Читать книгу Michel Foucault, la música y la historia - Pedro Antonio Rojas Valencia - Страница 11
ОглавлениеEn Les mots et les choses, Michel Foucault sostiene que finalizando la Edad Media (período preclásico) era recurrente encontrar una forma del pensamiento que llamó la “semejanza”. Llegó a concluir que la manera en que se construían los saberes y en que se interpretaban dependía del desciframiento de indicios ocultos que atravesaban el mundo. Existía un consensus, un cúmulo de relaciones —reflejos, ecos y resonancias— que vinculaba las plantas, los animales, los humanos y lo divino:
Hasta fines del siglo XVI, la Semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. (2007, p. 26)
La semejanza tiene distintas maneras de presentarse, las cuales pueden rastrearse tanto en el pensamiento de la Edad Media, como en algunos sectores del contemporáneo16. Se trata de una forma de pensar la música en la que se privilegia la experiencia ritual, el campo simbólico y religioso (las analogías, metáforas y referencias al mundo sagrado son imprescindibles).
1.1. La semejanza y la música de las esferas
Muchas veces me he preguntado si acaso los pitagóricos o las religiones órficas17, cuando formularon su armonía de las esferas18, no recurrían en sus teorías —en forma embrionaria— a esa práctica discursiva que Michel Foucault llamaba la semejanza. En el libro X de La República de Platón (428-347 a.C.) un hombre llamado Her, el armenio, sostenía que había podido regresar al mundo de los vivos después de doce días desde su fallecimiento19. En dicho diálogo relata las visiones que había tenido del mundo “suprasensible”: describe detalladamente cómo estaban conformados los cuerpos celestes y la manera en que se ordenaban según círculos concéntricos. Esta teoría cosmológica guarda una estrecha relación con la música: cuenta que en cada uno de estos círculos “era arrastrada una sirena que giraba con él, cantando una sola nota de su voz, siempre en el mismo tono: de suerte que de estas ocho notas diferentes resultaba un perfecto acorde” (Platón, 1988, p. 509).
La armonía de las esferas no solo buscaba explicar la música por medio del mundo suprasensible; por el contrario, la música era un medio privilegiado para pensar ese otro mundo. A pesar de esto, la metafísica influía sobre la práctica musical: le imponía una serie de regulaciones y confinaba el entendimiento de la misma a un escenario acorde a las teorías que debían explicarla. En el libro III de La República, por ejemplo, Platón reclama la música para educar el alma de los soldados:
Los dioses han hecho a los hombres el presente de la música y de la gimnasia, no con objeto de cultivar el alma y el cuerpo porque si este último saca alguna ventaja, es solo indirectamente, sino para cultivar el alma sola, y perfeccionar en ella la sabiduría y el valor, ya dándoles expansión, ya conteniéndolos dentro de justos límites. (1988, p. 153)
Según el filósofo griego, para que la música llegara a cultivar el alma, debía ser depurada y regulada20. La práctica artística era imprescindible de una teorización dualista, según la cual todo se encontraba encadenado, desde el canto del coro en la tragedia de Sófocles, hasta el eco más sutil al interior de una caverna (desde los sonidos del monocordio que Pitágoras asediaba con la pulsación ininterrumpida de su única cuerda, hasta el canto de los astros). Así es que, en la antigüedad, aparecía ante los (oídos) griegos la semejanza. Por lo menos, los sonidos hacían parte de una “conveniencia” universal de las cosas. Foucault dice que la convenientia (conveniencia)21 es una modalidad de la semejanza que tomaba dos objetos y los enfilaba en una cadena teológica, la cual determinaba su vecindad: “en el agua hay tantos peces como en la tierra animales u objetos producidos por la naturaleza o por los hombres […]; en el agua y en la tierra hay tantos seres como en el cielo” (Foucault, 2007, p. 28).
La semejanza también aparece en la llamada armonía de las esferas, gracias a la aemulatio (emulación)22. En todo caso, se caracteriza por el reflejo de dos estadios: los sonidos sensibles y suprasensibles. Se trata de una especie de reflejo: “los anillos de la aemulatio no forman una cadena como los elementos de la conveniencia: son más bien círculos concéntricos, reflejados y rivales” (Foucault, 2007, p. 26). Cabe recordar que, en estas teorías, la música de los humanos y la música de los astros se mueven en una disputa inconclusa, en un juego de espejos. Finalmente, otra modalidad de la semejanza, que se manifiesta en los diálogos platónicos es la “analogía”23; el mismo Foucault reconoce que este era un “viejo concepto familiar a la ciencia griega y al pensamiento medieval” (2007, p. 30). El canto de los astros, por ejemplo, les parecía análogo al de las sirenas. No simplemente por la referencia al encanto de su música, sino por el encadenamiento de los astros: la palabra sirena, que hace referencia a esas mujeres mitológicas cuya voz doblegaba hasta el más tenaz de los marineros homéricos, significa “encadenada”, haciendo referencia al mito griego, según el cual eran ninfas condenadas a la búsqueda de los corazones de los hombres24.
1.2. La ascensión y la música preclásica
Como mencioné anteriormente, las semillas de la semejanza se pueden rastrear en la antigua Grecia; sin embargo, esto no quiere decir que domine por entero los discursos (en torno a la música) de un pueblo tan heterogéneo como el griego. Ahora bien, en este momento quisiera seguir pensando el alcance de esta práctica discursiva (que según Foucault es la forma primera del saber durante el siglo XVI), por ello, me pregunto si la semejanza, realmente, puede encontrarse en los discursos en torno a la música en el período preclásico: ¿Acaso obedecían a las mismas reglas que los discursos propios de la alquimia, la magia, la anatomía y la naturaleza?
Pienso que la semejanza, con sus distintas modalidades, determina la estética de la música durante la Edad Media. Por lo menos, puede rastrearse en los discursos de los padres de la Iglesia católica. Maximiliano Prada Dussán, en su libro La educación musical como conocimiento de Dios: un acercamiento al De Musica de San Agustín (2004), recuerda que Agustín de Hipona a pesar de que desechó parte de la teoría de la armonía de las esferas (por considerarla un paganismo) conservó un buen número de los supuestos platónicos:
Gracias al encuentro con los neoplatónicos, Agustín logró dar un giro a su concepción ontológica; en el pensamiento de aquellos existe una jerarquía de los seres, en el cual la cima es el Uno, y por el proceso de emanación en el cual el superior es causa de lo inmediatamente inferior se va constituyendo el mundo. En este proceso de emanación [descendente] se presenta una pérdida gradual de ser: cada efecto es inferior a su causa, pero puede superarse si vuelve a ella. (Prada, 2004, p. 32)
Agustín, como los griegos, piensa el cosmos a partir de un encadenamiento. El filósofo africano ordena todas las cosas, los animales, los humanos e incluso al mismo dios católico dentro de una cadena, en la cual cada eslabón se asemeja al que lo precede y al que lo sigue. Existe una relación desde la primera causa hasta las causas más bajas e ínfimas, dicha sucesión debía comenzar en la materia y direccionarse hacia Dios, por encima del cual no podría haber nada. Este pensamiento, característico del período medieval, revela que la semejanza, especialmente la convenientia, se encuentra en el centro mismo de las preocupaciones agustinianas.
Agustín escribió el De musica a manera de diálogo, este estilo se conservó en toda la obra a pesar de que los seis fragmentos que la componen no fueron escritos al mismo tiempo (los cinco primeros los escribió entre 386 y 387 y el último en el 391). Allí se pueden encontrar rastros de la lucha personal que tuvo que vivir al renunciar a las doctrinas neoplatónicas y al maniqueísmo25.
Posteriormente, se refugió en el bastión del catolicismo. Uno de los beneficios de su filiación a la Iglesia católica (que por esos años se había extendido por casi todo el territorio del Imperio romano) consistió en que pudo dedicarse a la escritura de sus tratados y participar en la que sería la discusión más significativa de su tiempo: la disputa entre fe y razón26. El De musica, en sus últimas líneas, ilustra esta batalla:
Nosotros, por nuestra parte, mientras juzgamos que no deben olvidarse aquellos a quienes los herejes seducen con la falsa promesa de su razón y de su ciencia, hemos avanzado con mayor lentitud, en el estudio de estos caminos, que aquellos santos varones que, volando sobre estas rutas, no creen merezca la pena atender a ellas. Sin embargo, nosotros no nos atreveríamos a hacerlo si muchos hijos piadosos de la iglesia católica, nuestra bonísima madre, después de haber adquirido en sus estudios de juventud la capacidad suficiente para hablar y discutir, han hecho esto mismo para refutar a los herejes. (Agustín, 1946, p. 28)
Debido a esta disputa se puede identificar lo que Foucault llama el “posicionamiento del sujeto”: ¿Quién es, entonces, aquel que escribe legítimamente discursos en torno a la música?, ¿qué lugar ocupa dentro de su época? Recordará el lector que, para Agustín, el hombre es un “ser racional mortal”, la racionalidad sería aquello que nos diferencia de los animales y la mortalidad aquello que nos diferencia de Dios (Agustín, 1946, p. 946). El hombre se posiciona en un lugar intermedio dentro de una sucesión, en la esfera inmediatamente anterior se encontrarían los animales, y en la siguiente Dios. Para los padres de la Iglesia, el hombre debe buscar la manera de “direccionarse” hacia el último eslabón. Prada explica ese direccionamiento del hombre a partir de la idea de “ascensión”. La ascensión es una suerte de movimiento hacia Dios: “un movimiento inmaterial, que da dirección y sentido al alma, que la hace participar cada vez más del Ser. El hombre busca la eternidad, lo incorruptible, lo inmutable, aquello que escapa de la temporalidad” (Prada, 2004, p.37). Lo paradójico de este asunto es que, gracias a la semejanza, el hombre también termina vinculado con aquello de lo que pretende distanciarse, en un juego que Foucault llamará —utilizando un concepto propio del campo de la música— la sympathia (simpatía)27.
Agustín se propuso escribir el De musica solo porque el camino que ha de seguir (para pensar la música) por vía de su razón está respaldado por algo que la supera: la fe. Por consiguiente, para el filósofo, el entendimiento solo es posible dentro del consensus de la creación, es decir, dentro del encadenamiento de la semejanza. Agustín pensaba que los grandes hombres cometían una torpeza vergonzosa al dejarse cautivar por el deseo (censurable) nacido de los sentidos; sin embargo, entiende que: “lo corruptible es bueno; no en grado sumo, pues de serlo no sería corruptible, pero que tampoco se corrompería si estuviese privado del bien” (Agustín, 1946, p. 28). De allí que lo sensible, en este caso la música, sea también una posibilidad de ascenso o elevación. Michel Foucault explica esta convenientia entre lo exterior y lo interior, entre el alma y el cuerpo, de la siguiente manera:
El alma y el cuerpo son dos veces convenientes: ha sido necesario que el pecado hiciera del alma algo denso, pesado y terrestre para que Dios la pusiera en lo más hondo de la materia. Pero, por esta vecindad, el alma recibe los movimientos del cuerpo y se asimila a él, en tanto que el cuerpo se altera y se corrompe por las pasiones del alma. Dentro de la amplia sintaxis del mundo, los diferentes seres se ajustan unos a otros; la planta se comunica con la bestia, la tierra con el mar, el hombre con todo lo que lo rodea. (Foucault, 2007, p. 27)
En este sentido, Agustín realiza una diferenciación entre música exterior y música interior. La música exterior induce a lo sensual —como fuente de descenso— y la ha llamado “profana”. Esta música es la que canta y provoca las hazañas, el amor y las pasiones humanas, música que era “entendida como obscena (piénsese en su representación en la danza), promotora del hedonismo, de orgías, de sensualidad, y no gozaba de sustento teórico” (Prada, 2004, p. 62). También era llamada “música de uso” y hacía referencia al trabajo manual y servil. En oposición, la música interior se debía al “entendimiento”. Agustín se pregunta: ¿Conoce el ruiseñor el arte liberal? A lo que responde que solo el músico que alcanza el entendimiento, por medio de la fe y la búsqueda de la ascensión, es capaz de saber lo que hace, tomando distancia tanto de los cantos de los animales, como de la música exterior.
a. Los elementos rítmicos
La música interior se suma a la búsqueda del sentido de la existencia. Por esta razón debe dejar de pensarla como corrupción; la idea de ascensión por medio de la música lo condujo a pensar la relación entre la música con la palabra (se debe recordar que los cantos estudiados en la filosofía agustiniana contenían fragmentos bíblicos). En este sentido, quisiera señalar dos de las rutas emprendidas por el filósofo africano: por un lado, el análisis del ritmo musical; y por otro, el análisis de la percepción musical, las cuales le permitieron concluir que la música es un instrumento para la ascensión humana.
La música y la palabra, en los tiempos de Agustín, eran inseparables, prueba de ello es que los cantos se dividían en: silábicos, cada sílaba interpretaba una sola nota; neumáticos, cada sílaba interpretaba de dos a cuatro notas; y melismáticos, cada sílaba interpretaba más de cuatro notas. La célebre frase agustiniana musica est scientia bene modulandi (la música es la ciencia del modular bien), que se transmitió más allá de la Edad Media, tiene como principal preocupación estudiar la manera en que la palabra y la música se entrelazan. Gracias a esta relación, Agustín trata la “regulación rítmica” de la música y se propone determinar tres aspectos fundamentales: (i) el límite del movimiento o “moderación”, en el cual se refiere a la duración de la obra; (ii) el principio de “proporción”, en el cual estudia la participación de la unidad con las partes, es decir, la relación temporal de los sonidos; (ii) y, finalmente, se encarga de caracterizar los veintiocho elementos métricos, compuestos por sílabas breves y sílabas largas28.
b. El tiempo interior
La escucha de estos elementos rítmicos de la música juega un papel crucial en la teoría de ascensión agustiniana. Según el filósofo, la percepción tiene tres momentos: primero se escucha lo sensible, después se hace interior por medio de la memoria y la imaginación y, por último, aborda el entendimiento. Lo interesante de esta teoría es que teniendo como punto de partida aspectos en apariencia meramente técnicos —como son el ritmo musical y el análisis de la percepción— el filósofo emprende una argumentación con alcances metafísicos. Lo que se propone demostrar es que el hombre, gracias a la música, se direcciona hacia Dios. En sus propias palabras: “Tenga ya fin esta disputa, para que luego, tratado lo que atañe a esta parte de la Música que consiste en la medida de los tiempos, desde estas sus huellas sensibles, con toda nuestra finura posible, lleguemos a esas íntimas moradas donde ella está libre de toda forma corpórea” (Agustín, 1946, p. 295).
El estudio de la percepción lo conduce a sostener que el interior del hombre es el que recibe, procesa, almacena, imagina y juzga la música. Se preocupará principalmente por su presentación temporal, para Agustín: “el tiempo, penetra en las raíces humanas más profundamente que el espacio; la música, es mucho más íntima que las demás artes” (2004, p. 65). La métrica, entrelazada a la palabra, conduce al “tiempo interior”:
Dime, a fin de que pasemos de lo corporal a lo incorpóreo: cuando recitamos este verso Deus creator ómnium [Dios creador de todas las cosas], ¿dónde crees que están los cuatro yambos de que consta y sus doce tiempos? Es decir, ¿están solamente en el sonido que se percibe o también en el sentido del oído de quien los percibe? ¿O también en la acción del que lo recita? ¿O, porque es un verso conocido, debemos confesar que estos ritmos están también en nuestra memoria? (Agustín, 1946, p. 296)
Según Agustín, cuando la música se encuentra en el interior de los individuos (sea en la memoria o en la imaginación) el entendimiento los hace partícipes de unos números perfectos: “el número es, en definitiva, desde su significado en latín clásico, equivalente a orden, ritmo, proporción, armonía y consiguiente perfección de las cosas y, por tanto, de su verdad, bondad y belleza, esto es, de su esencia y ser” (Agustín, 2004, p. 65). Al estudiar esta teoría se puede comprender la manera en que el filósofo considera que la música es un medio para direccionarse a Dios. La teoría de los números agustiniana parte del ordenamiento de la percepción en una serie de pasos. El primero es la percepción de los numeri corporales, que serían aquellos descritos en los pies métricos y, en general, en las regulaciones rítmicas de la música; posteriormente vendrían unos pasos intermedios a partir de los cuales la música tiene acceso a lo más íntimo del hombre; finalmente, el último paso de la percepción permitiría experimentar los numeri iudiciales, en los que se alcanza la contemplación racional del ritmo en tanto perfección y semejanza con lo eterno29.
Al tener en cuenta la búsqueda de ascensión por medio de la música, cabe preguntarse si es posible rastrear el momento en que la estética agustiniana —en tanto saber— afecta la música o en que la práctica musical misma determina el surgimiento de este discurso estético. Me parece sumamente inquietante pensar la manera en que la música medieval se veía afectada por un constructo teórico del cual el De musica era solo un segmento.
1.3. Los indicios divinos y la música preclásica
Michel Foucault pensaba que para identificar una discontinuidad (para rastrear el momento en que se ha desatado una mutación en un campo discursivo), no basta con rastrear los contenidos temáticos o las modalidades lógicas; sino que se debe recurrir a un espacio interdiscursivo, en el que la música y las palabras no están separadas. Michel Foucault recuerda que durante la época preclásica el dominio del lenguaje estaba determinado por una problemática específica: ¿Cómo reconocer que un signo designa lo que significa? Esta pregunta se debía a que —y en esto conservaba un estatuto medieval— el mundo y los libros no eran algo disímil. Semejante afirmación (que puede parecer extraña) se sostenía gracias a los pasajes de los padres de la Iglesia católica, para los cuales Dios ofrecía al hombre la fuente de todo saber en dos libros: por un lado, se encontraba la Biblia y por otro, la creación. Tanto el libro de la escritura, como el libro de la naturaleza eran susceptibles de ser descifrados30. En todo caso, se consideraba que existían palabras y creaturas que enseñaban la verdad: “la gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Foucault, 2007, p. 43). Por esta razón, el lenguaje no era concebido como un conjunto de signos:
Es más bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmentada y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo y se enreda en ellas: tanto y tan bien que, todas juntas, forman una red de marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña en efecto, en relación con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio. (Foucault, 2007, p. 46)
La escritura durante la época preclásica, gracias a este entrelazamiento del lenguaje y las cosas, era privilegiada sobre la palabra hablada: “Lo que Dios ha depositado en el mundo son las palabras escritas; Adán, al imponer sus primeros nombres a los animales, no hizo más que leer estas marcas visibles y silenciosas; la ley fue confiada a las Tablas, no a la memoria de los hombres; y la verdadera palabra hay que encontrarla en un libro” (Foucault, 2007, p. 51). La escritura precedía a la palabra (como si antes de Babel, incluso antes del diluvio, la primera escritura hubiera actuado sobre las cosas, creando así sus propiedades, sus virtudes y sus secretos), la reflexión se centraba en la posibilidad de restituir ese lenguaje originario. Pero este lenguaje no podía ser enunciado sino por aproximación: “tratando de decir al respecto cosas semejantes a él y haciendo nacer así al infinito las fidelidades vecinas y similares de la interpretación” (2007, p. 49). El universo aparecía como algo para leer (legenda) y el pensamiento aparecía entregado a un (infinito) quehacer exegético, de allí la necesidad de la interpretación y el comentario, de la hermenéutica y la semiología31.
Una de las relaciones más fáciles de trazar entre la práctica musical y el lenguaje se encuentra en los cantos. Recordará el lector que en el tiempo de Agustín abundaban las obras corales, en la composición primaba lo que ahora llamamos textura monódica —en la que todos los intérpretes cantan una sola melodía— y, en general, la música instrumental no estaba bien vista por la Iglesia católica. Esta relación de la música con la palabra va ser crucial durante la Edad Media. Incluso cuando el canto responsorial comenzó a ser sustituido por las primeras obras de textura polifónica llamadas organum, y cuando en las Schola Cantorum de San Marcel y de Notre Dame se practicaba el discantus, la palabra no perdió su relevancia. Estos cantos serán recordados como salmodias, porque cantaban fragmentos bíblicos. Cantar significaba interpretar el texto sagrado: leer.
Foucault sostiene que los estudios en torno al lenguaje durante la época preclásica no obedecían, como se verá más adelante, a la figura binaria de la Logique de Port-Royal, dividida en significante y significado. La Grammaire de Ramus (1515-1572), por ejemplo, tenía dos partes: (i) el estudio de la etimología, buscando las “propiedades” intrínsecas de letras, sílabas y palabras completas; y (ii) el estudio de la sintaxis, que examinaba la conveniencia y comunión mutua de las propiedades de las palabras. Ninguno de los dos estudios se centraba en la búsqueda del sentido de las palabras. El signo era una figura “ternaria” (heredada de los estoicos y de los primeros gramáticos griegos), que era estudiado siguiendo tres aspectos: el dominio formal de las marcas, el contenido señalado por ellas y las similitudes que ligan las marcas y las cosas. Según el filósofo francés el lenguaje, al no depender de un contenido representativo, alcanzaba un “ser propio”, no era reductible a un simple instrumento32.
La escritura de la música tampoco se reducía a una simple representación de sonidos. Al revisar la notación musical de ese tiempo se evidencia que se encontraba estrechamente relacionada con la palabra. La notación seguía “trazos” que guardaban similitud con los acentos y signos de puntuación (eran prosódicos y sintácticos) tanto en la música más representativa de la época como Leoninus33 (1150-1200) y Perotinus34 (1200-1250) y en las piezas menos reconocidas como las de Hildegard von Bingen35 (1078-1179). Su significado se modificaba según el contexto. Incluso, cuando la notación dejó de ser alfabética gracias a Hucbaldo (840-930) y Guido d’ Arezzo36 (995-1050) no se logró representar con precisión ni las duraciones, ni las alturas, ni el timbre de cada sonido. La escritura musical, a partir de lo que se podría llamar unos dibujos melódicos, se relacionaba estrechamente con la palabra, lo cual no cambió desde los tiempos de Agustín hasta bien entrada la época moderna.
La música sacra, desde el punto de vista agustiniano, obedecía a un orden sagrado, buscaba asemejarse a lo divino, extendiéndose a lo largo de la cadena de la convenientia; las palabras bíblicas determinaban sus regulaciones métricas y estas a su vez comportaban unos numeri iudicales (en cuya potencia se revelaba lo eterno). En este sentido, las palabras que los grandes coros entonaban en las iglesias eran indicios de una especie de lenguaje previo repartido por Dios en el mundo, una suerte de huella de lo divino, razonamiento que ahora solo le es familiar a un conocimiento cabalístico o esotérico de las escrituras. En todo caso, la semejanza parece escabullirse entre las páginas de las teorías sobre la música de la Edad Media y de la antigüedad. Estas maneras de pensar la música afectaron profundamente la práctica de la misma; como se pudo ver, la estética en ocasiones se redujo a la legitimación de un tipo de música particular y condenaba otra porción de prácticas musicales. Si en el tiempo de Agustín se le permitió a la teorización de la música hacer parte del cuadrivio (conjunto de las cuatro artes liberales: aritmética, música, geometría y astrología o astronomía) se debe a su articulación con la palabra, porque no se había pensado en términos de “representación”, sino como desciframiento de los indicios dejados aquí y allá por la divinidad. En todo caso, esta manera de pensar la música cambiará radicalmente con el paso del tiempo, generando una discontinuidad con el pensamiento de la época clásica.