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¿Qué es una Constitución?
En este capítulo me interesa entregar a la lectora y al lector una primera caja de herramientas que le ayude a participar en el debate constitucional en curso.
Como lo señalé más arriba, este libro ha sido escrito pensando, muy especialmente, en ese 99,5% de ciudadanas y ciudadanos que no son abogados. Ahora bien, y a diferencia del Preámbulo y el capítulo 1, en los que, para bien o para mal, me manejo a capella, sin apoyarme en autores clásicos o teorías consolidadas, esta sección, inevitablemente, necesita introducir datos históricos, nombres y doctrinas.
Estaremos de acuerdo, supongo, en que parece imposible que alguien crea poder tener una noción siquiera elemental de lo que es la arquitectura sin haber oído hablar de Brunelleschi (el de la cúpula de la Catedral de Santa María de Fiore en Florencia), de Gehry (el del Museo Guggenheim en Bilbao), de Gaudí (el de la Catedral de la Sagrada Familia en Barcelona) o, en fin, de Le Corbusier y Niemeyer, etc. Pues bien, yo pienso que hasta el barniz más superficial de conocimiento sobre el derecho constitucional supone tomar nota, aunque sea a la pasada, de nombres como los de John Locke, James Madison, Carl Schmitt o Karl Lowenstein.
Por eso, y para no aparecer atribuyéndome ideas ajenas, este capítulo trae su cuota no menor de citas. Espero que ello no disuada demasiado de leerlo.
Comenzaremos preguntándonos ¿qué es una Constitución?
Pienso que este punto de partida presenta varias ventajas.
Comprobar que no existe un único significado posible de “Constitución” sino varios de ellos, ayuda, en primer lugar, a entender mejor la naturaleza de nuestro debate constituyente. Lo que ocurre, en efecto, es que –muchas veces– las discrepancias entre unos y otros derivan de que las personas que polemizan usan la expresión “constitución” en un sentido muy distinto. Advertir esta polisemia nos ayudará, entonces, a entender mejor las diferentes posiciones sobre el tema constitucional.
Partir discutiendo el concepto de “Constitución” tiene una virtud adicional. Una vez que hayamos escogido como propio uno de los sentidos posibles de dicho término, tendremos un parámetro desde el cual hacer una crítica personal y reflexiva del texto de la Carta Fundamental que nos rige.
Las constituciones no son ideas puras. Son instituciones situadas en el tiempo y en el espacio. Por lo mismo, y antes de discutir las distintas definiciones abstractas, parece conveniente referirnos a la fuerza histórica de la que nacen esos textos: el constitucionalismo.
Constitucionalismo
El Constitucionalismo es un conjunto de ideas y prácticas institucionales que, bajo el impulso original del liberalismo, pero enriquecido –luego– por otras tradiciones, ha promovido, con relativo éxito, el ideal de sujetar el poder político a una racionalidad moderna que entiende al Pueblo como su único titular legítimo, al Estado como un conjunto de órganos separados y limitados por el Derecho, y a las personas como sujetos de derechos inalienables.66
El constitucionalismo es, desde su origen, un cuerpo de ideas sometido a una cierta tensión interna. Desde un punto de vista, es un ideario radical y revolucionario, pues propuso sustituir formas tradicionales de legitimidad (dinástica, origen divino) por unas formas de legitimidad nuevas (pacto social, naturaleza humana, el Pueblo, la Nación). Al mismo tiempo, sin embargo, siempre ha sido moderador y estabilizador, pues aspira a institucionalizar el ejercicio del poder imponiéndole límites al Estado y, al mismo, tiempo, busca garantizar esferas de libertad a los individuos. Como lo veremos, esta dualidad es una faceta que sigue caracterizando al constitucionalismo.
La génesis del constitucionalismo está ligada a la expansión, durante los siglos XVII, XVIII y XIX, de los intereses de la clase burguesa europea. Constituye, además, la proyección al terreno institucional del desarrollo y posterior triunfo de las ideas y prácticas del liberalismo.67
Revisemos, brevemente, estos orígenes.
Sin perjuicio de otros antecedentes importantes, el constitucionalismo se fragua, principalmente, en el contexto de las luchas políticas y militares que se libran en la Inglaterra del siglo XVII contra la legitimación absolutista del poder monárquico.
Una parte importante de la naciente burguesía inglesa desafía las pretensiones absolutistas del rey Carlos I. La Cámara de los Comunes, la asamblea plebeya del Parlamento, se transforma en la punta de lanza contra el Monarca. El conflicto presenta la complejidad adicional de las divisiones religiosas. La Iglesia anglicana cierra filas en torno al Rey. Los protestantes no conformistas (presbiterianos, en su mayoría) encabezan la revuelta contra la monarquía. Los católicos están divididos.
Como se sabe, el conflicto entre la Cámara de los Comunes y el rey Carlos I desembocó en guerra civil. Mientras las batallas se ganaban o perdían en función de la táctica militar, el arrojo de la caballería y la disciplina de la infantería, la guerra se libraba también en el terreno de las ideas. En este sentido, es muy interesante comprobar la forma en que avanzan las modernas nociones de igualdad y libertad, no solo a nivel de unos pocos intelectuales, sino que también entre pequeños comerciantes, artesanos, bajo clero, soldados y personas de la plebe, en general.68
Las distintas miradas sobre el fundamento y los eventuales límites del poder político van a traducirse, luego, en el surgimiento de los primeros partidos políticos modernos. En mayo de 1679, Lord Shaftesbury promueve en el Parlamento una ley para excluir a los católicos de la sucesión monárquica (“Bill of Exclusion”). El asunto no era meramente teórico. El rey Carlos II envejecía sin tener heredero. En esas circunstancias, sería su hermano Jacobo, católico declarado, el llamado a sucederlo. Carlos II y su entorno se oponen al Bill of Exclusion. Durante tres años esta polémica será el centro del debate político británico. Los partidarios de la Ley de Exclusión y, por ende, de la supremacía parlamentaria, serán los del partido Whig. Los detractores de dicha norma, defensores de un principio monárquico a ultranza, conforman el partido Tory.
John Locke
Fue al calor del debate del Bill of Exclusion que John Locke, consejero de Shaftesbury y panfletista del movimiento Whig, va a dar forma al programa de los partidarios de la monarquía parlamentaria. Tales ideas, que, como vimos, habían surgido desde la sociedad, como demandas de los plebeyos (los commoners) y habían cristalizado en la lucha, se van a transformar, una vez refinadas, en los siete pilares iniciales del constitucionalismo:69
1. Las personas tienen derechos anteriores al Estado.
2. Entre estos derechos destacan la vida, la libertad y la propiedad.
3. Las personas constituyen los gobiernos con el objeto de asegurar precisamente tales derechos.
4. Los gobiernos funcionan sobre la base de poderes divididos y limitados.
5. Corresponde al Parlamento, integrado por representantes libremente elegidos por la comunidad, aprobar todo y cualquier gasto público y, en general, concurrir a la elaboración de las leyes.
6. El gobierno debe sujetarse a la ley.
7. Cuando un gobierno traiciona su razón de ser, el pueblo tiene derecho a deponerlo.
Como se sabe, los whigs perderían, en lo inmediato, la lucha por el Bill of Exclusion. A punta de disoluciones anticipadas y argucias reglamentarias, los partidarios del rey Carlos II, los tories, se las arreglaron para que el Parlamento no aprobara dicha ley. Fallecido Carlos, Jacobo pudo, por tanto, asumir como rey. No conservaría por mucho tiempo, sin embargo, la corona. Su intransigencia fue tal que terminó ganándose la enemistad de casi toda la sociedad inglesa. Sus adversarios no necesitaron ganar ninguna batalla para obligarlo a huir del país (la célebre Glorious Revolution de 1688).
Los triunfadores de 1688 instauraron un régimen nuevo. Subsistirá la monarquía, pero supeditada al principio de la soberanía parlamentaria. Con base en el Bill of Rights (1689), la venerable Carta Magna (1215) y un acervo creciente y acumulativo de prácticas y doctrinas nace, entonces, una fórmula que será exitosa.70 Se sucederán siglos de paz interna. El sistema de partidos y el gobierno de gabinete se consolidarán. Empezará a hablarse, con admiración, de la Constitución británica.71
Montesquieu
Setenta años después de que John Locke escribiera su “Tratado sobre el Gobierno Humano”, un entusiasta admirador francés de la Constitución británica, Montesquieu, desarrollaría y complementaría los principios definidos por aquel. A él se le conoce por haber desarrollado la importancia de la Separación de los Poderes como requisito para que haya libertad. Montesquieu enfatiza muy especialmente la necesidad de jueces independientes cuya tarea consista en aplicar a los casos concretos, estrictamente y con total imparcialidad, la solución definida por la ley.72
El constitucionalismo aterriza en los Estados Unidos
Casi cien años después de Locke y treinta después de Montesquieu, las ideas centrales del constitucionalismo fueron sintetizadas magistralmente en la “Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América” y en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”.
Los Estados Unidos de Norteamérica van a tener en 1787 la primera Constitución escrita. Aquí, “escrita” significa que todas las reglas básicas de la convivencia política, aquellas que la política normal no puede modificar fácilmente, están recogidas y sistematizadas en un solo documento. Si decimos que el Reino Unido no tenía –y no tiene– Constitución escrita, no estamos diciendo que en dicho país las reglas básicas se guardan en la memoria y se transmiten vía oral. Estamos reconociendo que, en dicha comunidad, dichas reglas fundamentales se encuentran recopiladas en una variedad de fuentes, escritas por supuesto, que, sin seguir un plan lógico, se han ido acumulando a lo largo del tiempo (declaraciones de derechos, sentencias judiciales, reglamentos parlamentarios, etc.).
La Constitución de los Estados Unidos va a ser el resultado de un debate constituyente muy potente. La aprobación de la Constitución no va a poner fin a las discusiones. Todavía, hoy, más de doscientos años después, los constitucionalistas seguimos leyendo con interés, y mucho provecho, los brillantes análisis de los “Papeles Federalistas” (obra conjunta de James Madison y Alexander Hamilton) y las notables reflexiones de Thomas Jefferson).73
Al constitucionalismo norteamericano se deben varios aportes relevantes al constitucionalismo. Después de casi diecisiete siglos de hegemonía casi completa de la monarquía como forma de gobierno (con la excepción de algunas ciudades italianas en el siglo XVI y del Protectorado de Cromwell), la Constitución de los Estados Unidos vuelve a colocar a la República como una opción viable. Hay que destacar, además, el hecho de que esta Constitución establece un novedoso régimen federal que inspirará a muchos otros países. En tercer lugar, en 1805 la Corte Suprema de los Estados resolverá, en el célebre fallo “Marbury v. Madison”, que los jueces tienen el poder de declarar la nulidad de las leyes que vulneran la Constitución (esto se conoce como revisión judicial de las leyes o Judicial Review).
Tensiones al interior del constitucionalismo
Como lo decíamos más arriba, el constitucionalismo estará tensionado, desde su origen, por la distinta forma en que se ponderan los propósitos de encontrar una nueva fundamentación al poder y la preocupación por imponer límites al Estado.
Para autores como Jean Jacques Rousseau, la cuestión principal que debe asegurar el Contrato Social es que la acción gubernativa y legislativa responda efectivamente a la voluntad general del Pueblo, y no sea capturada o mediatizada por las distintas formas de representación o intermediación corporativa. Asegurada la formación y ejercicio de la genuina voluntad general, quedan garantizadas, por añadidura, la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos.
En el Reino Unido, un pensador político whig como Edmund Burke va a poner el acento más bien en la búsqueda de equilibrios que permitan la coexistencia de las libertades, por una parte, y el orden y la tradición, por la otra.
Estas distintas sensibilidades se expresarán cada vez que deba abordarse la tarea constituyente. Y si los federalistas en Estados Unidos y los girondinos en Francia parecen especialmente preocupados por encontrar una arquitectura equilibrada de poder que asegure eficacia y que salvaguarde la libertad y la propiedad individuales, los antifederalistas norteamericanos y los jacobinos galos estarán mucho más interesados en hacer efectiva la promesa de autogobierno directo del Pueblo. En la medida en que la Revolución francesa entraba en su fase más radical, el ya citado Edmund Burke, que había aplaudido la aventura constitucional moderada de los colonos de Norteamérica, va a denunciar con toda su energía el asambleísmo y el igualitarismo de Marat y Robespierre, movimientos por los que no deja de responsabilizar, en último término, a Rousseau.
¿Síntesis?
A juicio de Peter Haberle, uno de los más importantes constitucionalistas de la segunda mitad del siglo XX, la experiencia acumulada de casi 350 años de desarrollo teórico y práctico permite al constitucionalismo definir “un verdadero arquetipo de Constitución democrática”. Dicho arquetipo se compone de elementos reales e ideales, estatales y sociales, todos ellos apenas localizables en el seno de un único Estado constitucional en forma simultánea, pero con tendencia a lograr un nivel de “ser” lo más adecuado posible, y en vistas a un “deber ser” óptimo.74
En el curso de los últimos cien años, este arquetipo de Constitución ha ido incorporando nuevos elementos.
Constitucionalismo social y demócrata
En la medida en que se desarrollaba la lucha por la expansión del sufragio, primero, y la operación de mecanismos participativos eficaces, luego, el constitucionalismo profundizaría sus preocupaciones democráticas. De este modo, y sin abandonar la preocupación propiamente liberal por limitar el poder estatal, desde mediados del siglo XIX se entiende que las constituciones deben ser, también, facilitadoras del ejercicio de la ciudadanía. Este proceso está dinamizado históricamente por distintas luchas políticas (p.e., la lucha de los movimientos y partidos de raigambre obrera por eliminar las barreras legales y fácticas que minimizan su poder electoral, o las reformas progresistas que buscan atenuar el poder de los bosses y las maquinarias partidarias en los Estados Unidos).
El constitucionalismo tampoco sería sordo a las luchas que, desde la primera mitad del siglo XIX, libra el movimiento obrero organizado a efectos de corregir los abusos del desarrollo capitalista desregulado y mejorar las condiciones de vida del proletariado. Y es así como, en diálogo con la socialdemocracia y el socialcristianismo, el constitucionalismo ganará una dimensión social.
Otros desarrollos
En el siglo XX se extiende la práctica institucional del Judicial Review. A diferencia de lo que venía ocurriendo en Estados Unidos, donde, como vimos, todos los jueces pueden revisar la constitucionalidad de las leyes, en Europa se adopta un modelo donde existe un tribunal especializado que concentra la tarea del Judicial Review (en homenaje a su primer impulsor, Hans Kelsen, esta fórmula se conoce como el “modelo Kelseniano”).
En el plano de las estructuras, ganan presencia las instituciones autónomas y los mecanismos de vigilancia al poder. Se amplía, en fin, el catálogo de los derechos fundamentales.
En la medida en que el constitucionalismo triunfa a nivel mundial, se va volviendo menos eurocéntrico. Y, así, la demanda cultural por el reconocimiento a las diferencias –en principio, incómoda y hasta peligrosa en la óptica del liberalismo más clásico– va plasmándose en fórmulas institucionales que no por ser novedosas dejan de ubicarse en el marco del constitucionalismo (piénsese en el reconocimiento de la población aborigen en Australia y Canadá). La experiencia de una política racial o religiosamente polarizada da lugar a novedosas formas de power-sharing (Sudáfrica o el Líbano). En fin, y en la medida en que la democracia constitucional intenta echar raíces en países de mayoría musulmana, la tolerancia y la neutralidad laica del Estado, como las entendieron Voltaire o Clemenceau, tienen que ir haciendo algunas adaptaciones que, sin abdicar del propósito de separar lo estatal de lo religioso, se hacen cargo, sin embargo, de la especificidad cultural (p.e., en Turquía).
Constitución
Después de esta vuelta larga por el constitucionalismo, estamos ahora en condiciones de abordar el concepto de Constitución. O, para ser más exactos, los conceptos de Constitución.
Ocurre, en efecto, que la palabra “constitución” encierra varios significados posibles. Y todos muy distintos entre ellos. En la medida en que muchas veces los desacuerdos en materia constitucional derivan del hecho de que se sustentan, de entrada, conceptos distintos de “Constitución”, los intentos por definir y explicar pueden ayudar a mejorar la calidad del debate. No tenemos, por supuesto, derecho a exigir a los demás que adopten nuestras definiciones. Lo que sí podemos pedir es que cada quien transparente cuál es su idea de Constitución y que, a continuación, razone en consonancia con esa opción.
Durante mucho tiempo la palabra “constitución” se utilizaba para describir la suma de todas las circunstancias políticas, sociales, económicas, geográficas y culturales que caracterizan y/o explican el modo de vida de una sociedad. Ese es el sentido, por ejemplo, en que Aristóteles utiliza el término “constitución”. No puede extrañar, entonces, que en el análisis de la Constitución de una polis se examinaran, entre otras cuestiones, la estructura social, las capacidades militares, la disponibilidad de materias primas o el clima.
La Constitución, como pacto liberal y democrático
Al calor de las revoluciones norteamericana y francesa, el concepto de Constitución va a adquirir un nuevo significado y tal palabra pasa a predicarse de aquellos documentos que hacen suyas las nuevas ideas sobre libertad e igualdad. Bajo este prisma, la única verdadera Constitución es la que encarna los valores y principios del constitucionalismo.
De esta manera, desde fines del siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, decir “Constitución” era decir, al mismo tiempo, soberanía nacional o popular, separación de los poderes, rule of law, reconocimiento de derechos a los individuos, checks and balances, etc. No de otra manera se explica la forma enfática en que la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano expresará en 1789: “Toda sociedad en que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución” (artículo 16).
Este carácter esencialista del concepto de Constitución, marcado por contenidos “liberales”, es la consecuencia natural de la forma en que este surge históricamente a fines del siglo XVIII.75 En la medida en que se entendía que la Constitución representaba una especificación del Pacto o Contrato Social, era evidente que ella venía a sustituir la legitimidad tradicional o de origen divino.
Esta comprensión sustantiva de “Constitución” sería hegemónica por unas cinco o seis décadas. De esta manera, y cuando en 1832 Robert von Mohl articula el concepto de Rechstaat (Estado de Derecho,) no lo hace pensando en una sujeción estricta a las formas legales ni en atención al respeto por las competencias, sino que lo hace más bien para referirse a un Estado que busca ensanchar las libertades de las personas. Para Von Mohl, Estado de Derecho es Estado de Razón. Y por “Estado de Razón”, Von Mohl se refiere a un Estado que, más allá de validarse por la ejecución de tareas administrativas clásicas (“Estado de Policía”), se propone, además, crear condiciones que ordenan “la convivencia de modo que desarrolle las fuerzas de los individuos en un libre desenvolvimiento”.76
En cuanto a la política, todavía a mediados del siglo XIX el reclamo por una Constitución sigue siendo también, e indisolublemente, la demanda por el reconocimiento de ciertas libertades. Así lo pensaban, por ejemplo, los delegados de los distintos reinos y principados alemanes que, en 1849, votaron en Frankfurt el proyecto de la Constitución de la Catedral de San Pablo. Y si tanto el Rey prusiano como el Emperador austriaco desecharon dicha Carta Fundamental y dilataron cuanto pudieron el otorgamiento de algún texto constitucional a sus pueblos, fue precisamente porque entendían que aceptar las constituciones suponía, necesariamente, conceder que su poder quedaba sujeto a ciertos límites.
La “neutralización” del concepto de Constitución
No obstante, las cosas cambiarían hacia 1860. En ese tiempo, comienzan a desplegarse tendencias y fuerzas que irán trastocando el significado de la palabra “constitución”, alejándolo de la matriz del constitucionalismo y transformándolo en un término más “neutral”. Dejará este de ser un concepto definido por ciertos contenidos democrático-liberales esenciales y se volverá un término caracterizado, más bien, por su efecto político o por ciertas condiciones formales.
Este vaciamiento político-moral del término “constitución” resulta del efecto sumado de dos fuerzas. Una social. Otra jurídica. Ambas, en el fondo, sumamente políticas.
Por una parte, ocurre que las fuerzas revolucionarias que empiezan a surgir en la Europa industrial, con Carlos Marx como teórico principal, se proponen desenmascarar lo que perciben como la ilusión de libertad que ofrecen las constituciones burguesas. Se llama a dejar de prestar atención a la “Constitución como pedazo de papel” y a entender que, más allá de las declaraciones de principios, la verdadera Constitución no es otra que la suma de los factores reales de poder social.77
El prestigioso mundo de la Universidad alemana de la segunda mitad del siglo XIX va a dar otra estocada, muy profunda, a la idea material de Constitución. En este medio va a desarrollarse una disciplina científica (la “Teoría de la Constitución”) que va a dejar de lado el compromiso con el ideario liberal y va a entender que su objeto de estudio es el Estado y las reglas jurídicas que lo rigen. No puede sorprender, entonces, que hacia 1900, el principal iuspublicista de Europa, George Jellinek, pueda señalar que “la Constitución de los Estados abarca… los principios jurídicos que designan los órganos supremos del Estado, los modos de su creación, sus relaciones mutuas, fijan el círculo de su acción y, por último, la situación de cada uno de ellos respecto del poder del Estado”.78
No hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre la pretendida neutralidad científica de esta teorización positivista. Estamos ante una generación de juristas alemanes demasiado empeñados en convencer, y convencerse, de que el autoritarismo del II Reich germano es una forma tan moderna y racional, tan constitucional, como lo es, por ejemplo, el parlamentarismo británico.79
Echemos un breve vistazo a los conceptos de Constitución que predominan entre 1860 y 1950.80
Para muchos autores, sino la mayoría, la respuesta sobre eventuales contenidos constitucionales necesarios será categóricamente negativa. La Constitución se definirá por ser la decisión fundamental del soberano. Desde esta perspectiva, nadie podría definir, desde antes o desde afuera, cuáles han de ser esos mandatos soberanos. A la Constitución se la reconocerá, por tanto, por la fuerza jerárquica y/o rigidez de las órdenes en ella contenidas, independientemente de los contenidos que se asuman o escojan. Será Constitución, en cinco palabras, lo que el constituyente quiera. Breve o extensa; con o sin catálogo de derechos; con más o menos concentración de poder; la Carta Fundamental es la ley suprema sobre el territorio. Es el hecho de ser la obra del constituyente, con el peso jurídico-político anexo, lo que le da al documento llamado Constitución su calidad de tal.
Existen otros autores que, aun cuando relevan el hecho de que la Constitución sea esencialmente una determinación del constituyente, se ocupan de precisar que esta es una decisión sobre cuestiones centrales. El autor más representativo de esta mirada es el profesor Carl Schmitt, quien reserva, entonces, el término “Constitución” como algo distinto a leyes constitucionales, a la decisión de conjunto sobre modo y forma de la unidad política.81 Como es obvio, sin embargo, Schmitt rechazaría la idea según la cual el constituyente se encuentra obligado a tomar una decisión en un sentido determinado a priori por el constitucionalismo.
En un tercer grupo se ubican aquellos especialistas que, considerando que la Constitución se define por cumplir una cierta función en el sistema jurídico, no dudan en exigir de las cartas fundamentales la inclusión de aquellos principios y mecanismos indispensables para que tal función sea cumplida. Así, y en la medida en que para Hans Kelsen, por ejemplo, la Constitución es la cúspide de la pirámide normativa interna de un Estado y su función es determinar los modos de creación y modificación del Derecho, de ello se deriva lógicamente que dicho documento debe regular la producción jurídica. Solo serán válidas para el territorio respectivo, entonces, aquellas normas que han sido generadas de acuerdo con los procedimientos establecidos en la Constitución. De esta caracterización kelseniana se desprende, entonces, que las constituciones, para poder responder a su razón de ser, deben, como mínimo esencial, definir los mecanismos a través de los cuales se aprueban las leyes, se dictan los decretos y se expiden los fallos judiciales.
Por lo que se ha venido señalando, es evidente que las nociones formales o funcionales de una Constitución fueron hegemónicas durante la primera mitad del siglo XX. Vendría, sin embargo, una reacción.
Retorno a la sustancia
Los horrores de los totalitarismos fascistas y comunistas despertarán la conciencia de la humanidad. Surgirá con fuerza un movimiento internacional de los derechos humanos. Y se revalorizarán los fundamentos morales y culturales de una política democrática, sin la cual ningún derecho está seguro. En este terreno, debe destacarse, muy especialmente, el aporte de Hannah Arendt.
Tanto Hitler como Mussolini como Stalin intentaron revestir el ejercicio brutal del poder total con algún tipo de ropaje jurídico. De hecho, estos tres tiranos decían actuar de acuerdo con la Constitución de sus países. Hitler invocaba una Ley de Poderes Totales otorgada por el Reichstag. Mussolini aparentaba ceñirse al Estatuto Albertino de 1848. Stalin, que asume bajo el imperio de la Constitución de 1924, impone luego la Constitución de 1936.
Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Karl Lowenstein, notable estudioso de las instituciones democráticas, y autor de una síntesis entre la teoría del Estado germana y la entonces naciente ciencia política norteamericana, toma nota del secuestro de la palabra “constitución”: “Cada vez con más frecuencia, la técnica de la Constitución escrita es usada conscientemente para camuflar regímenes autoritarios y totalitarios. En muchos casos, la Constitución escrita no es más que un cómodo disfraz para la instalación de una concentración del poder en manos de un detentador único. La Constitución ha quedado privada de su intrínseco Telos: institucionalizar la distribución del ejercicio del poder político”.82
Teniendo en cuenta el proceso descrito, Lowenstein propuso un nuevo intento de clasificación: a aquellos documentos que se sirven de las formas y el lenguaje del constitucionalismo para vestir una estructura autoritaria del poder los llamó Constituciones semánticas. A los documentos cuyos contenidos satisfacen las exigencias sustantivas del constitucionalismo pero que, sin embargo, no tienen eficacia real los llamó Constituciones nominales. Reservó, en fin, el nombre de Constituciones normativas para aquellos textos que, junto con abrazar las definiciones de contenido del constitucionalismo, logran, además, imperar eficazmente sobre un territorio.
Escribiendo en 1977, Georges Burdeau da cuenta de dos conceptos de Constitución. Uno, que él llama neutro u objetivo, refiere a las reglas relativas a la designación de los gobernantes, y a la organización y funcionamiento del poder político, y se predica de todo Estado, independientemente de su carácter absolutista o liberal, autoritario o democrático. El otro concepto, políticamente comprometido, e imbuido por la doctrina revolucionaria de 1789, asimila la Constitución con aquella “cierta forma de organización política que garantiza las libertades individuales trazando unos límites a la actividad de los gobernantes”.83
Aun cuando Burdeau parece inclinarse por la noción políticamente neutra de Constitución, acusando a la otra visión de mantener voluntariamente un equívoco, me parece interesante que todavía recuerde la noción sustancial.
Diez años después, en 1987, Giovanni Sartori, otro importante estudioso de la democracia, reclamaba contra este empleo indiscriminado de la palabra “constitución”. Sobre la base del estudio histórico, prueba que esta palabra nace ligada, esencialmente, a la idea de la limitación del poder. Y así se entendió, dice él, durante ciento treinta años (entre 1776 y 1920, aproximadamente). Advierte, sin embargo, que un uso formal o neutro, sustentado por el positivismo y pretendidamente validado por precedentes aristotélicos y romanos, ha tendido, en los últimos noventa años, a fagocitar el significado de garantía. “Y es aquí en donde yo me rebelo”, señala Sartori.84
Yo también me rebelo. Si de mí dependiera, me encantaría poder rebautizar como “instrumentos de gobierno” a todas aquellas pretendidas constituciones contemporáneas que no hacen otra cosa que asegurar la posición de quienes detentan el poder. Reconociendo que parece improbable un retorno universal al lenguaje sustantivo, lo menos que se puede hacer, sin embargo, es desenmascarar, desde el constitucionalismo, a estas seudoconstituciones.
Adhiero, en lo personal, entonces, a la visión sustancial y teleológica de Constitución. Siguiendo a Karl Lowenstein, concibo a la Carta Fundamental como una Ley Fundamental/Pacto Político que, imperando eficazmente sobre un territorio, tiene por objeto limitar el poder político estatal, servir de cauce a la acción política del Pueblo y proteger los derechos fundamentales de todas las personas.
Esta definición, que me parece la más coherente con la historia del constitucionalismo, tiene la virtud de sugerir ciertos contenidos mínimos para las constituciones, sin los cuales un documento no merecería ser llamado, en propiedad, como tal. Por otra parte, la exigencia de un cierto quantum de eficacia permite desestimar los textos puramente aspiracionales.
Clasificaciones
Al momento de concluir este sumarísimo Manual de cortapalos sobre el concepto de Constitución, quisiera introducir una última clasificación.85 Me referiré a la distinción entre Constituciones valóricas y Constituciones neutras.
La Constitución Valórica, a la que también se la llama Constitución ideológica-programática, es aquella que asume un compromiso explícito con un conjunto significativo de valores o principios doctrinarios, el que puede llegar a reflejar una completa visión de la persona y la sociedad.86 Ejemplos de este tipo de constituciones serían la Ley Fundamental de Bonn de 1949, la Constitución de Portugal de 1976 y la Constitución Política chilena de 1980.87
Constitución Neutra, también denominada utilitaria, en cambio, es aquella que se ocupa, principalísimamente, de regular la gestión de los negocios gubernamentales en los órganos estatales superiores, con un reconocimiento de derechos más bien escueto y sin referencia a definiciones doctrinarias o valóricas.88 Ejemplos de este tipo serían las constituciones francesas de 1875 y de 1958.
Dado que presenta alguna relación con la idea de Constitución Neutra, aunque no es exactamente un equivalente, conviene, en este punto, referirnos a lo que se ha venido en identificar como enfoque o prisma minimalista de Constitución. Entre nosotros, ha sido el profesor José Francisco García quien ha planteado con más fuerza y lucidez este punto de vista. Para García, el minimalismo rescata la modestia de la empresa constitucional postulando, al menos, las siguientes tres tesis: “1) La Constitución no zanja las controversias sociales fundamentales; 2) La Constitución no es un proyecto acabado, un estado o etapa final, sino una actividad; y 3) Una Constitución solo debe contener reglas básicas, tanto en lo orgánico como desde la perspectiva del catálogo de derechos”.89
Como se verá a lo largo de este libro, soy partidario de una Nueva Constitución que contiene bastantes más cosas que las que el minimalismo podría tolerar. No obstante, creo que la austeridad constitucional que propugna es un inteligente antídoto contra cierta peligrosa tendencia a constitucionalizarlo todo.
El peso de las definiciones
Dijimos, al iniciar este capítulo, que el análisis del concepto de “Constitución” puede ayudarnos a reflexionar sobre nuestras diferentes posiciones frente al debate constituyente. Es en base a las distinciones esbozadas en las páginas anteriores, entonces, que me permito –a continuación– invitar al lector a que haga el ejercicio de asumir cuál podría ser la definición de Constitución que prefiere y que, luego, medite las consecuencias de dicha opción.
Si usted es de aquellas personas que entiende que la Constitución no es otra cosa que la forma en que está organizada la sociedad, lo más probable, entonces, es que su entusiasmo por una Nueva Constitución sea bastante inseparable de su afán político por sustituir, con mayor o menos radicalidad, el modelo de desarrollo que impera en Chile.
Si, por otra parte, usted es de aquellas personas que entiende que la Constitución es, más bien, un conjunto de reglas que, principalmente, organizan el poder político del Estado, su apoyo a la idea de una Nueva Constitución no implica necesariamente la aspiración de transformar profundamente la estructura económica, social o cultural del país.
Si usted cree que lo único propio y característico de una Constitución es el hecho de ser la manifestación genuina de la voluntad del soberano (y, en ese punto, espero, está pensando en el Pueblo), es bien probable que su preocupación principal vaya en la dirección de asegurar que el proceso constituyente sea auténticamente participativo, más allá de cuáles pudieran ser los contenidos que resulten.
Si usted ha terminado convenciéndose de que el concepto de Constitución debe considerar ciertos contenidos liberales, sociales y democráticos ineludibles, yo esperaría que usted, junto con demandar procedimientos participativos, se preocupe, también, de actuar políticamente para que el producto resultante de este proceso satisfaga las exigencias del constitucionalismo.
Si usted es partidario de una Constitución Valórica, usted debiera estar entre quienes defenderán una Nueva Constitución que siga reconociendo ciertas definiciones doctrinarias, ya sea que usted postule preservar los valores hoy consagrados o su reemplazo por un conjunto de principios de otro signo filosófico.
Si usted adscribe al enfoque minimalista de Constitución, su ideal de Nueva Constitución será el de un texto parco en materia de declamaciones doctrinarias, sobrio en lo que respecta al reconocimiento de derechos y con un especial acento en el arreglo propiamente institucional.90