Читать книгу Emboscada en Dallas - Pedro J. Sáez - Страница 15

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5. Caza mayor

A veces, la vida nos da algunos golpes que son muy duros de digerir. Para Aleksi, el haber perdido a su esposa fue más que una tragedia; a pesar de ello, su hijo le dio la suficiente fuerza para seguir viviendo. Sin embargo, dada su corta edad, fue el motivo decisivo por el que sus cuñados se hicieron cargo de cuidar del pequeño. Eso, y tener que resolver el problema de su cazador, hizo que Aleksi se separara de él, al menos hasta que lo pudiera identificar, enfrentarse a él y reducirlo. Solo así podría vivir en paz en el futuro. Además, para el niño lo mejor era crecer junto a su primo, que tan solo le llevaba un año. Así fue como el distanciamiento y el trabajo no le permitieron estar con su hijo en esos momentos. Fue una solución aceptada por toda la familia, además de la mejor.

Lo ocurrido con Sassa era un misterio. La dieron como desaparecida, porque por mucho que buscaron por todas partes, incluso en el ríoVuoksi, no la encontraron. Tras un mes de búsqueda, la policía la declaró muerta in absentia. Sin embargo, para Heikki y Aleksi, la teoría de que fuera «en contra de su voluntad» cobraba más fuerza. No había dejado ni una nota de despedida, ni una huella que indicara por qué lo había hecho, si es que fue por motivos voluntarios. Para Aleksi, sí que era importante saber las causas. Estaba en juego no solo su vida, sino la de su hijo, aceptando que su sospecha fuera cierta.

Se preparó mentalmente y no había día que no se pusiera en contacto con sus cuñados, sobre todo con su hijo, para oír sus dulces palabras y dar sentido a su vida. De manera que, en la soledad de sus pensamientos, decidió esperar a que se presentara su verdugo. Junto a su cuñado provisionaron, tanto en Turku como en la casa de campo en Imatra, testigos de escucha de radio que se podían oír desde la casa de Heikki, aunque tenían que ser conectados porAleksi para ser escuchados. Además, establecieron un código de colores que la organización de Jalo podría percibir a distancia, si Aleksi había visto o contactado con alguien sospechoso. Mientras, todos tendrían que mantenerse a la espera.

A mediados de octubre del 74 le llamó su cuñado diciéndole que su informador británico sabía que ya lo habían descubierto y que la CIA conocía que William Stowe ya era ciudadano finlandés. Sonaron todas las alarmas. Decidieron que sus memorias y archivos se guardasen en la caja fuerte de la imprenta familiar de Heikki, con una copia escondida en Imatra. Del mismo modo iniciaron un control de todos los asesores diplomáticos de la Embajada de Estados Unidos en Finlandia. Aquella labor era muy difícil de mantener, ya que la Conferencia de Seguridad que se estaba celebrando en Helsinki dificultaba hacer un seguimiento exhaustivo del personal de la embajada. Tuvieron que pedir ayuda a la Embajada de Rusia en Finlandia para mantener algunas escuchas sobre el cuerpo diplomático norteamericano. Esto no era difícil; ya lo estaban haciendo. El único inconveniente es que el grupo de Jalo quedó en deuda con los soviéticos, cosa por otra parte asumida sin condiciones.

—¿Has conseguido que nos ayuden los rusos? —preguntó Aleksi a su cuñado.

—No ha sido muy difícil. Me lo han dicho a la cara: para ellos supondría una garantía detectar si salía tu nombre en alguna conversación de las escuchas. El interés de la CIA por cazarte estaría en valor directo con tu precio como agente de alto valor.

—¿Eso te dijeron?

—Así me lo han dicho.

Lo que no le dijo Heikki a su cuñado fue que el precio era más alto, pero eso ahora no tenía importancia.

—Bueno… pues esperemos —sentenció Aleksi, resignado.

Pasaron los días y no hubo señal alguna de aquella información.Tanto fue así que todos bajaron la guardia, menos los rusos, y no porque estuvieran muy interesados en el caso Aleksi, sino porque ellos ya llevaban dos años a la escucha de todo lo que decía y tramaba la Embajada norteamericana, máxime cuando se sabía que cada vez estaba más cerca la firma de la Carta de Helsinki, y también la llegada de tantos dirigentes mundiales, entre ellos el desconocido presidente de Estados Unidos, Gerald Ford.

Aquel tiempo de espera le pareció a Aleksi una eternidad, así que decidió tomar una solución algo arriesgada.Ya no se ocultaba; al contrario, se manifestaba sin ningún tipo de precaución. Necesitaba saber si, tal como le habían comunicado los británicos a su cuñado, esa información era verdadera o falsa, y además tenía que llegar al final cuanto antes. Solo así podría despejar la incógnita de su futuro y el de su hijo.

Escuchaba a Sibelius, escribía, recordaba y paseaba, sobre todo esto último; paseaba a cara descubierta. Y llegó el invierno, y un nuevo año.

De todo lo vivido por Aleksi desde que desapareció Sassa en los últimos meses, solo cabe significar que conoció a una mujer que le llamó la atención desde el momento en que la vio. El destino quiso que se conociesen. Aquella preciosa mujer llamada Kathleen apareció como caída del cielo, como si le hubiesen enviado un ángel. Sus actividades sobre el estudio de las aves, el amor por la naturaleza, la contemplación de la belleza, de la música, de la pintura hacían sospechar a Aleksi que tanta perfección resultaba más que sospechosa. Y así se lo hizo saber a su cuñado Heikki, para que investigara sobre ella, no fuera que tuviera algo que ver con el cazador holandés que esperaban.

Mientras tanto, y siguiendo una de las principales reglas del espionaje que dice que es mejor tener al enemigo enfrente que oculto por la espalda, Aleksi lo esperó. Si comprobaba o sospechaba que se trataba del «plomero» de la CIA, advertiría con su sistema de aviso y de escuchas para que todos estuvieran preparados y le protegieran. Además, los rusos le ofrecían las mejores garantías para afrontar un futuro más que prometedor. Por lo tanto, de momento, intentaría conocer a Kathleen. Incluso cabía la posibilidad de que ella fuese lo que decía y, por lo tanto, aquella nueva amistad pudiera ir más lejos. ¿Quién sabe lo que podría pasar? Lo que sí percibió Aleksi es que se ilusionaba con aquella mujer.

La siguiente vez que se vieron Aleksi y Kathleen fue en el Museo de Bellas Artes. Toda una sorpresa. Aleksi no se había percatado de que entre varios que habían entrado en el museo estaba la mujer que había conocido semanas antes. Cuando los dos se descubrieron a distancia, un gesto de alegría se reflejó en los rostros de ambos. Ella no quiso acercarse, no debía comprometerle en su trabajo. Pero él dio el primer paso y se acercó a saludarla.

—¿También le gusta la pintura?

—Así es. Tengo la costumbre de que allá adonde viajo visito en cuanto puedo los museos de pintura y, por supuesto, este no lo conocía.

—Me alegro de verla, señorita Kathleen.

—Lo mismo digo, aunque no quisiera ponerle en ningún compromiso por estar hablando conmigo.

—No, no se preocupe. Creo que el destino nos fuerza a vernos; por eso, sin ofenderla, me gustaría invitarla a comer y charlar con usted. A uno no se le presenta esta oportunidad tan fácilmente. ¿Qué le parece?

—Me parece bien —aseguró ella.

—¿Le viene bien el lunes, que es cuando libro?

—¿El próximo lunes?

—Sí. Pasaría a recogerla a casa sobre el mediodía, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Pero quisiera que me tuteara. Lo de usted nos hace mayores, ¿no cree?

—Perfecto —le contestó Aleksi.

Para bien o para mal, Aleksi había dado aquel paso y ahora tenía que llegar hasta el final. El lunes 31 de marzo recogió a Kathleen y desde allí se marcharon al restaurante más antiguo de la ciudad, el Pinella, junto al río Aura. Allí, sin prisa, saboreando cada minuto, pudieron los dos conocerse mejor, aunque Kathleen jugaba con ventaja: sabía a quién tenía delante. Pero no había prisa, quería saber quién y cómo era su presa para conocer todos sus movimientos antes de abatirla.

Pidieron lo mismo. De primero, pastel de cangrejo y ensalada de tomate; de segundo, costillas picantes, deliciosas. El postre fue distinto. Él, pastel de manzana y ella, de arándanos. Para acabar ella brindó con una copa de vodka y él con un vaso de agua.

—No sabía que eras abstemio.

—Tuve problemas en el pasado. En fin, ¿te ha gustado la comida?

—¡Ha estado todo buenísimo! —afirmó con alegría contenida Kathleen.

—Me alegro de que te haya gustado, pero cuéntame un poco más de tu vida.

—No hay mucho que contar. Solo que mi pasado o, mejor dicho, mi infancia me marcó mucho.

—Por favor… —le pidió Aleksi con gesto suplicante.

—Puede que te arrepientas… En fin, mi vida no es ejemplo de nada. Tuve un novio en la universidad, del cual no sé nada, y no tengo a nadie con quien compartir mis aficiones, así de sencillo. Todo muy normal.

—Bueno, a mí no me parece normal que una mujer guapa e inteligente como tú no haya formado familia y que viva tan independiente y solitaria. Me resulta extraño, porque propuestas y oportunidades habrá tenido, ¿no?

—Sí, eso sí. Pero no he elegido ese camino. Antepongo mi libertad y mi independencia a otros aspectos más ligados a la pluralidad y al asentamiento compartido. ¿Entiendes?

—Lo entiendo, lo entiendo. Pero… ¿viven tus padres?, ¿tienes hermanos?, ¿dónde naciste?

—No me gusta hablar de mi pasado, me siento incómoda.

—Perdona, no quería molestarte, tan solo quería…

—Lo que sí puedo contarte es que no miro mucho al pasado, vivo el presente y miro al futuro próximo. Nada más.

Terminada la comida, pasearon por las calles a orillas del río Aura, visitando la parte vieja de la ciudad. El día fue muy interesante, sobre todo para Aleksi, que vio en aquella mujer una persona limpia, a quien su pasado, que desconocía, había marcado su carácter y su forma de vida. Incluso en cierto momento le provocó un punto de compasión, porque intuía lo que le habría tocado vivir.

Al final del día se despidieron. Él quiso mantener las distancias, no quería provocar ningún aspecto negativo. Pero ella se acercó a él y le dio un beso tierno y delicado en la mejilla. Para él fue suficiente, sin duda era una mujer en quien se podía confiar. Se quedó complacido y satisfecho. Tan solo le pudo decir:

—¿Lo has pasado bien?

—Estupendamente.

—¡Podemos repetir!

—Me parece bien. Solo que la próxima semana iré a ver si encuentro a mi cisne cantor; no sé cuánto tiempo me llevará, pero cuando vuelva te llamaré.

—De acuerdo.

No tardó mucho en hablar con Heikki sobre Kathleen. Independientemente de lo que pudieran decirle los rusos, en su opinión, todo estaba muy claro: Kathleen era una persona limpia en la que se podía confiar. No había de qué preocuparse. Se vieron dos veces más desde que ella volvió de su expedición de trabajo. En la última de ellas hubo más que cena.

Seis semanas más tarde, a mediados de mayo, las cosas cambiaron. Como si de un mal sueño se tratara, Aleksi volvió a la realidad, aunque bastante adormecido. No recordaba casi nada, tan solo sabía que las últimas imágenes que recordaba habían sido en su apartamento en Turku, con Kathleen, y ahora estaba en su casa de Imatra. No daba crédito a lo que estaba viendo. Aquella mujer, a la que meses antes conoció y con quien mantuvo relaciones íntimas, ¿era su verdugo?

En su corto periodo al servicio de las agencias de investigación había conocido a diversas personas que llevaban doble vida y aparentemente se comportaban como el más común de los mortales. Pero aquella mujer superaba a todas. ¿Cómo era posible tanta frialdad y cómo practicaba el engaño? ¿Por qué estaba amordazado?

Entonces pensó que debía reaccionar, en primer lugar, ganándose la confianza de Kathleen, tenía que demostrarle que lo que estaba haciendo era inútil. Para él ya no había duda: «el holandés» no era otra persona que Kathleen. Pronto sus sentidos se adaptaron a la realidad, sus recuerdos fluyeron sin encontrar ningún impedimento. Fue entonces cuando recordó que le propuso ir a su casa de Imatra. El día estaba lejos, pero merecía la pena. Comprendió que había cometido un error. Incluso cayendo en esa tentación, Aleksi tenía previsto llamar al trabajo diciendo que estaba enfermo y que no podría presentarse. Disponer de unos días a solas con Kathleen fue su gran pecado.

Cuando Kathleen vio que había despertado, le quitó la mordaza que le tapaba la boca, no sin antes advertirle de que se arrepentiría si gritaba o se mostraba violento.

—¿Por qué haces esto Kathleen? —le preguntó de forma más que compasiva.

—Por dinero, ¿por qué otra cosa se hace?

—¿Por dinero? ¿Tan bien te pagan?

—Mi cifra por estos trabajos es más que respetable.

—¿Cuánto?

Kathleen se tomó un tiempo para contestar.

—Cuarenta y cinco mil dólares por matarte y otros sesenta mil por entregar tus memorias y documentos.

—La verdad, es bastante dinero, pero para ellos los documentos son más importantes que eliminarme.

—Así es.

—Podías dar solo la documentación, con eso sería más que suficiente.

—¿Tú no lo hubieras hecho?

Ahora el que se tomó su tiempo en responder fue Aleksi.

—Es posible, pero no es mi caso. No soy ningún asesino. Todo lo que he hecho ha sido por un motivo más que justificado, por el bien de mi nación, no por egoísmo, ceguera o interés material. En todo caso, mi balance es más positivo que negativo y, por supuesto, de algunas cosas estoy arrepentido. Por eso estoy aquí.

—La Compañía dice todo lo contrario. Que eres un traidor y que has vendido información a los rusos.

—¿Y tú lo crees?

—No tengo motivos para dudar de lo que me dicen. Además, me limito a cumplir mi trabajo.

—¿Y estás orgullosa?

Kathleen se giró bruscamente. Su rostro estaba rígido, con rabia en la mirada y los labios tan tensos como la piel de un tambor; le apuntó con su arma a la cabeza, diciéndole:

—¡No sigas por ese camino, Stowe!

Al cabo de unos segundos guardó la pistola y se acercó a la ventana para ver aquel paisaje solitario y cautivador que le producía paz y tranquilidad. Nunca había dudado en ejecutar cualquier plan o encargo, pero se dio cuenta de que este era diferente. Aleksi se percató de ello, sabía que estaba dudando y aprovechó para llevarla a su terreno, si es que era posible hacerlo. Se propuso, en cuanto tuviera oportunidad, iniciar o provocar un diálogo que fuera desde la sorpresa absoluta hasta comportamientos éticos y morales. Sería la única forma de hacerla reaccionar para que abortara su misión.

—No me importa morir. Sé que en esta profesión las posibilidades son altas, pero por nuestra corta amistad, si es que ha sido sincera, te pido que leas lo que he escrito. Luego, si así lo estimas, me pegas un tiro. Solo te pido eso, al menos sabré si merezco vivir.

—Rompería todas las reglas si lo hiciese.

—Bueno, quizá rechazar la oferta podría afectarte en un futuro. En tu mano está ser juez imparcial o verdugo interesado. Tú decides.

La propuesta no era tan descabellada. La necesidad de saber, de descubrir lo desconocido, siempre ha sido motor de la humanidad, y lo que le acababa de proponer Stowe era que se enterase de por qué le habían encargado eliminarlo. El único alegato de defensa de que disponía Aleksi era que leyese sus escritos.Además, para ella era una salida honrosa; rebajaría su sentimiento de culpabilidad.

—Me llevaría mi tiempo leerlo.

—Bueno, no nos espera nadie. ¿verdad? —dijo Aleksi.

—Antes tendría que asegurarme de que no tramarás nada contra mí.

—Puedes hacerlo. Nadie te lo impide.

Aquella fría mujer se levantó, cogió de nuevo la mordaza y se la sujetó con fuerza para estar tranquila; al mismo tiempo, revisó las de las manos y los pies, que estaban atadas a la silla. Con toda tranquilidad, Kathleen comenzó a leer aquel manuscrito, empezando por su introducción y primeros capítulos, cosa que ya le pareció interesante. Cuando llegó al capítulo Kaikki alkoi vuonna 195423, no pudo seguir. Estaba en finés, de manera que volvió a quitarle la mordaza.

—Tienes que leerlo. No quiero dejarme algo importante que luego pudiera ayudarme a comprender mejor.

Esperó a que él iniciara la lectura, mientras ella, con gran atención y parsimonia, observaba todos los rincones de aquel salón de arriba abajo. No encontró nada que le llamara la atención. Comprendió que estaba en un lugar alejado y seguro.

—Te agradecería que me dieras un vaso de agua.

Ella le acercó el vaso para que Stowe pudiera dar pequeños sorbos. Después, él inició la lectura.

[…]

No hacía mucho que me había mudado a vivir a Nueva York, tan solo dos años. No sé lo que siente una persona la primera vez que contempla esa ciudad. A mí me impresionó al tiempo que me cautivó; es una sensación extraña. Estando en ella uno se siente vivo, pero también te vuelves más invisible; pasas más desapercibido, como una persona anónima. Te cruzas con centenares de miles de personas por las calles que deambulan, no se sabe adónde, pero que sin duda tienen su destino. Nueva York, sobre todo Manhattan, es como un hormiguero humano sin reina.

Todo lo contrario de donde venía, Atlanta, Georgia. Cuando salí en 1952, la ciudad tendría unos 350000 habitantes, nada que ver con los 7892000 habitantes de Nueva York. Lo que más me costó asumir fue la naturalidad con que los neoyorquinos conviven y comparten la vida con las personas negras. No es que yo sea racista, pero en el lugar de donde yo vengo todas las escuelas estaban segregadas y la convivencia con las personas de color era muy distante. Aunque parezca una tontería, esto me llamó mucho la atención, tanto como sus impresionantes rascacielos.

El motivo de dejar Atlanta fue salir de aquel ambiente. Caer en una depresión provocada por el alcoholismo, como consecuencia de no superar que mi mujer me dejara por otro hombre, fue la causa. Así me lo aconsejó mi psiquiatra. Entonces tenía veintiocho años.

Yo pertenecía al Departamento de Policía deAtlanta y el alcoholismo hizo que lo dejara. Con ayuda, me dediqué a superar aquella situación. Me dieron todo tipo de facilidades, la oportunidad de salir del cuerpo por baja de enfermedad y una excedencia de cinco años para superar el problema. Además, siempre y cuando hubiera superado aquel problema, mantendría el cargo, volvería a ser detective de segundo grado. He de decir que era un policía muy estimado por mis superiores y reconocido por todos mis compañeros; no en balde fui el número uno de mi promoción y el más joven. Así que tenía que buscar un lugar que pudiera hacerme olvidar mi pasado, ocuparme activo en un lugar lejos y diferente al que yo abandonaba, y Nueva York era ideal. Vendí mi casa y conseguí, con ayuda de mis amigos policías, convertirme en investigador privado con ámbito federal.Al principio pude alquilar un piso que convertí en vivienda y despacho-oficina en el 363 de la calle Canal, en el Bajo Manhattan…

(Kathleen cambió de hoja y Stowe pudo seguir leyendo).

Un barrio lleno de bullicio, donde un caos ordenado de edificios, innumerables tiendas de electrodomésticos, licores, tabacos, reparación de zapatos, restaurantes y bares ofrecían una imagen inigualable cuando, mirando al oeste, todo se iluminaba por la luz dorada de la tarde. Fue allí donde inicié mi segunda vida. Sin duda, aquel viejo barrio de Manhattan era lo que necesitaba. Esos cuatro años fueron muy duros para mí. Muchas veces tuve la tentación de recaer en la bebida, pero lo superé. Las horas y los días pasaron, y mi teléfono permanecía mudo, ni una sola llamada para solicitar mis servicios. Así que puse en la sección de anuncios del New YorkTimes una pequeña reseña haciendo hincapié en las infidelidades y dio resultado, ya que a los cinco días recibí la primera llamada.

—¿Detective Stowe?

—El mismo.

—Necesito que realice la investigación y el seguimiento de una persona.

—¡Por supuesto! ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Soy la señora Dorothy Kilgallen —dijo aquella voz femenina desconocida, tan clara como firme.

—¡Usted dirá!

—¿Cuándo puedo ir a su oficina?

—Cuando usted lo desee.

—Mañana a las doce en punto.

—De acuerdo.

—Me gusta la puntualidad —dijo ella, como advirtiéndome.

—Descuide.

—Por favor, dígame la dirección.

—363 de la calle Canal, segundo piso, señora Kilgallen.

—Hasta mañana. […]

Al escuchar aquel nombre, Kathleen se puso tan tensa como la piel de un tambor y tardó un tiempo en reaccionar. No quiso cortar la lectura, y aunque se había perdido algo de lo que leyó Stowe, su atención fue máxima a partir de aquel momento.

[…]

Cuando colgué, recuerdo que una gran alegría invadió todo mi ser. Por fin iba a realizar mi primer trabajo en Nueva york. Miré a mi alrededor y por todas partes vi polvo y espacios vacíos…

(Pausa y cambio de hoja).

Era evidente que aquel lugar no parecía una oficina de detective con experiencia. No podía recibir a la mujer desconocida, a la tal Dorothy, de esa manera. Si ocurría como yo pensaba, entraría, se haría una idea general y se marcharía sin ninguna duda. Tenía que cambiar el escenario, pero ¿cómo? Quizá poniendo una excusa en el último momento.

Quedaban menos de veinticuatro horas para escenificar lo que en aquel momento llamé «el ambiente», así que tenía un problema, y lo peor, allí no conocía a nadie. Llamé a Atlanta, a mi excompañero, que más tarde me devolvió la llamada dándome un teléfono y un nombre: 347-8515, Cody Wilde. Inmediatamente llamé.

—¿Señor Wilde? —pregunté.

—¿De parte de quién?

—Dígale que soy amigo del inspector Ramiro, de Atlanta.

Escuché un silencio. Pronto oí otra voz.

—Cody Wilde. Dígame.

—Soy amigo de Ramiro. Él me ha facilitado su nombre y su teléfono; necesito ayuda —le dije.

—¿De qué se trata?

—Hace tan solo seis semanas que me he mudado a Nueva York —mentí—. Me he instalado en mi nuevo despacho. Mi primer cliente me visitará mañana y tengo que rellenar la oficina aparentando que tengo historial. Se trataría…

—Entiendo lo que le ocurre. No se preocupe, puedo ayudarle — interrumpió.

—Tenga en cuenta que queda poco tiempo.

—Mañana a las 8:00 horas estaremos allí. ¿Cuál es la dirección?

—363 de la calle Canal, segundo piso.

—Conforme.

Mientras vigilaba desde mi ventana, a la hora acordada un camión de mudanza aparcó muy cerca de mi portal. Lo vi porque estaba impaciente por si se podría solucionar mi problema.Al momento, tres hombres salieron del camión y comenzaron a bajar bultos y cajas. Enseguida llamaron al timbre. Dos hombres llegaron con cajas y, tras presentarse, fueron apilando estanterías, archivos, libros, carpetas, expedientes, algunas lámparas y sobre la mesa papeles con cuños de la policía de NuevaYork. En veinte minutos mi despacho se transformó, se convirtió en un auténtico despacho de un experto detective. Cuando terminaron se dirigieron a mí…

(Pausa y cambio de hoja).

—¿Necesita alguna cosa más, señor Stowe?

—¿Puedo agradecerles de alguna forma?

—No se preocupe. Ya le llamará el señor Wilde.

—Muchas gracias por todo. —Aun así, les di cinco dólares a cada uno.

Cuando se marcharon, miré a mi alrededor; todo estaba cambiado. Salí de mi despacho hasta el pasillo distribuidor y volví a entrar. Quería observar el efecto que producía al entrar. Ya en la pequeña sala de espera, se percibía cierta clase y seriedad. Me habían dejado un paragüero de bronce y algunas fotos enmarcadas de Atlanta y la ciudad de Nueva York. Cuando abrí la puerta de mi despacho, la sorpresa fue aún mayor. Encendí un cigarro y contemplé sobre mi mesa el juego de escritorio que me habían prestado. Luego miré alrededor y encendí varias veces el flexo para ver su funcionamiento. Todo estaba perfecto. Todo entonaba. Hojeé los papeles de la policía que me habían dejado. En uno de ellos, el jefe del departamento me agradecía mi labor por resolver el caso de la niña desparecida en Brooklyn. Mientras leía aquella pantomima, sonó el timbre del teléfono.

—Detective Stowe. ¿Dígame?

—Soy Cody Wilde. ¿Está resuelto su problema?

—Está más que resuelto, señor Wide. Le estoy muy agradecido. ¿Dígame qué le debo?

—Nada.

—¿Nada? Bueno, todo esto se lo devolveré cuando acabe. Pero insisto, el transporte, salarios…

—Olvídese —me interrumpió—. Todo se lo puede quedar, no es de mucho valor. Lo que sí debe saber es que está en deuda conmigo, y puede que alguna vez le pida un favor. ¿Comprende?

—Cuando usted quiera —le aseguré.

—Bien, ahora debe conseguir ese trabajo. Luego verá cómo vienen los demás. No se apure. Si necesita alguna cosa, llámeme.

—Descuide. Igualmente, cuando necesite algo con lo que le pueda ayudar, avíseme. Muchas gracias, señor Wilde.

Como aún tenía tiempo, bajé a tomar una buena hamburguesa. Con el estómago lleno se piensa y se trabaja mejor. Dicho y hecho; salí a la calle y me dirigí al café de costumbre…

(Pausa y cambio de hoja).

Compré el NewYorkTimes24 y en su portada, a cinco columnas, decía:

«LA CORTE SUPREMA PROHÍBE LA SEGREGACIÓN EN LAS ESCUELAS. LAS DECISIONES DE 9 A 0 GARANTIZAN TIEMPO PARA CUMPLIRSE».

Sin embargo, mis ojos se fueron rápidamente hacia la columna donde ofrecían la siguiente noticia:

«ARMAS COMUNISTAS DESCARGADAS EN GUATEMA-LA POR EMBARCACIÓN DESDE UN PUERTO POLACO. EE. UU.TOMA NOTA».

Desde hacía tiempo me interesaban mucho las noticias internacionales, sobre todo de nuestra política exterior, de manera que, cuando veía alguna al respecto, leía el artículo con detenimiento. Me daba la sensación de que estaba así mejor informado de lo que pasaba en el mundo. Creo que esa visión global me ayudaba mucho a tener una perspectiva personal con criterio de lo que hacía nuestro Gobierno. Para mí era un factor decisivo en la votación a las presidenciales; estar informado es la mejor manera de responsabilizarse con el voto que uno deposita en las urnas.

Al leer ese artículo, supuse que algo importante se estaba cociendo en Guatemala. Si era verdad que el presidente de Guatemala había comprado armamento de origen europeo, concretamente de Checoslovaquia, eso le traería consecuencias. Parecía ser que la CIA ya se encontraba en conocimiento de la compra de armas checas, y desde la salida del embarque siguió al «Alfhen», el buque que las transportaba. El 15 de mayo de 1954 la embarcación llegó a Puerto Barrios y el armamento fue descargado y trasladado hacia vagones ferroviarios custodiados por personal militar para poder ser transportado en tren a la ciudad.

Terminado mi desayuno, marché a la oficina. Estaba más que impaciente.A las doce menos un minuto tocaron a la puerta de mi despacho. Cuando abrí, encontré a una preciosa y elegante mujer de unos cuarenta años. En eso era experto. Con solo ver la estampa de un hombre o una mujer, incluso por primera vez, me hacía un pronóstico de la edad y casi siempre acertaba. Manías que tiene uno, o quizá deformación profesional.

—Soy Dorothy Kilgallen.

—Adelante. ¿Me permite? —Quise recogerle la estola que llevaba sobre los hombros.

—No es necesario. Muy amable.

(Pausa y cambio de hoja).

Con un gesto educado y ofreciéndole paso, le abrí la puerta de mi despacho y acerqué una de las sillas para que se sentara. Observé que su mirada fotografiaba aquel lugar, y no tuve ninguna duda de que le gustó.

—Usted dirá.

—Necesito la ayuda de un buen profesional.

—Dígame de qué se trata.

—¿Su nombre es…?

—William, William Stowe —le dije con cierta indiferencia. No quería estar tan pendiente de sus gestos. Quería darle a su problema la naturalidad que un detective experto sin duda daría.

—Señor Stowe, ¿no es usted muy joven para ser detective?

—Entiendo que le pueda llamar la atención, no es la primera vez que me ocurre. Pero no estamos aquí para hablar de la edad, ¿verdad?

Creo que eso le impactó. Mi forma de hablarle mirándola fijamente a los ojos dio resultado.

—Quiero que haga el seguimiento de esta persona —me dijo al tiempo que abría un sobre del que sacó fotografías y recortes de periódicos.

Recuerdo que me quedé mirando el rostro de la mujer a la que tenía que seguir y de quien tenía que informar.

—¿Durante cuánto tiempo? Porque, según veo, se mueve por todos los lados.

—Al menos seis meses. ¿Puede hacerlo?

—Sí. La cuestión…

—Sé lo que le debo pagar. Estoy acostumbrada a tratar con detectives privados. ¿Sabe quién soy? —me interrumpió.

—No. La verdad es que no hace mucho que me he trasladado a Nueva York. —No quise que me cogiese en un renuncio y le dije la verdad.

—Soy columnista de La voz de Broadway y participo de forma permanente en el concurso televisivo ¿Cuál es mi línea? Sigo todos los importantes juicios de este país, además de otras cosas.

—¿Como esto?

—Como esto —me respondió con cierta gallardía.

(Pausa y cambio de hoja).

—¿Pero por qué yo?

—Pues porque los otros dos detectives con quienes también trabajo están ya comprometidos con otros personajes. Además, me parece ideal que sea de fuera. ¿De dónde es usted?

—De Atlanta.

—¿De la misma ciudad?

—Sí.

—¿Hace mucho que vino a Nueva York? —me preguntó.

—Cuatro años.

—Estupendo. Prepare el contrato y hágamelo llegar a esta dirección. Cuando dé la aprobación puede comenzar su trabajo. Por supuesto, los gastos son pagados aparte, siempre que sean justificados.

—Se lo llevaré personalmente. Muchas gracias, señora Dorothy.

—¡Ah, se me olvidaba! Cada mes necesitaría un informe de sus movimientos: los lugares que ha visitado y las personas con quien ha estado Alice Darr, ¿entiende?

—Por supuesto.

La acompañé hasta la salida. Me despedí con agradecimiento, pero en ese momento me lanzó una pregunta que no venía a cuento:

—SeñorWilliam, ¿qué edad tiene? —Me quedé asombrado. Ninguna mujer me había hecho esa pregunta.

—Treinta —le mentí. Por entonces tenía veintiocho años.

—Aparenta más mayor. Le hacía unos treinta y seis, o treinta y ocho años.

—No sé si eso es bueno o malo, pero viniendo de usted, lo tomaré como un halago.

Cuando se marchó, me quedé con las ganas de preguntarle su edad, pero eso hubiese sido un grave error. A una dama nunca se le debe hacer esa pregunta. Y en mi caso aún menos, porque me hubiera jugado medio año de trabajo.

Esa misma mañana busqué una imprenta y encargué tarjetas, sobres y cartas con mi membrete y dirección. Tenía que hacer el contrato y no sería de recibo hacerlo sobre un papel en blanco. De manera que a los tres días recogí mi encargo y me puse a redactar un contrato sencillo pero muy claro. Para mí lo fundamental estaba en lo referente al cobro…

(Pausa y cambio de hoja).

Anoté que mis incentivos ascendían a 1500 dólares al mes, gastos aparte. Firmé tres ejemplares, los doblé y los metí en un sobre que no cerré, y el viernes día 21 marché a la dirección que me había anotado: el 300 Oeste de la calle 57 y el 595 de la Octava Avenida. Cuando llegué, comprobé que el edificio era propiedad del magnate de los medios de comunicación William Randolph Hearts, quien, por cierto, había muerto hacía tres años. Era un edificio de seis plantas de piedra artificial roja, precioso. Al entrar en recepción, pregunté por la señora Dorothy Kilgallen.

—¿De parte de quién?

—De William Stowe.

—Espere un momento, por favor.

Aguardé mientras contemplaba toda la decoración. Estaba realizada con mucho gusto. No entiendo mucho sobre arte, pero me parecía que su arquitectura estaba entre líneas modernas y clásicas. Me gustó.

Una recepcionista me avisó de que en diez minutos me recibiría, así que me senté y esperé. Pasados quince minutos me llamaron.

—Suba a la tercera planta, saliendo del elevador a la izquierda. Allí pregunte a la secretaria.

—Muchas gracias, señorita.

Cogí uno de los elevadores, y tal como me dijeron, cuando estuve delante de una mujer tan guapa como seca, me dijo que esperase en el salón de visitas. ¡Cinco minutos más! Hasta pensé que me estaba tomando el pelo o que quería comprobar mi carácter. Pero la espera merecía la pena; era mi primer trabajo, y de los buenos. Encendí un cigarrillo y aspiré una enorme bocanada de humo, que después fui exhalando poco a poco por la nariz, saboreando el aroma del tabaco. Entonces llegó Dorothy, como recién salida de la peluquería, con elegancia y personalidad, caminando con pasos seguros. Se sentó en el sillón.

—¿Ha traído el contrato?

—Aquí lo tengo.

Se lo acerqué, habiéndolo sacado del sobre. Recuerdo que lo miró sin mucho detenimiento. Supongo que se fijó en la cuantía. No parpadeó. Se apoyó en la mesa y firmó las tres copias. Luego me entregó un sobre con 5000 dólares.

(Pausa y cambio de hoja).

—De todos los detectives con los que trabajo, usted es el más caro. Debe de ser muy bueno. Si es tan amable, anote en esta copia que recibe 5000 dólares a cuenta y firme, por favor. En dos meses recibirá el resto.

Cuando lo hice, se lo entregué.

—¿No lo cuenta?

—No es necesario, viniendo de usted —le contesté.

—Bueno. Ya puede empezar. Por cierto, ¿quiere acompañarme a comer? ¿O tiene ahora otra cosa mejor que hacer?

—Desde luego que no.

Nos levantamos y me dijo que esperase.

—Voy a dejar el contrato y dar algunas instrucciones. Enseguida vuelvo.

—No pienso marcharme sin usted.

Creo que aquella frase le gustó, y no lo hice con ninguna intención, pero ella me respondió con una pequeña y maliciosa sonrisa. Entramos en un restaurante donde ella habitualmente iba a comer, porque nada más entrar nos acompañaron a la mesa que siempre ocupaba. No recuerdo muy bien lo que comimos: ella, algo de pescado, y yo, ternera guisada. Estuvimos más de una hora hablando, sobre todo se interesó mucho por mi persona. En menos de una hora ella sabía tanto como yo de mi pasado. Era una mujer que sabía embaucar. Luego hablamos sobre el trabajo.

—¿Tiene alguna idea de por dónde empezar?

—Sí. Por Atlanta. Iré al Departamento de Policía. Allí tengo buenos amigos y me deben algunos favores.

—¿Cree que conseguirá algo?

—No lo sé, pero por algo tengo que empezar. Lo importante es conseguir el número de alguna cuenta bancaria, o descubrir su carnet de conducir, alguna multa. Si encuentro alguna huella, empezaré por ahí. Después improvisaré. Por cierto, me sería de mucha utilidad, ya que se mueve en los medios de comunicación, saber el nombre de alguno de los fotógrafos que hicieron las fotos para los periódicos.

(Pausa y cambio de hoja).

—Lo intentaré. Como entiendo que tendrá necesidad de consultarme o aclarar alguna cuestión, le voy a dar un teléfono. Llame cuando quiera y a cualquier hora. No hablará conmigo, pero me localizarán donde esté. Luego le llamaré yo. Si no es su teléfono de la oficina, indíquelo para que yo le pueda devolver la llamada lo antes posible. No quiero que hable de este asunto fuera del círculo de trabajo nada más que conmigo. ¿Lo ha entendido?

—Lo tengo muy claro.

—Me sorprende que a estas alturas no me haya preguntado por qué, por qué tengo tanto interés en esa persona.

—Nunca pregunto el porqué. Trabajo sin más. Así es este oficio. La lealtad, la sinceridad y la confianza con el cliente es lo que vale.

—Me gusta lo que ha dicho.

Así fue como comencé a trabajar con Dorothy Kilgallen.

A finales de mayo marché hacia Atlanta. Allí estuve toda una semana pidiendo favores a mis excompañeros, e incluso hablé con el jefe Jenkins. Sus contactos con el FBI dieron resultados. De ellos supimos que su verdadero nombre era Bárbara María Kopczynska, según los archivos. Aunque ahora utilizaba el nombre de Alicia Darr Clark. Nació en Polonia, de ascendencia judía-polaca. Entró en Estados Unidos en 1950 con su madre bajo el amparo de la Ley de Personas Desplazadas. Su último domicilio, en Boston, Massachusetts. Toda esta información me costó alguna que otra cena. Obviamente, la siguiente parada sería Boston.

Sin darme cuenta, cada día que pasaba me iba obsesionando con esa mujer. A veces, hasta soñaba con ella, con Alice Darr. Estuve todo un día vigilando el domicilio donde vivía su madre, pero en ningún momento pude ver a su hija. Supuse entonces que no vivía con ella en esos momentos, o que estaba de viaje.

Dos días después, asegurándome de que la madre estaba sola, me presenté en la casa. Después de tres intentonas llamando a la puerta, por fin aquella mujer abrió. Pregunté por su hija. La noté muy temerosa y se negaba a hablar, aunque al final lo conseguí. ¿Cómo? ¡Mintiendo! Como casi siempre hace un detective…

(Pausa y cambio de hoja).

Le dije que era del Servicio de Inmigración y Aduanas, que no temiera nada, pero que necesitaba saber dónde estaba viviendo ahora su hija, porque pronto finalizaría el plazo de su estancia en el país, y debía renovarlo o tendrían problemas. Poco a poco, la mujer desamparada se avino a hablar; entonces me hizo pasar al interior de su casa y, señalándome algunas fotos, fue contándome cosas de su hija.

—Nada más llegar a este país se puso a trabajar. Su primer trabajo fue vendiendo palomitas en una sala de cine de Hyannis Port. Tenía por entonces dieciséis años, pero conoció a un joven de buena familia y se enamoró, aunque pronto la dejó. Se olvidó de ella. Usted… ¿cómo ha dicho que se llama?

—George Turner —respondí lo primero que me vino a la boca.

—Usted, señor Turner, ¿ha estado enamorado alguna vez?

—Sí. Me casé con la mujer que me enamoró y luego me abandonó. Me paso igual que a su hija —le dije la verdad, y creo que esa circunstancia hizo ganarme más si cabe su confianza.

—Lo peor es que aquel joven la dejó embarazada. Así que tuvo que abortar. No está bien visto que una chiquilla tan joven tenga un bebé sin estar casada. Pero dejemos eso… Como dicen, agua pasada no mueve molino.

—¿Dónde vive ahora su hija?

—No lo sé.

—¿No sabe dónde vive? —le insistí.

Ya tenía la información suficiente como para comenzar la búsqueda, pero me retuve. Debía aparentar lo que dije que era.

—Ella me envía mensualmente dinero por correo postal. Vive en la ciudad donde hay tantos artistas de cine. ¿No le he dicho que mi hija ya es artista?

—No, no me lo ha dicho.

—Espere que le enseñe.

Se dirigió a una cómoda y abrió un cajón, del cual sacó una caja de cartón. Dentro tenía recortes de prensa que hablaban de su hija. Me quedé sorprendido. Era cierto, al menos se codeaba con celebridades del cine; de hecho, uno de los columnistas más famosos del país, Harrison Carroll, especializado en noticias de famosos, señalaba que ella y Hugh O’Brian eran una nueva pareja. Me fijé en la fecha, febrero de 1953…

(Pausa y cambio de hoja).

—¿Ve como no le miento? —me dijo orgullosa.

—Nunca lo he dudado, señora.

—Espere, espere. Aún hay más. Mire, otro recorte donde hablan de mi niña.

Cuando me fijé no podía creerlo. Allí decía: «Gary Cooper sigue moviéndose a gran velocidad. ¿Su último amor? Alicia Darr, una actriz vienesa…». Lo firmaba la columnista Dorothy Kilgallen. Era de marzo de 1953.

«¡Mierda! ¿Qué está pasando? ¿Por qué no me ha dicho nada de esto Dorothy?, recuerdo que pensé todo cabreado.

Observé lo que aquella madre tenía guardado de su hija, entre otras cosas, bastantes cartas. Entonces se me encendió una luz.

—Señora Kopczynska, ¿me podría dar un vaso de agua?

—¿Quiere un café? También tengo café.

—No, gracias, solo agua. Estoy seco. Se me está haciendo tarde y me debo marchar.

Cuando fue a la cocina, cogí una de aquellas cartas y me la metí en el bolsillo. Sé que eso no es legal, pero lo hice. No me gustan esas prácticas, pero en esa ocasión estaba justificado. No lo hacía por el contenido, sino por el remite. Me tomé el vaso de un solo trago.

—¡Pues sí que estaba seco! —exclamó la madre.

—Muchas gracias. Si le llama su hija, dígale que no se preocupe. Ya le enviaremos nosotros los papeles a esta dirección.

—Muchas gracias, señor…

—Turner, George Turner.

Cuando salí de la casa, escuché la voz de aquella señora, que me decía:

—¡Vuelva cuando quiera!

—¡Gracias! —le respondí.

Subí al coche y puse tierra de por medio […].

Ahí acabo aquel capítulo escrito en finés. Los siguientes ya los podía leer ella.

—¿Te está interesando o crees que es aburrido?

—No me resulta aburrido, todo lo contrario. Lo que me atrae más es saber que el contenido no es fabulado ni falso. Seguiré leyendo yo — añadió Kathleen, para darle un merecido descanso a Stowe.

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23 «Todo comenzó en 1954». Aleksi había escrito todo este capítulo en idioma finés.

24 Del 18 de mayo de 1954. El MS Alfhen, un carguero de bandera sueca, se hizo famoso por transportar una gran cantidad de armas y munición checoslovacas para el gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán de Guatemala.

Emboscada en Dallas

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