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Junto al agua

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La nieve derretida caía gota a gota de los balcones. La gente caminaba deprisa por la callecita que olía siempre a fritura de pescado. De vez en cuando una cigüeña pasaba volando bajo, con sus patas como palillos que le colgaban de la barriga. Los pequeños gramófonos chirriaban día y noche detrás de las paredes de la tienda donde el joven Amar trabajaba y vivía. En pocas partes de la ciudad recogían la nieve de las calles, y ésta no era una de ellas. Así que durante los meses de invierno iba amontonándose frente a las puertas de las tiendas.

Pero era el final del invierno y el sol calentaba más. La primavera estaba en camino, para derretir el hielo y confundir los corazones. Amar, que estaba solo en el mundo, decidió que era hora de visitar una ciudad vecina, donde su padre le había dicho alguna vez que vivían unos primos suyos.

Temprano por la mañana se dirigió a la estación de autobuses. Todavía estaba oscuro, y el autobús vacío llegó mientras bebía café caliente. Todo el camino fue de curvas y ganchos por las montañas.

Ya era de noche cuando llegó a la otra ciudad. Aquí había más nieve en las calles y hacía más frío. Como esto no era lo que Amar quería, no lo había previsto, y le molestó tener que rebozarse hasta los ojos con el albornoz al salir de la estación. Era una ciudad inhóspita, se dio cuenta enseguida. Los hombres llevaban agachada la cabeza y si se rozaban con alguien ni siquiera alzaban la mirada. Salvo en la calle principal, donde había un poste de luz a cada tantos metros, el alumbrado parecía inexistente, y las callejuelas a la derecha y a la izquierda estaban completamente a oscuras; las figuras vestidas de blanco que entraban en ellas desaparecían al instante.

—Mal sitio —dijo Amar entre dientes. Se sintió orgulloso de venir de una ciudad mejor y más grande, pero esta satisfacción se mezclaba con la ansiedad de tener que pasar la noche en aquel lugar hostil. Desistió de la idea de preguntar por sus primos en ese momento y se puso a buscar un fondouk o unos baños, donde podría dormir hasta el amanecer.

El alumbrado terminaba unos pasos más adelante. Más allá, la calle parecía descender de pronto y se perdía en la oscuridad. La nieve se extendía en una capa de grosor uniforme, y no la habían apartado aquí y allá como en las cercanías de la estación. Alargó los labios para expulsar el aliento en forma de nubecitas de vapor. Al entrar en la zona sin luz oyó el lánguido rasguear de un laúd. La música salía de una puerta a su izquierda. Se detuvo a escuchar. Alguien que se aproximaba desde la dirección contraria se acercó a la puerta y preguntó al hombre del laúd, o eso le pareció a Amar, si no era “demasiado tarde”.

—No —contestó el músico, y tocó unas cuantas notas más.

Amar se acercó a la puerta.

—¿Hay tiempo todavía? —dijo.

—Sí.

Amar pasó por la puerta. Dentro no había luz, pero sintió en la cara una bocanada de aire caliente que salía del pasillo a su derecha. Siguió adelante, tocando con una mano la pared húmeda que se prolongaba a su costado. No tardó en llegar a una gran habitación mal iluminada. En distintos lugares y formando varios ángulos sobre el suelo de baldosas, yacían figuras humanas dormidas envueltas en mantas grises. En un rincón apartado había un grupo de hombres semidesnudos sentados alrededor de un brasero; bebían té y hablaban en voz baja. Amar se les acercó despacio, con cuidado de no pisar a los que estaban durmiendo.

El aire húmedo y caliente era opresivo.

—¿Dónde están los baños? —preguntó Amar.

—Por allá —dijo uno de los del grupo, sin siquiera alzar los ojos. Señaló el rincón oscuro que estaba a su izquierda. Y, en efecto, ahora Amar cayó en la cuenta de que una corriente de calor provenía de aquella parte de la habitación. Se dirigió al rincón sin luz, se desvistió y, después de ordenar su ropa en un montoncito sobre una estera de junco, anduvo hacia el calor. Pensaba en lo desafortunado que había sido llegar a aquella ciudad al anochecer, y se preguntaba si su ropa estaría segura durante su ausencia. El dinero lo llevaba en una bolsita de cuero que le colgaba del cuello. Sin pensarlo pasó los dedos por la bolsita bajo su barbilla, mientras se volvía para mirar la ropa una vez más. Al parecer nadie le había visto desvestirse. Siguió andando. No convenía mostrarse demasiado receloso. Pronto se vería envuelto en una discusión de la que acaso saldría mal parado.

Un niñito surgió de la oscuridad y se le acercó gritando:

—Sígueme, Sidi, te llevaré a los baños.

Estaba muy sucio y desharrapado, y más que un niño parecía un enano. Guiaba a Amar y no paró de hablar mientras descendían en la oscuridad por unas escaleras resbalosas y calientes.

—¿Llamarás a Brahim cuando quieras tu té? No eres de aquí. Tienes mucho dinero…

Amar lo cortó.

—Te daré unas monedas si me despiertas por la mañana. No esta noche.

—Pero, ¡Sidi! No me dejan entrar en la gran sala. Tengo que quedarme a la entrada, y muestro el camino del baño a los señores. Luego vuelvo a la entrada. No puedo ir a despertarte.

—Dormiré cerca de la entrada. Allí hace más calor, de todas formas.

—Lazrag se va a enojar y pasarán cosas horribles. No volveré a casa, o si vuelvo será convertido en pájaro y mis padres no sabrán que soy yo. Es lo que hace Lazrag cuando se enoja.

—¿Lazrag?

—Es el dueño de este lugar. Ya lo verás. No sale nunca. Si saliera, el sol lo quemaría en un segundo, como una paja en el fuego. Al pasar por la puerta caería en la calle todo chamuscado. Nació en la gruta, aquí abajo.

Amar no ponía mucha atención al parloteo del niño. Bajaron por una rampa de piedra, un paso ahora, otro después en la oscuridad, y tocaban la áspera pared mientras avanzaban. Adelante se oían un chapoteo y unas voces.

—Es raro, este hammam —dijo Amar—. ¿Hay un estanque?

—¡Un estanque! ¿No has oído hablar de la gruta de Lazrag? No tiene fin y el agua es profunda y caliente.

Mientras el niño hablaba, salieron a una terraza de piedra elevada unos cuantos metros por encima del borde de un estanque muy grande, alumbrado desde debajo de donde ellos estaban por dos bombillas desnudas; el estanque se extendía en la penumbra y sus límites eran invisibles en la tiniebla total que comenzaba un poco más allá. Del techo colgaban unos picos de piedra. “Carámbanos de hielo gris”, pensó Amar mientras miraba con asombro a su alrededor. Pero aquel era un sitio muy caliente, y el vapor se extendía en un manto fino sobre la superficie del agua y se elevaba constantemente en jirones hacia el techo de roca. Un hombre que chorreaba agua pasó corriendo junto a ellos y se lanzó al estanque. Varios hombres más nadaban en círculos en la zona iluminada por las bombillas, pero ninguno se aventuraba a alejarse hacia la oscuridad. El ruido de las zambullidas y las voces resonaban con fuerza contra el techo de poca altura.

Amar no era buen nadador. Se volvió hacia el niño para preguntarle si el estanque era muy profundo, pero ya había desaparecido rampa arriba. Retrocedió un paso y se recostó en la pared de piedra. Había una silla baja a su derecha, y en aquella luz cenicienta le pareció ver una pequeña figura junto a la silla. Se quedó un rato mirando a los bañistas. Los que estaban al borde de la terraza se enjabonaban a conciencia; los que estaban en el agua nadaban de un lado para otro sin salir del estrecho radio de las luces. De pronto una voz cavernosa sonó al lado de Amar, que miró al suelo al oírle decir:

—¿Quién eres tú?

La cabeza de la criatura era grande; tenía un cuerpo pequeño, sin patas ni brazos. La parte inferior del tronco terminaba en dos carnosidades que parecían aletas. Dos tenazas cortas le salían de los hombros. Era un hombre el que estaba tendido en el suelo, y desde allí miraba a Amar.

—¿Quién eres? —repitió en un tono claramente hostil.

Amar titubeó antes de contestar:

—Vine a bañarme y a dormir.

—¿Quién te dio permiso?

—El hombre de la entrada.

—Fuera de aquí. No te conozco.

Amar enfureció. Después de dirigir una mirada despectiva al pequeño ser, comenzó a andar hacia los hombres que estaban lavándose junto al agua. Pero, más rápido que Amar, el otro se movió para cerrarle el paso. Levantó la cabeza de nuevo y habló:

—¿Crees que puedes bañarte aquí cuando te he dicho que te vayas?

Soltó una risita corta, un sonido débil pero muy grave. Se acercó más a Amar y con la cabeza le dio un empujón en las piernas. Amar levantó el pie y pegó una patada a la cabeza, no muy fuerte, pero lo suficiente para hacer que aquella cosa perdiera el equilibrio. Rodó terraza abajo en silencio, y con el cuello hacía esfuerzos para no llegar hasta el borde del agua. Todos los hombres alzaron la vista. Tenían una expresión de miedo en la cara. Al caer por el borde, el enano dio un alarido. El ruido que hizo en el agua fue como el de una gran piedra. Dos de los hombres que estaban nadando fueron deprisa hacia él. Los otros salieron corriendo detrás de Amar.

—¡Golpeó a Lazrag! —gritaban.

Confundido y asustado, Amar había dado media vuelta y corría rampa arriba. Iba dando tropezones en la oscuridad. Un abultamiento de la pared le raspó el muslo desnudo. Los gritos a sus espaldas eran cada vez más fuertes y acalorados.

Llegó a la sala donde había dejado su ropa. Nada había cambiado. Los hombres seguían conversando alrededor del brasero. Amar tomó deprisa el montoncito de ropa, se metió el albornoz y corrió hacia la puerta de la calle con las demás prendas bajo el brazo. El hombre que tocaba el laúd junto a la puerta lo miró con cara de susto y lo llamó para que se detuviera. Amar, las piernas desnudas, corría calle arriba hacia el centro de la ciudad. Quería estar en un lugar bien iluminado. La poca gente que andaba por la calle no se fijó en él. Al llegar a la estación de autobuses la encontró cerrada. Entró en un parquecito que había enfrente, cuyo quiosco de música con su armadura de hierro estaba medio hundido en la nieve. Allí, en un banco de piedra helada, Amar se sentó para vestirse tan disimuladamente como pudo, usando el albornoz a modo de pantalla. Temblaba de frío. Pensaba con amargura en su mala suerte y lamentaba haber dejado su ciudad, cuando una figurita se le acercó en la penumbra.

—Sidi —le dijo—, acompáñame. Lazrag te está buscando.

—¿Adonde? —preguntó Amar al reconocer al niño del hammam.

—A casa de mi abuelo.

Indicándole que lo siguiera, el niño comenzó a correr. Atravesaron callejones y túneles hasta llegar a la parte más poblada de la ciudad. El niño no se molestaba en mirar hacia atrás, pero Amar sí. Se detuvieron por fin frente a una puertecita al lado de un pasillo muy estrecho. El niño tocó con fuerza. Una voz desabrida llamó desde dentro:

—¿Chkoun?

—¡Annah! ¡Brahim! —gritó el niño.

Con gran parsimonia el viejo abrió la puerta y se quedó mirando a Amar.

—Pasen —dijo por fin; y después de cerrar la puerta los condujo a través de un patio lleno de cabras hasta un cuarto interior, donde había una lucecita parpadeante. Fijó su mirada severa en la cara de Amar.

—Quiere pasar la noche aquí —explicó el niño.

—¿Cree que esto es un fondouk?

—Tiene dinero —dijo Brahim, optimista.

—¡Dinero! —exclamó el viejo con desprecio—. ¡Es lo que has aprendido en el hammam! ¡A robar! ¡A sacarle el dinero a la gente! ¡Y ahora los traes aquí! ¿Qué pretendes? ¿Que lo mate y te dé su dinero? ¿Es demasiado listo para ti? ¿No puedes quitárselo tú? ¿Es eso?

La voz del viejo se había convertido en un grito, y su agitación iba creciendo. Se sentó en un cojín con cierta dificultad y permaneció un rato en silencio.

—Dinero —volvió a decir al fin—. Que se vaya a un fondouk o a unos baños. ¿Por qué no estás en el hammam? —miró a su nieto con suspicacia.

El niño agarró a su amigo por la manga.

—Vamos —le dijo, y tiró de él hacia el patio.

—¡Llévalo al hammam! —gritaba el viejo—. ¡Que se gaste su dinero allí!

Volvieron a las calles oscuras.

—Lazrag te busca —dijo el niño—. Son veinte los hombres que andan por la ciudad para atraparte y llevarte otra vez con él. Está muy enojado y va a convertirte en pájaro.

—¿Ahora adónde vamos? —preguntó Amar con aspereza. Tenía frío y estaba muy cansado, y aunque no creía en realidad en las historias del niño, deseaba salir de aquella ciudad hostil.

—Vamos a caminar para alejarnos de aquí lo más posible. Toda la noche. Por la mañana estaremos en las montañas y no nos encontrarán. ¿Podemos ir a tu ciudad?

Amar no contestó. Le agradaba que el niño quisiera quedarse con él, pero decírselo no le parecía conveniente. Siguieron por una callecita que serpenteaba colina abajo, hasta que dejaron atrás todas las casas y estuvieron en campo abierto. Ahora el sendero atravesaba un valle angosto, y se juntaba con la carretera más allá de un pequeño puente. Aquí, el paso de los vehículos había apisonado la nieve, y se les hizo mucho más fácil andar.

Llevarían tal vez una hora de camino en un frío cada vez más intenso, cuando un gran camión pasó junto a ellos. Se detuvo un poco más adelante y el conductor, un árabe, ofreció llevarlos.

Amar y Brahim montaron en la parte trasera, y con unos sacos vacíos hicieron una especie de nido. El niño estaba muy contento de ir como volando por el aire oscuro de la noche. Las montañas y las estrellas giraban por encima de su cabeza, y el camión producía un potente rugido mientras avanzaba por la carretera vacía.

—¡Lazrag nos encontró y nos ha convertido en pájaros! —gritó cuando ya no pudo contener su alegría—. Nadie volverá a conocernos.

Amar dio un gruñido y cerró los ojos. Pero el niño siguió observando el cielo, los árboles y los acantilados durante mucho tiempo antes de quedarse dormido.

No era aún de día cuando el camión se detuvo cerca de un manantial.

Con el silencio, el niño se despertó. Oyó el canto de un gallo a lo lejos, y luego al camionero, que se aprovisionaba de agua. El gallo volvió a cantar; un delgado y débil arco de sonido que se extendía por la fría penumbra de la llanura. Todavía no clareaba. El niño se arropó en el montón de sacos y andrajos, y sintió el calor de Amar, que dormía.

Cuando amaneció estaban en otra parte del país. No había nieve. En cambio, los almendros en flor cubrían las colinas por donde el camión pasaba velozmente. El camino serpenteaba cada vez menos a medida que descendían, hasta que de pronto surgió de entre las colinas un sitio debajo del cual había un vasto vacío que titilaba. Amar y el niño se quedaron mirándolo y se dijeron el uno al otro que debía de ser el mar, que brillaba con la luz de la mañana.

El viento primaveral empujaba la espuma de las olas a lo largo de la playa; jugaba con las vestiduras de Amar y del niño y las hacía ondear hacia la tierra mientras caminaban junto al agua. Por fin encontraron un sitio resguardado entre las rocas, donde se desvistieron y dejaron la ropa sobre la arena. Al niño le daba miedo meterse en el agua, y dejar que las olas rompieran entre sus piernas le pareció diversión suficiente, pero Amar quería hacerle ir más allá.

—¡No, no!

—Vamos —Amar insistía.

Amar bajó la mirada. Andando de costado, un cangrejo enorme había surgido de un lugar oscuro entre las rocas y se le acercaba. Dio un salto hacia atrás, aterrorizado, y perdió el equilibrio. Cayó con todo su peso y se golpeó la cabeza contra uno de los peñascos. El niño se quedó muy quieto para observar el animal que avanzaba hacia Amar con precaución por el borde espumoso de las olas que iban a morir en la playa. Amar yacía inmóvil, y el agua y la arena formaban arroyos diminutos sobre su cara. Cuando el cangrejo llegó a sus pies el niño dio un salto, y con una voz enronquecida por la desesperación, gritó:

—¡Lazrag!

El cangrejo se escabulló con rapidez detrás de una roca y desapareció. La cara del niño estaba radiante. Corrió hacia Amar y levantó su cabeza por encima de una ola que acababa de romper y, lleno de emoción, le dio unas palmadas en la cara.

—¡Amar! ¡Le hice huir! —gritó—. ¡Te salvé!

Si no se movía, el dolor no era insoportable. Así que se quedó quieto. Sentía el calor del sol, el agua que corría suavemente sobre él, la brisa suave y fresca que venía del mar. Sentía también cómo temblaba el niño en su esfuerzo por mantenerle la cabeza por encima de las olas, y le oyó repetir muchas veces: “Te salvé, Amar”.

Mucho tiempo después respondió:

—Sí.

1945

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