tenido buena suerte. El caso es que, el otro día, cuando íbamos paseando por el mercado, se intentó acercar a mí…
—Bueno, Juan, acercarse a ti… Más bien te empezó a gritar «¡Picha floja, dame lo mío!» desde lejos; además de otras tantas perlas de las que ahora no me acuerdo —matizaré.
—Es que estaba de mono. Tiene un mono terrible. Ya la conocerás.
—¿Cómo que «ya la conocerás»? —Me temeré lo peor.
—No me digas que te has enamorado —comentará Fernando, no sin algo de sorna.
—No adelantemos acontecimientos —nos intentará tranquilizar Juan—. Ahora solo estoy contando la historia de cómo me la follé. Cuando te fuiste porque tenías que currar en el McDonald’s, ella me siguió al descampado que hay cerca de mi casa. Al principio me dio muy mal rollo, pero cuando dijo «Dame LSD, cabrón. Te haré lo que quieras», me fijé en que tenía un culazo que flipas y unas tetas hechas a la medida de mi pene. Menudos titjobs me podrá hacer, pensé. Así que no tuve más remedio que darle una pasti a cambio de que me ofreciera un servicio especial —relatará Juan como si se tratara de una gran hazaña y no simple prostitución.
—¿Estás loco, Puskas? ¿No piensas en lo que podría hacerte el Quebrantahuesos si se enterara de que has estado utilizando su valiosa mercancía de esa forma?
El Quebrantahuesos será uno de los jefazos de la droga locales. Concretamente será el jefazo para el que trabajará Juan. Él será un simple camello sin voz ni voto que se ganará la vida como mejormente pueda. A pesar de su intento de sobrenombre chungo tan risible, será una mala bestia de verdad, firme creyente de la férrea disciplina como modo de ganar aún más dinero. No le conoceré nunca personalmente, pero seguramente será de esas personas que se definen a sí mismas como «hombre de negocios».
—El Quebrantahuesos solo me avitualla con un determinado número de pastillas y me pide a cambio que le dé una cantidad exacta de dinero. Da igual que un par de pastis se pierdan por el camino. Les subiré el precio a los pijos de la privada, que seguro que ni se enteran, y santas Pascuas.
Me entrará una terrible angustia después de haberme bebido dos litros de cerveza sumados al medio litro de vodka de la tarde. Iré al baño a vomitar. Saldré como nuevo del inodoro. Mis amigos me esperarán callados. Juan habrá detenido su historia en deferencia hacia mí. Ambos tendrán sus taras, pero a veces también se marcarán unos detallazos conmigo. Volveré a la mesa como si nada hubiera ocurrido y me pediré otro litro de Estrella de Levante.
—El caso es que Jennifer se puso la mar de contenta cuando le ofrecí la pastillita. Sin embargo, me quería estafar la muy puta. Quería irse sin follar después de lo prometido, pero no me iba a ganar a ese juego. Le saqué otra pastilla y se la puse a una distancia prudente. Le dije «Si quieres conseguir otra ya sabes». Entonces en menos de lo que canta un gallo se me bajó a la bragueta y empezó a succionar mi polla como si fuese una aspiradora. Menuda manera que tenía de jugar con su lengua… y con mis pelotas. ¡Ay, Dios! Cómo se nota que por esa boca han pasado las pollas de medio barrio, pero no me arrepiento. En mi vida había visto a nadie con una técnica como la suya. Me corrí en menos de un minuto. ¿Sabéis qué pasó entonces?
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó con ella, Puskas?
—Me dijo «Esto es más que suficiente». —Imitará horriblemente su voz—. A lo que le contesté «No, nena; esto no es más que suficiente». Quería probar la fuerza de sus labios… tras haber probado la fuerza de su boca. —Se tomará una pausa para reírse él solo de su propio chiste—. Así que me la llevé a casa, donde estuve toda la tarde y toda la noche dándole que te pego. Os daré detalles…
Os ahorraré detalles. Nada especial. La prosa de Juan, digna de un forero ducho de Forocoches, hará muy entretenidas sus «grandes gestas» con las mujeres. Sin embargo, casi nunca me sentiré cómodo en ese tipo de conversaciones, pero serán los únicos amigos que tendré después de cortar todos los vínculos con mi pasado, incluido familiares y amigos. Nunca me habría imaginado, como hago ahora, que acabaría en compañía de semejante gentuza. Pero amigos son amigos. Se eligen y se soportan. Con sus vicios y virtudes.
Tras una verborrea misógina por parte de Fernando, que llevará unas cuantas semanas en dique seco, tocará la parte que siempre me resultará más incómoda. Normalmente sucederá después de un silencio prolongado, cuando se haya agotado la conversación y no haya nada mejor que decir.
—¿Qué tal te va a ti con las mujeres? —me preguntará Fernando o Juan dependiendo del día.
—Como siempre —responderé lacónicamente.
—No puede ser, tío —se indignará Juan—. Ya son cinco años. ¡Un lustro! Tus huevos deben de estar a punto de reventar. Te llevo de putas, en serio. Yo pago.
—Paso.
—¿Cuándo vas a superar lo de tu ex? —se enfadará Fernando.
—La culpa es suya, solo suya. No debes comerte el coco —me consolará Juan.
—Estoy bien, solo que no quiero…
—Una porra vas a estar bien. Siempre dices «Estoy bien» cuando no es verdad —dirá Juan, que será extrañamente perceptivo con algunos pequeños detalles, a pesar de tener a veces la sensibilidad de un ladrillo.
Entonces pensaré en mi antigua novia —primera y única—, y en un tiempo pasado que nunca volverá. Me preguntaré «¿Era feliz por ese entonces?». Y no me acordaré con exactitud. No suelo acordarme mucho de las cosas, y menos de mi pasado, que es una masa gris que se solidifica uniformemente para después vaporizarse, dejando retazos dispersos de recuerdos adulterados. Sin embargo, la echaré de menos. Eso lo sé. ¿Qué será de ella por ese entonces?
—Todos somos unos alcohólicos sin futuro. ¿Quién de nosotros está bien realmente?
—No desvíes el tema —dirá Juan con insistencia.
—¿Has visto a aquella piba de allí? La que no deja de chupar bombo y caja. —Fernando disimulará un ataque de tos mientras señala con el rabillo del ojo a la susodicha—. No ha parado de mirar a esta mesa desde que nos sentamos. Sin embargo, creo que solo se ha fijado en ti.
—¿Tú crees? —despertará mi curiosidad.
Me giraré aparentando indiferencia para observar a aquella mujer. No será nada del otro mundo, pero me parecerá mona por el alcohol. El alcohol siempre me hará hacer estupideces. Iré a hablar con ella. La cosa irá bien en un principio. Ella también estará bastante bebida. Yo contaré alguna estupidez. Ella se reirá. Yo la invitaré a una copa. Ella se la beberá. Yo la cogeré de la mano hacia el lavabo del bar. Ella me acompañará. Ahí empezarán los problemas. Tras unos besos torpes comenzaré a dudar de mí mismo, como siempre habré hecho. «¿Lo estaré haciendo bien? ¿Le estará gustando? No sé hacerlo, no sé hacerlo…». A ella no parecerá importarle mi habilidad o la ausencia de esta. Sin embargo, me rayaré. Se me bajará la erección. Tendré que escapar de ahí a como dé lugar. Vomitaré encima de ella. Eso siempre suele funcionar. Lo hará.
Saldré del bar casi corriendo, como si hubiera cometido un crimen, dándome asco a mí mismo. No será una sensación nueva. Seré un idiota por intentarlo de nuevo. Aún no habré superado mi trauma con el sexo. Sintiéndome como una mierda de ser humano, emprenderé el camino de vuelta a casa entre lágrimas. Llorar por la vía pública tampoco será una sensación nueva para mí. Miraré el móvil. Llamadas perdidas de mis padres. Los echaré mucho de menos. Lloraré aún más. Todo lo malo se juntará. No tendré el valor suficiente para devolverles las llamadas.
Llegaré a mi habitación renqueante. Lo bueno de haber vomitado todo será que no tendré resaca el próximo día. Apenas me consolará saberlo. Abriré el ordenador portátil, aunque de portátil tendrá ya poco, porque vivirá constantemente enchufado a la corriente eléctrica por la puta mierda de batería. Tras cambiarla cinco veces desistiré por completo en su recuperación, dejando la computadora en carga permanente. Lo malo que tendrá es que al mínimo golpe se desenchufará, apagándose por completo debido a su incapacidad de acumular, aunque sea siquiera un cinco por ciento de batería.
Sin embargo, esa noche, borracho, poco me importará aquel detalle. Tendré ganas de escribir un relato, un poema, o de seguir con alguna novela que tenga pendiente. ¡Ay, escribir! Siempre lo he hecho, siempre lo hago y siempre lo haré. Eso es algo inamovible en mi tiempo. Escribiré al menos diez palabras. Después me quedaré dormido sobre el teclado.