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VII
El capataz tautológico

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¿Jadearía la vulpeja con el hocico cazado entre dos barrotes de la jaula, la espuma sobre los colmillos, los ojuelos brillantes, mientras el rústico asno se ocupaba sin ningún complejo de su tafanario? ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! “Échate un poco más atrás”, dicen que pedía la vulpeja con un estrangulado hilo de voz. Ambrosio Comarcano, máster ès Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile, asesino de su mujer, capataz de El Páramo, y futuro abuelo de Olegaria Comarcano, la intelectual regente de un insólito prostíbulo de Puerto Natales, estaba de servicio esa mañana dominical, inspeccionando la totalidad de las instalaciones, como lo estipulaba el Manual administrativo del capitán Julio Popper. Mientras sus botas agujereaban el barro, imaginó un silencio muy largo, atravesado por jadeos, quejumbres, boqueadas de placer, por ese tipo de placer que, obtenido sobre un cuerpo sin su consentimiento, se va desenvolviendo poco a poco, venciendo sus propias reticencias, hasta que se le obliga a participar en él. El silencio sería solo una propiedad del asno, pues la vulpeja retorcería su carcasa sin poder ejecutar ningún otro movimiento que fuera más allá de sus rítmicas convulsiones. ¿Habría entrado a robar cándidamente el agua del asno, al cual, por la fuerza de sus cascos traseros y sus intempestivos furores debieron relegar en una jaula? Nadie lo había aclarado la noche anterior pero el cuento era bueno. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano, oculto de la justicia en El Paramo desde un tiempo ya, puesto que llegó cuando acababa de cumplir los veintisiete años, reía bajito dirigiendo sus pasos hacia el galpón que abrigaba las habitaciones destinadas al personal técnico. La tienda y el almacén estaban cerrados.

“—Échate un poco más atrás, querido”, habría repetido la vulpeja con voz apenas audible. El capataz se detuvo ante las casas silenciosas del domingo, donde todos al parecer dormían, salvo los guardias.

“—Un asno dañaría horriblemente el tafanario de una vulpeja”, pensaba, no sin cierto placer. Naturalmente si aquello ocurriera alguna vez. Estaba a punto de decirse que allí no había nadie cuando divisó al cazador de orejas y brazo derecho de Julio Popper, Sam Hyslop, caminando hacia las cuadras. Parecía sobrio. ¿Cómo terminaría la escena? “—Échate un poco más atrás, por los cuatro demonios que me hicieron sedienta, y la irresponsable proliferación de tus centímetros —¡Qué digo! ¡De tu hectómetro!—” contaron que quiso gritar todavía la vulpeja. Aunque parecía maldecir y suplicar con un muslo entero de pollo atravesado en la garganta. “—Eso, eso— murmuró Ambrosio —una disputa en plena maniobra”. El asno, sordo como una tapia, continuaría empujando hasta que la zorra acabaría por sentir que una substancia espesa y caliente le caía sobre las corvas, y tan bien podía tratarse del esperma asnal, como de la sangre de las entrañas vulpejales. En la posición en que la tenían, no podía ver lo que acontecía alrededor, y menos atrás. Tenía la impresión de que la estaban confundiendo con un asado turco a causa del asunto del burro, cuya longitud sobrepasaba el cuerpo de la vulpeja, y cuya dureza, y cuyo sentido de la porfía facilitaba su penetración en no importa qué agujero. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano saboreaba su chascarro intelectual mientras marchaba a lo largo del espacioso galpón situado al extremo norte de la fortaleza, más arriba de la casa de Popper, dotado con ochenta colchonetas y mantas, y destinado al sueño de los guardias. En el galpón del sur dormían los peones. Acto seguido cruzó la habitación de los segundos capataces a sus órdenes mirando distraído. En un altillo, defendido de las pupilas intrusas por una delgada pared, y al cual se ascendía empleando una escala móvil, se hallaba su propio lecho, sus fotografías clavadas en los tabiques, su lavatorio, su jarra de agua, floreada y de ancha boca, y detrás de la pata superior derecha del catre, la botella de grapa a medio vaciar con que entibiaba la soledad de los inviernos.

“—Queridito, sácalo una tercera parte te lo ruego, déjame participar, me estás convirtiendo en un trozo de carne que gira sobre el fuego, ¡en un miserable asado al viento que ni siquiera tiene el derecho de besar la llama que lo quema!” ¡Hi! ¡Hi! Besar la llama que lo quema. Los jadeos del asno propulsados contra su pequeña nuca le impregnarían de un maloliente agua sexual los pelos del cogote, pues estaba, según ellos, atracalada encima de un tronco, a cierta altura del suelo, y el entrante arremetía con todo su caudal. Ambrosio podía imaginar la situación de la vulpeja, mientras revisaba las instalaciones personalmente, tocando con sus guantes el hornillo donde se calentaba el café, y más allá, los motores a vapor, la fragua, el torno, el banco carpintero y los otros accesorios de trabajo. “—Domingo es día de guardar, y es lo que hizo el asno, guardando el mástil dentro de la vulpeja hasta hacerle sangrar las partes”. ¿Pero la escuchó por fin? “—Amorcito, no te salgas de ahí, solo échate un poquito para atrás”.

“—¿Qué mierda quieres? —gritaría el asno, súbitamente colérico— ¿No te basta que te acaricie el corazón por dentro y desde abajo?” “—Justamente”. “—¿Y para qué quieres entonces que lo saque?” “—No te pido que lo saques, te ruego que lo retires un poco, justo para doblar el cogote, pues ¡me matan las ganas de besarte!” ¡Hi! ¡Hi! Besarte.

Cuando se encierre leerá cosas como esa, pues ha trabajado en una recopilación de todas las historias más o menos escatológicas que ruedan por la noche de La Pulpería, en boca de los hombres solos. Se pasaría los día recogiendo y escribiendo literatura de pantano, o tal vez, clásicos de letrina. A propósito, ¿cuál es su vulpeja? ¿Quién? ¿Dónde? Nunca vista. ¿Lo pone de vez en cuando al abrigo metiéndolo en el salado asunto? A uno que se pavonea como macho, con su barba roja y su quepis, podrían lloverle las zorras, pero la pequeña mula blanca que se trajo duerme arrollada fuera de su puerta. No puedo dejar de pensar, viéndolo tan recio, con su dura cara de zapallo, que se comporta en buchipluma. ¡Oh! El capitán Buchipluma Popper. Las putillas que lo visitan siempre duermen solas. Él duerme solo. En alguna trifulca habrá perdido las cerezas. Una vez un italiano que ahora está completamente muerto me dijo: “—A este le dan por el botaguiso”. ¡Hi! ¡Hi! Tremendo cuerpo para que alguien le humedezca la retaguardia con algunas gotas de cuáquer. Aunque los europeos no se andan con miramientos cuando se trata de empaparle el agujero a un cristiano. Comarcano Ambrosio se encontró frente al pozo. Allí, el ingeniero Popper había hecho colocar una bomba centrífuga y un pulsómetro que comunicaba con las mareas bajas por un túnel, perforado a siete metros bajo el nivel de las crecientes. “— Por este conducto alquímico llega el oro. El rumano es un capo. ¿De dónde sacó este dorado invento? A ver: por si las moscas, busquemos alguna lenteja rezagada. I need money: tengo que ver a la Rosa Cruz. Últimamente no le he llevado el mástil. Aunque no me necesita con urgencia, claro está: se traga los arpones marineros como si fueran hostias. ¿Quién le puso El Capón a ese lupanar? Parece referencia a Buchipluma. Cuando tengo frío –¡brrrrrr!– me pongo melancólico pensando en la cama de Rosa Cruz. Apenas llego: “—Déjame ser tu «puta»—”, cuchichea en mi oreja. Como si no lo fuera. Pero no puedo quedarme a vivir allá. Se busca. Mi cara en las Comisarías. Seguirán heladas tus noches, Ambrosio Comarcano.

Parándose con las piernas entreabiertas miró allá abajo de las barrancas que protegían El Páramo por el oeste, y divisó al capitán general Buchipluma Popper galopando sobre Moloch a lo largo de la línea de la playa. Un caballo rápido como rayo negro. Por un súbito reflejo asociativo, levantó los ojos hasta la ventana del cuarto del rumano y percibió el rostro y los hombros desnudos de Drimys Winteri. Ella también controlaba el galope matinal del jefe. “-No lo deja ni a sol ni a sombra. Duerme arrollada delante de su puerta, se comporta como si lo amara, y sabe que él es el principal exterminador de su raza. Dicen que Popper le mató a su propio hermano. ¿Cómo se llama el amor de la víctima por su verdugo?” Un sol lleno de ceniza ceniceaba sobre la calma superficie del mar. Pájaros veloces almorzaban chillando. Sobre las torretas, los de imaginaria vigilaban perezosamente. Popper era ya un punto negro al fondo de la extensa superficie arenosa. “—¿Cómo que no está encerrado hoy con su cachimba? A veces pasa días invisible. Y cuando baja al patio su palidez nos pone los pelos de punta. Más de alguien sugiere que le da al opio, soñolienta costumbre que le pegaron los chinos cuando hizo una excursión comercial al Yang-Tsé-Kiang. Es curiosa la cantidad de contradicciones que puede caber en un cuerpo humano. Fanfarrón misterioso.” Se dio cuenta ahora, cuando bajaba a los galpones del sur, que Drimys Winteri estaba mirando a Sam Hyslop, pero que este parecía ignorar que ella lo observaba con la nariz pegada a los vidrios. “—Fue Hyslop el que la agarró y se la entregó a Stübenrauch. ¿Se lo introdujo? Difícil asegurarlo tratándose de un inglés. Él estaba más interesado en la caza. Se hace llamar “el mejor cazador de orejas de Tierra del Fuego”. ¿Por qué la dejó vivir? ¿Y por qué se la entregó a Stübenrauch cuando no trabajaba para él? En esta región la gente se comporta con cortés asimetría. Seguro que Stübenrauch la encargó para deshollinarla. Se la llevó a Europa. Es evidente que los Selk’nam ven muy lejos, pero no tenía por qué trasladarla al otro lado del mundo para ponerle el racimo en la canasta—.” Ambrosio Comarcano, sentimental asesino de su mujer, decano de la Facultad de Escatología Consuetudinaria, miró hacia el corral de los caballos, y más lejos, los bueyes del establecimiento, y más lejos aún, las mulas, los asnos, y a la derecha, debajo de redes de alambre, las aves de corral. “—Hay días en que el mundo está completamente en orden. El gallo se despacha en diez segundos. No tiene dónde perderse, porque por el de la gallina cabe un huevo. El suyo tiene el tamaño de un huevo, pero de picaflor. ¿Dónde habrá perdido Buchipluma las cerezas? Moriré con el misterio no resuelto. Hay hombres que vienen al mundo con muy pocos dedos de frente, otros con muy escasos pies de altura, y otros con solo algunos tacaños centímetros en la antropometría viril. Yo creo que Buchipluma Popper está muy desheredado en este punto capital. La naturaleza es injusta. ¿Fue feliz la vulpeja con tamaña masa adentro?”. Pateó una piedra y sintió ganas de beber un sorbo de grapa. Pronto llegaba el mediodía. Marchando hacia su buhardilla, Ambrosio Comarcano, futuro abuelo de la intelectual regente del futuro lenocinio La Heimskringla, de Puerto Natales –Olegaria Comarcano–, Doctor ès Letras de la U., asesino de su mujer, oculto en El Páramo de la policía chilena, recordó la noche en que Buchipluma llegó con la india arropada contra su pecho. Tal como el imaginaria de guardia que custodiaba el portalón central, en cuyo frontis podía leerse en grandes caracteres: “LASCIATE OGNI SPERANZA VOI CH’ENTRATE”, él también preguntó, con alguna jovialidad no exenta de respeto, si la caza había sido buena esa tarde. Y recordaba la respuesta de Popper, aunque no sabía que esa misma respuesta había sido ya asestada al imaginaria en la puerta principal:

“—Que nadie la toque nunca, Ambrosio. Que ni siquiera la sueñe. Si descubro que alguno la está soñando secretamente a mis espaldas, o lejos de mí, incluso dormido, incluso muerto, yo dispararé.”

—El perro del hortelano: no come ni deja comer. ¡Hi!

El corazón a contraluz

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