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CAPÍTULO 2.

La música en la cuadrícula

Con la llegada de la época clásica, la semejanza comienza a ser considerada de manera negativa y se identifica como un error37. El derrumbe de esta práctica discursiva prefigura una discontinuidad entre el período preclásico y el clásico. Algunos de los rasgos de esta discontinuidad se pueden rastrear, por ejemplo, en la creciente necesidad de ordenar el mundo por medio del análisis, partiendo de lo simple a lo complejo; en definitiva, se trata del empeño de remplazar la capacidad de tejer relaciones, por el ejercicio de discernir las cosas con mayor claridad y evidencia38.

En palabras de Michel Foucault: “A partir del siglo XVII, la semejanza es rechazada hasta los confines del saber, del lado de sus fronteras más bajas y más humildes. Allí, se liga a la imaginación, a las repeticiones inciertas, a las analogías empañadas” (2007, p. 57).

René Descartes jugó un papel importante en esta discontinuidad, su filosofía confirma la exclusión de la semejanza como experiencia fundamental y forma primera del saber, a sus ojos esta práctica discursiva no sería más que una mixtura, una confusión: “Es un hábito frecuente —dice Descartes en las primeras líneas de las Regulae—, cuando se han descubierto algunas semejanzas entre dos cosas, el atribuir a una y a otra, aun en aquellos puntos en que de hecho son diferentes, lo que se ha reconocido como cierto solo de una de las dos” (Foucault, 2007, p. 77). Así es que, durante el período clásico la semejanza se desplazó por el orden, por la comparación en términos de identidad y diferencia. Por esta razón, el caballero andante para quien las figuras más cotidianas desencadenaban las similitudes más maravillosas, quien a cada paso se tropezaba con castillos, doncellas y gigantes, fue considerado loco y sus libros de caballería no eran otra cosa que un encantamiento.

Ahora bien, la comparación sigue ocupando un papel privilegiado en el pensamiento, incluso, en la lógica cartesiana:

Si Descartes rechaza la semejanza, no lo hace excluyendo del pensamiento racional el acto de comparación, ni tratando de limitarlo, sino por el contrario universalizándolo y dándole con ello su forma más pura. En efecto, por la comparación, encontramos «la figura, la extensión, el movimiento y otras cosas semejantes» —es decir, las naturalezas simples— en todos los sujetos en los que pueden estar presentes. Y, por otra parte, en una deducción del tipo: «toda A es B, toda B es C, en consecuencia, toda A es C», queda en claro que el espíritu “compara entre sí el término buscado y el término dado, a saber, A y C, en el respecto en que ambos son B”. En consecuencia, si ponemos aparte la intuición de una cosa aislada, puede decirse que todo conocimiento se obtiene por la comparación de dos o más cosas entre ellas. (Foucault, 2007, p. 78)

Si la semejanza determinaba los discursos en torno a la música que circulaba antes del siglo XVII, en el período clásico hay una preocupación por el orden y la comparación en términos de identidad y diferencia. ¿Acaso el pensamiento musical obedecía a la misma práctica discursiva que determinaba, entre otros, a la gramática general, la matemática, la física y el análisis de la moneda de ese tiempo?

2.1. El análisis de la música clásica

A continuación, me ocuparé de comentar el Compendium Musicae de René Descartes. Si quisiera proceder como el filósofo francés lo hace en las Meditationes de Prima Philosophia (Meditaciones metafísicas), debería evaluar la existencia de la música (de los sonidos, de los ecos y de las resonancias, incluso del silencio). Así, en un primer momento, llegaría ineludiblemente a la conclusión de que el sonido es percibido por los sentidos y que estos a su vez (con lo escalofriante del asunto) engañan —prueba de ello serían los sonidos de los sueños—. Todos los sonidos cargarían con la cruz de ser posibles falsificaciones (simples quimeras auditivas, tal vez hijas del delirio). Posteriormente, debería reconocer que no solo las verdades “empíricas” del sonido son engañosas: las “formales” también son dubitables (ya que hasta estas podrían ser creación de un genio maligno). En última instancia, la música desde su elemento constituyente, se movería en el terreno de lo incierto.

Daniel Martín Sáez39, en su artículo, Compendium musicae: la teoría musical de Descartes, sostiene que la postura cartesiana de desconfianza hacia los sentidos, ya se encontraba prefigurada en su obra temprana:

Para él los sentidos son incapaces de verdad y sólo la razón es poseedora de ella. Esta idea, que tanto se reflejará en su Discurso del Método, y en la mayoría de sus obras, aparece ya en este compendio. Lógicamente, esta devaluación conlleva la idea de que los sentidos han de ser deleitados con relaciones acordes a su insignificancia. (Sáez, 2008, p. 25)

Si continuara imaginando cómo hubiera tratado la música, debería pensar el lugar que ocuparía en la estética musical la suposición de que el hombre (a diferencia de Dios) es un ser compuesto, dividido en sustancia pensante (res cogitans) y en sustancia extensa (res extensa)40. Para el filósofo francés el pensamiento (la razón) sería indubitable, y el cuerpo, no sería más que el productor de información de la que no se puede tener mayor certeza:

La mente que, usando su libertad congénita, supone que todas esas cosas no existen (aun aquellas cuya existencia es casi indudable), se da cuenta de que no puede ser que ella misma no exista. Lo cual es de gran utilidad, puesto que de esta manera se distingue fácilmente qué es lo que atañe a sí misma, es decir, a la naturaleza intelectual, y qué es lo que se refiere al cuerpo. (Descartes, 2001, p. 156)

La razón —el buen sentido o la res cogitans— parece ser la encargada de distinguir lo verdadero de lo falso (debe ser esa “luz natural” dada a los humanos para iluminar esas construcciones sonoras que, como las “tinieblas inextricables”, amenazaban con el engaño y la ceguera). En este momento, se podría concluir que la música solo se haría cognoscible gracias a las verdades formales, aquellas que resistieron la duda metódica, libres de los engaños propios del cuerpo o del genio maligno. La música sería tratada ante todo como res extensa. De esta manera, la preocupación de la estética musical se traslada al sonido para ser estudiado gracias a sus propiedades cuantificables, en otras palabras, lo que se podría conocer de la música serían sus comportamientos matemáticos despojados de los simbolismos y analogías que tenían en la antigüedad (los estudios de la armonía, preocupados específicamente por las alturas y duraciones).

Finalmente, se hace evidente que el sujeto que tendría derecho a hablar de música sería aquel que pueda analizar el sonido, como res extensa, teniendo como única herramienta confiable su propia “razón”, no para encontrar mayor deleite sino para buscar aquello que la música tiene de real, de verdadero, de medible y cuantificable, lo cual coincide con lo escrito en el Compendium. Descartes sostiene que: la música tiene como objeto el sonido y que en “lo que se refiere a la naturaleza del propio sonido, es decir, de qué cuerpo y de qué modo brota más agradablemente, es asunto de los físicos” (1992, p. 56).

Descartes en su Discours de la méthode (1637) (El discurso del método) presenta el análisis como el camino a seguir para lograr el “progreso del conocimiento”. En este momento de la escritura me parece ineludible preguntarme si en un pequeño Compendium sobre la música, se podría entrever la aplicación de sus precauciones metodológicas, redactadas veinte años después en su Discours. A lo que debo responder que en el Compendium el autor pretendía que toda verdad fuera evidente, clara y distinta (que no se pudiera poner en duda). De allí su interés en el análisis formal en el que recurría al estudio de las partes simples —las cuales podía verificar— para dar cuenta de las partes complejas. También es cierto que se trata de un texto ordenado cuidadosamente y en el que sus enumeraciones son lo más completas posibles. En conclusión, debo reconocer que me sorprende la manera en que este libro prefigura su pensamiento, si bien se puede generar un debate en torno a la exactitud y meticulosidad con que aplicó el método que aún no había escrito, me parece que se trata de un documento que presenta una sustitución del pensamiento analógico por el análisis.

El Compendium se suma al establecimiento del orden de la época clásica, de allí que aplique sus tres modalidades capitales: análisis, matemática (mathesis) y taxonomía (taxinomia)41. Estas nociones, para Foucault, no designan dominios separados, sino que —gracias a un ordenamiento de identidades y diferencias— se entrelazan en el “proyecto de una ciencia general” (2007, p. 77). No se puede dejar de pensar que esto definió, de alguna manera, el pensamiento cartesiano en torno a la música; en definitiva, lo que buscaba Descartes era desarrollar una gramática musical con bases matemáticas, es decir, pretendía ordenar la música: incluirla en una ciencia general del orden, circunscribirla al proyecto de una “ciencia universal” que debía abordar todo lo existente, a partir de la llamada mathesis universalis42.

2.2. Afecciones y pasiones en la música clásica

Afecciones: duraciones y alturas

A diferencia de Agustín, Descartes en el Compendium Musicae no se preocupó por la métrica determinada por la palabra, sino por —lo que se podría llamar— las propiedades del sonido. La música debía fundamentarse en el estudio de las affectiones (afecciones), en tanto propiedades del sonido. Según Ángel Gabilondo, Descartes buscaba la cuantificación de los flujos aéreos: la “medida de lo invisible” (1949, p. 12). Quisiera detenerme en dos de las rutas emprendidas por el filósofo francés: el estudio de la duratio (duración) y el estudio de la intensio (altura)43.

En cuanto a la propiedad relativa a la duración de los sonidos, el filósofo escribe: “el tiempo en los sonidos debe estar constituido por partes iguales” (Descartes, 1992, p. 32). Entonces, la división rítmica ha de ser geométrica y debe estar mediada por una unidad (como toda naturaleza simple); de allí el pulso y las subdivisiones de las duraciones musicales (binarias y ternarias). Por otro lado, al referirse a la propiedad del sonido relativa a la altura, el análisis cartesiano se centra en los “intervalos”, en la relación entre dos sonidos partiendo del más grave: “De los dos términos que se necesitan en una consonancia, el más grave es con mucho el más potente, y, en cierto modo, contiene en sí al otro” (Descartes, 1992, p. 67). Descartes divide los intervalos en “consonancias” y “disonancias”, debe recordarse que este estudio surge del análisis de los sonidos producidos por la división de una cuerda, de allí que encontrara en ellos —como lo haría Pitágoras— relaciones aritméticas:

Todas las consonancias pueden ser incluidas en tres géneros: o bien nacen de la primera división del unísono, son las consonancias llamadas octavas y forman el primer género; o bien, en segundo lugar, nacen de la división de la propia octava en partes iguales, son la quinta y la cuarta, a las que por esta razón, podemos llamar consonancias de segunda división; o, finalmente, de la división de la propia quinta, que son las consonancias de la tercera y última división. (Descartes, 1992, p. 75)

Descartes al estudiar los intervalos genera una clasificación (a la manera en que se caracterizaban los seres en las ciencias naturales). La división entre consonancias y disonancias no solo ordenaba los sonidos, sino que determinaba el grado de perfección de los intervalos: “hay que advertir que el oído queda mucho más satisfecho cuando se termina por una octava que por una quinta, y lo mejor de todo es terminar con el unísono” (Descartes, 1992, p. 109).

b. Las pasiones

El lector debe tener presente que, en general, durante la antigüedad la estética musical se centraba en la búsqueda de analogías y semejanzas (relacionaba el sonido, el orden del cosmos y las pasiones humanas). Por esta razón, las consonancias y las disonancias fueron pensadas en términos de simpatía y antipatía; teniendo la posibilidad de relacionar los análisis formales con las pasiones y afectos que se sienten al escuchar la música. Este vínculo se rompe cuando se entiende la música exclusivamente por medio del análisis formal. Por ello resulta llamativo que Descartes, al referirse a la música vocal, escribiera las siguientes palabras: “parece que si la voz humana nos resulta más agradable, es solamente porque más que ninguna otra es conforme a nuestros espíritus. Así, incluso nos es mucho más agradable la voz de los amigos que la de los enemigos según la simpatía o antipatía de las pasiones” (Descartes, 1992, p. 57). Más allá de detenerme en la primacía que le brinda a la voz sobre los instrumentos musicales, quisiera formular una pregunta: ¿Esta forma de relacionar sonidos y pasiones es lo que el filósofo francés se reprocha a sí mismo años más tarde? ¿Acaso se arrepentía no solo de haber conservado estos conceptos, sino de no haber alcanzado una teoría puramente mecanicista de la música?44

Ahora bien, no quisiera pasar por alto que en esa misma frase se refirió con sumo interés a las “pasiones”. Bien conocido es que Descartes, al final de su vida, se preocupó por caracterizarlas, pero normalmente no se recuerda que en el Compendium (muchos años antes de las cartas a Isabel de Bohemia y de escribir Les passions de l’âme) haya definido la música de la siguiente manera: “su objeto es el sonido y su finalidad es deleitar y provocar en nosotros las pasiones diversas” (Descartes, 1992, p. 55). ¿Podría sostenerse que existe una relación entre la primera y la última obra del filósofo, que permita enlazar el estudio del sonido cartesiano que se encuentra en el Compendium, y el estudio de las pasiones que se encuentra en Les passions de l’âme?

Aquí se podría imaginar qué pasaría si Descartes se ocupara de la música con los mismos procedimientos de los que se ocupó de las pasiones. Si el proyecto de Descartes en Les passions de l’âme, entre otras cosas, era establecer un ordenamiento de la manera en que se generan las pasiones, resulta fácil imaginar cómo estas son generadas a partir de un estímulo musical: (i) después de la percepción, el torrente sanguíneo (que lleva los llamados espíritus animales), se dirige hacia el cerebro; (ii) en el cerebro se comunica con la glándula pineal (lugar en donde se encuentra el alma), allí el alma se afecta por la música; (iii) la glándula pineal pone de nuevo en movimiento el torrente sanguíneo hacia órganos específicos del cuerpo (según el tipo de música); (iv) y, por último, estos movimientos producen reacciones corporales acordes a las pasiones provocadas (como el sonrojo o la palidez).

Se podría suponer que los mismos procedimientos utilizados en el análisis de la música (la comparación por identidad y diferencia, la mathesis y la taxonimia) deberían determinar cuáles son las pasiones causadas, sostenidas y potenciadas al escuchar la música por los movimientos de la sangre (los “espíritus animales”). Descartes en el Compendium —a pesar de que aún no formulaba su teoría de las pasiones— sostiene que ese camino debía tomarse: “por lo que se refiere a las diferentes pasiones que la música puede provocar en nosotros [escribió], según la diferente medida, opino que, en general una medida más lenta provoca en nosotros movimientos más lentos, como la languidez, la tristeza, el miedo, la soberbia, etc.; en cambio una medida rápida produce pasiones más vivaces cómo la alegría” (1992, p. 65).

A pesar de que no realizó un estudio detenido de las pasiones de la música, no se puede negar que el filósofo renacentista —desde su juventud— había previsto que la música estaba estrechamente relacionada con las pasiones humanas. En definitiva, lo que parece ser más interesante de este estudio es la necesidad de suponer una correspondencia entre las propiedades del sonido (en tanto affectiones) y los afectos (affectus). Esto lo condujo a pensar que se debe iluminar la manera en que un “ordenamiento” de sonidos “representa” pasiones determinadas. Prueba de ello es que al finalizar el Compendium (con un poco de frustración) esbozara este proyecto: “ahora, ciertamente, debería tratar a continuación por separado cada movimiento del alma que la música pueda excitar, y debería mostrar por qué grados, consonancias, tiempos y otras cosas deben ser excitados tales movimientos; pero esto excedería los límites de un compendio” (Descartes, 1992, p. 112).

2.3. La representación de la música y la música como representación

Foucault sostiene que a partir del siglo XVII el lenguaje no se plantea como una de las figuras del mundo (ni como la signatura impuesta a las cosas desde el fondo de los tiempos en cuya presencia se oculta latente la promesa de un vestigio originario). Con el tiempo se convirtió en una simple maquinaria: un instrumento para “representar”. Las palabras ya no se asemejan a lo divino, no tienen derecho a ser su marca secreta, se han ligado irresolublemente al conocimiento. La verdad se debe a la percepción evidente y definida, las palabras no tienen otro papel que traducir lo verdadero:

No hay ya signo desconocido, ni marca muda. No se trata de que los hombres estuvieran en posesión de todos los signos posibles, sino de que sólo existen signos a partir del momento en que se conoce la posibilidad de una relación de sustitución entre dos elementos ya conocidos. El signo no espera silenciosamente la venida de quien puede reconocerlo: nunca se constituye sino por un acto de conocimiento. Aquí es donde el saber rompe su viejo parentesco con la divinatio. […] Su tarea era revelar un lenguaje previo repartido por Dios en el mundo; en este sentido, y por una implicación esencial, adivinaba y adivinaba lo divino. A partir de ahora, el signo empezará a significar dentro del interior del conocimiento: de él tomará su certidumbre o su probabilidad. (Foucault, 2007, p. 66)

Durante la época clásica, las preguntas del análisis del lenguaje se centran en la representación: ¿Cómo puede estar ligado un signo a lo que significa? Esta nueva preocupación, el análisis del sentido y de la significación, ocupa un lugar predominante. Según Foucault, con la aparición de estos estudios, en especial, los desarrollados en la gramática general o de Port-Royal (1660) de Claude Lancelot (1615-1695) y Antoine Arnauld (1612-1694), se establece lo que llama el “primado” de la representación (repraesentatio).

Este tipo de análisis, en medio de su búsqueda de los principios que obedecieran todas las lenguas, privilegiaron la comprensión del lenguaje como una representación del pensamiento.

El filósofo francés sostiene que se trata de una discontinuidad, de una consideración del lenguaje radicalmente diferente a la que se tenía en los siglos precedentes. El lenguaje ha perdido su lugar en el mundo de los humanos y en el mundo de sus dioses: su existencia se ve reducida; ya no es más que un tipo particular de representación: “tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice” (Foucault, 2007, p. 55). Los signos dejaron de ser ternarios (ya no se trata de buscar el dominio formal de las marcas, ni el contenido señalado por ellas, ni las similitudes que las ligan a las cosas) y la reflexión en torno al lenguaje se centra en el análisis del enlace de un significante y un significado45.

La representación de la música

Como advertirá el lector, desde hace mucho tiempo la repraesentatio (entendida como “presentación intencional” de un objeto) ha jugado un papel primordial en el saber —incluso antes de la época clásica—, pero se debe tener en cuenta que, tanto la manera en que se piensa la representación, como la manera en que interviene en el lenguaje durante la época clásica, no habían tenido precedente. Tal vez, la manifestación más relevante de esta discontinuidad sea que, por primera vez, el gramático asume que cada representación obedece a un juego en el que se desdobla y se duplica. Una palabra al ser una impresión, sensorial o intelectual, una idea, una imagen o una percepción representada, termina por representar otra impresión y para traducirse a sí misma necesita de una tercera impresión que la represente, y esta sustitución continuaría en un movimiento infinito46. Foucault advierte que: “todas las representaciones están ligadas entre sí como signos, entre todas forman como una red inmensa; cada una se da, en su transparencia, como signo de lo que representa” (2007, p. 72).

Para trazar, como en el caso de la época preclásica, posibles relaciones entre la práctica musical y la reflexión en torno al lenguaje, se debe recordar que una de las características más representativa de esa época es la secularización de la música. En esos años, gracias a compositores como Josquin des Prez47 (1440-1521), la música “profana” comenzó a tener una mayor circulación, y a pesar de que muchos músicos como Giovanni Pierluigi da Palestrina48 (1525-1594) se “enlistaron” en la contrarreforma, la iglesia católica perdió poco a poco la exclusividad en el terreno musical. Este fenómeno, político y social, también da cuenta de una nueva relación entre la música y la palabra, incluso, numerosos compositores se dedicaron a la música netamente instrumental; como lo harían Luys de Narváez49 (1500-1560), John Dowland50 (1562-1626) y Girolamo Frescobaldi51 (1583-1643), quienes escribieron los primeros “métodos” para instrumento solista.

Ahora bien, la música vocal durante la época clásica no deja de ser importante, prueba de ello es que compositores como Claudio Monteverdi52 (1567-1643), Jean Baptiste Lully53 (1632-1687) y Georg Friedrich Händel54 (1685-1759) le daban un papel preponderante al canto. A pesar de ello, puede sostenerse que la discontinuidad del pensamiento en torno al lenguaje se refleja en la práctica musical, cuando se pone en evidencia que la ópera, las canciones y los himnos protestantes no eran equivalentes a los cantos de la Edad Media que se encontraban en detrimento (tanto en la manera en que se componían, circulaban, se pensaban y se interpretaban). Esta discontinuidad se puede rastrear en el terreno de la “notación musical”. La notación sufre la mayor transformación de su historia, pues a partir de la época clásica, la música crea signos de “convención”, en otras palabras, abandona los viejos dibujos melódicos (que en el periodo preclásico se centraba en los pies métricos que se ordenaban por sílabas largas y cortas).

La música como representación

Michel Foucault piensa que para establecer un signo “siempre se puede (y en efecto se debe) escogerlo de tal modo que sea simple, fácil de recordar, aplicable a un número indefinido de elementos, susceptible de dividirse él mismo y de recomponerse” (2007, p. 68). Acaso la búsqueda de la estética de la música de esta época, ¿no consiste en la creación de una sistematización en la cual se ordenen las representaciones de cada sonido? Estas relaciones permiten suponer que la música era pensada como una “representación”. Si la música deja de ser tanto “huella” de lo divino, como posibilidad de ascensión, si la caracterización (a la manera cartesiana) del sonido determina lo concerniente a la notación musical, si predomina el análisis puramente matemático y taxonómico de la música, incluso, si en el Compendium se puede encontrar una necesidad de sistematización de la música a partir de su capacidad de representar las pasiones, ¿acaso esto no se debe a que se esperaba que la música fuera una integrante más del reino de las cosas claras y distintas, digna de ser representada, pero al mismo tiempo una de las formas de la representación de las pasiones, del orden y la medida?

La nueva notación pretendía “representar” con precisión las alturas y las duraciones de cada sonido. Estas necesidades en la escritura musical, se relacionaban estrechamente con la búsqueda de una depuración técnica en la notación que permitiera mayor articulación entre distintos instrumentos, pero, sobre todo, con una necesidad de ordenamiento general: el “sistema tonal”55, el cual logró posicionarse gracias a compositores como Arcangelo Corelli56 (1653-1713), Tommaso Albinoni57 (1671-1750), y ni hablar del mismo Johann Sebastian Bach58 (1685-1750). Otros compositores no solo aplicaron el nuevo lenguaje, sino que teorizaron respecto a las posibilidades expresivas y representacionales de la música; entre ellos, se puede nombrar a Giulio Caccini59 (1550-1618), Marc’Antonio Cesti60 (1623-1669), Jean Philippe Rameau61 (1683-1764), Johannes Ockeghem62 (1420-1496) y Thomas Tallis63 (1510-1585). Lo cierto, es que desde entonces el estudio de la armonía, determinada numéricamente, ha constituido parte fundamental del aprendizaje musical, al tiempo que se han realizado todo tipo de asociaciones entre las pasiones y estas características matemáticas de la música, incluso se debe tener presente el interés por explorar las capacidades programáticas e incidentales de la música de compositores como Antonio Vivaldi (1678-1741)64.

El lector no debe pasar por alto esta discontinuidad entre el período clásico y el preclásico, que no le fue extraña al Compendium. Este nuevo pensamiento en torno a la música que la emparenta con los procedimientos matemáticos y taxonómicos también es el momento en que la música se piensa más cercana a la noción de representación. Lo que me parece paradójico de este asunto es que al tiempo que la estética musical fue embestida por la razón, dejara de hacer parte de los saberes fundamentales de su época, pasó de ser una de las artes liberales a ser una de las bellas artes, en parte, gracias a su carácter representacional. Ahora bien, la duda que continuará hasta el presente acerca del papel de la representación en la música, lugar que desencadenará en los años siguientes todo tipo de debates en torno al sentido y las posibilidades expresivas de esta práctica artística.

Michel Foucault, la música y la historia

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