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PRÓLOGO ARLEQUÍN EN LA TRINCHERA
ОглавлениеLa cuestión es la siguiente: ¿se puede seguir escribiendo crónica política en España sin saber cómo se genera el precio de la electricidad? No es una cuestión menor. Con la pandemia en vías de control, la incesante subida del precio de la luz se ha convertido, para millones de españoles, en una inquietante señal sobre la prolongación de la incertidumbre. La gente no se pasa el día imaginando cuadros sinópticos sobre las relaciones internacionales, pero tiene instinto y la nariz dice que vienen tiempos aún más complicados.
No es fácil entender cómo se forma el precio de la electricidad en este país, ya que la complejidad del mecanismo requiere un cursillo de varias horas. Puesto que estas líneas han sido escritas a principios de septiembre del 2021, es posible que al cerrar el curso que ahora empieza sepamos mucho más sobre este tema. Aprenderemos. Lo vamos a necesitar, porque todos los asuntos relacionados con la energía ocuparán un lugar muy importante en la narración de los tiempos venideros. Se aproximan tiempos interesantes, es decir, peligrosos. Pese a todas las inclemencias y precariedades, el periodismo será siempre una profesión fascinante en la medida que espolea constantemente la curiosidad. Después de abrir una ventana, siempre viene otra, y después otra, y después otra. Conozco a un periodista asturiano residente en Madrid que tiene mucha gracia abriendo ventanas.
Se lo voy a presentar, pero antes permítanme una cita. No hay buen prólogo sin cita. Allá vamos: «Kant había enseñado que la pregunta con la que el ser humano se cerciora de su situación en el mundo tenía que ser: ¿Qué nos es lícito esperar? Después de los desfondamientos del siglo XX sabemos que la pregunta reza: ¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmenso?».
Conservo siempre a mano está afirmación del filósofo alemán Peter Sloterdijk, entresacada del primer volumen de su trilogía «Esferas», un ambicioso trabajo sobre la fenomenología del espacio, texto difícil de seguir para los que no estamos acostumbrados a este tipo de lecturas. Monstruo de la erudición, Sloterdijk escribe muy bien, es musical, es hipnótico, y siempre te regalará una idea brillante. Además de abrir ventanas, los periodistas, como es bien sabido, nos dedicamos a la recolección de ideas ajenas, para incrustarlas en nuestros artículos con mayor o menor habilidad y oportunismo. Déjenme que inserte este ópalo del filósofo de Karlsruhe en el prólogo del segundo libro del periodista asturiano Pedro Vallín.
La crónica política clásica intenta responder a la pregunta de Kant: ¿qué nos es lícito esperar? La tradición periodística del siglo XX discurre sobre ese eje: intentar explicar la realidad, honestamente o no, con la intención de obtener y ofrecer un rumbo. «Esto acabará mal», escribió el 7 de abril de 1933 el entonces director de La Vanguardia, Agustí Calvet, Gaziel, advirtiendo sobre los desgastes de la República dos años después de su proclamación. Podríamos poner otros muchísimos ejemplos. En la actual fase de aceleración del tiempo histórico, cuando las noticias de la mañana apenas llegan vivas al noticiario de la noche, la pregunta alternativa que propone Sloterdijk adquiere todo su sentido: «¿dónde estamos cuando todo es inmenso y la información alimenta la sensación de caos en nuestras cabezas?». Quizá la crónica política del siglo XXI más que sugerir un rumbo, lo que tiene que hacer es ayudar al lector a determinar su ubicación en un mundo sometido a una brutal aceleración de todo tipo de transformaciones: tecnológicas, económicas, sociales, ambientales e incluso biológicas. Mapas, mapas, mapas. Mapas y contextos. (Ardua tarea. Para empezar, la política española hoy no puede ser cartografiada si no sabes cómo se forma la tarifa de la electricidad).
Pedro Vallín es de los periodistas que hacen funcionar bien el GPS. En sus crónicas y especialmente en sus artículos largos en la edición digital del diario en el que trabaja, ofrece materiales muy valiosos para la orientación de los lectores más fatigados por la política politizada; perdonen la redundancia: los lectores más fatigados por la política entendida como la observación obsesiva y constante de las relaciones de poder entre sus protagonistas. Vallín no proviene de la crónica política clásica y tampoco viene de la economía (espero que en estos momentos esté estudiando la formación de la tarifa eléctrica). Es originario de otra región. Es un experimentado periodista cultural que hace cuatro años aceptó el reto de incorporarse a la sección de Política en la redacción de La Vanguardia en Madrid. Cambió de mesa con un extraordinario bagaje profesional, en el que destaca un profundo conocimiento del cine y de toda la industria audiovisual, incluidos los videojuegos. Ahí hay buenos postes para intentar saber dónde estamos cuando sabemos que habitamos lo inmenso. Se trataba de hacer circular ese valioso caudal por las cañerías, a veces oxidadas, a veces retorcidas, de la información política. Creo que lo ha conseguido. Miles de lectores de sus crónicas y de su primer libro (¡Me cago en Godard!, Arpa, 2019) también lo creen.
Vallín es capaz de enmarcar cinematográficamente los principales acontecimientos políticos de los últimos años. No estoy hablando de un raro erudito. Estoy hablando de un escritor con una inusual habilidad para conectar distintas esferas del conocimiento y narrar la política con la ayuda de los símbolos, los personajes y los argumentos que son más familiares a las generaciones intensamente moldeadas por la cultura audiovisual, es decir, muchísima gente. Sabemos mejor dónde estamos cuando nos lo cuentan los mitos y los personajes que más nos han emocionado y llamado la atención durante nuestro periodo de formación. Por ello, Vallín ha invitado al droide C3PO a recorrer los diez años más críticos de la moderna historia de España. El autor escribe con seguridad. Pisa bien. Maneja el castellano con una fluidez admirable. Afirma, relaciona y rememora. En muchas curvas, arriesga. Algunas veces se viste de arlequín para quedarse con el personal.
«¿Quién es C3PO?», le pregunté, incauto de mí, la primera vez que me habló del título de su segundo libro.
Se me quedó mirando, atónito. «Fue más famoso que Reagan», espetó. Sentí un bochorno analógico, y a la que pude consulté Internet. Sí, lo reconocí: el simpático droide de Star Wars. Era absolutamente incapaz de recordar su nombre. He ahí la brecha generacional. Me entusiasmé de pequeño con la aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Recuerdo mejor a la tía Sally y a la viuda Douglas que a los personajes de la saga galáctica. La ficha Mark Twain se activó en mi memoria el día, ya muy lejano, en que Alfonso Guerra calificó a Adolfo Suárez de «tahúr del Mississippi». Cosas de antes. Un mundo que ya no existe. Cada generación tiene sus referencias y Vallín controla un inmenso almacén de películas, series de televisión y videojuegos. Conoce muy bien la cultura contemporánea y la modela con mucha habilidad en el relato político.
Es un periodista de las redes, también. Las maneja bien, con desenfado. Ha creado ya una comunidad. Sus exclusivas periodísticas —fue el primero en anunciar la formación del actual Gobierno de coalición y también el primero en informar, catorce meses después, sobre la renuncia del vicepresidente segundo—, han causado admiración y alguna que otra irritación. Gajes del oficio. Otra característica remarcable de Pedro Vallín es su buen carácter. Pocas veces lo he visto ofendido. No habita el mundo con dolor y ello explica su franqueza. Ha sabido construir un lenguaje informativo vivo en tiempo de altas presiones. En La Vanguardia nos sentimos orgullosos de él. Alguna vez le he aconsejado que no se pasee vestido de arlequín por los bordes de la trinchera cuando se aproxima la aviación. No siempre me hace caso. Necesita salir a campo abierto para saber dónde estamos.
ENRIC JULIANA
5 de septiembre de 2021