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Introducción

Mal menor

La lectura rápida de esas dos palabras, en principio y aparentemente, parecería que entrara en contradicción con otros principios éticos o morales que indican que nunca es lícito cometer ningún mal1. Sin embargo, Aristóteles en el Libro II de su Ética, bascula en su elección: de dos males, el menor ha de ser siempre elegido.

Aristóteles definía la virtud como término medio entre dos vicios, proponiendo que es aconsejable caer en el vicio menos erróneo antes que en el más erróneo cuando no se pueda acertar con la virtud, algo parecido a lo que defendía Cicerón, añadiendo un matiz importante al poner como ejemplo de la opción del mal menor no una salida cómoda, sino un ejemplo de heroísmo. Pero en el pensamiento filosófico, a medida que pasa el tiempo, como en muchas otras cosas, aparecen nuevas visiones y las cosas cambian.

El cristianismo, en la época de las persecuciones, pasó de proponer un pacifismo radical a justificar las guerras tras cristianizarse el Imperio romano en el siglo IV. A partir de entonces, se teorizaron las causas de la guerra justa, siempre para restablecer la paz y reparar la injusticia recibida. En la Edad Media se recoge ya en el VIII Concilio de Toledo: «si un peligro inexcusable nos lleva a perpetrar uno de dos males, debemos escoger el que nos haga menos culpables».

Pero, en nuestra época, ¿ha cambiado mucho este principio? En nuestro entorno inmediato y casi personal, cuántas veces se nos han presentado momentos de duda, hemos actuado de igual forma, incluso admitiendo que hay consideraciones éticas y morales, cuando no religiosas, nos declinamos por el mal menor. Es una decisión que tomamos como propia, dentro de una frontera egocentrista para nosotros mismos. Pero, cuando en ese juego participan un colectivo mucho mayor, más amplio, los criterios cambian y aplicamos aquel principio, aunque esta vez atendiendo a intereses egoístas de tipo material, más que éticos y morales. Es decir, damos un paso más para que nuestras conciencias duerman tranquilas; el fin justifica los medios. Es entonces cuando el mal menor es la mejor solución, claro, bajo el amparo de la bandera de la seguridad nacional o del interés nacional, llamémoslo como queramos.

Si hay un país en el que reflejo mejor ese condicionante, ese es los Estados Unidos de América, cuya vida desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, ha estado muy ligada a utilizar, con gran frecuencia, aquella frase de dos palabras que con solo escucharlas se doblegaban no solo la moral del ciudadano, sino también sus valores y libertades. Recordemos…

«NOSOTROS, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer Justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta CONSTITUCION para los Estados Unidos de América […].

Enmienda I

El Congreso no decretará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al Gobierno la reparación de agravios […].

Enmienda V

Nadie estará obligado a responder de un delito castigado con la pena capital o con otra infamante si un gran jurado no lo denuncia o acusa, a excepción de los casos que se presenten en las fuerzas de mar o tierra o en la milicia nacional cuando se encuentre en servicio efectivo en tiempo de guerra o peligro público; tampoco se pondrá a persona alguna dos veces en peligro de perder la vida o algún miembro con motivo del mismo delito; ni se le compelerá a declarar contra sí misma en ningún juicio criminal; ni se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización […]».

Pero el poder ejecutivo no tardó en buscar, encontrar y aplicar un concepto patriótico, un concepto de bandera, de país, de nación. Un término que dejaba muda a la Constitución, y no era otra cosa que: ¡por la seguridad nacional!

Fórmula mágica que, con el paso del tiempo, fue cambiando la democracia del pueblo hacia un gobierno elegido democráticamente que ejerce poderes totalitarios. Toda una paradoja, ya que, en la era de la seguridad nacional, muchas libertades y derechos del ciudadano se han visto mermados, coartados y suprimidos, precisamente ese mismo concepto de… ¡Seguridad nacional!

Si nos preguntasen cuál es su significado, ¿podríamos responder? Difícil sería. Y lo peor es que, ese término se está extendiendo cada vez más a diferentes Estados del resto del mundo. Da lo mismo que sus gobiernos sean totalitarios, constitucionales, liberales, republicanos o democráticos. Todo lo que un gobierno de turno tiene que decir es… ¡Seguridad nacional! para que cualquier ciudadano de orden, al oír esa frase, que es sinónimo de ponerse firme y callar, mire hacia otro lado, pues de lo contrario uno sabe que podría tener problemas. ¿Cuántos ejemplos podemos poner?

¡Muchos!

Solo hay que levantar la cabeza, mirar a cualquier lado, en cualquier lugar, para comprender y ser consciente del poder que acumulan esas dos palabras, bien sea a través de los medios escritos, en el cine o incluso la televisión, al ver y oír en aquella escena decir… «la seguridad nacional está en juego». Hasta la justicia se callaba cuando lo escuchaba, recordad: «¡El caso es una amenaza para la seguridad nacional, Señoría!», advertían los abogados.

Esta novela te hará penetrar en las entretelas de lo que se dice, lo que se cuenta y lo que realmente ocurre. Una línea roja muy débil que se traspasa constantemente. En este juego del poder las vidas humanas no cuentan.

El interés nacional es como un iceberg, del que apenas vislumbramos lo que se oculta debajo del agua. Es desde el poder de la alta política —glaciar— donde se sabe el alcance y tamaño de aquel bloque de hielo desprendido —interés partidario—, que flota a la deriva del mar por sus aguas frías —guerra fría—, sin rumbo y sin saber cuándo deja de ser dañino para la navegación —interés general del ciudadano—.

Las agencias de inteligencia se mueven con esa tarjeta de visita «IN» como pez en el agua. Con una consigna: ¡El fin justifica los medios! El mejor ejemplo, el asesinato del 35º presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.

Es de cómo se manipula a las personas y la información de lo que trata esta novela. Veremos agentes especiales del FBI y de la CIA, con sus tramas, sus silencios y sus métodos moviéndose por diferentes lugares y gobiernos. De esta manera, tú, lector, tendrás la suficiente información para tener una visión generalizada de lo ocurrido en aquel magnicidio. No de lo que nos han contado.

Preguntas como ¿por qué lo mataron?, ¿quiénes fueron los que intervinieron?, ¿por qué solo han acusado a Oswald?, ¿quién está detrás de Ruby? o ¿quién fue o quiénes fueron los autores intelectuales del asesinato? tienen aquí respuesta.

Emboscada en DALLAS es la muestra palpable de cómo el principio del mal menor es aplicado, mejor que nunca, para alcanzar un objetivo común, a callar discrepancias y voluntades y enmudecer informes para satisfacer intereses económicos. Solo, que esta vez buscaron un atajo por la senda del dolor y el sufrimiento a costa de numerosos inocentes, cuyo único error, fue estar, en un momento de su vida en un lugar equivocado.

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1 Conceptos planteados sobre la injusticia por Platón, en boca de Sócrates, en los diálogos Gorgias (es preferible sufrir una injusticia a cometerla), y también por Critón (no se debe cometer injusticia ni siquiera para evitar una injusticia mayor).

Emboscada en Dallas

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