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8 Es chef pastelera, deportista y emprendedora sin fronteras.
¿Hubo un momento en que hayas tenido un antes y un después, un punto de quiebre, a partir del cual ya nada volvió a ser igual para ti?
LO TENGO CLARÍSIMO, a los veintinueve años, cuando decidí dejar todo lo que tenía seguro por conocer Europa. Después de haber crecido en una familia que no me dejaba salir por cuestiones de educación, encontré mi momento, mi fuerza interior y un valor desconocido para liberarme.
Mi papá es hijo de padre libanés, mi mamá de padre norteamericano, y tengo dos hermanos: una hermana cuatro años mayor que yo y un hermano tres años más grande. La educación y dinámica familiar eran diferentes para mi hermano que para mi hermana y para mí. Se vivían dos mundos bajo un mismo techo: las reglas para las mujeres eran básicamente estar en casa, sin salir más que a la escuela o con nuestros padres. Estuvimos en colegio de monjas, nos enseñaban todo lo referente a llevar una casa, a servir y atender a los hombres, a ser “decentes”, a cuidarnos de todos. Por el contrario, mi hermano tenía todas las libertades, no recogía un plato; él y mi papá eran los reyes de la casa.
¿Cuál era su mundo íntimo? ¿Cómo vivían en esa especie de encierro en su día a día?
Escuela y casa, entre semana. Fines de semana: los planes de mis papás o quedarme en casa. Además de cumplir con las tareas que diariamente teníamos asignadas las mujeres: bordar, planchar, lavar platos, algo que tuviera que ver con entender la dinámica del hogar y el servicio. Cuando mis papás se quedaban los fines de semana, cocinaban algo rico, pero ninguno de los dos hacía postres; mi mamá si acaso compraba pasteles congelados de cajita, que yo odiaba. Así empezó mi amor por la cocina, viéndolos a ellos, aprendiendo. Mis papás eran, al mismo tiempo, bastante despegados de nosotros; salían mucho con sus amigos los fines de semana, así que estábamos la mayor parte del tiempo con las personas de servicio. La diversión para mi hermana y para mí era escuchar música, leer revistas donde salían los artistas de moda, a los cuales jamás nos dejaron ir a ver.
¿Nunca vieron otras probabilidades en la vida?
No. Además, a mi hermana no le molestaba, porque estaba convencida de que había nacido para casarse y tener hijos. Incluso mi mamá malamente siempre me decía: “Tú eres muy lista… y tu hermana es muy buena”. Y mi hermana siempre me decía: “¡Es que yo no soy lista! ¡Yo para lo que nací es para casarme y tener hijos!”. Lo divertido eran las historias de mi hermano y cómo hacía lo que quería, sin negociar nada. A través de mi hermano nos divertíamos, era una realidad alternativa a la que teníamos diariamente. Creo que ni siquiera dimensionábamos esa vida que él vivía en comparación a la nuestra.
Era un mundo que no se veía tentador para las mujeres, porque los hombres siempre ganaban. Entonces, claro que decíamos: “¡Mi papá tiene razón!”.
Aun así, la verdad es que recuerdo mi infancia con felicidad. Mi papá era estricto, pero era protector, espléndido, respetuoso ante mi mamá y la casa. Sobre todo con mi mamá era muy consentidor y siempre hacía cosas para darle gusto. Un día mi mamá le comentó que ella siempre se había quedado con ganas de estudiar, ya que nunca pudo hacerlo, primero por cuestiones económicas y luego porque se casó. “¿Por qué no me das la oportunidad de estudiar? ¡Siempre lo quise hacer!” Y mi papá increíblemente le dijo: “¡Órale, va!”. Aún no sé cómo lo convenció. Así que mi mamá hizo la prepa cuando yo tenía seis años. Luego hizo la carrera en psicología, se graduó con honores. Obviamente, al hacer eso, descubrió un mundo que no conocía.
¿Y tu papá?
Mi papá estaba muy orgulloso de ella, pero en verdad muy orgulloso, la apoyó mucho y se portó muy bien. Sin embargo, algo en mi mamá cambió, se empezó a rebelar. Hoy lo entiendo, pero en ese momento perdió mi admiración, mi orgullo y me lamenté de que mi papá la hubiera dejado estudiar. Mi mamá empezó a vestirse diferente, se pintaba las uñas, usaba falda corta... Todas las cosas que para mí gritaban: “¡Está mal!”. “Mi mamá no es una mujer decente”, pensaba. Cuando yo tenía dieciocho años y mis hermanos ya se habían casado, un día mi mamá se fue a vivir ese nuevo mundo y esa nueva vida que descubrió.
Sólo vivía yo con mis papás. Mi existencia se derrumbó cuando mi mamá llegó y dijo: “¿Qué creen? ¡Yo me voy! Quiero vivir la vida, quiero trabajar, quiero viajar sola, quiero ir a fiestas”. Entonces le dije: “¿Y yo?”. “¡Tú te quedas con tu papá!”. Y me acuerdo de que en ese momento pensé: “No le importo a mi mamá, me va a dejar sola con mi papá sabiendo que ahora toda la atención estará sobre mí”. Me enojé mucho con ella, y a él lo compadecí mucho.
Después supimos a ciencia cierta —aunque yo lo suponía por muchas cosas—, que ya tenía novio. ¡Pobrecito de mi papá! Era lo único en lo que podía pensar. Tanto hablar de la integridad, de los valores, de lo que debemos hacer las mujeres decentes… ¡y mi mamá lo deja por otro! Y a mi papá le entró una depresión terrible. Se hundió, el hombre fuerte que yo conocía desapareció y siempre me decía que se iba a morir, que se iba a dar un tiro para terminar con todo esto. Traté de compensarlo, de llenar sus espacios, de que no se sintiera solo.
Mi hermana estaba debutando como mamá y yo como tía, pero solitas, porque mi papá estaba en su depresión, el marido de mi hermana haciendo dinero y mi mamá quién sabe dónde. Así fuimos mi hermana y yo haciendo la versión de nuestra “nueva” familia.
¿Cómo fue tu primer encuentro con los hombres al entrar en la universidad?
La verdad no fue complicado, en el sentido de que tenía tan claras mis ideas respecto a los hombres y a lo que era correcto o no. Además, en lo que yo estudié no había muchos varones. Yo quería estudiar gastronomía obviamente, pero mi papá me dijo que no, que mejor buscara una universidad y una carrera en donde sólo hubiese mujeres. No hubo mucho de dónde elegir, que no fuera el diseño de modas —que mi hermana estudió— y cosas similares, así que elegí mercadotecnia y relaciones públicas. Después de la decepción de tener que elegir una carrera que no era lo que yo quería, llegó otra quizás aún más grande para mí: mi mamá me pidió que la ayudara y no le dijera a mi papá que se había gastado todo el dinero que él ya le había dado para mi universidad. Fue un golpe muy duro para mí, saber que, además de no poder elegir carrera, no podría elegir universidad. Finalmente, ante la insistencia y discursos de mi mamá, hice lo que me pidió: le dije a mi papá que quería estudiar en la universidad pública y no en la privada. Mientras estudiaba, seguía intentando aprender a cocinar, y empezamos mi papá y yo a compartir ese momento los fines de semana. Él cocinaba lo salado y yo hacía mis intentos de dulce.
Después, conforme avanzaba en la escuela, le pedí que me dejara trabajar y estudiar, para ir obteniendo experiencia real.
A los cinco años de que se divorciaron y después de mucho insistirle a mi papá de que debía intentar rehacer su vida, un día nos cuenta que se reencontró con una señora que conocía. Nos dijo que les iba a pedir permiso a los hijos para poder salir con ella.
La verdad, al principio nos alegramos mucho. Pasó el tiempo y le preguntamos si la podíamos conocer. Pero la conocimos y no nos gustó, era una señora fría, rara, que desde el inicio dejó claro que todo el pasado de mi papá —incluidas nosotras— debía desaparecer. Y se encargó, los veinte años que estuvieron casados, de que así fuera.
Como dicen: hay que tener cuidado con lo que deseas, porque deseábamos mucho que él tuviera una pareja y ¡chin! “¡Me voy a casar!”, nos dice de repente un día. Pero no estábamos invitadas mi hermana y yo.
Y ahí me salió todo el carácter que tenía guardado y le dije: “¿Por qué?”. Yo jamás cuestionaba lo que hacía mi papá y ese día lo hice, y con todo mi ser. En verdad no entendía y aún no lo entiendo, cómo alguien puede llegar y querer eliminar el pasado de otra persona. Le dije que no iba a permitir que se casara solo, como si nosotras no existiéramos y que me dijera el día, hora y lugar o yo lo iba a investigar.
Mi hermana se puso furiosa, como pocas veces la había visto, y le reclamó que decidiera dejarme sola sin más, igual que mi mamá. Obviamente, de inmediato me dijo que me iría a vivir con ella y que siempre la tendría a mi lado. Afortunadamente lo pensé bien, y decidí que debía empezar a vivir sola. Tenía trabajo y dinero. Pero era más la desilusión de sentir que mis papás, al final, se olvidaron de la familia para hacer su vida a su modo.
La mujer de mi papá acaba de morir hace un año y me estoy reencontrando con él otra vez, por fortuna. Duró con ella veinte años y yo sin ver a mi papá, él no conocía a mis hijos ni nada. Los acaba de conocer recientemente que fui a Monterrey. Cuando murió la señora y después de muchos años de no hablar con él, le llamé para decirle que me había enterado de la muerte de su mujer y quería saber cómo estaba. Es otro hombre, ya tiene ochenta y dos años; ahora que quedó viudo y solo, está entendiendo la importancia de la familia de antes, de sus hijos. No le había dicho que me había divorciado. Contrario a lo que pensé de sus juicios y su protocolo, me abrazó y lloró. Se emocionó de verme, de conocer a mi familia y de tener una nueva oportunidad de estar juntos otra vez.
Como empecé a trabajar desde que estudiaba y afortunadamente siempre me fue muy bien, tuve la oportunidad de rentar un departamento y emprender mi nueva vida. Comencé a vivir sola con la presencia de mi hermana arropándome todo el tiempo. Trabajaba todo el día, llegaba a casa y nada más. Los fines de semana, al despertarme el sábado, me iba corriendo a casa de mi hermana a desayunar con ella y ahí me quedaba.
En mi trabajo me invitaban a salir, pero yo siempre pensaba con la voz de mi papá: “Las mujeres decentes no van a night clubs”. ¡Esa palabra ya ni existe!, pero así recordaba la advertencia. Dos días antes de cumplir veinticinco años me animé y fui con amigas del trabajo a un antro de moda de Monterrey.
Después comencé a salir, y mucho, pero todavía con miedo. Entonces mi hermana fue quien continuó diciendo lo que tanto nos repitieron: “¡Las mujeres decentes en los antros, los horarios, nadie te va a tomar en serio!”. Pero ya me había dado cuenta de que era capaz de defenderme sola y empecé a cambiar un poco.
¿Y te gustó alguien en ese momento?
Obviamente y me gustó el que me parecía más malo, más peligroso, el que era lo opuesto a mí. Era integrante del grupo que tocaba los fines de semana en el antro. Todo en él indicaba peligro, según lo que me habían enseñado: chaleco de cuero, vida nocturna, grupo musical de antro, fiesta eterna, etcétera. Empezamos a salir y la verdad es que desde el inicio era claro que no iba a ningún lugar esa relación con él. Machista, narciso, infiel, me dejaba plantada, celoso…
¿Y tú te dejabas?
Me dejaba todo, haz de cuenta que todo lo que había ganado lo perdí, y me volví a hacer sumisa, como si estuviera con mi papá. ¡Sólo que él me trataba muy bien y éste no! Fueron cinco años perdidos de vida, de pretendientes que valían la pena, de reuniones con amigos, todo por él… pero no vi eso hasta que empecé a cansarme. En ese momento la empresa para la que trabajaba en Monterrey me ofreció una plaza en Miami para llevar la cuenta de Banco Santander, en el área de mercadotecnia, y me fui. La oportunidad de trabajar en Estados Unidos me pareció grandiosa. Me preocupaba dejar a mi hermana y a mi sobrina, pero nada más. Me fui a Miami con todo y mi perro. Me dieron un penthouse de la empresa en Brickell, pero volví a mis hábitos de trabajo-casa. Me encantaba mi profesión, el lugar en el que vivía, pero no me animé a hacer amigos, a salir con la gente de la oficina que me invitaba. Estuve muchos meses así. Y me empecé a sentir muy sola, encantada con mi trabajo, pero sola. Un día me desperté y dije: “¡No quiero vivir aquí! ¡Estoy muy sola, muy triste!”. Pero era por mi culpa. Sí me invitaban en la oficina y yo nunca acepté. Realmente estaba privilegiada por donde lo vieras: trabajo, prestaciones y sueldo, compañeros de todo el mundo en la oficina, etcétera.
Y yo misma me aislé, perdí las oportunidades, me cerré a todo lo grandioso que tenía frente a mí. Y les dije: “¡Me voy!”. Mi director no lo entendía, me ofreció irme a otra oficina en Boston, pero yo le seguía diciendo que me sentía muy sola. Me fui a Monterrey y estando allá, y acostumbrada a trabajar, me preguntaba qué hacer. Dije: “¿Qué hago?”. Había ganado muy bien durante esos ocho meses, no había tenido un solo gasto porque me pagaban todo. “Tengo dinero, no muchísimo, pero tengo, ¿y si me voy a Italia, que siempre he querido conocer?”.
Mi mamá empezaba a convivir un poco con nosotros y estando la tres desayunando un día les dije lo que estaba pensando, de dejar todo e irme a Italia y la respuesta de mi mamá fue: “¡Haz todo lo que tu hermana y yo no hicimos en su momento! Hazlo ahorita que puedes, no a destiempo como tal vez lo hice yo. ¿Qué te ata? ¡Pórtate mal! ¡Pórtate fatal! Nada más cuídate”.
Vendí lo que tenía para llevarme todo el dinero posible y me fui. Tengo que decir que cuando ya se acercaba la fecha de irme me entró miedo, así que decidí inscribirme en una escuela para estudiar italiano y contratar a través de ellos una familia italiana que daba servicio de alojamiento a estudiantes. Llegué a Florencia y no podía más de la emoción. La familia italiana resultó ser una señora que fumaba y jugaba solitario todo el día, pero eso en el momento no me importó porque la sensación de libertad que experimenté valía la pena. Agarré un mapa y me fui a caminar por las calles de Florencia. Empecé la escuela, busqué cursos de cocina en las tardes, comencé a hacer amigos. En general, todo era increíble, excepto que al llegar a casa de la italiana me encerraba en mi cuarto, porque no podía andar por la casa y mucho menos intentar platicar con ella. Le conté esto a una maestra y me presentó a una mexicana que también estaba estudiando allá. Al platicarle mi situación, me dijo: “Mira, no sé quién seas, pero no me importa, somos mexicanas y estamos aquí. ¡Vamos por tus cosas ahorita y te vas a venir a vivir conmigo!”. Dejé lo que había planeado como lo más seguro para emprender una aventura con una desconocida. Nos volvimos amigas y seguimos siéndolo. Era una casa de huéspedes en donde rentabas tu habitación pero tenías que compartir todo lo demás. Un concepto totalmente nuevo para mí.
Y empecé a ser muy libre y a juntarme con gente muy diversa. Obviamente todo mundo tenía diecisiete, veinte años, yo era como la señora. Me divertía bailar con ellos, cambié por completo, me convertí en otra persona, me empoderé otra vez, me subía a un tren e iba y conocía nuevos lugares con mis guías de viaje, porque no había internet. Me encantó, me redescubrí y dije: “¡De aquí nadie me saca!”. Y allá conocí a mi exmarido.
Él era amigo de la mexicana con la que me fui a compartir cuarto, era poblano. Estaba haciendo su maestría en Inglaterra y viajó a Italia a hacer unas cosas de su tesis.
Después de ese encuentro, me invitaba y fue más constante en sus visitas a Florencia. Así empezamos, hasta que me preguntó cuáles eran mis planes; le respondí que había pensado que una vez que terminara mi estancia en Italia, seguiría con otro país y así, hasta que se me acabara el dinero y tuviera que volver a Monterrey y empezar a trabajar de nuevo. “¡Está increíble tu plan! ¿Y si me uno?”, me contestó. Entonces me dio la necesidad de cuidar a alguien otra vez; bien raro, lo que es la mente. Tenía que ser responsable de algo. Él traía también muchos rollos personales, así que traté de ayudarle. Me contó que viajaba solo desde los trece años, cuando se murió su mamá, y en ese momento él se volvió como mi héroe. Me contó de todos los países a los que había ido y todas las aventuras que había tenido, y yo pensé que no podía haber alguien que hubiera vivido más en la vida que este hombre.
Me pidió que fuera su novia, y les avisé a mi mamá y a mi hermana que me iría con él a seguir el viaje.
¿Él procuraba una cercanía contigo? Porque supongo que en algún momento tuviste una relación, intimidad…
Lo fue haciendo muy gradual, entendió mi falta de experiencia y lo hizo de una forma que resultó más sencillo. Ayudó mucho también que él no era muy expresivo, así que fue un proceso de aprendizaje para los dos.
Me fui sintiendo cómoda con él porque lo veía como un superhéroe, la manera en que me explicaba el mundo y parecía que nada le daba miedo. Yo iba tras de él admirando esa forma de vivir. Empezamos a viajar, lo empecé a conocer y a agarrarle confianza; fue muy prudente y educado. Su papá fue a vernos cuando recorrimos España, y me contó que él nunca le había presentado una novia, así que toda la familia estaba muy feliz de saber de mí. Por la manera de ser del papá, me di cuenta de que todos pasaron un trauma muy feo por la muerte de la mamá y se encerraron en su mundo, y todo era evasión. A él lo compensaron con darle mucho dinero y muchos viajes, pero sin emociones. Entonces ésa fue la parte en la que yo me sentía más experimentada: la familia, la expresión de los sentimientos, y él me enseñaba el mundo que yo no conocía. Nos regresamos cuando ya no teníamos dinero más que para el vuelo de regreso a casa. Acordamos que cada quien volvería al lugar donde vivía y haría lo necesario para juntar dinero, casarnos y que yo me fuera a vivir a Cancún. Estando ya en Monterrey, me invitaron a conocer a toda la familia a Cancún y me fui por una semana. En una reunión con unos amigos de ellos, alguien me dijo que le mandara mi currículum. Así lo hice y mientras todavía estaba en Cancún me hablaron para una entrevista en uno de los hoteles más reconocidos. Después de todo un día de entrevistas y pruebas, me ofrecieron una gerencia, con muy buen sueldo y prestaciones, pero con la condición de que empezara al día siguiente. Ya no volví a Monterrey, nos casamos en 2004 y así empezó mi vida en Cancún.
Estuvimos juntos casi diez años. Tuve dos hijos varones y perdí uno a los tres meses y medio de embarazo. Me daba miedo tener hijos, me daba miedo fallar, como yo sentía que me habían fallado a mí. Pero fui la más feliz. Nació mi hijo mayor y disfruté tanto todo que pensé que quería tener tres más. Cuando tuve que regresar al trabajo simplemente no me pude despegar de él, así que decidí renunciar y pensar en qué otra cosa hacer que me permitiera estar la mayor parte del tiempo con él. Empecé a hacer y vender postres, a seguir estudiando por mi cuenta, y me embaracé nuevamente. Perdí al bebé y fue un golpe emocional durísimo. Además de mi hermana, nadie estuvo conmigo en el proceso. Su familia se mostró indiferente ante la pérdida del bebé, él un poco también.
Luego empezaron a surgir cosas con su familia. El papá siempre llegaba a mi casa a las 6:00 de la mañana, todos los días, de lunes a domingo. Al principio no me molestaba, porque yo ya estaba despierta y la verdad es que me caía bastante bien, pero después de muchos años ya era cansado no poder estar en pijama tranquila en mi casa. Empecé a sentir que era mi obligación atenderlos, siempre. Hacer todo por ellos, pero de regreso no recibía nada. Me percaté de que él no me cuidaba, no me defendía, simplemente no hacía nada ante una ofensa de su hermana o un comentario fuera de lugar de su papá. Él “trabajaba” administrando el dinero y las propiedades de su papá y juntos hacían algunos proyectos de construcción o cosas que se les ocurrían. Pero no tenía un horario, una responsabilidad real, nada. Me fui dando cuenta de que trabajaba menos de lo que pensé. Que eran miserables con el dinero, que gastar era un pecado capital; más bien dicho, gastar en lo que ellos pensaban que no valía la pena. Me empecé a sentir muy insegura respecto a mi futuro y el de mi hijo.
Y ahí surgió tu proyecto de repostería.
Sí, empecé vendiendo algunas cosas mientras cuidaba a mi hijo. Me volví a embarazar y cuando nació mi hijo pequeño, me volví a sentir muy sola… emocionalmente estaba en otra realidad distinta a la de él. La llegada de ese bebé no le causó tanta emoción como la del primero, estuvo lejano y distante. Debo reconocer que él, dentro de su forma de ser, intentó ser cariñoso conmigo, expresivo a pesar de sus limitaciones. Pero no podíamos conectar en realidad porque estábamos en polos completamente opuestos emocionalmente.
Me fui preparando en todos los sentidos; no sé cómo, pero tuve la capacidad de analizar objetivamente qué vida me esperaba con él, de entender que las cosas no iban a cambiar, de comprender que éramos dos personas incompatibles en cuanto a las emociones. Poco a poco y sin prisa, hice mi plan de negocio dentro de mi cabeza y me enfoqué en volverlo una realidad: nombre del negocio, mercado, etcétera. Decidí tomar unos cursos en Estados Unidos para prepararme mejor, así que me puse a vender mil cosas para juntar el dinero necesario y así empezó oficialmente todo. Con la ayuda de mi mamá y de mi hermana, que cuidaron a mis hijos, me capacité en lo que sentía que me hacía falta según mi plan. Regresé, armé una presentación con fotos de mis trabajos y me fui a los hoteles y con las wedding planners más reconocidas a presentar mis servicios. Surgió el primer evento, luego el segundo y así empezó esta aventura, retadora, emocionante y absolutamente satisfactoria. Me di cuenta de cuánto amaba lo que hacía, cuánto lo había deseado toda la vida, con qué gusto trabajaba dieciocho horas mientras cuidaba al mismo tiempo a mis hijos. Crecí, y crecí rápido.
Fui haciendo un nombre, una reputación en el mundo de la repostería. Y mientras mi negocio y yo crecíamos, mi marido se iba haciendo pequeño. Me apoyaba en que hiciera lo que yo quería, pero él por su parte no hacía nada. Se sentó a esperar que a mí me fuera bien.
¿Nunca fue un compañero?
Lo fue en el sentido de que me apoyó en todo lo que se me ocurrió hacer para iniciar mi negocio, pero nunca se esforzó por su cuenta, nunca se sintió responsable de hacer lo mismo o hacer equipo para lograr algo. Entonces, una vez arrancado el negocio, con bastante trabajo, con un nombre sonando fuerte, con dinero para poder salir adelante con mis hijos, me empecé a preparar, pero para divorciarme, económica y emocionalmente, en todos los sentidos, para hacerlo lo mejor posible porque no quería un divorcio como el de mis papás. Me prometí que jamás iba a poner mis intereses o problemas por encima del sano desarrollo emocional de mis hijos. Sabía que ellos un día tendrían la edad para comprender lo que había hecho cada quien. Traté de hacer todo diferente a mis papás.
También es un proceso que vivimos las mujeres, de cómo se nos exige tanto y queremos lograr tantas cosas que a veces nos falta ser capaces de reconocer el fracaso, encararlo y tratar de no afectar a todo tu entorno.
Completamente de acuerdo. Creo que nos sentimos responsables de tantas cosas que queremos seguir con el “plan inicial”, a veces a costa de lo que sea. Pero como siempre les digo a mis amigas cuando me preguntan por un consejo: las señales siempre están ahí, no las rodees, no las escondas, no las minimices. Nos engañamos solas, nos ponemos pretextos, pero las señales siempre están ahí.
Te acostumbras y te engañas y compras esa realidad que no es la que habías planeado. Hasta que ya no puedes, hasta que sientes que no respiras, hasta que llega algo que te hace reaccionar y decides salir corriendo. Recuerdo muy bien cómo fue para mí. Nos habíamos reunido en casa de unos amigos un domingo y le contaba a una amiga que estaba volviéndome loca, que trabajaba mucho y no me daba el tiempo ya para estar tanto con mis hijos como lo había acostumbrado. Al mismo tiempo, cerca de nosotras estaban los señores y lo escuché decir: “Estas mujeres tan dramáticas”, y chocaron sus copas de vino mientras reían discretamente. Exploté, frente a todos le grité que su comentario era misógino y burlón, y que debería darle vergüenza porque yo trabajaba mucho y él no. Agarré a mis hijos y me fui. Pero así como minimizó mi sentir ese día, lo había hecho muchas otras veces. Y yo lo justificaba diciendo: “¡No se da cuenta de lo que dice!”. Tú tienes que ver las señales y que esas señales te sirvan para percatarte de hacia dónde vas, no hay manera de que esas señales te estén engañando.
Siempre creemos que las personas están tan pendientes de nosotros que tenemos que responder a todas sus demandas. Al final a nadie le interesa tu vida, lo que haces. A veces te basas en expectativas, en criterios que nada tienen que ver contigo.
Contigo y con nadie. Es tu propia vida, tu propia versión según puedes y se dan las cosas. Todos esperan mucho de nosotras, pero nadie está en tu camino interno, emocional y de lucha para lograrlo. Es un trabajo personal. Cuando empecé a salir con mi actual marido, no me atrevía a decirles a mis hijos, me parecía que no estaba bien, que los dañaría. Así que empecé a ir con una psicóloga para que me ayudara en ese proceso también. Mis hijos todos los días me enseñaban estampitas de jugadores de futbol para ver si alguno de ellos me gustaba y podía ser mi novio… ellos ya estaban intentando la reestructura, pero yo no. Coincidimos en una fiesta infantil mis hijos, Juan Ramón, su hija y yo. No les dije que ya lo conocía ni nada. Pero convivimos y todo fue increíble. Después, él nos invitó a la playa y así empezamos a “convivir” todos muy discretamente. Un día, llego de trabajar y mis hijos me sientan en el sillón y me dicen: “¡Mamá, queremos hablar contigo! ¿Verdad que tú no tienes novio?”. Yo asustada les dije: “¡No!” “¿Y te gustaría tener? Es que encontramos uno para ti. ¡Mira!” El chiquito, que hace todo lo que el hermano dice, tenía una hoja en blanco y arriba decía: “¡Juan Ramón!”. Entonces mi hijo el grande decía: “¡Te quiere!”. Y el chiquito ponía una palomita a “juega con nosotros, va a fiestas”. “Mamá, ¿por qué no le preguntas que si quiere ser tu novio?”. Y yo en terapia de preparación con la psicóloga para decirles que estaba saliendo con alguien y que no quería lastimarlos. Ni a su papá. Y me preocupaba el trauma y el corazón roto y resulta que mis hijos ya querían que tuviera un novio, yo creo que para verme feliz, no verme sola.
¿Pasando a un tema muy distinto, cómo llevas tu salud? ¿Cómo te cuidas? ¿Cuáles son tus remedios de rescate?
Desde cierta edad, me volví consciente de lo que hago con mi cuerpo, porque cuando vivía con mis papás era todo lo contrario; con mi mamá, como buena americana, todo era papa frita y comida congelada. Pero mi hermana y yo empezamos a cuidarnos y hacer ejercicio porque toda la familia de mi mamá es gorda.
Cuando me divorcié bajé muchísimo de peso porque no podía dormir y me daba asco la comida, así que en mi búsqueda de opciones que no fueran ansiolíticos (solución rápida de los doctores que vi), encontré lo que se convertiría en mi mejor herramienta para combatir el estrés, para dormir bien, para recuperar el apetito: crossfit. Fue como ir a terapia, con el mejor doctor y encontrar un tipo único y especial de nueva familia al mismo tiempo.
Estoy en forma, estoy sana física y mentalmente y me divierto mucho.
¿Fue cambiando para ti el concepto de espiritualidad? ¿Cómo lo vives hoy?
Hablando de una religión como tal, soy atea. Desde pequeña siempre cuestioné todo lo que no puedo ver, las cosas que no me hacen sentido. Empecé a estudiar otras filosofías, empecé a leer mucho y ninguna me llenó como para decir: soy budista. Sin embargo, después de estudiarlas, entendí que todas tienen el mismo fin: tienes que venir a esta vida a evolucionar y a dar lo mejor de ti, a trascender de una manera positiva, sin hacerle daño a nadie. Creo mucho en mí. Cuando me la estoy pasando muy mal y tengo que agarrarme de algo, me agarro de mí, sin olvidar que quiero trascender.
¿Cómo se fue trasformando tu idea de tu propio cuerpo, en la parte íntima y sensual y erótica?
Mis hijos me ayudaron mucho, con la parte de mi ropa, de mi cuerpo. Ellos me pidieron usar vestido, shorts, muchas cosas que aun viviendo en Cancún no hacía. Pensaba en qué diría mi papá si me viera vestida así... y me encantó la sensación de libertad. Cuando empecé con Juan Ramón, fue toda una aventura la parte íntima, creo que le daba más risa que otra cosa, por mi pudor, mis reglas. Siempre dice que tuvo que “talonearle” muchísimo para conquistarme y ganarse mi confianza. Él ha tenido mucha paciencia, es muy inteligente y muy amoroso. Le fue buscando el modo para que fuera sutil y no agresivo para mí, y me entendía perfecto.
¿Qué es para ti hoy la libertad?
Ser quien soy, porque creo que mucho tiempo le tuve miedo a decir, a ser, a opinar, a no usar el filtro correcto, a dar mi opinión. Soy quien soy, y como soy me quiero y me caigo rebién. A veces me caigo gorda también, pero reconozco esas partes de mí que no me gustan y que a veces salen, aunque yo no quiera. En general, mi paquete completo me encanta. Tengo libertad de decir, de ser, de caminar, de bailar, de improvisar algo en un trabajo, de aventarme a hacer cosas nuevas. Me siento muy libre y me siento muy capaz, porque ya no tengo miedo de ser lo que he descubierto que sí soy.
¿Y la plenitud?
Para mí la plenitud es estar satisfecha con ser libre de escoger mi trabajo; ahora sí, nadie lo hizo por mí, me siento feliz y me levanto con muchas ganas de desempeñarlo. Elegí a mi pareja y me siento plena por mi decisión. Escogí con libertad y estoy disfrutando al máximo todo. Entonces siento que, si me muriera mañana —que no quiero, sobre todo por mis hijos y porque me la estoy pasando muy bien—, me moriría muy contenta conmigo; me diría: “¡No lo hiciste tan mal, después de todo!”. Me siento muy plena en todos los aspectos de mi vida; siento que lo único que me falta hoy es hacer un poco más de trabajo social de alguna manera —como este libro—, ayudar a más gente, transcender un poco más, pero fuera de eso me siento plena a mis cuarenta y siete años.