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¿Quiere usted una Nueva Constitución?
Apruebo o Rechazo
Este libro sale de imprenta cuando quedan apenas cuatro semanas para la realización del plebiscito del 26 de abril de 2020, oportunidad en que la ciudadanía chilena deberá pronunciarse sobre la siguiente pregunta principal: ¿Quiere usted una Nueva Constitución?
Quisiera pensar que este libro todavía está a tiempo, a efectos de contribuir al discernimiento personal de aquellos compatriotas que tengan ocasión de leer estas páginas antes del referéndum de abril. Confío, además, que algunas de las ideas que se desarrollan en este capítulo seguirán teniendo utilidad después del plebiscito, ya sea que gane la opción Apruebo a la pregunta por la Nueva Constitución o triunfe el Rechazo.
La lectora y el lector han sido advertidos desde la página 1 de este libro (de hecho, desde el título en la portada) sobre mi personal posición. Voy a votar Apruebo.
El que yo tenga tomada una decisión sobre lo que se pregunta el 26 de abril de 2020 no significa, sin embargo, que piense que el asunto es obvio o sencillo. Y si en 1988 pensaba que para un demócrata comprometido con los derechos humanos había un millón de razones para votar que NO a la continuidad de Pinochet, y muy pocas (y malas) para decir que SÍ, no tengo ningún problema en admitir que, hoy, 32 años después, y frente a la disyuntiva sobre la Nueva Constitución, la cuestión a resolver presenta bastantes más matices.30
Las páginas que siguen han sido redactadas en ánimo de ofrecer razones. He tratado de formularlas de un modo que sirvan incluso a quien no resulte convencido. Mi intención no es, entonces, entregar municiones o cuñas a la barra brava de la Nueva Constitución. Otros sabrán hacer eso mejor que yo.
Mi propósito, en este y en los demás capítulos, es intentar aportar a un mejor debate público.
No me interesa, por tanto, argumentar en favor del Apruebo en base a caricaturas del tipo “la actual Constitución sigue siendo la misma Constitución de Pinochet”. Siendo muy crítico del texto vigente, me parece equivocado e injusto equiparar, aunque solo sea retóricamente, el proyecto institucional original de la dictadura y la Carta Fundamental que se ha ido construyendo, triunfo del NO mediante, y con cuarenta reformas constitucionales sucesivas, en los últimos treinta años.
Tampoco argumentaré en base a “ofertones” tales como: “la Nueva Constitución permitirá, finalmente, que todos los chilenos tengamos empleo, vivienda, previsión, educación y salud”. Mi intención es hablarle a personas que entienden que los textos jurídicos, por fantásticos que sean, no resuelven automáticamente los difíciles problemas de la pobreza, la desigualdad y la escasez.31
Aun cuando siempre he estado convencido de que, en su origen, la Constitución de 1980 fue una imposición violenta, sectaria y fraudulenta, la base principal de mi alegato por una Nueva Constitución no radicará en insistir en lo injusto de la génesis de la actual ni lo equivocadas que me parecen las ideas del principal ideólogo de la Constitución original, Jaime Guzmán, un hombre que fue cobardemente asesinado hace veintinueve años. Intentaré, más bien, razonar en base a lo que nuestra Patria necesita hoy. En 2020.
Razones para querer una Nueva Constitución
Voy a partir de una premisa que me parece bastante sólida. La Constitución de 1980 divide a nuestro país. Este hecho es muy desgraciado, porque las constituciones debieran ser un factor de unidad. Como lo trato de explicar más adelante, este es el corazón del problema constitucional chileno. Y es, además, la razón principal para apoyar un proceso constituyente que permita tener una Constitución que una.
¿Y cuáles serían los principales defectos de la Constitución actual? ¿Cuáles serían las falencias suyas que una Nueva Constitución debiera corregir?
Más adelante, en los capítulos 4 y 7 de este libro, intentó ofrecer una respuesta razonada y lo más completa posible a estas preguntas. Mientras tanto, sin embargo, me animo a reproducir una síntesis crítica que me parece muy ilustrativa:32
– …la Constitución vigente sigue expresando un alto grado de desconfianza en la aptitud del Pueblo para decidir sobre su destino. Eso se sigue traduciendo en una institucionalidad política anémica. El Congreso Nacional es débil. Los partidos políticos son sospechosos. La participación ciudadana, directa inexistente.
– La Constitución vigente aparece comprometida ideológicamente con uno de los sectores políticos en pugna. El reconocimiento timorato, y a regañadientes, de los derechos sociales genera un desequilibrio constitucional. La existencia de leyes supramayoritarias que le conceden poder de veto a los perdedores solo confirma que la Constitución no logra ser una Casa Común.
– El orden constitucional vigente refleja un país muy distinto al Chile real. Para la Carta Fundamental no existen los Pueblos originarios. El texto concentra poder en una sola autoridad. En esta Constitución las Regiones siguen dependiendo de la Capital. Las mujeres y los trabajadores no ven reconocidos debidamente sus derechos esenciales.
– El hecho de no haberse producido un verdadero “momento constituyente”, en el que hayamos podido discutir entre todos los contenidos del pacto constitucional, ha impedido que este sea efectivamente apropiado, hecho suyo, por las nuevas generaciones.
Desgraciadamente, el debate constitucional ha tenido muy poco que ver con las virtudes o defectos de la actual Constitución o con las posibles mejoras que podría considerar un texto nuevo. La discusión ha tendido a concentrarse, más bien, en un conjunto de aprensiones o temores levantados por la campaña del Rechazo. Aun cuando estas inquietudes no remiten directamente al fondo del problema constitucional chileno, tocan, sin embargo, cuestiones importantes que vale la pena analizar.
Por eso, y porque, además, intuyo que muchos de los argumentos planteados por la campaña del Rechazo pueden volver a aparecer después del Plebiscito del 26 de abril de 2020, las páginas que siguen los abordan con alguna detención.
¿No es el momento?
Quiero comenzar atendiendo al argumento que sostiene que siendo sensata en sí misma la idea de una Nueva Constitución, las actuales circunstancias que vive Chile desaconsejarían acometer, precisamente ahora, una tarea de esa envergadura. A esta postura la podríamos sintetizar como “Aprobaría, pero no ahora, y… por eso, Rechazo”.
Para efectos del desarrollo del argumento del libro, voy a examinar aquí mismo, y simultáneamente, una posición prima hermana de la anterior. Es el caso de quienes sostienen que están en principio de acuerdo con avanzar hacia una Nueva Constitución, pero las circunstancias en que surge hoy el proceso constituyente les parecen tan negativas e inadecuadas que, para repudiar el chantaje de la violencia y para evitar un proceso que pueda ser secuestrado por esa misma violencia, van a votar Rechazo. A esta aproximación la podríamos resumir como “Aprobaría, pero no así, y… por eso, Rechazo”.
En el Preámbulo ya manifesté mi preocupación por los niveles de violencia que vive Chile a principios de 2020.33 Admito que la actual coyuntura política, social y económica de nuestro país –escribo a fines de febrero de 2020– vuelve particularmente difícil llevar adelante el tipo de debate político respetuoso y tranquilo al que uno siempre debiera aspirar. Espero que los meses que vienen sean crecientemente más tranquilos, aunque tiendo a pensar que una verdadera pacificación será un asunto que tomará bastante tiempo.
Ahora bien, admitido el hecho público y notorio de que, efectivamente, se viven tiempos difíciles, ¿se sigue de ello, acaso, que lo mejor sería votar Rechazo en abril?
A efectos de analizar mejor este tipo de argumentos sobre la oportunidad (“No ahora, pero más adelante –quizás– sí”), habría que distinguir dos tipos de uso de este discurso.
En la boca de algunos de los partidarios del Rechazo, esto de la falta de condiciones parece más bien un pretexto que apenas alcanza a esconder la voluntad de defender a ultranza, a todo evento, y cualesquiera sean las circunstancias, la Constitución de 1980. En esas personas, el argumento del “momento adecuado” para debatir cosas importantes da para mucho. Y si a veces se ha dicho que no se puede discutir sobre Nueva Constitución en un año de elecciones, otras veces se ha planteado que tampoco se puede debatir nada importante cuando la economía está lenta o mala (para no afectar las expectativas, dicen). Otros planteaban que los gobiernos muy impopulares o que están terminando tampoco pueden promover debates de fondo.
Tratemos, por un momento, de ver adónde nos llevaría esta línea de argumentación sobre el “momento oportuno”. Y apliquemos estos singulares criterios a la historia de nuestra democracia post-dictadura. De entrada, entonces, habría que descartar, por no ser oportunos, todos los años en que ha habido elecciones (bajo esa peculiar lógica estarían vedados los años 1989, 1992, 1993, 1996, 1997, 1999, 2000, 2001, 2004, 2005, 2008, 2009, 2012, 2013, 2016, 2017 y, por supuesto, el 2020).
Descartemos luego los años en que habría habido debilidad o incertidumbre económica (aquí se caerían los años 1990, 1994, 1998, 2008, 2009, 2014, 2015, 2016, 2017, 2019 y 2020). Saquemos a continuación los años en que los gobiernos respectivos no eran muy populares (fuera, entonces, los años 2002, 2003, 2006, 2011, 2012, 2013, 2015, 2016, 2017, 2019 y 2020).
¿Qué queda después de ese colador? Poquito. Apenas cinco ventanas de oportunidad: los años 1991, 1995, 2007, 2010 y 2018. Esos habrían sido, entonces, los únicos años en los cuales, de acuerdo al criterio del momento oportuno, habría sido prudente hacer cambios constitucionales de fondo.
Examinar cuál fue la actitud real, en esos “momentos oportunos”, de algunas de las personas que hoy arguyen la falta de oportunidad para presentar su Rechazo como una cuestión de orden prudencial y no dogmática, sirve, me parece, para tomar distancia crítica de este discurso.
En 1991, que hemos visto, era un “momento oportuno”, el presidente Aylwin intentó un acuerdo para eliminar los senadores designados y la inamovilidad de los Comandantes en Jefe. La UDI y Renovación Nacional dijeron que no.
Llegamos así a 1995, otro “momento oportuno”. El presidente Frei Ruiz-Tagle, a quien nadie acusará de extremista, propone reformas a la Constitución. La UDI y la mayoría de Renovación Nacional dijeron que no.
En 2007, la presidenta Bachelet propuso una reforma al sistema electoral. Pensó que era un “momento oportuno”. Mal que mal, durante la campaña presidencial de 2005 Renovación Nacional había hecho algunos guiños. No hubo reforma.
En 2010 la voluntad de cambio constitucional profundo se tradujo en un interesante acuerdo entre la Democracia Cristiana y la directiva de Renovación Nacional. Chile celebraba su bicentenario y acababa de rescatar a los 33 mineros. ¿No era este un buen momento? El presidente Piñera, que estaba iniciando su primer gobierno, y la UDI le pusieron la lápida.
2018 fue, de acuerdo a la línea argumental que estamos testeando, otro “momento oportuno”. No era año electoral. Parecía que la situación económica estaba mejorando (ahora sabemos que era el vuelito de una recuperación que empezó en el último año de Bachelet II) y, salvo por un bajón en septiembre, la aprobación al presidente Piñera superaba la desaprobación (según Cadem). Si alguien creyera que el tema constitucional es genuinamente importante, ese era, qué duda cabe, una circunstancia propicia para tener un debate. Pero no. De hecho, la primera declaración política importante del segundo gobierno de Sebastián Piñera fue para dejar en claro que, bajo su mandato, no habría cambio constitucional (!).34
Dije más arriba que algunos de quienes justifican su voto de Rechazo invocando que este no sería el momento adecuado para abordar el cambio constituyente tienen un historial que sugiere que para ellos nunca será “el” momento. Y que, de alguna manera, lo de la oportunidad sería, para ellos, un simple pretexto o excusa que les evita tener que hacer defensas sustantivas de la Constitución que quieren conservar.
Pero no quisiera agotar este asunto limitándome a llamar la atención sobre el hecho de que hay quienes, por haber abusado de este argumento en el pasado, tienen poca credibilidad para seguir usándolo, o al menos para usarlo sin alguna autocritica.
Pudiera ser que yo tuviera la razón cuando cuestiono, hacia atrás, a quienes blufearon o procrastinaron tantas veces con lo de la “oportunidad”.35 Pero ¿qué pasa si ahora sí fuera cierto que no es el momento oportuno? El hecho de que el Pedrito del cuento haya gritado, falsamente, diez o veinte veces, que venía el lobo, no le quita una gota de ferocidad o peligrosidad al lobo si es que, finalmente, el lobo llega realmente.
Tratemos, entonces, de evaluar, con la máxima serenidad posible que nos permita nuestra propia subjetividad, el juicio de personas que se han convencido de buena fe que el problema de las malas condiciones hoy existentes es un impedimento para llevar adelante un proceso constituyente y que en razón de esas circunstancias sería preferible elegir la opción del Rechazo, confiando en que los cambios constitucionales que convenga hacer se hagan en el Congreso Nacional.
Ya lo he señalado en este libro un par de veces. Me parece muy claro que las condiciones políticas de Chile en 2020 son especialmente complejas y que la violencia política ha llegado a niveles no vistos en los últimos treinta años. Es decir, en cuanto problemas para la convivencia, parece sensato sostener que los actuales problemas son más graves que las dificultades que pudieron existir en 1995, 2010 o 2015.
No hay duda de que el actual es un momento difícil para hacer cualquier cosa. En ese sentido, yo no puedo dejar de lamentar la miopía que tuvimos –como país– al no haber aprovechado el proceso constituyente que propuso la presidenta Bachelet a fines de 2015. Gozábamos, entonces, de bastante tranquilidad en las calles y, aun cuando el crecimiento no era espectacular (2,3% en 2015 y 1,6% el 2016), había inversión y el desempleo estaba bajo el 7%. No deja de ser irónico que muchos de los que hoy esgrimen el argumento de la oportunidad para no trabajar por una Nueva Constitución, son los mismos que el 2015 y el 2016 se opusieron férreamente al proceso.36
Ahora bien, y concedido que las condiciones son complejas, ¿se sigue de lo anterior, sin embargo, que no debamos optar por la alternativa de encargar a una Convención, sea mixta o 100% ciudadana, la elaboración de un proyecto de Nueva Constitución?
Yo asumo que las personas que creen que la intolerancia ambiente y la acción de grupos violentos vuelve imposible o muy inconveniente instalar una Convención para estudiar un proyecto de Nueva Constitución, aceptan, en todo caso, que se lleve a cabo el plebiscito de abril.37 Yo supongo que aceptan, también, que elijamos alcaldes, concejales y gobernadores regionales en octubre de este año. Yo entiendo, en fin, que comparten que el próximo año 2021 elijamos un nuevo(a) Presidente(a) de la República. Si vamos a tener esos actos electorales, si podemos tener esos actos electorales, ¿por qué razón no podríamos tener una elección de convencionales?
Me imagino que algún contradictor podría replicar a este razonamiento planteando que lo que se juega cuando se decide sobre una Nueva Constitución es de muchísima más entidad y proyección histórica que lo que se resuelve cuando elegimos alcaldes, diputados o presidentes por cuatro años. En este sentido, Andrés Allamand ha dicho: “Lo que sucederá en 2020 y 2021 tiene a lo menos la misma gravedad de lo que vivimos en los años 72 y 73, y en menor medida en el año 1988 y 1989”. Según él, Chile se juega “su destino en estos dos años y uno tiene la obligación de actuar de acuerdo a sus convicciones”.38
Si por “gravedad” el senador Allamand está hablando de importancia o trascendencia, yo tiendo a estar de acuerdo con él. Si ha usado la palabra “gravedad” para sugerir que vivimos en Chile una crisis o una coyuntura tanto o más peligrosa como la que vivíamos en 1972/3 o en 1988/89, yo me permito discrepar. Por graves que sean las acciones de anarquistas y vándalos en 2020 –que lo son–, ellas no nos ponen en situación de virtual o posible guerra civil, como sí nos encontrábamos a mediados de 1973 o en 1988. El “combo” MIR, Patria y Libertad, CIA, Cuba, desabastecimiento e inflación del 500% es bastante más complejo que todo lo que puedan hacer la Primera Línea, la ACES de Víctor Chanfreau, y otros. El “mix” de Pinochet, violación sistemática de los derechos humanos, CNI, exiliados, Frente Manuel Rodríguez (con arsenal de Carrizal Bajo), 50% de pobreza, etc., siempre será más terrible, y temible, que la crisis que enfrentamos hoy. Repito: no me interesa minusvalorar los graves problemas del presente, pero creo que hay que tratar de evitar que el entusiasmo retórico nos lleve a pintar paisajes apocalípticos que no corresponden.
El problema, entonces, no puede ser el hecho de tener una papeleta más en octubre de 2020. Y como yo espero que sean muy pocos los que piensen que nuestras complejas circunstancias políticas justifican o ameritan la suspensión indefinida del funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, tendremos como país que hacer todos los esfuerzos para que los actos electorales que correspondan se realicen en condiciones básicas de libertad y tranquilidad. Y si hay alguien que cree que, dado los niveles de violencia que estamos viendo, ya no podemos seguir dándonos “el lujo” de tener elecciones y debate ciudadano (o sea, que necesitamos una dictadura que “ponga orden”), bueno, pues, que lo diga con todas sus letras y no se ande con rodeos. Ni se esconda detrás del Rechazo.
Siempre prefiero pensar bien, así que voy a asumir que el rechazo por malas condiciones ambiente no insinúa ni sugiere que por algún tiempo ya no podemos tener más elecciones, sino que se preocupa, más bien, por lo que podría pasar después de las elecciones. Se ha planteado, en efecto, que las actuales circunstancias de clima político harán muy difícil que cualquier Convención lleve adelante una deliberación razonada y libre de amenazas.
Quienquiera que haya seguido el debate político en nuestro Congreso Nacional, y en la esfera pública en general, habrá tomado nota de múltiples episodios de violencia verbal y algunos, incluso, de violencia física. Los insultos en las galerías, las funas en las calles, las fake news y las tormentas de tuits y memes odiosos son, por supuesto, fenómenos que afectan la calidad del debate político. Aquí en Chile. Y en todo el mundo. Y si lo afectaron en 2018 y 2019, es altamente probable que lo seguirán haciendo en los próximos años.
¿Es que se piensa que los potenciales convencionales, ciudadanos venidos del amateurismo político, se van a cohibir o asustar más fácil que nuestros curtidos y veteranos parlamentarios? ¿O van ser, como promedio, más agresivos que Pamela Jiles o Ignacio Urrutia? ¿Es que alguien cree que, radicada la discusión constitucional en el Congreso, como postula el “Rechazar para reformar”, todos los parlamentarios van a actuar como puros Cicerones eruditos y que, además, no van a seguir experimentando presiones de distinto tipo (algunas legítimas y otras ilegítimas)?
Estos no son tiempos para los que tienen miedo a las pifias. Ni en la política, ni en el Estadio ni en el Festival de la Canción de Viña del Mar. Y siempre existirán los que estén dispuestos a decir lo que sea, aunque signifique abjurar de su historia y sus convicciones, con tal de ganar unos pocos aplausos. Y habrá también de los otros, aquellos que dicen lo que piensan, aunque no sea popular. Nuestro Parlamento tiene de ambos tipos. Nuestros medios de comunicación y Universidades, también. De nosotros, los ciudadanos, depende que a la Convención constitucional lleguen más de unos que de otros. No me parecería justo que los partidarios del Rechazo intentaran apropiarse en exclusiva de esta preocupación ni que pretendieran que el camino institucional que postulan es el único que promueve mejores condiciones de deliberación.
Es importante pensar en reformas que propendan a un mejor debate ciudadano. Y así como en el pasado reciente fueron valiosas las reformas constitucionales y legales que buscaron eliminar la influencia potencialmente corruptora del dinero en las campañas y en la discusión legislativa (¡ese factor sí que afectó la deliberación razonaba y libre de presiones!), la verdad es que no veo de qué manera, y bajo que peculiar lógica, el voto Rechazo se identifica, per se, con una agenda para una mejor política democrática.
En fin, tratemos de entender un poco más. ¿Cuál sería la explicación de personas de derecha que a fines de noviembre de 2019 declaraban estar a favor del voto Apruebo para que, unas semanas después, a principios de enero de 2020, se manifiesten por el Rechazo?39
Todos tenemos, por supuesto, un derecho natural a cambiar de opinión, ya sea porque sentimos que han cambiado las circunstancias de hecho que explicaban una primera posición o porque hemos tenido ocasión de reflexionar con más calma sobre un asunto. Como alguien que ha cambiado de opinión más de alguna vez, no seré yo quien condene per se los virajes.
Ahora bien, del hecho que uno respete el derecho a cambiar de opinión, no se sigue que uno no pueda someter a análisis crítico las razones que se ofrecen para justificar un vuelco.
El principal argumento esgrimido por quienes señalan haber mutado del Apruebo al Rechazo dice relación con el fenómeno de la violencia. Por un lado, se afirma que la persistencia de un clima de intolerancia y vandalismo vuelve imposible una deliberación sensata
como la que requiere un proceso constituyente y, por otra parte, se reprocha a la izquierda y a la centroizquierda haberse radicalizado (p.e., por no condenar la violencia con claridad o por acusar constitucionalmente al ministro Chadwick y al presidente Piñera).40
De la argumentación resumida me interesa especialmente la acusación lanzada contra la centroizquierda y la izquierda. ¿Es cierto que, como sector político, han avalado la violencia?
Si se quiere responder en serio, va a ser necesario hacer un par de distinciones.
Más arriba he reconocido que esta crisis ha puesto de manifiesto que existe un sector de la izquierda al que le cuesta mucho la condena clara y directa de los actos de violencia política y vandalismo. Sin duda, el partido más ambiguo y acomplejado ha sido el Partido Comunista.
Muchas pueden ser las explicaciones para esta ambivalencia. Se advierte un temor a aparecer traicionando al movimiento social o a “hacerle el juego” al gobierno o a la derecha.
Yo me sumo a la indignación de muchas y muchos frente a las conductas represivas de aquellos policías que han violado gravemente los derechos humanos de tantas personas. Comprendo los esfuerzos por descifrar las causas sociales profundas que pueden estar detrás de algunos de los comportamientos anómicos. Rechazo, también, la aproximación de quienes tratan como delincuencia o criminalidad todas las formas de protesta social y rebeldía.
Lo que no comparto, sin embargo, es la tendencia de algunos a pensar que, en razón de estas consideraciones (violaciones a los derechos humanos, causas sociales o criminalización de la protesta), los juicios sobre la quema de iglesias, el saqueo de un hotel, la destrucción del transporte público o el ataque armado a una comisaria deban ser timoratos, condescendientes o pusilánimes, llenos de “peros” y “sin embargos”.
Ahora bien, la dificultad anotada aqueja a una parte, minoritaria, de la izquierda. La inmensa mayoría de los dirigentes políticos de la oposición han sido clarísimos en denunciar y rechazar la violencia, ya sea que se trate del ataque a la sede de la UDI, el bloqueo de caminos con “el que baila pasa” o la destrucción de locales comerciales.
Creo imposible en el espacio de este capítulo recoger el conjunto de declaraciones opositoras contra la violencia. Son muchas. Además de las declaraciones de las directivas partidarias y los parlamentarios, han proliferado las cartas de personalidades socialistas, democratacristianas, radicales y exconcertacionistas en general, condenando la violencia. Me llama la atención que, desde una parte de la derecha, se sigan exigiendo pruebas de buena conducta a pacifistas de toda una vida y que, una vez entregadas dichas prendas, se pidan más y más. Y que una vez entregadas –por enésima vez–, se diga, de todas maneras, y en forma de grosera generalización, que los partidarios del Apruebo son cómplices de la violencia.
Se me dirá que las declaraciones genéricas no prueban demasiado. Puede ser. Por eso, creo útil referirme a la cantidad de veces que una parte importante de la oposición ha concurrido con sus votos en el Parlamento a la aprobación de reformas que tendrían por objeto un mejor control de la violencia. Me refiero concretamente a la aprobación, en ambas cámaras, de la ley “antisaqueos” y a la aprobación en el Senado de la reforma sobre resguardo militar de instalaciones críticas y de la llamada ley “antiencapuchados”. Ninguno de estos proyectos hubiera sido aprobado si no fuera porque una parte significativa de la oposición los votó favorablemente. Me sorprende que esto se minimice. No es cosa poca, me parece, tratándose de opositores a un gobierno con apenas un 10% de aprobación. Pero, claro, esto no se reconoce en la campaña del Rechazo: parece más cómodo decir que la oposición, la izquierda y el Apruebo están a favor de la violencia.
Una última reflexión sobre el tema de la violencia y el plebiscito.
Me preocupa que haya quienes contribuyan, “sin querer queriendo”, a que los pequeños grupos que queman, destruyen y amedrentan sean, en definitiva, quienes definan la agenda de Chile. Y que sean las cosas terribles que hagan esas minorías extremas las que determinen, a su vez, lo que debamos hacer el conjunto de chilenas y chilenos. Yo sé que no es la intención de las personas que han estado reaccionando políticamente en función de las brutalidades que hacen los grupúsculos violentos, pero no puedo dejar de sentir que, al dejarse pautear, arriesgan terminar siendo rehenes de esos mismos extremistas.
Los anarquistas que tratan de destruir el Hotel O’Higgins en Viña del Mar o los vándalos que queman librerías o museos no quieren que las grandes mayorías resolvamos pacíficamente nuestras diferencias. No les interesa que lleguemos a un gran acuerdo, por los 2/3, para tener una Constitución que sea Casa de Todos y Todas. Con sus actos, quieren agudizar las contradicciones. ¿Será una buena idea que nuestro rechazo a esas conductas termine siendo el principal argumento para rechazar también, como si fuera consecuencia o corolario de lo anterior, la posibilidad de un esfuerzo ciudadano para un nuevo pacto social? Al transformar a los violentistas en el leit motiv y la razón de ser de nuestra acción, ¿no les estaremos regalando una victoria que no merecen?
Se me ocurren muchas maneras de expresar repudio ante el vandalismo. Y de trabajar en serio para que sea controlado y castigado. No alcanzo a percibir, sin embargo, cuál sería el nexo lógico entre rechazar la idea de una Nueva Constitución y avanzar en la consecución de esos muy necesarios y urgentes propósitos.
El sabotaje a la PSU, llevado adelante, y solo parcialmente logrado, por un grupo muy pequeño de secundarios tan convencidos de su propia verdad que no les importó violentar los derechos y anhelos de decenas de miles de otros jóvenes, produjo explicable molestia en muchísimas familias. En los días siguientes a este episodio, escuché a más de alguien decir que esa había sido la gota que había colmado su paciencia y que, si no éramos capaces como país de garantizar el derecho a un test de selección a cien mil estudiantes, no tenía ningún sentido seguir adelante con un proceso constituyente. El peligro de un razonamiento de ese tipo es que le entrega a cualquier grupo que tenga el nivel de fanatismo de los militantes de la ACES un inmenso poder de veto sobre lo que, como país, estamos dispuestos a intentar.
¿Qué pasaría si, Dios no lo quiera, a un grupo de extremistas, de uno u otro lado, se le ocurriera, diez días antes del plebiscito, realizar un atentado con el resultado de pérdida de vidas humanas? ¿Tendríamos las chilenas y chilenos pacíficos, la inmensa mayoría del país, que cambiar, acaso, nuestro voto, de Apruebo a Rechazo o de Rechazo a Apruebo, para “responderle” a los violentistas?
Uno esperaría que, con el paso de los años y la experiencia obtenida, los moderados fueran, en este terreno, ganando en lucidez y fortaleza. Para algunas personas, sin embargo, pareciera que pasa todo lo contrario. En la medida que envejecen se van volviendo más pesimistas sobre la posibilidad de encausar los procesos. Pasan demasiado rápido del sentido de responsabilidad al pánico. Queda voluntad para condenar a “los locos”, pero poquita energía para proponer y defender los caminos políticos cuerdos. A veces me parece estar viendo y escuchando al veterano teniente Murtaugh quejarse: “I’m getting too old for this shit”.41
En lo que a mí respecta, me parece que debiera ser exactamente al revés. Y si a los 21 años de edad no dejé que la presión de los extremos de los años ochenta (la dictadura de Pinochet por un lado y el plan de alzamiento armado del Frente Manuel Rodríguez por el otro) me dictara el curso de acción que yo debía apoyar, menos voy a abdicar de mi capacidad de juicio propio ahora, treinta años después y con 30 kilos más, dejándome poner en la posición de ser un mero comentarista o “rechazador” de las barbaridades que hagan los anarcos, los narcos, el lumpen o los hooligans criollos.
La aventuras de la “hoja en blanco”
Escuchando o leyendo a los partidarios del Rechazo uno de los conceptos que más se repite, una y otra vez, es el de la “hoja en blanco”. Ante el hecho de que algunos partidarios de la Convención Constituyente han señalado que ella, la Convención, tomaría sus decisiones con “una hoja en blanco”, estos críticos plantean lo inconveniente y peligroso de un ejercicio de estas características.
Para los partidarios del Rechazo, pero también para algunos que todavía no han decidido su voto, la noción misma de “hoja en blanco”, entendida como sinónimo de partir de cero, revelaría que muchos de los partidarios de la Nueva Constitución estarían movidos por un ánimo refundacional y que, en consecuencia, de ganar la alternativa del Apruebo en abril de 2020, existiría una muy alta probabilidad que, de ahí en adelante, la Convención constituyente elegida en octubre de 2020 haga tabla rasa de todas las cosas buenas que tiene el orden constitucional actual, niegue o desconozca la historia chilena y que, con total irresponsabilidad, trate de imponer al país un experimento de ingeniería social completamente ajeno a nuestras tradiciones.
Dediquémosle un par de páginas a este argumento.
Lo primero es reconocer que es efectivo que el término “hoja en blanco” ha venido siendo usado, desde hace bastante tiempo, por varios connotados partidarios del cambio constitucional. Al mismo tiempo, sin embargo, es indispensable precisar cuál es el sentido en que se emplea la expresión por quienes la acuñaron en primer lugar.
La expresión “hoja en blanco” se usó originalmente, y se sigue usando, para graficar la realidad de un debate constitucional donde todos los que participan, tanto los partidarios de los cambios como los oponentes, se encuentran situados en un plano de igualdad. Su opuesto lógico, la “hoja ya escrita”, sería la situación de asimetría inherente a la manera en que se han discutido en el Congreso las reformas a la Constitución chilena de 1980.
Al hacer la genealogía de la expresión “hoja en blanco” nos encontramos con que el padre de la creatura sería, ni más ni menos, que el expresidente de la República Ricardo Lagos. La habría usado en una conversación con los medios de comunicación en julio de 2013. Semanas después, desarrolló el concepto en una columna titulada “Hoja en blanco: el punto de partida de los cambios constitucionales que Chile requiere”. En ese texto, y luego de recordar los muchos esfuerzos desplegados por la Concertación para democratizar la Constitución, incluyendo la reforma de 2005 que a él le tocó liderar, Lagos plantea que “ha llegado el momento de plantear algo diferente”. Lo explica: “En las discusiones que llevaron a la Constitución de 1833, en el proceso constituyente de 1870, en el trabajo para elaborar la Carta de 1925 o en las modificaciones de 1943, nadie tenía ni pretendía usar un poder de veto de un sector sobre el proceso, si no se entendía que la sociedad chilena requería cambios constitucionales para mantener la legitimidad de las instituciones políticas que permitía modificar las cartas constitucionales. Hoy, sin embargo, tenemos un veto explícito sobre la mesa: el de la derecha, que puede frenar cualquier cambio si no es de su gusto. En la oposición hemos ganado la mayoría de las elecciones desde 1988 en adelante, pero nunca hemos logrado poder discutir una carta constitucional de igual a igual con la derecha. ¿Es posible debatir entre todos una Nueva Constitución sin que exista el derecho a veto, la permanente amenaza de que si no llegamos a acuerdo primará lo actual? Más que discutir sobre el mecanismo (asamblea constituyente u otro) es importante acordar que el diálogo sea sin calculadora en mano. La derecha chilena debe aceptar sentarse a redactar una carta constitucional a partir de una hoja en blanco y (si) entre todos se decide mantener de la carta actual, se mantiene”. 42
La verdad es que, apenas enunciada, la susodicha “hoja en blanco” generó polémica. Al historiador Joaquín Fermandois le llamó la atención que el presidente Lagos propusiera pensar en una Nueva Constitución comenzando con una “hoja en blanco”. Dijo Fermandois: “Extraña opinión en labios de quien, junto con Patricio Aylwin, ha sido el Mandatario más históricamente consciente (y el más leído) que ha tenido la nueva democracia. (…) Toda la historia político-constitucional desde 1990 hasta 2005 –la llamada “Constitución de Lagos”– consistió en el esfuerzo por depurar de su contenido moderno y democrático, sensato también, todo lo que tenía de circunstancial y con apellido. Cierto, persistía lo del binominal –que ahora es más bien un chivo expiatorio, pues los quorum tienen antecedentes en otras democracias–, y la derecha y no pocos parlamentarios de la Concertación arrastraron los pies porque el sistema les era funcional. Ahora, por eso que se llama “presión de la calle”, a la que se sobredimensiona, se pretende volver a fojas cero, en entusiasmo carnavalesco, escudándose en la inextinguible tentación de creer que las leyes crean el orden perfecto. La creencia autoinducida de que se está en crisis, inherente a la izquierda, y el descalabro interminable de la derecha, autoinducido también, precipitan manotazos de soluciones. Algunas quizás inteligentes, poco digeridas en todo caso. Chile, ¿merece una hoja en blanco?”.43
Ese mismo año, 2013, Fernando Atria dedica varias páginas de su “Constitución tramposa” a explicar y apoyar el planteamiento de Lagos sobre la “hoja en blanco”. No sé cual habrá sido el sentimiento íntimo del expresidente al verse defendido con tanto entusiasmo por Atria. Lo que sí parece claro es que para la derecha más refractaria al cambio, el hecho de que Fernando Atria, el monstruo de sus pesadillas constitucionales, le haya dado su aval a la “hoja en blanco”, terminó, probablemente, por convencerla de que el concepto tenía que ser perverso.
La, errada, comprensión de “hoja en blanco”, como si fuera un botar a la basura todo el pasado, no solo provocó inquietud en círculos conservadores. También generó algunas dudas en sectores liberales. Eso explica, por ejemplo, que a principios de 2015 Arturo Fontaine haya planteado en un seminario académico la conveniencia de llevar adelante el tránsito hacia una Nueva Constitución, teniendo como punto de partida la Constitución de 1925.
Desarrollando su idea, en columna de opinión en El Mercurio el 1° de Marzo de 2016, Fontaine expresa: “Dejar atrás la Constitución del 80 significa no solo dejar atrás tales y cuales normas, sino que alejarse del arrogante espíritu fundacional que la anima. Ocurre que Chile no es una página en blanco, ocurre que la democracia chilena no es una página en blanco. Es una de las democracias más antiguas y respetadas del mundo. Ni Francia, ni Italia, ni Alemania tienen una tradición democrática como la nuestra. La democracia chilena ni la inventó la Constitución de 1980 ni la vamos a inventar ahora. Partir de cero le resta credibilidad al nuevo texto constitucional y desmerece nuestra propia historia”.44 Al día siguiente, el rector Carlos Peña escribe al mismo diario, manifestando: “Arturo Fontaine ha formulado una muy buena idea para el actual debate constitucional. Al sugerir retroceder a la Constitución de 1925, elude dos extremos: el de la página en blanco (la esperanza que late en los futuros cabildos) y la permanencia de las reglas de 1980 (puesto que basta que la minoría bloquee un acuerdo para que se mantengan)”.45
Desde 2013 hasta hoy, el expresidente Lagos ha vuelto a explicar, una y otra vez, que la “hoja en blanco” no significa –en modo alguno– olvidar la historia constitucional chilena ni partir de cero.46 Quienes han tenido ocasión de escuchar o leer al ex primer mandatario cuando se refiere a temas constitucionales, habrán advertido cuán intensa ha sido siempre su admiración por la tradición republicana chilena. Y cuán arraigada es su vocación reformista (y no revolucionaria utópica). Estos hechos de la causa, públicos y notorios, debieran ser, en principio, suficientes para descartar, en observadores de buena fe, que la “hoja en blanco” por él explicada tenga, en materia de contenidos, un sentido fundacional.
Lo cierto es que de las personas partidarias de una Nueva Constitución que se han referido públicamente a la “hoja en blanco” la inmensa mayoría entiende y defiende la noción en los términos del expresidente Lagos. Esto no obsta, por supuesto, a que pueda haber alguna declaración suelta, algún tuit o un grafitti que la entienda de otra manera.
En su ya citada “Constitución tramposa”, Fernando Atria, por ejemplo, es muy claro sobre el punto. Es un error, dice, creer que la demanda de hoja en blanco o partir de cero es una (ininteligible) pretensión de negar la historia”. Agrega: “Una Nueva Constitución no es partir de cero en el sentido de negar la historia. Es partir de cero en el sentido de que es una decisión que no está atada a decisiones anteriores, que no está limitada en cuanto a lo que se ha de decidir por reglas que le son anteriores. Nada de esto quiere decir, por supuesto, que una Nueva Constitución no puede hacer propias reglas, instituciones o prácticas antiguas. Si lo hace, sin embargo, no es porque esté obligado a ello por ellas, sino porque considera que son suficientemente adecuadas, que es precisamente la manera de afirmar nuestra continuidad con nuestra historia”.47
El verdadero sentido de la “página en blanco” es muy claro para los constitucionalistas de centroizquierda e izquierda. El 17 de noviembre de 2019, dos días después del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, un grupo de 34 destacados especialistas en derecho público de talante progresista ofrecen a la opinión pública una explicación sobre qué significa que la Convención Constituyente opere con hoja en blanco. No hay, por supuesto, ninguna referencia a la idea de partir de cero.48 Al día siguiente, 18 de noviembre de 2019, se da a conocer la declaración “El Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución no es una trampa”, suscrito por un total de 262 profesoras y profesores de Derecho y Ciencia Política. Este texto vuelve a exponer el sentido preciso de lo que significa efectivamente “página en blanco”.49
Espero haber demostrado que el término “hoja en blanco” nunca ha significado, para quienes lo introdujeron a nuestra conversación constitucional, y para quienes lo defienden, que sea necesario, o bueno, hacer una Nueva Constitución que parta de cero.
Aun cuando pienso que mi demostración sobre el verdadero, y relativamente inofensivo, sentido de “hoja en blanco” es bastante contundente, no me engaño en cuanto a que los partidarios del Rechazo parecen haber tenido cierto éxito (el 26 de abril de 2020 sabremos cuánto) en atribuir a esta expresión connotaciones inconvenientes o peligrosas. Puede ser provechoso reflexionar sobre este fenómeno.
Lo primero que debe reconocerse es que la expresión misma “hoja en blanco” es resbaladiza (es fácil que se escape de las manos). Más allá de lo que se quiera decir con ella, la idea de blanco es muy fácil de asociar a vacío, incertidumbre y riesgo (así, por ejemplo, cheque en blanco, mente en blanco). Es, precisamente, el tipo de concepto que incomoda naturalmente a las clases medias y a los electorados de centroderecha. Los líderes e intelectuales del Rechazo lo advirtieron de inmediato. Y, por eso, le han dado como caja.
El tema que comentamos es un ejemplo más de los riesgos de usar metáforas en el terreno de la política o las ciencias sociales. Estas figuras retóricas tienen, por supuesto, la virtud de ser un gran vehículo para colocar una idea en la esfera pública. Todos entendemos rápido qué significa que el cobre sea el “sueldo” de Chile, que les negaremos “la sal y el agua”, que con Tomic “ni a misa” o que la revolución de Allende iba a ser con “vino tinto y empanadas”. Más recientemente, “Chilezuela”. Por mi parte, yo quisiera pensar que “La Casa de Todos y Todas” es una metáfora que transmite bien un conjunto de ideas sobre una Constitución deseable.
El problema de las metáforas, no obstante, es que, precisamente por la gruesa simplificación que suponen, es relativamente fácil que puedan volverse contra sus creadores, especialmente, por supuesto, cuando los adversarios las sacan de su contexto original.50
No creo, sin embargo, que este sea únicamente un problema de las reminiscencias o resonancias puramente semánticas de una frase. Si la “hoja en blanco” ha terminado por complicar un poco el alegato por una Nueva Constitución ante ciertas audiencias es porque la expresión, en sí misma, confirma, en una parte del público, el diagnóstico crítico o desconfiado que ya tienen esas personas sobre el emisor del mensaje. Precisamente porque hay un número no desdeñable de chilenas y chilenos que piensan que la izquierda es utópica y maximalista es que “hoja en blanco” toca una tecla sensible en su intención de voto. Aquí no hay pura paranoia. Seamos francos, existe, efectivamente, una parte de la izquierda que quisiera hacer todo de nuevo y que, además, vive pensando que faltan apenas dos días para poder asaltar el Palacio de Invierno.51
La realidad, en todo caso, es que el proceso constituyente que se acordó el 15 de noviembre de 2019 no tiene nada de revolucionario. Como se verá un poco más adelante, el mecanismo que se somete al Apruebo o al Rechazo el 26 de abril de 2020 contiene límites importantes que tienen por objeto garantizar los intereses legítimos de las minorías, evitar decisiones súbitas, promover la búsqueda de acuerdos y evitar que un grupo cualquiera “se lleve la pelota para la casa”.
Un último comentario sobre las aprehensiones políticas que despierta la “hoja en blanco”. No deja de ser extraño que los defensores de la Constitución más fundacional y revolucionaria de la historia de Chile, pues eso fue la Constitución de 1980, se manifiesten, ahora, alarmados ante el peligro de una Nueva Constitución que rompa con la tradición chilena.
Aun cuando es cierto que existe un sector minoritario de la izquierda que pudiere querer traer a Chile un orden constitucional radicalmente distinto a lo que hemos tenido en doscientos años de vida independiente, no es menos cierto que, en las últimas décadas, los verdaderos portaestandartes de las banderas de la tradición constitucional chilena han sido los partidos políticos de centro y centroizquierda. Esto es, sectores que empujan con fuerza la idea de Nueva Constitución.
En este punto, estoy muy de acuerdo con Genaro Arriagada, Jorge Burgos e Ignacio Walker, que en 2017 señalaban: “Las constituciones son cuerpos vivos que surgen de la historia y la historia de Chile no parte en 1828, 1833, 1925 o 1980, ni se funda o refunda la nación en cualesquiera de esas fechas. Una Nueva Constitución tiene que recoger la evolución histórica y constitucional de Chile, teniendo como hilo conductor la construcción –siempre tentativa e imperfecta– de una república democrática, que es el anhelo compartido desde los ensayos constitucionales de 1811-1830, en los albores de la república. Una Nueva Constitución no reescribe la historia ni es un ejercicio fundacional. Menos en un país como Chile que tiene una tradición democrática, republicana y constitucional, forjada en una evolución histórica, con avances y retrocesos, continuidad y cambio, con períodos de estabilidad y ruptura, forjando una historia de la que, más allá de nuestros acuerdos y desacuerdos, debemos sentirnos orgullosos”.52
Valoremos, entonces, que una eventual discusión en la Convención Constitucional se dará en condiciones de igualdad (“hoja en blanco” bien entendida). Todos los sectores representados llegarán a la Convención portando una parte de nuestra tradición constitucional. Sabrán que si quieren colocar alguna idea en el proyecto de Nueva Constitución tendrán que convencer a los 2/3 de la Asamblea. Y así como nadie podrá conseguir la incorporación en la Constitución de algún concepto nuevo con mayorías del 51% (que es, quizás, lo que le gustaría a la izquierda más radical), nadie podrá, tampoco, mantener intactas las normas actuales por el hecho de contar con un tercio (que es la situación de ventaja estructural de que ha gozado la derecha en las últimas décadas).
Caja de pandora
Otro de los temas centrales de la campaña del Rechazo es la advertencia que se hace al país en el sentido de que la Convención Constitucional que se instalaría en caso de ganar el Apruebo sería una especie de caja de Pandora. No lo han dicho con estas palabras, pero me parece que esta imagen capta bien el tenor del discurso sobre los peligros de que se abra en Chile una Asamblea o Convención Constituyente.
La caja de Pandora es una trampa mitológica.
Zeus, el Gran señor del Olimpo, se enojó con Prometeo. La razón: desobedeciéndole, Prometeo ayudó a los seres humanos entregándoles el poder del fuego. En su ira, el padre de los dioses decide vengarse de Prometeo, pero también de su familia y, en general, de todas las personas. Una parte de su vendetta consistió en hacer dos regalos envenenados a Epitemeo, hermano de Prometeo: Pandora, la primera mujer –ser bello, caprichoso e inconstante que será su esposa–, y un ánfora tapada (una caja, decimos ahora) que contiene en su interior todos los males que afligen a los seres humanos (enfermedades, hambre, fatiga, etc.). Alertado de la trampa, Prometeo advierte a su hermano y a su mujer que no se les ocurra destapar el susodicho envase, pues una vez que las calamidades salgan del recipiente ya no habrá manera de volver a guardarlas. Muy en línea de otras historias antiguas, lastradas por el machismo, la causa del desastre va a ser la curiosidad malsana de la mujer, Pandora. Ella cede a la tentación, abre la tapa y suelta el infierno.53
Una caja de Pandora es, entonces, un artefacto aparentemente inofensivo (y probablemente bonito por fuera), pero que lleva en su interior un montón de peligros y desgracias. Los que desean hacerte daño te regalan envases como este. Los que te quieren, en cambio, te alertan para que no los abras.
La campaña del Rechazo ha intentado caracterizar a la Convención Constituyente que tendríamos que elegir para elaborar un proyecto de Nueva Constitución en caso de ganar el Apruebo como una estructura que, tras una apariencia inocente, esconde una gran cantidad de peligros para la sociedad chilena. Una vez puesta a funcionar la Convención, se nos dice, ya sería demasiado tarde para intentar detener el cúmulo de desgracias que podrían precipitarse sobre nuestro país (populismo desatado, polarización, etc.). No habría manera de evitar, se agrega, que, una vez instalada la Convención, ella misma decida, y por mayoría simple, sacudirse de todas las limitaciones que se le puedan haber fijado.54 O sea, la Convención sería una caja de Pandora. Mejor no abrirla. El colofón: ¡Vote Rechazo!
En las páginas que siguen quiero someter a escrutinio el razonamiento que acabo de sintetizar. Antes de hacer la crítica, sin embargo, quiero decir algo sobre la cuestión de los peligros o riesgos.
Las personas razonables tratan de evitar, si es posible, las situaciones peligrosas. Y si van a enfrentar una que saben riesgosa, toman medidas para reducir la probabilidad del siniestro y para amortiguar el impacto, en caso de acaecimiento. Existen, por supuesto, personas con más aversión al riesgo y otras un poco más audaces. El punto es que las personas sensatas le tienen respeto al peligro. Y con mayor razón cuando lo que está en juego, no es solo tu propio bienestar, sino que es el futuro de tus hijas e hijos.
Dado lo anterior, no tengo nada que reprochar a quien toma en cuenta los riesgos o peligros envueltos en un determinado curso de acción. Tengo clara la diferencia entre una persona valiente (alguien que, en aras de un bien superior, y luego de un discernimiento sobre sus responsabilidades, está dispuesta a arriesgar su propia situación) y una persona temeraria (alguien que, sin pensarlo mucho, arriesga todo lo que tiene, y todo lo que tienen los demás, con tal de conseguir lo que le parece atractivo). Admiro a los héroes. No me gustan los aventureros.
Los países no pueden vivir en la incertidumbre. No estamos pensando solamente en la necesidad de ofrecer algunas certezas a las personas y empresas interesadas en invertir, aunque eso, sin duda, es muy importante. Todas las personas necesitamos tener una cierta idea de lo que podrá ocurrir. Esto que venimos diciendo es una buena razón para evitar un proceso constituyente que se eternice. En este sentido, dos años, entre plebiscito de entrada y plebiscito de cierre, parece un período razonable.
Ahora bien, una cosa es analizar y ponderar los riesgos. Y buscar cauces, límites y plazos. Otra, muy distinta, me parece, es pretender que todo esté perfecta y completamente bajo control. Eso no es posible. No para nuestras vidas personales. Ni para la vida de nuestras naciones.
Todas las opciones que se nos ofrecen implican, siempre, algún riesgo. Y esto vale también, por supuesto, para las alternativas políticas. ¿Puede –honestamente– un partidario del Apruebo prometer que en caso de ganar su preferencia todo va a salir bien en la Convención? O, al revés, ¿puede asegurarnos responsablemente un proponente del Rechazo que, de ganar su opción, el actual presidente y el actual Congreso van a poder acometer con éxito la tarea de llevar adelante las reformas que se piden y que ellas, además, tendrán el efecto legitimador y pacificador deseado?
No me parece que sea serio ofrecer seguridades absolutas. Lo que unos y otros sí pueden hacer, y deben hacer, es plantear opciones viables y comprometerse luego del plebiscito a contribuir para que las cosas salgan de la mejor manera posible.
Y así como debiéramos desconfiar de aquellos liderazgos que ofrecen planes perfectos, con cero costo y cero riesgo, tampoco debiéramos, como ciudadanos, ponernos en situación de pedir ese tipo de seguridades. En la medida que no estamos armando una charada para engañar al Pueblo, tenemos que considerar la libertad de las personas y la ineludible cuota de incertidumbre que ella genera.55
Formulada mi opinión general sobre el tema de los peligros, me interesa, ahora, argumentar que la operación constituyente que definió el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, luego ratificado por reforma constitucional de diciembre del mismo año, es un proceso de carácter muy institucional, sujeto a reglas procedimentales que promueven el acuerdo, respetuoso de límites sustantivos importantes y que deja al Pueblo tres oportunidades para pronunciarse directamente. Nada que ver con una caja de Pandora. Veamos.
Comienzo destacando el hecho de que el proceso constituyente se inicia con una primera votación popular que no define todavía ningún aspecto de contenido. Lo que haremos el 26 de abril de 2020, en caso de ganar el Apruebo, es apoyar la idea de discutir un proyecto de Nueva Constitución. Ni más ni menos. Esto es lo más parecido a lo que se conoce en el lenguaje de la tramitación parlamentaria como “la idea de legislar”. El eventual triunfo del Apruebo deja intacta, por ende, la facultad de todas y todos, sea que hayan votado Apruebo o Rechazo, para poder seguir acompañando, y vigilando, el proceso, eligiendo convencionales en octubre de 2020 y, muy importante, conservando el importantísimo derecho a tener la última palabra, probablemente a principios de 2022, en el momento en que deba decidirse en el plebiscito de cierre si se acepta, o no, el proyecto que emane de la Convención.
A diferencia de lo ocurrido con el Brexit, entonces, el proceso constituyente chileno no pretende resolver en un solo ejercicio de soberanía todos los aspectos de un problema (con un solo sí o con un solo no). Las personas podemos dar el visto bueno al Apruebo reteniendo en nuestras manos la posibilidad de negar más adelante nuestra ratificación si consideramos que la Convención no logró consensuar un proyecto de Nueva Constitución que nos parezca satisfactorio. De hecho, el mecanismo acordado es todo lo contrario al cheque en blanco.
Me parece importante, en segundo lugar, que la reforma constitucional haya sido muy clara en definir de manera perentoria el propósito único que tiene la Convención (“La Convención no podrá intervenir ni ejercer ninguna otra función o atribución de otros órganos o autoridades establecidas en esta Constitución o en las leyes”, art. 135), así como los plazos de que dispone para cumplirlo (“La Convención deberá redactar y aprobar una propuesta de texto de Nueva Constitución en el plazo máximo de nueve meses, contado desde su instalación, el que podrá prorrogarse, por una sola vez, por tres meses”, art.137).
A continuación, quisiera valorar la regla según la cual los acuerdos de la Convención deben reunir los 2/3 de sus miembros. En la medida que resulta bastante previsible que para las elecciones de convencionales se va a manifestar un paisaje político con al menos siete u ocho fuerzas relevantes, ninguna con más del 20% de los votos, y, ojalá, con un número importante de independientes, podemos afirmar que la ya indicada regla de los 2/3 asegura que ningún sector podrá imponer su propia idea de Constitución, existiendo todos los incentivos para que todos cedan un poco en aras de acuerdos amplios.56 Esta circunstancia tiene el efecto adicional de volver ilusorias las pretensiones de una refundación total.
Ahora bien, y a fin de asegurar que las reglas de quorum y funcionamiento sean respetadas, la reforma constitucional de diciembre de 2019 consideró una acción para que cualquier minoría significativa de convencionales pueda pedir a la Corte Suprema que anule actos realizados en infracción al marco procedimental establecido. Es la materia del nuevo artículo 136 de la Constitución Política:
– Se podrá reclamar de una infracción a las reglas de procedimiento aplicables a la Convención, contenidas en este epígrafe y de aquellas de procedimiento que emanen de los acuerdos de carácter general de la propia Convención. En ningún caso se podrá reclamar sobre el contenido de los textos en elaboración.
– Conocerán de esta reclamación cinco ministros de la Corte Suprema, elegidos por sorteo por la misma Corte para cada cuestión planteada.
– La reclamación deberá ser suscrita por al menos un cuarto de los miembros en ejercicio de la Convención y se interpondrá ante la Corte Suprema, dentro del plazo de cinco días desde que se tomó conocimiento del vicio alegado.
– La reclamación deberá indicar el vicio que se reclama, el que deberá ser esencial, y el perjuicio que causa.
– El procedimiento para el conocimiento y resolución de las reclamaciones será establecido en un Auto Acordado que adoptará la Corte Suprema, el que no podrá ser objeto del control establecido en artículo 93 número 2 de la Constitución.
– La sentencia que acoja la reclamación solo podrá anular el acto. En todo caso, deberá resolverse dentro de los diez días siguientes desde que se entró al conocimiento del asunto. Contra las resoluciones de que trata este artículo no se admitirá acción ni recurso alguno.
En adición a lo ya indicado, el artículo 135 de la reforma constitucional establece, además, que “el texto de Nueva Constitución que se someta a plebiscito deberá respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas, y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
Esta norma es de extraordinaria importancia. Deja absolutamente en claro que el proyecto de Nueva Constitución tiene que respetar ciertas definiciones fundamentales en materia de derechos humanos (p.e., en materia de Derechos del niño, convención contra la Tortura, Convenio 169 de la OIT sobre pueblos originarios, derecho de la mujer, derecho a la libertad religiosa, derecho a la libertad de educación, etc.).
Como hemos visto, tanto el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 como la reforma constitucional de diciembre de 2019 contemplan importantes garantías. La Convención Constitucional chilena se encontrará, entonces, muy lejos de ser el mitin soberanista rousseauneano que a algunos excita y a otros espanta. Será un órgano estatal con un fin definido, con un plazo establecido y con límites fijados.
Se me dirá, por algún escéptico, que le estoy concediendo demasiada importancia a unos bordes que solo existen en el papel de la Constitución. Puedo imaginar la mirada condescendiente y el comentario sarcástico: “Típico de la ingenuidad DC. No sabe este caballero que las normas pueden ser vulneradas o burladas”.
No se me escapa, por supuesto, que puede haber personas o grupos que intenten pasar a llevar el marco constitucional acordado para la Convención. El punto a considerar, sin embargo, no es si existen ganas de pasar a llevar las reglas acordadas, lo crucial es evaluar si esas personas que pueden tener esas ganas tienen, además, los medios necesarios para imponer a todo el resto su conducta fraudulenta.
Y es aquí donde algunos de quienes están asustados por el riesgo de una Convención que se toma todo el poder olvidan que esa hipótesis supone, necesariamente, que quienes dan ese golpe revolucionario tienen poder suficiente para hacerlo. Es decir, la consumación del peligro supone que se den ciertas condiciones objetivas.
Si Hugo Chávez pudo hacer lo que hizo en Venezuela es porque él contaba con una correlación de poder que le permitía desafiar cualquier eventual reclamo de la prensa, de los organismos internacionales o de los tribunales internos. Esa posición hegemónica se expresaba en las siguientes tres circunstancias. Chávez tenía, a la época del proceso constituyente, un inmenso apoyo popular. Era la cabeza de una fuerza política homogénea, disciplinada y muy fuerte. Y, tercero, y esto es probablemente lo más decisivo, este caudillo se las había arreglado para tener control total sobre las Fuerzas Armadas. Son las bayonetas, a fin de cuentas, las que permiten transformar una bravata en una realidad.
Me llama la atención que se intente asustar a la población de nuestro país con la posibilidad de una convención que se desborde. Para que esa fuera una amenaza creíble en Chile, sería necesario que algún sector interesado en “arrancarse con los tarros” tuviera a su disposición los factores de poder real recién anotados. Y resulta que ello no ocurre.
No hay caudillo carismático que, desde un 60% de popularidad, lidere el proceso constituyente
No existe tampoco un gran partido político disciplinado y coherente, con capacidad de imponer, por sí solo, su propia agenda constitucional. De hecho, como lo comenté un poco más arriba, a la Convención van a llegar por lo menos cuatro derechas, dos centros y cuatro izquierdas, cada una con su propio perfil.
No hay tampoco bayonetas disponibles para ejecutar los movimientos inconstitucionales. Las Fuerzas Armadas han demostrado claramente en los últimos años que no tienen ningún interés en prestar su respaldo a un proyecto político determinado y, menos aún, a un proyecto político bolivariano, chavista o extremista.
No es necesario
Los argumentos que ya hemos examinado (“no es el momento oportuno”, “hoja en blanco”, “caja de Pandora”) apelaban, todo ellos –con mayor o menor fundamento– al temor que sentirían algunos compatriotas al contemplar la posibilidad de que Chile se embarque en un proceso que se estima peligroso (para la economía, para los derechos de las minorías, para la paz, etc.).
El argumento que vamos a analizar a continuación apela a un sentimiento distinto al miedo. Apunta al pragmatismo. ¿Para qué vamos a gastar tiempo y recursos en un proceso constituyente que puede tomar hasta dos años, si resulta que yo le puedo asegurar que todas las cosas concretas que usted quiere yo se las puedo entregar igual, “fácil y bonito”, sin necesidad de Nueva Constitución?
El descrito es, me parece, el núcleo argumental de las campañas “Rechazar para Reformar” y “Hagámosla corta”. Siendo ambas bastante parecidas, existe, sin embargo, algún matiz de diferencia entre ellas.
La primera, “Rechazar para reformar”, de un sector de Renovación Nacional, busca darle un cariz propositivo a la campaña del Rechazo, destacando que ellos sí están disponibles para hacer importantes reformas a la Constitución, pero que no creen que sea necesario ni conveniente tener una Convención Constituyente. Y para que al votante no le queden dudas, los promotores han dado a conocer una impresionante lista de reformas constitucionales que se comprometen a aprobar en el Congreso (¿solo si gana el Rechazo?).57
La segunda, “Hagámosla Corta” es de la UDI y pone el acento más bien en la política social. Se le explica al votante que todas sus demandas concretas (Pensiones, Salud, jornada laboral, medio ambiente) se pueden resolver, de una, con nuevas leyes, sin necesidad de cambiar la Constitución.
Ambas campañas tienen el aire inconfundible de las promociones comerciales. La empresa, en este caso los comandos del Rechazo, ya sabe lo que realmente quieren los consumidores (incluso mejor que ellos mismos). Y del mismo modo en que las empresas de telefonía, por ejemplo, compiten con el número de gigas, número de minutos libres, 3G o 4G y ancho de banda, estas campañas políticas por el Rechazo se encargan de enfatizar el número de reformas que se prometen y la velocidad con que se entregará el producto. Y, por supuesto, se destaca que este servicio, a diferencia del otro (Nueva Constitución), es sin papeleo ni burocracia.
Debo confesar que siempre me ha incomodado la política que trata al ciudadano como un simple consumidor. No creo que le haga bien a la política. Tengo la impresión, además, de que se trata de una aproximación contraproducente. Sospecho, en efecto, que la gran mayoría de las personas entiende que en la plaza ciudadana debemos actuar con una lógica distinta a la del mall.
Este no es, por supuesto, un libro para analizar el estilo de la propaganda política. Lo que sí me parece pertinente, en todo caso, es revisar cuáles son los argumentos de orden constitucional que subyacen a los distintos mensajes.
En la base de la propuesta de “Rechazar para reformar” está la convicción según la cual el problema constitucional chileno es más un problema de contenidos que de procesos. Por lo mismo, se piensa que para efectos de salvar el déficit de legitimidad que pudiere tener la Carta Fundamental vigente no es necesario desplegar un proceso constituyente participativo ad hoc (p.e., una Convención Constituyente integrada en un 100% por ciudadanos elegidos especialmente para elaborar una propuesta y un plebiscito ratificatorio).
Desde la perspectiva del “Rechazar para Reformar”, entonces, las carencias del orden constitucional actual, que se reconocen como tales, se pueden remediar a través de la acción del Congreso Nacional, aprobando un conjunto de reformas constitucionales bien pensadas y que apunten concretamente a cuestiones que la ciudadanía reclama.58
No voy a descalificar el valor que puede tener una reforma bien hecha. Tampoco voy a negar la capacidad de nuestro Parlamento para hacer cambios constitucionales adecuados. La pregunta relevante no es, sin embargo, si el Parlamento puede o no aprobar una buena reforma constitucional. Es obvio que sí puede hacerlo. Lo ha hecho. La cuestión importante es otra: ¿es la vía de la reforma constitucional en el Congreso el camino idóneo y suficiente, a principios de 2020, para proveer de la legitimación política y ciudadana que la Constitución chilena parece necesitar?
Esta no sería, por supuesto, la primera vez que se prueba este camino. Lo intentó el presidente Lagos el año 2005. Con la perspectiva del tiempo, nosotros sabemos que, más allá de lo importantes y valiosas que fueron las reformas aprobadas ese año (y fueron muy importantes y muy valiosas), el hecho incontestable es que esa operación de reforma no logró dotar de legitimación perdurable a la Constitución de 1980 (aun con cambio de firma). No de otra forma se entiende que apenas dieciocho meses después de esa gran reforma, el Congreso doctrinario del principal partido político de centroizquierda plantee la necesidad de una Nueva Constitución.59
Aquí no se trata de dudar de las intenciones de los parlamentarios que a cambio del Rechazo prometen reformar. De hecho, estoy convencido de que el senador Allamand, por ejemplo, impulsor principal de esta postura, ha tenido siempre una genuina voluntad reformista, tanto en el orden constitucional como en materias económico-sociales.60 Lo que corresponde, sin embargo, es evaluar, con máximo rigor, la plausibilidad o viabilidad de lo que se propone. Para ese efecto, formulo algunas preguntas.
¿Cuáles serían los antecedentes para pensar, seriamente, que una eventual reforma constitucional impulsada por el senador Andrés Allamand y el diputado Diego Schalper, principales auspiciadores de esta solución constitucional, pudiera lograr el 2020 lo que no pudo lograr Ricardo Lagos con su reforma el 2005?
La Constitución actual ha sido objeto de 41 reformas. Ni siquiera la suma de todas ellas ha logrado generar el tipo de lealtad o adhesión ciudadana que una buena Constitución necesita. ¿Por qué tendríamos que pensar que una reforma número 42, firmada ahora por el presidente Piñera, va a dar el ancho necesario donde las anteriores 41 se habrían quedado cortas? ¿La 42 es la vencida? ¿El 2020? ¿Después del estallido social?
Supongamos que la propuesta de “Rechazar para Reformar” considera que las reformas aprobadas por el Congreso Nacional ahora, a diferencia de lo que ha ocurrido con todas las reformas de 1990 en adelante, serán luego sometidas a plebiscito. ¿Será ese plebiscito ratificatorio el plus suficiente y necesario para darle a estas reformas el punch legitimador que le faltó a las anteriores? ¿Habrá 2/3 en el actual Congreso Nacional, luego de un hipotético triunfo del Rechazo, para implementar esta fórmula? ¿Ratificará, luego, el Pueblo una propuesta que venga del actual Congreso Nacional?
Invito a usted, lectora o lector, a que, con la mano en el corazón, responda a las interrogantes que acabo de plantear. Me atrevo a pensar que la mayoría concluirá conmigo que “Rechazar para Reformar” es un camino que lleva …a ninguna parte.
Mi opinión es que la legitimación amplia y perdurable de la Constitución requiere de bastante más que una nueva reforma constitucional aprobada en el Congreso Nacional. Demanda, creo yo, de un proceso altamente inclusivo y participativo. Supone, me parece, un momento de deliberación con dedicación exclusiva y de a lo menos un año. Debiera ser tarea de un grupo de ciudadanas y ciudadanos elegidos especialmente para ese efecto y bajo reglas que aseguren paridad, presencia de independientes y representantes de pueblos originarios. De esa Asamblea podrán surgir los grandes acuerdos que puedan, luego, ser propuestos al conjunto de la ciudadanía para su juicio definitivo.
Soy una persona que valora altamente el papel del Congreso Nacional. De hecho, como se verá en el capítulo 7 de este libro, soy partidario de reforzar sus competencias. Tengo, además, aprecio por el patriotismo y la dedicación de la gran la mayoría de quienes han ejercido, y ejercen hoy, la función parlamentaria. He llegado a la convicción, sin embargo, de que, si queremos que la tarea constituyente que debe ser realizada en la actual coyuntura histórica tenga éxito, debemos sumar dimensiones políticas y ciudadanas adicionales.
El Congreso Nacional ha jugado y jugará un rol importante en el proceso Constituyente. Si afirmo que el Congreso no está en condiciones de asumir, por sí solo, todo el peso del proceso constituyente, no estoy agraviando su dignidad ni menoscabando el valor de la institucionalidad ordinaria de la democracia constitucional.
Pasemos, ahora, a examinar la tesis constitucional en que se funda la campaña de la UDI (“Hagámosla corta”): Nada habría en la Constitución Política de 1980 que impida al Parlamento aprobar, ahora, el conjunto de cambios legales que la ciudadanía reclama en materia de pensiones, salud, etc.
El planteamiento que examinamos rechaza, entonces, una de las acusaciones que más habitualmente se le hacen a la Constitución de 1980 desde la centroizquierda y la izquierda, esto es, que sería una Carta Fundamental comprometida con los principios del neoliberalismo y que, desde esa posición militante, ella impide a las mayorías promover políticas públicas de corte socialista o socialdemócrata.61
Este argumento contra el cambio constitucional niega también que la propia Constitución de 1980 haya entronizado, ella misma, las AFP, las isapres, la privatización del agua, el Estado mínimo y el laissez faire, en general.
Pues bien, ¿quién tiene la razón? ¿Los defensores de la Constitución que afirman, ahora, que ella no impide que puedan aprobarse cambios legales de corte progresista? ¿O aquellos partidarios de una Nueva Constitución que acusan a la actual Carta Fundamental de blindar el modelo económico-social imperante desde fines de los años setenta?
Dije más arriba que iba a intentar alejarme de las posturas maniqueas. Pues bien, una respuesta razonada a la pregunta anterior tiene que introducir varias distinciones y matices. Veamos.
No creo que alguien pueda molestarse si afirmo que la Constitución de 1980 es un texto que contiene un conjunto importante de definiciones sustantivas sobre el orden político, social y económico. Este fue, por lo demás, uno de los atributos que más destacaron, en su momento, los autores de esta Carta.
Dejemos que sea el propio general Pinochet quien explique este rasgo de la Constitución de 1980. El 11 de agosto de 1980, al momento de presentar al país el proyecto de Constitución que sería plebiscitado treinta días más tarde, señaló textualmente: “…la experiencia vivida por nuestro país hace más patente el error que significa considerar a la forma democrática de Gobierno como un fin en sí misma, en circunstancias que ella solo es un medio, cuya legitimidad y validez depende de su capacidad para servir a la libertad, la seguridad, el progreso y la justicia como forma de vida, verdadero objetivo y finalidad última del esquema institucional que propiciamos. Es por ello que, a diferencia de la neutralidad que caracterizó al sistema que se derrumbó en 1973, la auténtica democracia que impulsamos asume un claro compromiso con los valores enunciados y procura dificultar al máximo los factores que puedan corroerlos. Debo recalcar que todo el texto constitucional está concebido bajo esta inspiración fundamental”.62
Más adelante, Pinochet explica cómo este compromiso valórico de la Constitución de 1980 aterriza en el terreno económico: “Igual inspiración libertaria orienta la adopción constitucional de las bases de un sistema económico libre, fundado en la propiedad privada de los medios de producción y en la iniciativa económica particular, dentro de un Estado subsidiario. Crucial definición, que el sistema institucional anterior no contenía, y que ahora se levanta como sólido dique en resguardo de la libertad frente al estatismo socialista”.63
Durante décadas, esta concreta característica de la Constitución de 1980, su cualidad de valórica como opuesta a la neutralidad, fue motivo de elogio para los juristas que la querían defender.
Me parecería más que sospechoso si esos mismos constitucionalistas conservadores que, hasta hace un par de años, aplaudían a la Constitución de 1980 por estar camiseteada con los valores y principios de lo que llaman “la sociedad libre”, ahora, en el fragor de la campaña para el plebiscito de Abril de 2020, trataran de convencer al país de que esa Carta Fundamental es un documento axiológicamente neutral, o agnóstico, y que no toma posición en materias sociales o económicas (“¿camuflar para salvar?”).
Hemos visto que la Constitución de 1980 no es neutra. Ahora bien, y para no cargar las tintas, hay que reconocer que ella no entra al detalle de las políticas públicas. Es verdad, entonces, que la Constitución no se refiere expresamente ni a las AFP ni a las isapres. Ni siquiera menciona por su nombre a la subsidariedad.
Pero no nos confundamos. Del hecho de que la Constitución no use las palabras AFP o isapre no se puede desprender que ella, la Constitución, haya dejado al legislador democrático un margen amplio para resolver cómo quiere abordar la seguridad social o la salud.
El problema de la Constitución de 1980 no es, en todo caso, que a veces le raye la cancha al legislador. El problema es que a veces va mucho más allá y le dice cuál es la jugada que debe hacer.
En un sentido importante, las constituciones tienen por objeto poner límites a las cosas que pueden hacer las mayorías. Cuando esos límites derivan del reconocimiento de ciertos derechos esenciales de las personas y no afectan la libertad que debe tener la comunidad política para decidir sobre los aspectos de mérito o de oportunidad, el control de la política que hace la Constitución es justo y necesario. Y compatible con la democracia. En cambio, cuando los límites corresponden, más bien, a los intereses o la ideología de uno de los sectores políticos de la comunidad, tenemos una Constitución con un problema de legitimidad. Y reñida con la democracia.
Yo creo que existe bastante evidencia para afirmar que la Constitución de 1980 ha sido usada por la derecha, muchísimas veces, como un arma más de su arsenal político. Como un instrumento para impedir un cambio legislativo sobre un asunto opinable o para mejorar una posición negociadora. El número de ocasiones en que diputados o senadores de derecha han acudido al Tribunal Constitucional para que este invalide la que ha sido la decisión de una mayoría del Parlamento es muy alto. Otras veces ni siquiera fue necesario activar el requerimiento. Bastaba la amenaza.64 Y si en algunos casos puede decirse que el requerimiento buscaba frenar un auténtico abuso de poder, en muchos otros casos estamos, más bien, ante la activación del subsidio que esta Constitución le concede a una minoría, mientras sea conservadora en lo social o liberal en lo económico.
Me interesa ser preciso en mi juicio. En algunos de los casos en que la derecha invoca a la Constitución, y consigue su apoyo, ella ha apelado a una definición favorable a sus intereses que sí está contenida en la Constitución. En otros casos, lo que se ha pretendido, y a veces se ha logrado, es que se zanje una discusión política sobre la base de una sobreinterpretación conservadora de la Constitución. En esta segunda situación, la “culpa” de la correspondiente mutilación a la prerrogativa democrática de las mayorías no es de la Constitución, sino que es consecuencia del hecho de existir mayorías en la doctrina y la jurisprudencia que, más allá del texto de la Carta Fundamental, han logrado imponer una lectura manifiestamente ideológica.
Como sea, los gobiernos de centro e izquierda han actuado todos estos años sabiendo que existía una más que estrecha relación entre las posiciones que defendía la derecha y lo constitucionalmente posible. La ciudadanía en general y las organizaciones sociales también se dieron cuenta de que vivían bajo una Constitución que tenía su corazoncito corrido hacia la derecha.
Visto lo anterior, no tendría por qué sorprender que a los pocos días de producido el estallido social del 18 de octubre de 2019 junto a los carteles y canticos alusivos al precio de los remedios o el monto de las pensiones, empezaran a aparecer, cada vez más, pendones y gritos pidiendo Nueva Constitución.
Yo supongo que puede haber personas que piensen que la “constitucionalización” de la demanda social es fruto de una muy hábil manipulación de masas por parte de una elite sobreideologizada. Lo que habría ocurrido, según esta peculiar lectura, es que un Pueblo que marchaba un lunes o martes por sus demandas concretas y urgentes, habría sucumbido en cuestión de horas o días a un tremendo engaño colectivo, de modo que el jueves o viernes, de la misma semana, marcha por una causa distinta (Nueva Constitución) que, en verdad, no sería suya, sino que habría sido implantada en su consciencia por Fernando Atria y cía.
La verdad, en todo caso, es que existe una explicación más lógica y simple para entender por qué una de las principales demandas del millón doscientas mil personas que marcharon en Santiago el 25 de octubre de 2019 fue por un Plebiscito, una Asamblea Constituyente y una Nueva Constitución. Esas mismas personas venían escuchando, por mucho tiempo, y a cada rato, cómo, frente a cada uno de sus reclamos sociales, se les respondía, desde la derecha y el gobierno de Sebastián Piñera, que lo que pedían era inconstitucional.
¡Queremos fin al lucro en la educación! No. Eso vulnera la Constitución.
¡Queremos sindicatos más fuertes! No. Viola la Constitución.
¡Queremos fin a las AFP! No. Eso es contrario a la Constitución.
¡Queremos una jornada laboral de 40 horas! No. Eso es inconstitucional.
¡Queremos que el agua sea, de verdad, un bien nacional! No. Inconstitucional.
¡Queremos modificar la ley de pesca! No. Eso viola la Constitución.
¡Etc., etc. y etc.! No. Eso también es inconstitucional.
Apenas dos semanas antes del 18 de octubre de 2019, la prensa escrita daba cuenta de que en el Palacio de la Moneda circulaba una larga lista con todos los muchos proyectos inconstitucionales que el gobierno se preparaba para llevar al Tribunal Constitucional.
¿Podían, acaso, esperar los que habían usado la “carta” constitucional para el barrido y el fregado de la política que no llegara nunca el momento en que las mayorías ciudadanas le cuestionaran su Constitución? Y pidieran una Constitución que sea de todos y todas.
Esta asociación entre los problemas concretos de igualdad y la cuestión constitucional ya la venían haciendo con mucha fuerza algunas personas desde 2011 (pienso en el movimiento “Marca tu voto”). Para una mayoría, la idea de una Nueva Constitución venía siendo sensata desde 2013 (medido en todas las encuestas). Hay unos doscientos mil compatriotas que llevaron esa convicción a los Encuentros Locales Autoconvocados y Cabildos del año 2016. Lo que ocurre a fines de 2019, entonces, es que esta asociación se vuelve más evidente. Y el reclamo más potente.
A la luz de lo anterior, me resulta bastante paradojal que algunas de las mismas personas que usaron tantas veces la Constitución de 1980 para frenar o bloquear una política social (¡Si hasta la ley Zamudio la llevaron al TC!), ahora hagan una campaña diciendo que esa Constitución no es obstáculo para ningún cambio o reforma legal. Y que todo se puede hacer con la misma Constitución. Y que es más corto… Ufff.
Se habrá dado cuenta la lectora, el lector, que hay líneas argumentales que me sacan un poco del tono gentil que trato de imprimir a este libro. Es que a veces cuesta mucho.
Trato, ahora, sin embargo, de volver a la ecuanimidad. He dicho que la Constitución de 1980 ha tenido una aplicación que ha tendido a favorecer a un sector de la política chilena y que ha sido impedimento para que se aprueben algunas reformas que pertenecen al terreno de lo opinable. Quisiera, a continuación, hacer un par de puntualizaciones que me parecen necesarias para tener un cuadro equilibrado.
En primer lugar, deseo señalar que la Constitución de 1980, con sus muchas reformas, no ha impedido que en el curso de los últimos treinta años se aprueben algunas importantes modificaciones al modelo económico-social impuesto por la dictadura. Siguiendo en esto a Ricardo Ffrench Davies, me parece que puede sostenerse, con fundamento verificable, que ese conjunto de reformas ha significado avanzar desde el neoliberalismo hacia una estrategia con más elementos de equidad.
Entiendo, por supuesto, que la identificación de cuántas han sido estas reformas importantes que sí se han podido aprobar y cuán trascedentes han sido es una cuestión altamente opinable.65 Me atrevo a incluir en esta categoría de cambios profundos, entre otras, a las reformas laboral y tributaria del presidente Aylwin; AUGE, Chile Solidario y Divorcio del presidente Lagos, y Pilar Solidario, Educacional, Tributaria, Electoral y Aborto en tres causales de la presidenta Bachelet.
Yo no estoy de acuerdo con todas las reformas y políticas que acabo de citar, pero reconozco que ellas representan cambios significativos. Como es normal, y legítimo, hubo personas que se oponían a esas iniciativas. En todos esos casos, era posible que alguien hubiera podido invocar la Constitución contra ellas (de hecho, en algunos de estos casos así fue). El punto es que estos cambios sustantivos sí pudieron hacerse. Con la Constitución de 1980.
Lo expresado no borra lo dicho más arriba sobre la cantidad de veces en que la Constitución sí ha operado como dique politizado para frenar proyectos que estaban en el terreno de lo opinable. Espero, en todo caso, que sirva para huir de los juicios demasiado absolutos.
Siempre en el afán de poner todos los elementos sobre la mesa, y no solo los que pueden convenir a una postura, habría que señalar que también han existido, por supuesto, muchos casos en que la Constitución de 1980 ha operado como una barrera razonable a efectos de que no se lesionen los derechos de las personas ni se pasen a llevar los límites a la acción estatal. Piénsese, por ejemplo, en la nutrida e importantísima jurisprudencia garantista en materia de Recurso de Protección o Nulidad Procesal Penal. Toda ella, dictada por órganos y con procedimientos creados por la actual Constitución.
Sería injusto, entonces, sostener que en todos sus años de aplicación en democracia la Constitución actual ha sido pura y simplemente un instrumento de dominación de un grupo sobre otro. En manos de los órganos llamados a su aplicación, los tribunales y la Contraloría, la Constitución ha sido muchas veces un instrumento eficaz para garantizar la libertad y la seguridad jurídica. Como veremos más adelante, la Constitución adolece de ciertos desequilibrios y de un déficit de inclusión importante (p.e., en relación a los pueblos originarios y los derechos de los trabajadores). Pero la crítica, si quiere ser razonable, no puede negar los ámbitos en que la Constitución presenta aspectos valiosos (como, por ejemplo, la independencia que asegura a los tribunales de justicia).
La tragedia de la Constitución de 1980, sin embargo, es que su carácter sectario y poco inclusivo oscurece las muchas cosas buenas que tiene. Y este es el problema de legitimidad que las campañas del Rechazo parecen no querer ver.