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© Carlos Bracho

8 Nacida en Italia, después de una exitosa carrera como arquitecta, dejó su profesión y comenzó a escribir. Desde entonces, ha publicado seis libros.

Si tuvieras que definir un parteaguas en tu vida, ¿cuál sería?

MI LLEGADA A MÉXICO, sin duda. Fue incluso traumática. Se divorciaron mis papás cuando yo tenía nueve años y estuve internada un tiempo, luego me mandaron a vivir con los abuelos, a quinientos kilómetros de distancia de mi casa en Italia. Hubo muchos puntos de quiebre en ese periodo, pero el más fuerte fue cuando mi mamá decidió poner un océano de por medio y llevarme a vivir a México. Yo no hablaba español y no sabía nada de ese país exótico que no podía ni pronunciar. Recuerdo mis primeras impresiones a mi llegada, mientras aprendía el idioma: la venganza de Moctezuma por ejemplo, hasta tenía que lavarme los dientes con agua hervida para no enfermar, o cuando entré a la escuela de monjas y escandalicé a todos al decir que estaba a favor del aborto. Venía de una cultura mucho más liberal y a menudo hacía corto circuito con mi entorno.

Tenía entonces trece años, pero siempre fui precoz. Como era hija única y muy inquieta, para entretenerme mi mamá me enseñó a leer y escribir antes de entrar al kínder. Me acuerdo de que me moría de ganas de ir a la escuela y estudiar. Siempre fui matadísima y, ya en México, aun sin hablar el idioma, me las arreglaba para sacar las mejores calificaciones. Me adapté rápidamente a mi nuevo país y ésa fue una etapa muy alegre, por descubrir un mundo diferente al que yo había vivido en Italia y por integrarme, por pertenecer a una sociedad que me acogió muy hospitalariamente. Un cambio radical que a la larga fue muy positivo. Construí en este país una nueva y mejor vida, a pesar del trauma inicial.

Y anhelabas la otra tierra. ¿Tenías oportunidad de viajar?

Sí, iba bastante a Italia, porque al principio mantuve relación con mi papá y con mis abuelos. Recuerdo que desde ese entonces me sentía muy orgullosa de México y lo defendía frente a cualquier crítica: para mí era el paraíso. Estamos hablando de hace más de treinta años, y la Ciudad de México era ya una metrópolis de veinte millones de habitantes, pero no tenía problemas de seguridad, no había violencia o, por lo menos, no inmediata. Así que gozaba yo de la bondad de dos mundos, una situación muy enriquecedora y privilegiada. Hoy soy el producto de esa dualidad, que se manifiesta en lo que escribo.

¿Cómo fue haciéndose tu relación con tu mamá? ¿Ella también se reconformó en México? ¿Cómo transcurría su vida juntas?

Inicialmente, íbamos a estar en México sólo dos años, pero a ambas nos encantó y nos quedamos. Lo único que siento es que mi mamá nunca “rehízo su vida”, como dice esa frase tan lapidaria. Quizá tuvo amores, pero no volvió a hacer una familia, y creo que eso me pesó a mí también, en el sentido de que me hubiera encantado tener hermanos, aunque fueran postizos, o una figura masculina en casa, que me quitara la presión de tener a mi mamá a cargo. Además, con ella tuve una relación dificilísima: éramos dos mujeres demasiado fuertes, una frente a otra…

Yo sé que tú, y muchas otras, son muy entusiastas del tema de la solidaridad femenina, pero yo creo que las relaciones entre mujeres son difíciles… entre una madre y una hija ni se diga. No por nada los griegos escribieron las grandes tragedias familiares con las dinámicas entre padres e hijos. Hay una competencia arquetípica entre madre e hija, y la proyección de los sueños y traumas de una en la otra. Mi madre quería que yo viviera lo que ella no había podido, así que nuestra relación se volvió un continuo choque. Fue una mujer que hasta determinado momento admiré mucho, era muy adelantada a su tiempo, pero luego comenzó a comprometer sus ideales, a renunciar a sus sueños. Supongo que sucede con la edad…

¿Se quedó siempre en México?

Sí, salvo un periodo en el que regresó a Italia. Cuando volvió, tratamos de ir a terapia, pero fue un desastre. Hubo mucho distanciamiento. Sé que muchas mujeres han basado su fuerza en su familia, en sus hijos o en sus parejas. Yo no he sido esa persona. Obviamente, te define tu familia en muchos sentidos, pero siempre he mantenido mis distancias con todo y con todos; tal vez es un ardid de los supervivientes, que no quieren tener nada que puedan perder.

Nada emocional tan fuerte que los haga vulnerables.

Exacto. Nunca he permitido que nadie sea suficientemente cercano para que su pérdida destroce mi vida: ni madre, ni padre, ni pareja alguna y tal vez por eso no he tenido hijos.

Veo que tu mamá también tomó esa decisión: no quiso tener más hijos, no quiso tener una pareja formal. Han sido determinantemente mujeres en soledad, enriqueciendo su vida a través de esta voluntad de estar solas y gestionar consigo mismas.

Creo que mi mamá sufrió mucho en ese sentido porque sí quiso, pero no pudo. Tal vez yo también estoy en las mismas, pero asumo la responsabilidad de mis decisiones y eso simplifica todo. Lo he analizado mucho, pues siempre estoy en alguna terapia. Creo que hay muchas maneras de mejorar como personas y todas son válidas, pero sin caer en extremos.

Mientras tenga sentido para ti y creas honestamente en que lo que estás haciendo te mejora, sea lo que sea, todo sirve. La conclusión a la que llegué en el rubro de no tener una familia es que me fui acomodando mejor en la vida sola. Para mí, estar en pareja, o en familia, no es lo natural. No puedo evitar sentir que me quita más de lo que me da.

¿Cómo te ha ido socialmente como mujer sola? Estamos hablando de un cambio de una generación a otra, en la que todo mundo quería empujarte a una vida en pareja.

Cuando estás en pareja no es fácil aceptar a quien no lo está. Dices: “A ver, ¿dónde y con quién va a encajar esta mujer sola? ¿Dónde la vamos a sentar?”. O: “No vaya a insinuársele a mi marido”.

Se vuelve algo peligroso para la gente.

Yo misma a veces he pensado: “Vamos a ser puras parejas y tal amiga o amigo no se va a sentir a gusto”, sobre todo en México, que tenemos estructuras convencionales. Sin embargo, tengo amigas con extraordinarios matrimonios, que admiro y respeto, que me incluyen muy generosamente en sus vidas, tal vez porque he sabido comportarme a la altura de su confianza o tal vez porque les aporto algo que ellas no tienen y viceversa. Por ejemplo, gozo a sus hijos. Me encanta ser parte de estos engranajes familiares en los que me aceptan y me quieren, pero no tengo obligaciones ni compromisos. Claro, todo es relativo porque en la vejez, o incluso a partir de la menopausia, no es tan agradable la soledad. Pero siempre me pareció egoísta tener pareja o hijos para no estar solo, o para que alguien te cuide.

Nunca quise cobijarme ahí. O sea, he tratado siempre de organizarme de modo independiente. Creo que cada quien tiene que vivir como más le acomode. El problema es cuando no nos acomodamos; tengo amigas que no se divorcian sólo porque le resulta más cómodo seguir siendo parte de su clan. Ése no es mi pensamiento. Siempre he sido el bicho raro entre mis amistades, una outsider. Es una pulsión innata en mí: prefiero no ser demasiado parte de nada.

¿Dónde encuentras tu fuerza interior? ¿Cómo cultivas tu ser? Porque parece que estamos muy determinados por la fuerza que nos dan nuestras relaciones. Si nada de eso te influye, ¿de dónde sacas ese empuje que tienes?

Del único lugar en el que puedes encontrar tu fuerza: en ti misma. Y me siento muy fuerte. Tengo momentos de crisis, sí, pero los manejo y punto. Trabajo mucho mi ser.

¿Eres muy consciente de dónde estás parada, de qué es lo que quieres y hacia dónde vas?

No tanto lo que quiero ni adónde voy, sino consciente de quién soy. Soy una enamorada del ser humano y de la fuerza que tenemos, individualmente, pero también como especie. ¿De dónde viene? Del alma, pero quizá también de los libros. Ahí se concentra la sabiduría humana, el conocimiento que nos hace ser parte de nuestra civilización y nos acompaña siempre. No siento la necesidad de tener al lado a otra persona porque hay un mundo que nos cobija y del cual me siento orgullosamente parte. Siempre de lejitos. Lo necesito ver de lejos porque cuando estás demasiado integrado a una familia o a un grupo, tu mirada es menos imparcial. Mi fuerza radica también en mi capacidad de cuestionamiento. Lo hago a través de la escritura especialmente: ésa es mi manera de meditar, de ordenar las ideas, de conocerme mejor, de sentir e incluso de gozar.

El otro día me preguntaba uno de mis seguidores en Facebook: “¿Cómo ves los momentos tan difíciles que vivimos?”. La gente no se da cuenta de que siempre los hemos vivido, y aun así la humanidad ha mejorado bastante. A mí esa perspectiva me ha funcionado porque te da la oportunidad de abrir la mente, de ver lo pequeño que es un problema frente a la grandeza de la humanidad, pero también hay otros ardides, como el humor por ejemplo. Siempre logro ver las cosas con humor. A los que se quieren suicidar les llego con energía vital, la que me hace ignorar —y a veces hasta apreciar— las desgracias.

Has sido una arquitecta que ha ejercido su profesión, que tiene esa formación estética y funcional, y que ha abierto una nueva ventana hacia su vida interior a través de la literatura. ¿Qué es para ti construir y crear?

Los interpreto casi como sinónimos. Construir un edificio o crear un libro es para mí muy similar, entra en lo que me gusta hacer, lo que sé hacer, lo que creo que constituye tener una vida plena. Son dos verbos clave para eso. Cuando hablo de mi más reciente novela Donde termina el mar, un tributo a la vejez y a la capacidad humana de no darse por vencido, me gusta contar la anécdota de mi maestra de filosofía, una mujer agnóstica que admiro profundamente. En su festejo número cien, dio las gracias a los presentes por acudir a su cumpleaños ochenta. Todos pensamos: “Ya desvarió”, pero luego rio y dijo: “¡Perdón! Es que me siento de ochenta”, y continuó con la confesión de la palabra más importante para ella: crear. “Por eso sigue viva”, pensé. La creación es la esencia más intrínseca del ser humano.

Volviendo al tema familiar: hace unos momentos hablabas de la experiencia con tu mamá, pero también tienes una historia con tu padre.

Dejé de ver a mi papá muy joven, pero cuando reapareció tomé la decisión consciente de reconciliarme con él, de conocerlo. Tenía una serie de ideas preconcebidas sobre él.

Lo mirabas a través de los ojos de otros, de las circunstancias.

Lo curioso fue que una vez que lo tuve enfrente me divertí muchísimo con él, me pareció un ser excepcional, que inspiró, con su personalidad y su filosofía de vida, al personaje de la novela que recién te mencioné.

La vida de mi protagonista no refleja exactamente la de mi padre, porque tengo un componente imaginativo muy activo. Siempre reconstruyo la realidad. Y para mí es más importante esa construcción —creación— que la realidad en sí. Entonces, con mi padre acabé haciendo eso. Pero lo interesante es que su personalidad es rescatada por completo en el libro, que me sirvió para aceptarlo. Porque uno tiene el papá que tiene, no lo escoges, lo único que puedes hacer es aceptarlo o no.

Churchill decía que no puedes cambiar las circunstancias, lo único que puedes cambiar es cómo te sientes frente a ellas. Y eso es lo que yo cambié, mi actitud hacia él. Dije: “Es divertido tener a este señor cascarrabias, jugador, mujeriego, aventurero e irresponsable por padre”. A la mejor yo también cambié de edad. A los quince años no podía con él, a los cincuenta es aceptable.

Fue muy sano, tanto con mi padre como con mi madre, haberlos cuidado al final de sus vidas. Creo que los de nuestra edad tenemos el gran compromiso de cerrar el ciclo con los padres, porque nos encontramos en el momento en el que normalmente nos toca verlos morir. Y es un periodo difícil, porque uno está lidiando con su propio descenso y al mismo tiempo tienes que afrontar la vejez irreversible de tus padres. Es una dicotomía llena de emociones contrastantes.

Como dices, cuando tenemos que cuidar tanto de los hijos como de los padres, estamos contemplando algo muy importante: saber cerrar los ciclos. Admiro a la gente que ha podido cuidar de sus padres, que se ha reconciliado con la idea de que es necesario que los cuiden.

Pues no es forzoso. Yo hubiera podido decir: “Mi padre no me cuidó, no lo voy a cuidar yo a él”, pero creo que hay que valerse de la propia ética personal para conseguir la paz con uno mismo.

¿Eres la misma de tus veinticinco años?

Dios me libre, no… Eso sí, a los veinticinco estaba más guapa, más joven, pero más inmadura. No alcanzaba a ver mis incoherencias y frivolidades, mi ego y mis apegos. También tenía cosas buenas, que se perdieron: momentos en los que me sentía invencible, con la certeza de que podía hacerlo todo… Extraño esa capacidad de aventarme con el arrojo propio de la juventud. Pero es que llegas a una edad en la que ya escribiste en tu cuaderno, ya la página no está en blanco. El pasado pesa, tienes que lidiar con las decisiones que ya tomaste.

¿Cómo cuidas tu salud? ¿Tienes algunos remedios, una procuración metódica de tu estabilidad física?

Soy muy ordenada y sana, aunque achacosa. Dice mi quiropráctico que me veo bonita por fuera y que nadie imagina lo jodida que estoy por dentro. Tengo escoliosis, osteopenia, hernia hiatal, reflujo, etcétera, pero nunca enfermedades graves. No fumo, no tomo café y poco alcohol, como bien, sin frituras ni irritantes. Parece aburrido, pero es porque así me gusta. Sí hago ejercicio, pero no soy esa mujer que pasa horas en el gimnasio. Me aburre el tema, por lo que en la caminadora o en la bicicleta estática, leo. Hago pilates dos veces a la semana y todos los días mis ejercicios de fisioterapia para la espalda, porque si no, me duele. No tengo ningún afán de tener cuadritos en la panza, pues me gustan los cuerpos “contentos”. Soy flaca de nacimiento y con un metabolismo privilegiado, por lo que me permito ser golosa y si sobrepaso mi peso normal, dejo de cenar un par de noches y ya está. Nunca he hecho ningún deporte en particular, utilizo la bici como medio de transporte porque es ecológico, y me gusta esquiar porque disfruto estar en medio de las montañas. Creo que mis dioses son los árboles, porque sentir sus ramas encima de mi cabeza me hace sentir protegida, me comprueba que hay algo por encima de nosotros.

Y no me importa cómo se llame, creo que todos los nombres con que llamamos a Dios son válidos, pero los árboles me gustan mucho. Bajo su sombra, me siento como en una catedral de la naturaleza. Las iglesias son construidas por los hombres y confirman la fuerza del ser humano, no la de Dios. En cambio, los árboles, la naturaleza, nos hablan de la presencia de un ser superior. Más allá de mis creencias personales, creo que en materia religiosa o espiritual todo se vale, así como en el amor y en la guerra, todo es aceptable y respetable, y cada quien debe conformar su código personal de valores y lo que le da sentido…

Ése sería el cultivo de tu ser espiritual, esta parte de conexión con lo natural, de comprender un poco que hay algo más allá.

Conexión más bien con uno mismo y con todo lo que no es uno mismo, con lo que nos rodea. Los que vivimos en una jungla de cemento, por ejemplo, tenemos que saber conectar con eso. Escribí un texto, que se convirtió en un libro sin que lo hubiera concebido así, sobre mi viaje a la India. Estuve un mes meditando, haciendo yoga, comiendo de acuerdo con mi dosha. Todas esas cosas que son una manera común de conectar con el espíritu. De regreso a México, entendí que hubiera podido hacer lo mismo en mi cama. Es un descubrimiento obvio tal vez, pero a veces uno necesita vivirlo en carne propia para entender sus procesos. Por mi parte, siempre estoy en esa búsqueda espiritual, en las diferentes terapias, religiones, procedimientos mentales. Digamos más simplemente que creo un poco en todo, pero no demasiado en nada. Nada me clava ni me define… Tiendo a ser libre también en materia espiritual.

Pero ¿qué haces concretamente?

Siempre estoy peloteando, con alguien o con algo formal, y profesionalmente, mis ideas, mis preocupaciones, mis sentimientos. Encuentro que todo suma, depende del momento. Lo que sí es importante es siempre tener una disciplina de hacer algo por ti, lo que sea que te sirva para cuidar el espíritu, desde los pequeños rituales personales como tomarte tu té en la mañana o hacer yoga, o rezarle a Dios. La vida espiritual consiste en regar tu jardín, como lo insinuó Voltaire en Cándido.

Y en esa conciencia de tu cuerpo, ¿cómo es tu relación con tu sensualidad más íntima? Creo que de las muchas mujeres que conozco eres de las más sensuales.

Me gusta estar en mi cuerpo. Me gusta estar desnuda porque estoy a gusto con mi cuerpo. Me ha dado mucho placer, lo he disfrutado siempre, aun cuando me ha fallado. Y sí, hay una parte sensual en mí muy desarrollada, en la piel, en el eros. Tal vez estoy en un momento menos intenso, no tengo los mismos impulsos de cuando era más joven, es cierto. No hay esa parte desbocada y salvaje, pero ahora vivo una sensualidad más madura. Obviamente, empiezas a ver cosas que no te gustan de tu cuerpo y es importante preservarlo en la medida de lo posible. Amarlo y cuidarlo porque es tu mejor aliado. No creo que las enfermedades te las busques, pero me parece que todo está conectado y más vale que cada parte esté en armonía. Soy nerviosa y ansiosa, pero nunca he tomado medicinas para eso; de hecho, trato de tomar el menor número de medicamentos posible. No es que no crea en la medicina tradicional, la utilizo cuando hace falta porque no por nada hemos llegado a los adelantos que tenemos hoy, pero trato de no abusar. En particular, no creo en las medicinas psiquiátricas: los problemas de la mente los arreglo en la mente.

Eso me lleva a hablar de esta plenitud que se te ve. A partir de lo que hemos hablado sobre nuestras edades, ¿dónde radica el sentido de plenitud?

Creo que en sentirte. A veces te sientes mal, a veces bien: plenitud es saber gozar esa mezcla de placer y de dolor. Soy feliz tanto en el sufrimiento como en la alegría, porque sé que ambos estados son necesarios. Aun cuando todo es negro, puedo ver un rayo de sol en algún lado y comienzo a ir hacia allá. Normalmente en esos casos hago una lista de lo mucho que puedo agradecer y se empieza a ir la oscuridad. Otra de mis costumbres es que una vez al año hago un recuento de errores y aciertos, y escribo mis proyecciones. Siempre trato de mantener ordenada mi mente.

La libertad, ¿está asociada con la plenitud?

A menudo la libertad te trae más problemas que beneficios. He tenido mucha libertad, a veces demasiada, tal vez por eso no la aprecio tanto. Y no, no es necesariamente sinónimo de plenitud: hay gente que no es tan libre y es plena. Además siempre vives con alguna limitación.

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