Читать книгу Yo no pedí ser oro - Patricia Adrianzén de Vergara - Страница 11
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LA CUCHARITA NO CESABA…
“Así pues téngannos los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”.
(1 Corintios 4:1)
La cucharita subía y bajaba en las manos de mi esposo hacia la boca de nuestra pequeña hija de año y medio. Esta al principio se resistió un poco a recibir su contenido, pero tras breves segundos abrió su boquita y absorbió el medicamento. Era la enésima vez que observaba a mi esposo en esa rutina y me enterneció. Esbocé una sonrisa, le acaricié el cabello y le dije:
—Pobrecito, hace cuatro años que vienes haciendo lo mismo sin descansar.
—¿Qué? —me interrogó él sorprendido, pues no era consciente de mis reflexiones.
—Administrar las medicinas, ¿no estás cansado de esa cucharita?
—Ah…
Sonreímos los dos, y él repitió el acto con nuestra hija de tres años y medio. Esta abrió rápidamente la boca, pidió agua, sorbió un trago y desapareció de la habitación corriendo. Luego mi esposo me preguntó si le había dado la medicina a nuestro hijo mayor, antes que éste partiera al colegio. Sí lo había hecho.
Había amanecido algo animada aquella mañana, a pesar de no sentirme tampoco muy bien físicamente. Las jaquecas de las que sufría desde hacía veinte años eran más frecuentes ahora. Pero recuerdo perfectamente mi estado de ánimo, pues al ver la cucharita sonreí y hasta bromeé, ¡ah esa cucharita en otras ocasiones me hacía llorar!
Hacía cerca de cuatro años que dejamos nuestro hogar en Lima para venir a ministrar a esta ciudad, una de las provincias de nuestro país. Y estábamos aquí experimentando un sin número de vivencias que jamás nos imaginamos. Aprendiendo a fructificar en medio de la adversidad, intentando esforzarnos en la gracia y recibiendo de nuestro Dios tanto el bien como el mal. Recuerdo perfectamente nuestra actitud cuando partimos. Habíamos pasado meses de oración buscando la voluntad de Dios para nuestras vidas, sabíamos que Él nos había llamado a las misiones, que nos había dicho claramente que íbamos a “salir”, se habían cerrado otras puertas y se habían abierto las de esta iglesia en esta ciudad. Entonces Dios nos dio la convicción, no hubo lágrimas, ni sufrimiento, sino gozo y alegría.
Estábamos seguros que era su voluntad, que él estaba dirigiendo claramente nuestras vidas, ni la sombra de una leve duda. Era un desafío desconocido, pero tal vez el primer paso para aprender a hacer misiones. Y salimos. Trabajo arduo mudarse de ciudad con un niño de cuatro años y una recién nacida. ¿Qué nos esperaba? No lo sabíamos, la inquietud de nuestros corazones era llevada al altar del Señor en una completa dependencia en fe.
Jamás olvidaré el día que llegamos. Cuando bajamos del avión y caminamos hacia el ingreso del aeropuerto, empecé a escuchar las voces de varios miembros de la iglesia que habían ido a recibirnos desde la terraza: “Bienvenido Pastor”, “Bienvenido Pastor”. Cada voz empezó a calar en mí, sentí una emoción muy grande y quise llorar. Sí estábamos aquí, sería una nueva vida, no conocíamos a nadie, dejábamos atrás muchas cosas, una familia, amigos, nuestra iglesia… ¿mirar atrás ahora? No, habíamos llegado y estas voces dándonos la bienvenida nos decían que estaban esperando por nosotros: “Bienvenido Pastor”.
No podía mirar de frente, cargaba a mi bebé y trataba de pasar la emoción por mi garganta. Por fin salimos de la sala de pasajeros con nuestro equipaje y se dio lugar el encuentro. Allí estaban esos desconocidos a los que habíamos venido a servir, eran ahora nuestra iglesia, ¿serían realmente algún día nuestra familia? Una hermana me abrazó y me dio un ramo de rosas y me dijo que habían estado orando mucho por mi vida (más emoción) noté que muchos ojos estaban puestos en mí y en mi reacción. Sonreí.