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INTRODUCCIÓN

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¿Por qué habré de sentirme desanimado, por qué

habrán de cubrirme las sombras,

por qué habré de estar en soledad, anhelando el

cielo en mi corazón,

Si yo sé que Jesús es mi porción? Constante Amigo

es para mí:

Si Él cuida de las aves, ¿cuánto más no hará por mí?

Civilla D. Martin, 1905

DESPUÉS DE DOS DÉCADAS de ministerio pastoral en la misma iglesia, y después de muchos años de servicio como capellán de hospital, he sido expuesto a la aflicción y la muerte, con mucha más frecuencia de lo que experimenta un pastor promedio. A lo largo de esos años llegué a preguntarme si algún día tendría la oportunidad de escribir acerca de mis experiencias, pero tengo que confesar que, cuando la oportunidad finalmente llegó, yo no estaba preparado.

Lo que tienes en tus manos no es únicamente un típico libro. El escribir ha sido una parte importante de mis propios procesos de duelo. En su práctico folleto Grief: Finding Hope Again [Aflicción: Volviendo a encontrar la esperanza], Paul Tripp escribe: “La muerte es un evento emocionalmente volátil que es doloroso de maneras inesperadas. La muerte desentierra recuerdos que estaban sepultados. Reúne a algunas personas y separa a otras. Le da inicio a ciertas cosas y le pone fin a otras. La muerte mezcla la felicidad con la tristeza.”1 En mi propia experiencia, he aprendido que la muerte provee de una oportunidad, no sólo para ministrar a otros, sino también para experimentar un crecimiento personal como ministros. A medida que ofrecemos consuelo a los demás, también debemos aprender a lamentarnos.

De hecho, mientras estaba comenzando a trabajar en la versión final de este libro, el padre de uno de mis amigos murió. En menos de dos horas, él ya estaba ante la presencia de Jesús. Aprender a caminar a través del doloroso valle de sombra de muerte junto con los miembros de nuestra iglesia es una parte vital de nuestro llamado como pastores. La muerte es dolorosamente real. Si no quisiéramos ser afectados por ella tendríamos que comenzar a ser fríos, insensibles, y distantes de las vidas de las personas. De manera que, debemos aprender a ofrecer un consuelo Cristo-céntrico a todos aquellos que están afligidos, y también debemos aprender a hacerlo llenos de compasión. Esa es la prioridad que ha sido recientemente implantada en mi mente a medida que trabajaba en este libro, ya que Dios ha llevado a varios miembros de mi congregación a enfrentarse cara a cara con la muerte.

La porción del evangelio del libro de Isaías comienza con estas palabras: “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios” (Isaías 40:1). Isaías se ha ganado el sobrenombre de “el profeta evangélico” por su énfasis en las buenas noticias del Mesías venidero, quien es la esperanza y el fuerte consuelo de Israel. Con respecto a este versículo, Warren Wiersbe explica: “La palabra que aquí se traduce como “confortar” [de la versión en inglés “comfort”] proviene de dos raíces latinas que juntas significan “con fuerza.” Así que, cuando Isaías nos dice: “¡Sean confortados!” no usa esa palabra como si estuviera expresando un sentido de lástima por nosotros, sino que en realidad está expresando un sentido de poder. El conforte [consuelo] de Dios no es algo que nos debilita; sino que nos fortalece. Dios, en ese sentido, no está tratando de mostrar conmiseración, sino que a través de esas palabras quiere darnos poder.”2

Abrumado por su fracaso y por el pecado que le atrajo un severo castigo, el pueblo de Dios necesitaba urgentemente una esperanza, la esperanza del perdón de Dios. El versículo 2 continúa: “Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados.”

La esperanza que Isaías da está cimentada en la relación que Dios tiene con Israel como Su pueblo: “Consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios.” Aunque el pecado de Su pueblo era realmente digno de una doble porción de disciplina divina, Dios no estaba dispuesto a darles la espalda. Él estaba dispuesto a cumplir el pacto que había hecho con ellos. Más adelante, a través de la boca de Jeremías, Dios volvió a dar esperanza en medio del dolor de Israel: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis.” (Jeremías 29:11). Ambos profetas proporcionaron un consuelo mesías-céntrico por medio de desviar la atención del pueblo de su pasado y su presente, y dirigir sus miradas hacia la esperanza futura del reino prometido.

Y debido a que nosotros vivimos después del tiempo de la cruz del Calvario, podemos decir que los profetas proporcionaban un “consuelo Cristo-céntrico”, y sabemos que la naturaleza del consuelo que Dios ofrece hoy en día es prácticamente igual. La fuerza del consuelo de Dios no proviene de Su habilidad para cambiar nuestras circunstancias presentes (lo cual podría hacer si esa fuera su intención). Más bien, el consuelo de Dios proviene de Su promesa para nosotros en Cristo, la cual nos asegura que la gloria que un día compartiremos con Él, tendrá un peso mucho mayor al de nuestros sufrimientos presentes (Romanos 8:18; Filipenses 1:6; 2 Corintios 4:17).

Así que, el consuelo Cristo-céntrico es el único consuelo verdadero. Cualquier tipo de consuelo que le demos a las personas y que los lleve a poner su esperanza fuera del evangelio, en el mejor de los casos, les dará un descanso temporal, pero en el peor de los casos será un consuelo engañoso. Si nosotros meramente nos enfocamos en dispensar un consuelo temporal a todos aquellos que sufren, pero fracasamos en la tarea de señalarles la única fuente de verdadero consuelo, que es Jesucristo mismo, entonces contribuiremos a que ellos se engañen, pensando que Dios está de su lado, cuando en realidad es posible que no lo esté. Si esas personas son no creyentes, eso significa que siguen siendo enemigos de Dios, y no podemos ofrecerles ningún consuelo duradero en absoluto, a menos que les señalemos al “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3).

El evangelio nos ofrece una esperanza Cristo-céntrica que nos permite enfrentar directamente la realidad de la muerte. Además, nos ofrece el regalo de la vida eterna que Jesús compró con Su propia sangre. Por lo tanto, cuando no hablamos con delicadeza de la verdad del evangelio en tiempos de aflicción, no estamos aprovechando la función que la muerte cumple como un siervo que está sujeto a los propósitos de Dios. De manera que, cada vez que le demos a alguien palabras de aliento, debemos aprovechar las oportunidades que se generan en cada ministerio ordenado por Dios, y debemos utilizar el dolor terrenal, redirigiendo la atención de las personas hacia las realidades eternas. Joni Eareckson Tada y Steve Estes escriben en su libro When God Weeps [Cuando Dios Llora]: “El dolor de la Tierra sigue aplastando nuestras esperanzas, recordándonos que este mundo nunca puede satisfacernos; y que sólo el cielo puede. Y cada vez que comenzamos a construir nidos que son demasiado cómodos en este planeta, Dios abre las compuertas de la presa, para que una ola fría de sufrimiento nos despierte de nuestra somnolencia espiritual.”3 No debemos desperdiciar estas preciosas (y dolorosas) oportunidades que se nos dan para la demostración de la misericordia y para el avance del evangelio.

Consolar a los afligidos

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