Читать книгу Emboscada en Dallas - Pedro J. Sáez - Страница 11

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1. Helsinki. Finales de 1974

—¿Cuál es el motivo por el que visita nuestro país, señorita Kofman? —le preguntó el agente de aduanas.

—Motivos de trabajo. Soy ornitóloga.

—¿Algún ave en especial?

—El Cygnus, creo que ustedes le llaman laulujontsen.

—¡Ah! El cisne cantor. Muy bien. ¿Cuánto tiempo durará su estancia?

—Al menos un año.

—Ya sabe que tendría que conseguir una nueva autorización antes de sobrepasar el año de estancia en nuestro país.

—Lo tendré en cuenta.

—¡Bienvenida a Finlandia, señorita Kofman! Que disfrute de nuestro país.

—Muchas gracias.

Así fue como Kathleen Kofman, con pasaporte alemán, comenzaba su visita para estudiar al precioso cisne cantor, pero nunca más lejos de la realidad. Su auténtico nombre era Hendrina Sprenger, apellido holandés de origen judío.

Kofman era buscada por algunas agencias de inteligencia, que solicitaban sus servicios como cazador de personas —muy pocos sabían su verdadera identidad y, menos aún, que era una mujer—, y la conocían por su alias, Tulipán. Casi todo el tiempo de su actividad lo dedicaba a rastrear antiguos agentes nazis y a ponerlos en manos del Mosad2, pero también hacía otros trabajos para el MI63 y especialmente para la CIA4, y este caso era uno de ellos. Desde luego que era un asunto muy especial, ya que le habían añadido a su encargo un plus y una condición. El plus, recuperar unos manuscritos que sabían tenía el hombre al que señalaron; si los encontraba, le entregarían sesenta mil dólares, lo cual hizo que nuestro Tulipán estuviera más que motivado por recuperar aquel premio. Sin embargo, la condición de que la muerte tenía que parecer obra de los rusos no le suponía ningún problema cumplirlo.

La Agencia Central de Inteligencia americana ya le había advertido en su informe de que habían localizado a uno de sus antiguos agentes que se quería pasar a trabajar con los rusos, al lado contrario. Así que Kofman viajó al lugar indicado. Una vez allí, esperó en el aeropuerto hasta que escuchó por los altavoces su nombre:

«Aviso para el señor Kofman. Por favor, preséntese en información».

Lo escuchó dos veces más. Cuando se identificó, se aclaró que a quien llamaban era a una mujer, a ella. Le entregaron un sobre en cuyo interior había una tarjeta del Banco de Finlandia con un número anotado a lápiz, el 319, y una pequeña llave. Sin más tardanza, salió del aeropuerto y, subiéndose a un taxi, se dirigió al banco. Era su modus operandi. Primero recibía una postal en su box de París, donde vivía, de la ciudad a donde se tenía que dirigir. Una vez allí, recibía la información necesaria.

En la caja de seguridad del banco encontró un sobre con todas las indicaciones, una pistola limpia y 400005 dólares, correspondientes a los honorarios por su trabajo de eliminación, encargos que, por cierto, siempre cumplía. Por supuesto, en ese precio estaba incluido su silencio.

Su segunda visita fue al Hotel Kämp, uno de los más prestigiosos de la ciudad de Helsinki. Allí, en su habitación, repasó toda la documentación incluyendo el arma, una Makárov con munición de 9 mm, una semiautomática rusa que tan solo pesaba 815 gramos, pero muy efectiva, pequeña y fácil de camuflar. Con toda tranquilidad y comenzando a mimetizarse con ciertas costumbres rusas, que formaba parte de las huellas de su trabajo, se tomó un vodka antes de repasar la documentación, donde le indicaban, con todo tipo de detalles, la pieza a abatir. Observó una y otra vez las fotos, leyó los escritos donde le indicaban la última ubicación de aquel hombre, así como las rutas y costumbres que conocían. Su nombre y alias decían: «William Stowe, alias Kevin Sullivan, aliasThomas Sullivan».

Los servicios de inteligencia norteamericanos fijaban su residencia en la ciudad de Turku, al menos durante los meses de invierno, aunque desconocían dónde pasaba el resto del año; suponían que en algún lugar oriental de Finlandia.

Kofman nunca cuestionaba las causas ni los motivos, y mucho menos el porqué. Hacía su trabajo sin ningún escrúpulo ni remordimiento. Lo vivido en la guerra, y lo que le habían hecho los nazis a su familia y a ella, anulaba todo sentimiento de culpabilidad. Aquella experiencia trágica le había borrado cualquier tipo de ética o moral, de manera que se centró en su último encargo y, acariciando con su delicada mano la foto del rostro de aquel hombre, bebió de un sorbo su segundo trago de vodka.

—Eres mi cisne cantor. ¡Pronto estarás bajo tierra, señor Stowe, o como quiera que te llames! —aseguró en voz alta.

Guardó todo en la caja de seguridad de la que disponía la habitación. Luego fue al baño y tomó una larga ducha para relajarse. Cuando terminó, se arregló y bajó a cenar al mismo restaurante del hotel. Desde la ventana veía nevar copiosamente, pudo contemplar cómo la ciudad poco a poco se quedaba vacía, sola, sin su gente. Entonces comprendió que su misión iba a ser difícil. Se dio cuenta de que ese medio hostil le pondría numerosos inconvenientes. Tenía que ser muy prudente y desempeñar muy bien su papel sin llamar la atención. Pidió un Jägermeister, una copa de licor típica alemana. Mientras la saboreaba, no pudo evitar pensar en el hombre que le habían señalado. Se sintió un poco nerviosa, pero eso era algo normal, como preludio de su trabajo, por no saber a lo que tenía que enfrentarse.

Allí sola, le vino a la memoria su último trabajo encargado también por la CIA tiempo atrás. Fue a primeros de noviembre de 1965. Kofman fue recordando detalles del personaje que tenía que eliminar. Una periodista de éxito que trabajaba como reportera de crímenes para el diario The New York Journal. Se llamaba Dorothy Kilgallen y, según los datos sobre su persona, tuvo una corta carrera en el mundo del cine, incluso escribió algún guion. Sin embargo, como periodista era famosa. Su columna diaria, La Voz de Broadway, se estimaba que tenía veinte millones de lectores, ya en 1950. Por si eso fuera poco, en aquel dosier se incluía información de su programa de televisión ¿Cuál es mi línea?, un programa de entretenimiento en el que al final descubrían a un famoso. Era especialista en seguir y escribir juicios de personas famosas con bastante audiencia y éxito; además, le informaron de todo tipo de detalles, horarios, personal técnico, auxiliares y maquilladoras que atendían a aquella periodista.

También resaltaron que aquella persona estaba bien informada y preparada para abordar cuestiones políticas, ya que tenía muy buena relación con las agencias de inteligencia. Entre 1959 y 1960, Kilgallen incluyó una gran cantidad de historias anti-Castro en su columna. Parte de esa información provenía de exiliados cubanos con base en Miami. En el verano de 1959 tomó partido en diferentes publicaciones, sugiriendo que la CIA y la mafia estaban trabajando juntas para asesinar a Fidel Castro. Hasta tuvo la osadía de criticar la forma de vestir de la esposa de Nikita Khrushchev.

Se había convertido para el Gobierno y las propias agencias de inteligencia en una especie de grano en el trasero que no dejaba de escocer. Una de aquellas notas decía:

«La señora Kilgallen fue demandada por difamación por la periodista Elaine Shepard. En un artículo publicado el 22 de diciembre de 1959, la periodista sugirió que una mujer, miembro del grupo de prensa de Washington, que se unió al presidente Dwight Eisenhower en una gira por Europa, había tenido una aventura con alguien del personal de la Casa Blanca. Como Shepard era la única mujer, no había duda para nadie, de manera que la señorita Shepard la demandó por 750000 dólares, alegando que Kilgallen “había implicado maliciosamente que era una persona de carácter lascivo y desaprovechado”. ¡La señora Kilgallen ha traspasado la línea roja!».

Tomando su último trago, repasó cómo lo hizo, cómo actuó en aquel trabajo… Cuando sacó un duplicado de llaves y la clave de la alarma de su casa de Nueva York, resultó fácil introducirse; fue sencillo dormir a su familia, ya que ella dormía sola en el piso superior. Subió a su habitación y, a punta de pistola, la llevó a la cama. Luego la asfixió con la almohada. No quiso seguir más con aquel recuerdo, dado que debía marcharse a su habitación; al día siguiente tenía que comenzar a trabajar para cumplir su nuevo encargo. Un trabajo que no se presentaba nada fácil, atendiendo a su buena remuneración y el tiempo que le señalaron como límite para su ejecución.

Mientras esto ocurría, en Turku, a 170 km, un hombre escuchaba la melodía de Sibelius Opus 26, al tiempo que desgranaba recuerdos de su pasado, recuerdos que iba anotando en su inseparable libreta de tapas rojas. Uno de ellos, ya escrito, fue cuando pisó por primera vez tierras finlandesas y, sobre todo, cómo y por qué se produjo. Esto es lo que había escrito al respecto:

[…]

—Han traído este sobre por mensajería —me informó mi secretaria.

—¿No han dicho de quién?

—No, ya lo pregunté yo al ver que no tenía remite.

—Gracias, Peggy.

Cuando abrí el sobre, pude leer:

Siento interrumpir su permiso. Usted es mi LITEMPO-0, el primero de mi lista. Le será fácil comprender que, donde he estado trabajando, he dejado agentes de toda mi confianza que aún me siguen sirviendo, y muchos todavía están activos.

Todos, absolutamente todos, están convencidos de su labor patria, de que están haciendo un papel, a veces muy desagradecido por su anonimato, pero lleno de gratitud por los miles de personas que han salvado la vida de una forma u otra.Y no me gustaría que se quedase fuera de mi equipo, tanto si ha decidido marcharse a casa como si se permanece en México.Ahora me encuentro en Washington y necesito hablar con usted.

Mañana, en el monumento a Abraham Lincoln, a las 17:00 h.

Scott.

Tardé unos segundos en reaccionar. Miré el reloj y eran las 14:10 horas, de manera que marché al aeropuerto a comprar billete para el vuelo. Llegaría a mediodía, así que descarté la opción del coche, ya que de Nueva York a Washington hubiera tardado más de cuatro horas y media. Quería ir cómodo y relajado a ese encuentro. Recuerdo que estuve hasta bien entrada la noche pensando cuál sería el motivo por el que el señor Scott quería hablar conmigo. Al día siguiente, 7 de enero, marché al lugar de encuentro. A la hora fijada nos vimos, y he de decir que con grata alegría por ambas partes.

—¿Cómo ha comenzado el 58, señor Sullivan?

—Con mucha tranquilidad. ¿Y usted?

—Muy bien, ya sabe que los mexicanos son de sangre caliente y estas fiestas las celebran con mucho ruido y alegría. He tenido que venir a la capital, pero antes de marcharme, tengo que hablarle personalmente.

—Dígame lo que quiere de mí.

—En el mensaje estaba casi todo dicho, pero quiero escuchar su contestación. Es un paso muy importante, señor Sullivan.

—Deduzco, señor Scott, que su confianza conmigo se mantiene intacta.

—No lo dude ni un momento. Ninguna persona sabe de la existencia de esta red mexicana, salvo, claro está, quienes la forman. De manera que con ello le he contestado. He estudiado su situación y su petición de volver a casa, y he pensado que la mejor solución es que sea mi agente encubierto en Washington. Creo que, bien mirado, un LITEMPO podría funcionar en esas condiciones. Tener un hombre disponible por el territorio nacional resultaría muy positivo e incluso creo que así usted me sería más útil. ¿Qué me dice, señor Sullivan?

—Sabe que confío plenamente en usted y le agradezco su confianza hacia mi persona. Pero supondrá hacer algunos cambios en mi vida.

—¿Y eso le causa algún problema?

—Ninguno.

—Pues entonces está todo dicho.

El señor Scott era un hombre muy convincente. Si le dejabas hablar, era capaz de convertir al demonio en un ángel. Una vez dado mi consentimiento, me explicó los detalles de mi cometido, mi misión.

Nueve días después, el jueves, 16 de enero de 1958, volaba hacia Helsinki, Finlandia, con un único propósito: mantener un encuentro con un hombre de toda confianza del Sr. Scott, quien me daría información de un alto dirigente de la KGB6. A aquel desconocido le pusimos el apodo de «yanqui rojo», por supuesto, fuera del conocimiento de nuestra embajada. Era un viaje de incógnito, aparentemente de vacaciones. A esas alturas ya tenía totalmente asumido que mi papel estaba dentro del círculo del señor Scott, un círculo muy restringido y que actuaba de forma independiente, fuera de la influencia y el control de La Compañía, como así llamábamos a la CIA.

A pesar de estar preparado para convivir con el frío y la nieve en los duros inviernos de Nueva York y Washington, cuando aterricé en el nuevo aeropuerto de Vantaa, a 19 kilómetros de la capital Helsinki, pude comprobar el inmenso manto blanco que cubría toda la ciudad. Una estampa preciosa que no cambia hasta que tus inseguros pies rompen el frío gélido a cada paso. Los termómetros marcaban -8 ºC.

Lo primero que hice fue comprarme un gorro de piel de marta para que me cubriera la cabeza y mis sensibles orejas; para lo demás, iba bien equipado. Era mediodía y se podía decir que el momento de máxima concurrencia de la población; aun así, en comparación con la gran City, la imagen que veía era de escasa presencia humana, y aunque en Estados Unidos estábamos en invierno, no se parecía en absoluto al frío que noté al llegar a Finlandia. Era tal la sensación gélida que notaba cómo los cristalitos de hielo se aposentaban hasta en los minúsculos vellos de mi nariz. Con aquella sensación pedí a un taxi que me acercara al hotel. Le enseñé un papel escrito con el nombre: «Radisson Blu Plaza Hotel».

Cuando el conductor leyó la nota, me contestó en un perfecto inglés:

—De acuerdo, no se preocupe. Enseguida le llevo.

—Cómo me alegro de que hable usted mi idioma. No hablo casi finés y sé que me resultará difícil comunicarme estos días.

—¿De dónde es usted?

—Norteamericano.

—Bueno, no se preocupe. No tendrá ningún problema.

—El inglés se practica mucho, ¿verdad?

—Sí, lo habla mucha gente, especialmente los jóvenes; esos saben hasta latín.

—Muchas gracias.

—¿De negocios? —preguntó el taxista.

—Un poco de todo. ¿Qué tal el hotel?

—Muy bien. Un histórico, tiene unos cuarenta años y alberga el restaurante Plaza, que tiene muy buena cocina. Se encuentra junto al parque Kaisaniemi y a veinte minutos a pie de casi todo lo importante que se puede ver de la ciudad.

—¿Está lejos el hotel del Teatro Ruso?

—De dieciocho a veinte minutos; en verano y a paso ligero, unos doce o trece. Está muy cerca, aunque ahora tiene que ir mucho más despacio. Hay placas de hielo bajo la nieve y uno puede resbalarse. El secreto, caminar despacio.

—Muchas gracias. ¿Me permite una pregunta?

—Por supuesto.

—Como voy a estar bastantes días, quisiera escuchar alguna pieza de Sibelius. ¿Es posible?

—¿Le gusta a usted la música?

—Cuando puedo, intento escucharla, pero aquí, en la tierra del gran músico y con mucho tiempo disponible, no me perdonaría perder la ocasión.

—No le podría contestar a su pregunta. Sé que todos los martes en la Sala de Conciertos del Ayuntamiento se puede escuchar y ver a la Orquesta Sinfónica. Seguro que allí siempre interpretan algo de Sibelius.

—Pues muchas gracias de nuevo.

Con aquella simple explicación, que luego complementé en la recepción del hotel, pude hacerme una composición del lugar y de mis siguientes pasos a realizar. Lo primero que hice fue comprarme una pequeña cámara fotográfica. Así podría disimular y representar mejor mi papel de turista; además, me ayudaría a pasar mejor los tiempos de espera, que seguro los habría.

El sábado 18 tenía el contacto con el desconocido. El lugar, el Teatro Alexander, más conocido comoTeatro Ruso, situado en la calle Bulevardi, lugar de la sede de la Ópera Nacional de Finlandia. Allí, en la fila número 8, butaca 10, sector derecho, tenía cita con un desconocido que, según mi información, estaría sentado junto a mí. Pero había un problema: no sabía si se sentaría a mi derecha o mi izquierda para hablar de otro hombre, aún más desconocido.

Recuerdo que la obra que representaban era El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Pero, debido a mis circunstancias, no tuvo en mí el éxito deseado, dada la preocupación por ver quién era mi contacto. Antes de comenzar, a mi izquierda había sentado un hombre mayor de barba bien recortada, mientras que a mi derecha el asiento estaba vacío, por lo que estaba más pendiente de mirar a mi alrededor que al escenario. Momentos antes de apagar las luces para dar comienzo a aquella representación, una señora accedió a la butaca vacía por el pasillo derecho, haciendo que se levantasen todos los ocupantes de sus respectivas butacas. Por fin se sentó. De su bolso sacó unas gafas y el programa, al tiempo que me dijo:

—Iemaneman enkasavu7— o algo parecido; más tarde supe su significado.

No entendí nada. De mí solo recibió una leve y simpática sonrisa. Al instante, las luces se apagaron y comenzó a escucharse la música. Tres minutos después, el telón se abrió y empezó la representación de aquella ópera, la transformación real de la princesa Odette, que se convertía por primera vez en un cisne. Luego, junto al decorado de un parque ante palacio, el príncipe Sigfrido celebraba su vigésimo primer cumpleaños con su tutor, amigos y campesinos. Las diversiones eran interrumpidas por la reina, madre de Sigfrido, y sus damas de honor, que se preocupaba por el estilo de vida que llevaba su hijo. La madre le recordó que la noche siguiente debería escoger esposa durante el baile real de celebración oficial de su cumpleaños, al que acudirían las más jóvenes y hermosas muchachas de la comarca, de entre las cuales el príncipe tendría que elegir a una como futura esposa. Era fácil seguir el programa porque, aunque muy resumida, ofrecía una traducción al inglés; todo un detalle.

La música, la escenificación y los movimientos armoniosos de los personajes eran tales que trasladaron, no sé a dónde, mi misión. Tenía que realizar grandes esfuerzos para dejar de contemplar aquellas bellas imágenes. Como debía prestar atención tanto a mi derecha como a mi izquierda, muchas veces dejaba de contemplar lo bello y maravilloso de aquel acto. Pensar si era la señora de mi derecha o el señor de barba de mi izquierda, el enlace con quien tenía que recibir alguna señal para cerrar aquel encuentro, me producía tensión y, a veces, nerviosismo e impaciencia.

Viendo que ambos asistentes estaban tan atentos a aquella maravillosa ópera, y dado que no me había apercibido de ningún contacto, opté por imitarlos. El tiempo pasó y me sumergí de nuevo en ese cuento de hadas, convirtiéndome en el desolado príncipe y esperando a que mi Odette, de quien me había enamorado, y ya convertida en cisne junto a toda su corte por el hechizo del malvado Von Rothbart, recuperara su forma humana a la noche siguiente. Así que debía esperar, y esperé.

Tengo que admitir que hubo momentos en que la música me puso los pelos de punta, sobre todo cuando vi el acto cuarto, donde a orillas del lago las jóvenes cisnes esperan tristemente la llegada de Odette. Ella llega llorando desesperada por la traición de Sigfrido y les cuenta los tristes acontecimientos de la fiesta en palacio. Las doncellas cisnes tratan de consolarla, pero ella se resigna a la muerte. Aparece Sigfrido implorando su perdón. Ella lo perdona y la pareja reafirma su amor. Ya sé que es de un romanticismo exagerado, pero aquella puesta en escena de tantas bailarinas cisnes danzando junto a su reina, la música, las luces y los movimientos de sus brazos y sus cuerpos le dejan a uno perplejo. Sentí que se detuvo el tiempo.

Supe que pronto se acabaría y nada me hacía sospechar que el contacto se fuera a producir; miré a mi derecha y aquella mujer estaba llorando. Luego, volví la mirada a mi izquierda. ¡Mierda! El hombre de barba recortada había desaparecido y yo no me había enterado. ¿Pero cuándo se marchó?

No me extrañó que tuviera tal descuido, porque aquella música, aquel ballet te hipnotizaban. Me dejé llevar en mi frustración y vi terminar, como todos los presentes, los últimos bailes, los últimos movimientos hasta el abrazo final de los dos enamorados. Os puedo asegurar que sentí la misma emoción que cuando escucho el himno nacional. Fue impresionante. Diez minutos de pie todos aplaudiendo, entre ellos, yo. Cuando terminó, todas las luces se encendieron y la señora me preguntó en palabras inteligibles:

—¿Le ha gustado?

Me sorprendió tanto que mis labios quedaron sellados por segundos. Al final respondí un «mucho» que casi ni yo mismo escuché.

—Mañana a las once en la fuente de Havis Amanda. No se olvide. Fuente Havis Amanda a las once de la mañana.

Sin darme tiempo a reaccionar, se marchó más rápido de lo que había venido. Recogí mi abrigo y mi gorro en la guardarropía y me fui. Tras dos horas sentado, necesitaba dar un paseo hasta el hotel, memorizando aquel mensaje y recordando la conversación que tuve con el señor Scott:

—Esta misión no es de alto riesgo. Es más, diría que de riesgo cero. Tan solo tiene que escuchar y memorizar bien lo que le digan, pidan o soliciten. Una persona, bien consolidada en el Partido Comunista Ruso y perteneciente a la KGB, tiene pensamiento de desertar. Al menos, así se lo ha hecho saber a uno de mis agentes. No quiero ni debo poner en riesgo la integridad de esa persona, por lo que no se utilizarán los cauces oficiales de la CIA hasta que todo esté confirmado, seguro y ratificado por mí. Por eso, esta misión es ideal para usted. No está fichado ni ha operado en ningún país fuera de México.

—Creo que me vendrá muy bien un cambio de aires. ¿Quién es el contacto? —recuerdo que le pregunté.

—Una persona se pondrá en contacto con usted en el Teatro Ruso, donde irá a ver una ópera. En este sobre están las entradas al teatro, monedas del país y un plano de ubicación. Una cosa importante: no escriba nada. Todo lo debe memorizar. Recuerde que va de viaje de turismo durante un mes, así que considere que le he dado sus merecidas vacaciones pagadas. Si le ocurriese algo, diga la verdad, que es asesor en materia energética de la Embajada de los Estados Unidos en México. No tendrá ningún problema. Y si se complicaran mucho las cosas, llame a nuestro embajador.

—¿Pero no me ha dicho que no hay ningún riesgo?

—Se lo he dicho, pero esto es como los médicos cuando operan, que no garantizan un éxito al cien por cien.

—Bueno, dicho así, mantendré esa esperanza. Muchas gracias, señor Scott.

—Gracias a usted. Otra cosa, ya va siendo hora de que nos tuteemos, ¿verdad, Bill?

—Me parece muy bien, Wim.

Sin darme cuenta de lo que había caminado y pensando en el espectáculo que presencié, me encontré en el Parque Esplanadi. Giré hacia el norte por la calle Mikonkatu y llegué al Hotel Plaza; los tan solo veintitrés minutos que tardé fueron suficientes para que se me helara la nariz. Eran las 20:15 y la temperatura marcaba -15 ºC. Fui directo a cenar. Después, como no bebo alcohol, me acosté enseguida para calentarme.

A la mañana siguiente, domingo, amaneció totalmente despejado. Tomé un largo baño y, después de un fuerte desayuno, marché hacia el lugar de encuentro al final del Parque Esplanadi en su lado este, donde se hallaba la Fuente Havis Amanda, en la misma Plaza del Mercado. Hice algunas fotos como recuerdo y esperé mirando los edificios de alrededor.

—¿Señor Sullivan? —escuché una voz a mis espaldas.

Cuando me volví, reconocí a aquel hombre. Era el que se había sentado a mi izquierda en el teatro la tarde anterior.

—¡Sí! ¿No es usted…?

—El de su izquierda —me interrumpió.

—Espero que hoy no desaparezca sin avisar.

—Perdone, si le molesté, pero debemos tomar todo tipo de precauciones. Si es tan amable, vayamos paseando.

No dimos más de diez pasos cuando le pregunté:

—¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Mi nombre que debe saber es Jalo. Pertenezco a un grupo secreto que mantiene relaciones en ambos lados. Ya sabe, entre occidentales y rusos. Y le puedo asegurar que es difícil mantener un equilibrio perfecto. A veces, los de un lado nos ven como sus enemigos; otras, los mismos nos consideran sus amigos y colaboradores. Es muy complicado, pero así es este juego.

—Le entiendo.

—Sin embargo, y pese a todo, soy un hombre fiel a Scott. Él me salvó la vida cuando estuvo en Europa. Desde entonces, opero y le ayudo cada vez que me lo pide. Supongo que esto le habrá resuelto cualquier duda o, por lo menos, le habrá tranquilizado saber quién tiene de frente, ¿no?

—Sin duda. Pero, dígame, solo por curiosidad, ¿quién era la señora de ayer, la del mensaje?

—Es mi número dos, de toda confianza.A su marido lo asesinaron los rusos. Haría cualquier cosa por ayudar a que un ruso desertara y se pasara al otro bando. Bien, ahora quiero que preste mucha atención. Cuando termine, me puede hacer las preguntas que usted considere pertinentes.

—De acuerdo.

—Nuestro hombre en cuestión estuvo trabajando como jefe de sección en el Departamento del Servicio de Inteligencia Soviético, como responsable del servicio de contrainteligencia. Durante dos años trabajó enViena, espiando. Luego lo nombraron subsecretario de la organización del partido. Hace dos años recibimos un aviso para mantener una reunión en Viena. Allí me trasladé, pero no pude hablar con él personalmente, sino por teléfono. Todavía no sabemos exactamente quién es, aunque la información que tenemos es correcta. A pesar de que hemos filtrado las voces de algunas personas que reúnen posibilidades, no se le ha reconocido su voz, suponemos, estaría distorsionada a propósito. Por entonces, me manifestó que empezaba a desilusionarse con el sistema soviético. La causa que esgrimió fue lo acaecido en Hungría ese año. De lo acaecido y de lo que me contó solo informé a nuestro superior Scott, por decisión expresa del propio interesado. Hace tres meses recibí la misma clave que utilizamos enViena para tener un encuentro. Lamentablemente, y al igual que en aquella ocasión, el encuentro físico no fue posible, pero envió a un correo, una persona de toda confianza; se presentó como su esposa. Nos vimos en el mismo sitio que ahora estamos pisando y me entregó un documento escrito con sus intenciones futuras. Esa información ahora está en manos del señor Scott, que es quien lleva personalmente este affaire. Sabemos que nuestro susodicho ha pedido ser enviado a la Embajada soviética en Helsinki, cosa que pronto ocurrirá, y si se confirma que Estados Unidos lo adopta, se preparará toda la operación para sacarlo del país. Pero esa será otra historia. ¿Preguntas?

—¿Conocemos su nombre?

—Nunca lo ha dicho, aunque sabemos que se hace llamar Ivan Klimov. Como esto no se ha dado a conocer a la CIA, no podemos rastrear los archivos y vamos un poco a ciegas; por otra parte, al indagar por los canales soviéticos, levantaríamos la liebre.Tenemos que esperar a ver qué nos dice nuestra propia investigación. De momento, los tiempos los marca él. Descubrir el hilo que nos puede hacer dar con el verdadero nombre es a través de fotos de su presunta esposa, a quien seguimos esporádicamente con mucha dificultad, por razones obvias. Estamos en ello, pero aún no sabemos con seguridad de quién se trata y cuál es su nombre verdadero.

—¿Y no podría ser que se hiciera pasar como arrepentido para convertirse con el tiempo en agente doble o topo soviético?

—Tal vez. Eso ocurre con frecuencia en ambos lados, pero es un riesgo que se asume. A ambas partes les interesa esa forma de conquistar a la persona, es un método que muchos países practican. Aunque luego está la persona interesada, que es quien se inclina hacia un lado u otro.

—Pero entrañará peligro, ¿no?

—Peligro y mucho dinero. Buscar un equilibrio es la garantía para que te respeten en ambas partes. Precisamente Klimov nos dio el nombre de una importante espía rusa, una funcionaria que trabaja en la CIA. Lo está comprobando Scott. Pero lo que nos da más seguridad de su sinceridad es que quiere desertar acompañado de su esposa y su hija. Eso para nosotros ya es una garantía.

—Podría ser. Y bien, ¿qué debo hacer? ¿Me espero a tener más información sobre Klimov, o…?

—Lo mejor es que se quede. Creo que faltan pocos días para conocer su verdadera identidad, de manera que disfrute de sus vacaciones y espere. Cuando tengamos la información, nos pondremos en comunicación con usted; le dejaremos aviso en recepción. El lugar de encuentro siempre es aquí en la fuente; el día y la hora, se los indicaremos. De cualquier forma, antes de marcharse nos veremos de nuevo. Entretanto, ¡disfrute de Finlandia y de nuestro sisu!

—¿Cómo dice?

Jalo se sonrió por la cara de extrañeza que puse.

—Si hay una palabra que defina mejor a Finlandia es, sin duda, sisu.

—¿Es algún pescado?

Recuerdo que soltó una fuerte carcajada.

—No es una palabra, es un concepto que existe desde hace más de quinientos años. Para nosotros, es una especie de coraje, bravura o perseverancia. Digamos que es un grito a la unidad para superar una circunstancia adversa o sobreponerse a situaciones límite.

—¿Una aptitud?

—Sí, algo así. El sisu detalla la manera de ser de nuestra gente, su carácter, es…

—El espíritu finlandés —recuerdo que le interrumpí.

—Nunca lo habría definido mejor. Correcto.

—Bueno, pero cultivar eso me costará tiempo, ¿no? —le dije, sonriendo.

—No lo crea. Con poco que esté en este país y lo conozca, lo entenderá, y aún mejor, lo asumirá.

—Pues gracias por el consejo. Saborearé cada momento que esté aquí.

—¡Eso es, eso es, señor Sullivan! —exclamó, marchándose con toda satisfacción.

—¡Conforme! —le contesté ya en voz alta.

Permanecí allí de pie mientras observaba cómo poco a poco aquel hombre se alejaba.Todo lo que me estaba ocurriendo allí, en ese escenario, era más propio de una novela o de una película que de una realidad, pero así era.

A partir de aquel momento, quizá por haber expulsado la ansiedad o la tensión de conocer lo desconocido, la ciudad de Helsinki me pareció más bella, más bonita, y veía cosas que antes la nieve me ocultaba. Percibía a la gente más alegre, más activa, de modo que decidí disfrutar y recorrer la ciudad. Hasta me prometí verla en temporada estival, sin su manto blanco. Así que aproveché para visitar Tallin, en Estonia, a tan solo 80 kilómetros al sur de la capital; desde luego, se notaba que había sido territorio ocupado por los soviéticos.También visitéTurku, la ciudad más antigua de Finlandia. Me gustó mucho, es una de esas ciudades donde no me importaría vivir. Creo que sentí el sisu.

El sábado 25 recibí una nota que me dejaron en recepción: «Lunes, 11:30. Jalo». Como era de esperar, acudí puntualmente. Esto es lo que recuerdo de lo que hablamos en aquella cita:

—¿Está disfrutando de sus vacaciones?

—Sí, y estoy descubriendo que Finlandia es muy bonita.

—Me gusta que se encuentre a gusto entre nosotros y le guste esta tierra. Bien, hay novedades.

—¿Buenas o malas? —le interrumpí.

—Muy buenas. Antes de que viniera usted, hace un mes, enviamos un correo a Klimov, pidiéndole una prueba para que ustedes pudieran confiar en él. Por supuesto, le hicimos sabedor de que debía desvelarnos información interesante. Hace cuatro días recibimos la respuesta: «Indagar en el club Delicias. Washington, dos de sus mujeres son espías nuestras».

—Bien, es una buena pista para comenzar.

—¿Conoce el club?

—No, pero es evidente que si se hace una buena investigación, seguro que sacaremos información sustancial. Solo así tendremos la oportunidad de saber lo que vale este Ivan Klimov, y si nos dice la verdad.

—La otra noticia importante es que sabemos, casi con total seguridad, su identidad. Se trata de Anatoliy Mikhaylovich Golitsyn. Ahora está en Moscú, en la misma academia de la KGB, terminando la carrera de abogado. Es un personaje que está asumiendo peso representativo dentro del partido y muy cercano a los círculos del poder. La KGB se está reorganizando y él ya ocupa un papel importante. Está desempeñando trabajos como analista en la sección OTAN. Nosotros no disponemos de recursos para ampliar y cotejar que es nuestro personaje, además de que levantaríamos todas las alarmas. Eso se lo dejamos a Scott. Pero si se confirma, se trataría de un hombre de primera línea, muy importante.

—¿Puede repetirme el nombre?

—Anatoliy Mikhaylovich Golitsyn.

—Creo que debo escribirlo hasta que lo tenga bien memorizado —le contesté.

—Ya he pensado en ello. Tenga estas postales de la ciudad. En cada una de ellas está escrito en goma arábiga el nombre, lo que lo hace invisible, a no ser que la moje con un colorante para poder leerlo. Pero lo mejor será que repita muchas veces el nombre hasta que lo memorice, buscando alguna regla nemotécnica, ya sabe… Así nunca se le olvidará.

—Entiendo que con esto mi estancia aquí ha terminado.

—Creo que sí.

—Bueno, ha sido un placer conocerle. Si alguna vez va por los Estados Unidos, no dude en visitarme. Para mí será un honor corresponderle. El señor Scott sabe dónde encontrarme.

—El placer ha sido mío.

—Dé recuerdos a la señora dos.

Así fue como cerré la información que tenía que llevarle al señor Scott. Me marché inmediatamente al hotel, y en el mismo baño mojé una de las postales con colonia. Luego escribí el nombre en un papel para no olvidar cómo se deletreaba. Repetí la misma operación con otra postal; el mismo resultado: ANATOLIY MIKHAYLOVICH GOLITSYN. Lo repetí tantas veces en voz alta que no se me olvidaría jamás. Luego hice otro ejercicio: memoricé las letras de aquel nombre, pero de derecha a izquierda y en grupos de siete letras: NYSTILO GHCIVOLYAHKIMY ILOTANA, NYSTILO GHCIVOLYAHKIMY ILOTANA, NYSTILO GHCIVOL YAHKIMY ILOTANA. Lo hice tantas veces para fijarlo en mi memoria que, pasados los años, aun soy capaz de recordar aquella serie.

Después de aquel ejercicio memorístico quemé todo lo que había escrito, incluidas las postales. Sin embargo, por precaución, quería asegurarme de que el olvido no me jugara una mala pasada, por lo que anoté cada grupo de siete letras en las páginas 7, 31, 61 y 97, todos números primos, siguiendo la frecuencia, en la novela finlandesa más popular, SeitsemänVeljestä (Los siete hermanos), del autorAleksi Kivi, que compré a tal efecto; mi tranquilidad quedó más que satisfecha. Pronto mi mente me pedía recitar aquel ejercicio que con cierta frecuencia realizaba mentalmente: NYSTILO GHCIVOL YAHKIMY ILOTANA [...], así una y otra vez. Satisfecho, preparé todo para mi marcha.

Al día siguiente, compré los billetes de vuelta con la compañía Finnair hasta Nueva York; luego con la Mexicana, para llegar a final de destino. Así que, dejando los pormenores del viaje de vuelta, llegué a Ciudad de México el viernes 31 de enero por la tarde.

El lunes 3 de febrero tuve la reunión con mi superior,Winston M. Scott.

—¡Bill! Cómo me alegro de verte.

A partir de aquel día, que yo recuerde, siempre me llamaría con el diminutivo de mi verdadero nombre.

—Lo mismo digo.

—Traes cosas importantes, ¿no?

—Creo que muy importantes.

—¿Qué te han parecido mis hombres?

—Extraordinarios —le aseguré.

—Pues que sepas que tú estás entre ellos. Bien, ¡cuéntame!

Le conté con detalle todo lo que me ocurrió y cómo lo viví desde mi perspectiva. Le encantó y se rio conmigo de lo ocurrido en el teatro con la desaparición del hombre de la barba.

—Bien, todavía no me has dicho el nombre verdadero de Klimov —comentó con cierta impaciencia.

—Es cierto, se me había olvidado. Se trata de NYSTILO GHCIVOL YAHKIMY ILOTANA —lo recité en grupos de siete letras, tal como lo había memorizado, con tanta rapidez que no le dio tiempo a asimilarlo.

—¿Qué dices?

—Un bolígrafo por favor.

Entonces escribí en una línea, en mayúsculas, la serie de letras. Luego escribí, mirando aquella serie, el nombre completo de nuestro hombre para leerlo correctamente.

—Se trata de Anatoliy Mikhaylovich Golitsyn.

—¡Joder! Me has impresionado. Excelente, Bill, excelente —me dijo, mirando lo que había escrito.

—Ahora ya sabemos de quién se trata. Es la hora de saber todo sobre él —anuncié con cierto orgullo.

—Por supuesto. Con toda discreción tiraré de algunos hilos. Pronto sabremos lo que tengamos de esta persona en nuestros archivos. Bill, estoy muy orgulloso de ti y por nada del mundo te dejaría escapar. Serías un buen agente doble.

—Ni lo pienses. Solo me faltaría eso —respondí sonriendo.

—Lo que sí está claro es que vas a volver a casa. Es allí donde me vas a ser más útil. Definitivamente, tu centro de operaciones estará en Washington.

—No hay cosa que más desee —le dije, encendiéndome un buen puro habano mientras me reclinaba en el sillón.

—Sí, al menos, durante el tiempo necesario para investigar ese club en Washington. ¿Qué te parece?

—Para empezar, no está mal. Washington es una bonita ciudad, pero allí puede que no pase desapercibido.

—No hay problema. Eres agente externo del FBI, lo que justifica tu actuación dentro y fuera de casa. Llamaré a Hoover y le pondré en antecedentes. No le contaré todo, pero sí lo suficiente para que te tengan en consideración. Tendrás vía libre para moverte por donde quieras. Es posible que tengas que hablar con él directamente. Querrá conocerte y hacerte su examen particular. No te preocupes. Es un hijo de puta redomado, pero a mí me debe muchos favores.

—Pero podríamos perder la iniciativa y se escaparía toda la información, lo que llevaría al traste la venida del ruso.

—Nada de eso. Cuando hable con Hoover no le diré el nombre, solamente que he sabido por mis agentes que tenemos que indagar en ciertos clubs en Washington, entre ellos estará ese Delicias. Él no puede ver a los de la CIA, pero conmigo siempre se ha llevado muy bien. Le pondré un buen anzuelo, le diré que tenemos información de que tiene un topo de la CIA en casa, verás cómo se abre de piernas. Eso sí, lo mismo te pone un agente suyo para que no te pierda de vista.

—No hay problema, lo importante es que desconozca la deserción de ese ruso o lo que tramamos.

—Cierto. Lo que sí negociaré es que compartiremos la información de lo que saquemos en Washington. Eso es imprescindible para nosotros, aunque también perderé tu anonimato. ¡Vamos, que eres un agente invisible mío! —dijo esperando mi respuesta.

—No veo nada malo en ello.A lo mejor nos puede dar cierta ventaja para el futuro.

—Podría ser. Bien, ¿cuándo quieres volver?

—Lo antes posible. Pero antes quiero arreglar algunas cosas pendientes.

—Digamos que ¿de aquí un mes?

—Antes quizás. Para mediados de febrero —le contesté.

—De acuerdo.

Esa fue la conversación que mantuve con Scott antes de marcharme a Washington.

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2 «Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales» es una de las agencias de inteligencia de Israel.

3 El Servicio de Inteligencia Secreto británico.

4 La Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) es la principal agencia de inteligencia del Gobierno Federal de los Estados Unidos.

5 En la actualidad, equivaldría a 409191 euros.

6 El Comité para la Seguridad del Estado, en ruso Komitet gosudárstvennoy bezopásnosti (КГБ), fue el nombre de la agencia de inteligencia, así como de la agencia principal de policía secreta de la Unión Soviética del 13 de marzo de 1954 al 6 de noviembre de 1991.

7 En su lengua y escrito correctamente: Hieman enemmän, enkä saavu!, que significa: ¡Un poco más y no llego!

Emboscada en Dallas

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