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1 FRANCO, ETA Y EL 11-M: BREVE HISTORIA DE LO NUESTRO Cómo y por qué España ha logrado ser un Estado funcional pero no una nación

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La oposición a una ley de Memoria Democrática ambiciosa que atienda las recomendaciones de Naciones Unidas viene precedida de un infinito listado de antecedentes a ese rechazo: las resistencias litigiosas a sacar a Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos, los históricos cariños presupuestarios a la fundación que honra al dictador, la desatención endémica a la búsqueda de los asesinados y desaparecidos del franquismo —una estadística, la de las 114.266 desapariciones forzosas, en la que solo nos supera Camboya, según la ONU— (con la vergüenza internacional añadida de que hayan sido organizaciones extranjeras y ONG las que aportaron fondos a las familias para abrir las fosas ante el cerrojazo del Gobierno de Mariano Rajoy), la disputa del atentado del 11-M y de sus víctimas que ha llevado a que anualmente se conmemore de tapadillo el más grave atentado yihadista ocurrido en territorio europeo, el recurso de inconstitucionalidad contra la ley vasca de Reconocimiento y Reparación de Víctimas de la violencia de motivación política en la comunidad autónoma vasca entre 1978 y 1999, la resistencia de Rajoy a permitir la entrega de armas y la disolución de ETA si no era en términos explícitos de rendición y no de reconciliación, y su rechazo a las iniciativas en tal sentido del Gobierno vasco, el empeño por investigar en términos de terrorismo las agresiones de Alsasua, la humillación de la memoria de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, la destrucción institucional del memorial de los republicanos víctimas del fascismo, y, en fin, el uso del Tribunal Constitucional y el Código Penal para legitimar las expresiones renacidas de franquismo. La cuenta de comportamientos del sector conservador y reaccionario español que señalan la deficiente construcción nacional del Estado en términos democráticos es inacabable y elocuente de los motivos por los que, justo al contrario que Italia, que es una nación sólida en un Estado fallido —cuyo funcionamiento heterodoxo radica en la convivencia histórica con otros dos poderes: el Vaticano y el crimen organizado—, España es hoy un Estado sólido (tan sólido que asusta, de hecho) en una nación fallida. Y una democracia muy mejorable. España, un Estado potente, fracasó en la consecución de una idea nacional eficiente en el siglo XIX, y de una idea democrática funcional durante el XX. Esto, claro, no presupone que otros territorios del Estado alberguen construcciones nacionales exitosas, considerando que nación es un término arcano, por su propia condición romántica y literaria, puramente decimonónica. Pero nos estamos adelantando, porque en este asunto es sustantivo entender que pasado, historia y memoria histórica son tres conceptos tan diferentes que a veces ni siquiera tienen puntos de contacto. Y, como veremos, a menudo no los necesitan. Pero para eso vamos a remontarnos un poco. Unos trece mil años.

Es muy probable que el más elocuente y riguroso tratado sobre la historia del hombre, que permite comprender cómo han cursado, triunfado y colapsado las sociedades, civilizaciones e imperios humanos, sea el que escribió un biólogo estadounidense en 1997, una certeza que supongo que ha sido más o menos silenciada por el gremio de historiadores por lo que supone de impugnación de su disciplina y sus mañas. Jared Diamond (Boston, 1937), geógrafo y biólogo, ganó el premio Pulitzer en 1998 con Armas, gérmenes y acero: una breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años (DeBolsillo), un libro de poco más de medio millar de páginas en las que halla las respuestas a la sostenida preeminencia política y tecnológica de Eurasia sobre África, América y Oceanía sin por supuesto apelar a diferencias biológicas entre las razas y sin apenas aludir al nombre propio de jerarca alguno, a la genialidad de un general, a la aparición de tal o cual líder y relato religiosos y milagreros, a un genio inventor concreto o a la política entendida en virtuosos términos maquiavélicos.

La tragedia de la ciencia pura respecto a las autoindulgentes ciencias sociales es que cuando inicia sus pesquisas desconoce si encontrará respuesta o cuál será el signo de esta, y que sus hipótesis requieren verificación fehaciente. Las de la historia, la filosofía o la ciencia política solo exigen relato, debate y suerte. Como el periodismo, poco más o menos. La ventaja de la ciencia, sin embargo, es que, si encuentra la solución, con frecuencia esta tiene la cualidad de lo obvio y las bendiciones del sentido común. A menudo, las respuestas científicas son elegantes, que es otra forma de subrayar su ajuste al principio de parsimonia, más conocido como la navaja de Ockham por haber sido postulado por el filósofo Guillermo de Ockham (1280-1349), en el que se inspiró Umberto Eco para crear su célebre Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa, en memorable doble guiño al escolástico y al detective de Arthur Conan Doyle. El principio de parsimonia establece que, en igualdad de condiciones, la respuesta más sencilla acostumbra a ser la más probable. No es una ley de hierro, pero sí una propensión, una disposición a priori que siempre ha de considerarse. Economía del pensamiento. Dicho de otro modo, el principio de parsimonia es el antídoto a las sofisticadas teorías de la conspiración.

En Armas, gérmenes y acero, Diamond, que estudiaba algunas especies de pájaros en Nueva Guinea, trata de responder a una pregunta de su guía nativo respecto a las causas de la superioridad tecnológica y política de la civilización occidental. Por qué triunfaron las naciones blancas. El biogeógrafo estadounidense decidió aplicar a la historia del devenir humano las mismas destrezas científicas con las que la ciencia estudia el resto de especies vivas, contemplar al humano como si él no lo fuera, considerando el progreso de sus poblaciones, su relación con el medio y el alcance y consecuencias de sus sucesivos progresos para intentar responder a esa pregunta de apariencia tan simple. Dónde surgen las escrituras más antiguas, la agricultura, las organizaciones sociales y políticas más sofisticadas, y cómo evoluciona todo ello en función de la hostilidad o amabilidad del medio, la centralización del poder y los éxitos bélicos de unas sociedades sobre otras. Por explicarlo en pocas palabras, Diamond concluye e ilustra profusamente que son tres las causas de la preeminencia eurasiática sobre América, África y Oceanía (lo que incluye Australia): la presencia de grandes mamíferos domesticables, la susceptibilidad de las plantas locales para aportar alimento y ser desarrolladas para la agricultura (mediante rudimentarias prácticas de modificación genética), y la influencia de la orientación del eje mayor continental, que en el caso de Eurasia es paralelo al Ecuador —es decir, conforma un amplio corredor longitudinal de territorios de clima templado—, frente a la disposición perpendicular al ecuador de América y África, una sucesión de climas muy variables y barreras geográficas evidentes que alcanzan su grado máximo en la insularidad de Oceanía. El peso de esta variable geográfica lo ratificó años después la evidencia de una mayor diversidad lingüística en los continentes de orientación norte-sur, indicio de un menor contacto entre sus habitantes.

El crecimiento de las poblaciones dio origen a la política y había sido condicionado por la agricultura, y a su vez esta, por la disponibilidad de especies vegetales y de grandes mamíferos domésticos, los cuales obviamente servían de alimento pero también de fuerza de trabajo. Trece de los catorce grandes mamíferos susceptibles de domesticación habitaban solo en Eurasia. La llama andina es el decimocuarto. Uno de los trece, el caballo, fue además determinante en todo conflicto armado anterior a la Primera Guerra Mundial, lo que resultó obvio durante la conquista de América por las monarquías europeas. La convivencia con ganado y el mayor tamaño de las poblaciones campesinas también propició el desarrollo de enfermedades infecciosas y endémicas, y a largo plazo, una creciente inmunidad a ellas. Por mencionar uno de los muchos casos de estudio de Diamond en su monumental libro, no fue tanto la gloria bélica de Hernán Cortés, sino los caballos y, sobre todo, los gérmenes, quienes permitieron a Europa diezmar a los indígenas americanos. En realidad, también pesó la astucia política de Cortés, la propia de los Estados sofisticados europeos, muy distintos de los cacicazgos y protoestados que conformaban los imperios precolombinos. Pero esa sofisticación, a su vez, es producto de la progresión demográfica continental, que tiene su raíz última en el desarrollo temprano y exitoso de la agricultura, la ganadería, las industrias artesanas y la escritura.

Otro caso notable que ilustra estos procesos es el de China, cuya integridad y vastedad territoriales, comparadas con la fragmentación europea, tiene su causa en la mayor uniformidad geográfica de este imperio asiático. A la vez, esa dependencia casi continental de un solo poder político central explica cómo el peso del capricho individual, lo contingente, la voluntad de un jerarca, impidió a Oriente convertirse en una gran civilización expansiva en ultramar, mientras los estados europeos competían por la conquista de nuevos continentes.

Por no ser más prolijo en explicaciones sobre Armas, gérmenes y acero, sus conclusiones, que atribuyen a factores ambientales dados la preeminencia occidental, es un magnífico antídoto contra el etnocentrismo europeo, pues permite descartar cualquier ventaja previa biológica o racial, y cualquier sueño de mitificación nacional. Ningún reino debe a otra cosa que a un accidente geográfico sus glorias. Si las tuviera. En sus propias palabras, añadidas en la reedición de 2003, cinco años después de la edición original y siete después de haber escrito el libro, Diamond ratificaba sus certezas:

La conclusión principal es que las sociedades evolucionaron de diferente modo en diferentes continentes debido a las diferencias existentes entre cada uno de los entornos continentales, no a causa de la biología humana. […] Las especies silvestres domesticables más valiosas se concentraban en solo nueve pequeños territorios del planeta, que, así, se convirtieron en las primeras patrias de la agricultura. Los habitantes originales de estas tierras consiguieron con ello cierta ventaja para desarrollar las armas, los gérmenes y el acero. Los idiomas y los genes de los pobladores de estas tierras, así como su ganado, sus cultivos, sus tecnologías y sus sistemas de escritura acabaron siendo dominantes en los mundos antiguo y moderno. Los descubrimientos realizados en la última media docena de años por arqueólogos, genetistas, lingüistas y otros especialistas han enriquecido nuestra comprensión de este relato sin alterar sus líneas maestras.

Esta aproximación científica a la historia permitió a Jared Diamond establecer después una hipótesis tentativa sobre el futuro de la humanidad en Colapso (DeBolsillo), estudiando los elementos comunes en la desaparición completa de civilizaciones, como los amerindios anasazi o el imperio Moái de la Isla de Pascua. En Colapso —que partía de la provocadora frase «¿Qué pensó el hombre que cortó el último árbol de la Isla de Pascua?»—, Diamond previene al mundo contemporáneo de los riesgos de extinción que afectan a todas las sociedades, naciones o estados por igual, a partir de las conductas de las civilizaciones que se extinguieron. Los riesgos de extinción, incluso, de la vida humana. Y establece la condición finita y precaria de lo que tomamos por inmarcesible.

Tal esfuerzo riguroso de verificación y contraste lo apreciamos también en Los ángeles que llevamos dentro, del científico canadiense Steven Pinker, un estudio que sostiene que la disminución de la violencia entre humanos es progresiva, real y verificable casi en cualquier época histórica, y la vincula a indiscutibles progresos de la política, la ciencia y la demografía. Con cifras de increíble consistencia a lo largo de los milenios. Lo extraordinario de este mayúsculo trabajo de investigación —más de un millar de páginas— es que constata el efectivo progreso humano —moral y político, no solo tecnológico— en un momento en que las disciplinas de pensamiento no científicas, es decir, los llamados intelectuales, se refocilan afirmando lo contrario. Y ayuda a combatir cualquier reconstrucción nostálgica del pasado, que a todas luces fue peor. La reducción del peso político de las religiones y la progresiva sofisticación de los sistemas políticos son dos de las claves de ese proceso de erradicación de la violencia como modo de relación de las sociedades. Sin embargo, la nación no es un factor. Lo es el Estado. Es cierto que algunos autores han cuestionado la verificabilidad de algunos de los datos recogidos por Pinker e incluso de sus deducciones, pero ninguna de las críticas contra su trabajo tiene suficiente entidad como para poner contra las cuerdas la tesis principal: que los pueblos progresan hacia entornos de menor violencia entre humanos.

Las disciplinas de conocimiento conocidas como de letras, las humanidades, ponen muy poco empeño en explicar y mucho esfuerzo en contar, esa afición a la que este libro se consagra. En ese proceso previo es donde acude en nuestro socorro la ciencia. Porque, de no hacerlo así, los contadores con mucha frecuencia nos enamoramos de la metáfora y pretendemos convertirla en categoría interpretativa. Es un indudable hallazgo feliz del filósofo Zygmunt Bauman su metáfora de la liquidez como patrón para entender el presente, en Modernidad líquida. Su ingenio hace que incluso se le perdone ese componente de abdicación, la renuncia a elucidar la complejidad como principal atributo de lo contemporáneo que supone acudir al símil del fluido. Lo que no tiene tanto sentido, salvo el de la rentabilidad editorial, es que la supuesta cualidad líquida de la modernidad —informe y en permanente mutación— se convierta en un patrón de interpretación que valga para todo: el miedo líquido, la educación líquida, el amor líquido…

El mundo se explica con verbos, pero se narra con metáforas. Explicar el mundo o narrar el mundo son modelos de pensamiento en permanente conflicto, una pugna, por cierto, en la que como ven se debate el periodismo. La hegemonía del segundo obedece a causas evidentes a las que ya hemos aludido: narrar da sentido, explicar solo describe; narrar conjura la contingencia, para explicar hay que abrazarla. De ahí la perentoriedad del acto previo, el de la comprensión mediante todos los instrumentos de conocimiento disponibles, de los que el rigor cartesiano del método científico ha de ser imprescindible estación de paso. A su vez, hay que ser precavido con los efluvios hipnotizantes de la ciencia, que tienden a encerrarse en una compresión autoafirmativa de los procesos humanos y conducir a la negación de la capacidad jerarquizadora y significativa de la narrativa. La tecnocracia, producto de un racionalismo fanático, es uno de los principales enemigos de la política, como ha tenido ocasión de experimentar Occidente en el último medio siglo. Si la demagogia es el verbo humillando a la cosa, la tecnocracia es la matemática queriendo gobernar a la narración.

No obstante, el sarpullido que, en oficios letraheridos como el periodismo, se experimenta ante la ciencia y por tanto, la habitual incapacidad para una síntesis del saber y el contar, tiene profundas razones relacionadas con la pereza. Porque, por encima de todo, narrar requiere intuición e ingenio, mientras que explicar exige trabajo y formación. Solo eso permite entender que un filósofo como Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana —porque nacer, nació en Madrid, pero a todos los efectos es estadounidense, desde los nueve años, y formado en Harvard, poca broma—, se permitiera soltar con toda solemnidad una lindeza sin trámite de verificación alguno y que esta haya tenido un pernicioso y longevo éxito planetario:

Los pueblos que no pueden recordar su historia están condenados a repetirla.

Es grave porque Santayana no era un letraherido cualquiera y siempre fue un devoto de la ciencia y, en particular, de la biología evolutiva, lo que hace aún más incomprensible e injusto que pasara a la historia por semejante vaguedad y no por sus trabajos sobre la belleza o la razón. En esa afirmación rotunda y banal, y otras de similar jaez de otros oráculos de las humanidades, descansa buena parte de la devoción por la rememoración luctuosa de las sociedades presentes, condición indispensable para la nación. No, no hay ni un ápice de verdad verificable en la frase de Santayana, no es más que un afortunado eslogan, y por tanto no vacuna a las sociedades de ningún mal futuro, como lamentablemente estamos empezando a percibir en la Europa actual. Pero para lo que sí sirve la fiebre memorialista es para construir nación, en la medida en que esta es un consenso de sentido colectivo, una metáfora.

Otro filósofo y ensayista, David Rieff (Boston, 1952), empalagado de tanta rememoración solemne, escribió en 2012 un atrevido ensayo titulado Contra la memoria, en el que postulaba que lo de Santayana no solo no es tan así, sino que con demasiada frecuencia es al revés, los pueblos que conmemoran con gran ademán victorias y derrotas son más proclives a sufrir y aplicar violencia:

En lo relativo al argumento de que es probable que la memoria de la Shoá tenga un efecto disuasorio, simplemente no es posible evitar la conclusión de que estamos ante un pensamiento mágico, y muy extremado.

Quizá la prueba más destacada de lo que dice Rieff sea la coincidencia temporal entre celebrados lavatorios morales sobre el Holocausto como el filme húngaro El hijo de Saúl (2015), de László Nemes, galardonado con el Oscar de la Academia, y el giro que en su propio país, Hungría, ha ido experimentando la política de la última década, con un creciente nacionalismo caracterizado, entre otros atributos, por una xenofobia manifiesta pero también por un radical negacionismo de la acreditada complicidad húngara con el régimen nazi y, muy en concreto, con el exterminio de judíos. Hoy en Budapest hay un horroroso monumento que trata de fijar la idea de que Hungría fue víctima de la Alemania nazi —que al final, lo fue, cuando previendo el desenlace quiso cambiar de bando— y no uno de sus más aplicados cómplices en el exterminio judío. Es imposible sostener sin el concurso de un cinismo olímpico que la rememoración contrita de la masacre judía que supone la premiada película nos haya prevenido del actual neofascismo de Viktor Orban.

Unos cinco años después de su lanzamiento, se publicó en España la versión corregida y ampliada por David Rieff de su propio ensayo, retitulado con más mesura Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica (Debate). Rieff se explica antes de que le tiren piedras:

No sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral. Cuando se ha encubierto un crimen histórico o una tragedia, incluso si ocurrió mucho antes de que nacieran todas las personas que están vivas hoy, o si los libros de historia cuentan mentiras o medias verdades sobre lo sucedido, o si las realidades de lo acontecido simplemente se han embrollado, no importa si por malicia o ignorancia, levantar el velo sobre lo ocurrido casi siempre es bien recibido.

En su ensayo, Rieff pone especial ahínco en este enfoque funcional, no moral. No se pregunta qué es lo más justo, sino qué es lo más eficaz a la hora de evitar violencias y derramamientos de sangre futuros. Justicia y paz no siempre son compatibles. Las transiciones a la democracia de Chile y España, a las que dedica atención en su ensayo, son ejemplos elocuentes de esta incompatibilidad temporal. Con matices, claro, pues si bien ambos países eligieron transiciones basadas en el olvido como bálsamo, y de hecho la transición chilena de 1990 está bastante inspirada en la española de doce años antes, el proceso de Chile —país que, no por casualidad, estrenó los furores del shock neoliberal por la vía de las armas y una década antes de que Thatcher y Reagan los exportaran a todo Occidente— ha puesto de relieve su precariedad apenas veinte años después. La desconfianza de Rieff, no obstante, respecto al principio de Santayana, pero también respecto a las teorías del filósofo e historiador Tzvetan Todorov, y las del activista de los derechos humanos Meir Margalit, partidarios ambos del deber moral de la rememoración, se basa en lo ocurrido tras la fundación del Estado de Israel y el conflicto con el pueblo palestino y los países árabes tanto como en la salvaje guerra yugoslava, en la que Rieff se desempeñó como periodista.

No sostengo que el olvido sea una respuesta adecuada en los casos en los que la justicia o el perdón (o ambos) constituyen una opción realista, que son muchos, algunos de ellos graves y al parecer intrincados. Sin embargo, el criterio definitivo no debe ser el ideal, sino el probable, o al menos, el factible. […] El lema contra la guerra de Vietnam de finales de los sesenta, «dar al olvido una oportunidad», es otra manera de decir que es hora de darle a la política una oportunidad y al idealismo, un descanso.

Hay un aforismo de Voltaire, inspirado en un refrán italiano, que resume con admirable economía de términos este pensamiento: «Lo mejor es enemigo de lo bueno». Al principio idealista de considerar que existe una solución perfecta y total a un determinado problema, lo bautizó el economista Harold Demsetz (Chicago, 1930) como la falacia del Nirvana. Con nuestro proverbial empeño en simplificar, la práctica totalidad de entrevistas que Rieff concedió en España en 2017 con ocasión de la reedición de su ensayo, se convirtieron en debates en los que los periodistas lo acusaban, con más o menos tacto, de boicotear la precaria ley española de la Memoria Histórica, y él empeñó su paciencia en negarlo y en explicar que las cosas son un poquito más complejas. No es necesario abjurar de la memoria histórica en los términos a los que aludía Rieff, como aplicación del principio de reparación y verdad:

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica probablemente estaba en lo cierto cuando sostenía que la España del siglo XXI ya no necesita el pacto del olvido. […] En Francia y en España, a pesar de los problemas que enfrentan, las grandes guerras y crímenes, casi con absoluta seguridad, han quedado atrás. Eso implica que los riesgos derivados de la rememoración pueden ser manejables, incluso si las recompensas no resultan tan grandes como aseguran rutinariamente los activistas, los abogados internacionales y los promotores de los derechos humanos.

Esta frase fue dicha treinta meses antes de que el neofranquismo iniciara su despegue político en España en las elecciones andaluzas del 2019, lo que significa que introduce nuevos factores de discusión en este dilema. Lo que nos lleva a su vez al núcleo conceptual del asunto, la relación entre pasado, historia y memoria histórica, y su interacción con la creación de identidad colectiva. El pasado son hechos, en los términos en los que Jared Diamond o Steven Pinker analizan los procesos verificados de las sociedades humanas. La historia debería ser poco más o menos lo mismo, pero no lo es, no tanto por el discutible rigor del método de los historiadores, que cada vez emplean técnicas de investigación y verificación más rigurosas y homólogas a las del método científico, sino por la forma convencional en que luego sus descubrimientos son vertidos en tesis, siempre tocadas por el aroma de la narración, para dotar de un sentido y una significación convenientes al presente que se vive o al futuro que se ansía. Así, en los tratados de Historia toma cuerpo el hábito de sobreexponer comportamientos individuales, elegir un discurso con sentido, establecer un marco de sujetos políticos concreto, que buscan legitimidad y que condicionan la totalidad del relato —el reino, la nación, la clase social…—, y privilegiar la orientación que ofrecen las ideas como bastidor sobre el que colocar los hechos. Por volver a la taxonomía establecida más arriba, la historia cuenta en lugar de explicar. Cuando se practica con sobriedad no falsea los acontecimientos, pero sí los jerarquiza en una sucesión con una dirección y un sentido que apuntan al presente y cuando la vocación es política, apenas disimula su pretensión de escribir el futuro. Y no es el de Elvira Roca Barea y su Imperiofobia y la leyenda negra un caso excepcional, sino más bien común, pero muy elocuente de esa vocación de proyectarse en un sentido político concreto hacia lo venidero. Los jóvenes historiadores letizios a los que aludíamos en la introducción, como se ve, no están solos en sus propósitos.

La relación entre el pasado y la historia es por eso muy similar a la que el individuo establece entre sus recuerdos y la memoria, siendo la segunda una vertebración concreta de lo sucedido, articulada para dar sentido al presente, como veremos más adelante. Es decir, una reorganización retrospectiva de los recuerdos en función de una identidad construida desde el hoy. La socióloga y politóloga francesa Dominique Schnapper expresó esta paridad de forma sintética:

Tanto para los individuos como para los pueblos, la memoria es el predicado del ser.

La memoria histórica, según los postulados de David Rieff, va un paso más allá y es más bien un convenio establecido por cada sociedad en un momento histórico determinado respecto a su historia, con un sentido moral y político en el que los hechos son en cierta medida secundarios y lo importante es el sujeto: la sociedad contemporánea al caso, y su vocación política. El pasado y la memoria histórica son pues principio y final de una ecuación de producción de sentido e identidad que tiene a la historia como estadio intermedio, siendo el pasado la materia prima y la memoria histórica, un sofisticado producto manufacturado. De ahí que, aunque haya pasado por ser un pensamiento cínico, este de Friedrich Nietzsche, es pertinente al caso:

La interpretación que prevalezca en un momento dado es una función del poder y no de la verdad.

Por eso la historia y el pasado no son demasiado importantes para construir nación, pero la producción de memoria histórica es condición sine qua non. Llevado al campo de lo individual, si nuestra memoria, no nuestro pasado, es el combustible con el que opera una identidad, la creación de una identidad colectiva nacional necesita de la memoria histórica, en aplicación de la máxima antedicha de Schnapper. Necesita pues conmemoración, consenso moral sobre las tragedias y los éxitos pasados, a pesar de y gracias a la distorsión y mitificación que tal proceso exige. De ahí que el esfuerzo de José Luis Rodríguez Zapatero por establecer, casi ochenta años después, un convenio sobre la Guerra Civil y el franquismo fuera requisito para consolidar el precario concepto de nación española, por más que desde sectores conservadores fuera visto como justamente lo contrario, una amenaza a la identidad. El de Zapatero era, en sentido estricto, un propósito nacionalista. Es de justicia reconocer que, tras la transición democrática, la superestructura política del Estado trabajó por levantar, con impulso intermitente y disímil y aunque fuese sin el concurso de una ley específica, un consenso de memoria histórica que facilitara, en primer término, la reconciliación y la reparación moral a las víctimas, y en segundo, la construcción de una identidad nacional. Fue un intento modulado por la tibieza que exigía la tensa relación con los poderes del régimen anterior. Pese a todo, el silencio avergonzado del franquismo sociológico durante dos décadas fue la prueba patente de que el empeño fue parcialmente exitoso. A punto de terminar el siglo parecía incluso que los viejos símbolos nacionales —la bandera y el himno— estaban en curso de desamortización del componente fascista afianzado durante cuarenta años de dictadura. Con ese fin, el de construcción inclusiva, se creó el llamado Estado de las Autonomías, hoy exangüe.

Pero con el cambio de siglo y una rotunda mayoría absoluta conservadora en el Parlamento, el presidente José María Aznar cambió el plan y trabajó con ahínco en la reconstrucción de una identidad nacional de otro tipo, una de carácter puramente castellano, irradiada desde Madrid y recobrando los viejos avíos de memoria histórica imperial que había esgrimido el franquismo. Es decir, escrita desde el centralismo y los mitos antiguos. Una memoria histórica imperial, vertical, autoritaria, inversa a la del convenio territorial, político y generacional que se había tratado de afianzar en el periodo anterior. Isabel la Católica se convirtió en inopinado referente político en los primeros años del siglo. No es casual que las relaciones de La Moncloa con el nacionalismo vasco se torcieran por entonces —con el concurso de otros factores, de los que el terrorismo de ETA fue el más importante— y dieran paso a un proceso de mutua aversión que se explicitó en el llamado Plan Ibarretxe. El Procés sería la siguiente consecuencia de ese mismo rearme del nacionalismo castellano. España ya no aspiraba a ser una nación que auspiciara a todas sus identidades territoriales, sino a definirse como una antagonista de ellas. Tomó cuerpo entonces el incombustible postulado de Pascal Bruckner, en el que entraremos en detalle más adelante:

En la afición cristiana a la mortificación, hay una voluptuosidad del poder.

Hubo una evidente cooptación política de las víctimas de ETA, que se convirtieron en actor político de primer orden nada inocuo, pues eran el soporte de legitimación moral de esa reconstrucción nacional que dejaba de ser funcional —es decir, fruto del pacto democrático y de una voluntad política de acuerdo—, definiéndose por oposición a los relatos nacionalistas de Euskadi, primero, y de Catalunya, como veremos, unos años después. Que haya tantas dificultades para pactar un cierre político al terrorismo etarra, que una década después de cesar aparece cada semana en el diario de sesiones del Congreso, es la consecuencia lógica de aquello. Si las víctimas eran legitimación de autoridad moral del relato nacional, el fin del terrorismo etarra es, en términos estrictamente pragmáticos, un revés para esa construcción de identidad antagónica.

Más llamativo fue lo ocurrido con el 11-M. Si debido a las expulsiones de judíos y musulmanes de la Edad Media, España se constituye como reino, primero, y como Estado, después —aunque Marx pusiera en duda que no fueran una cosa y la otra lo mismo—, inscrito en la exclusiva cultura cristiana y no conoció un proceso intenso de mestizaje cultural hasta este siglo XXI, y toda vez que los terroristas de Cercanías eran extranjeros —a diferencia de lo que ha ido ocurriendo con el yihadismo en Reino Unido y Francia, donde los atacantes casi siempre son nativos de esos países—, aquel terrible momento de duelo nacional era una ocasión manifiesta de creación de identidad común porque trazaba una definición de atributos y valores políticos y culturales clara y en oposición a la de los asesinos. Eso hacían en la manifestación de repulsa en Madrid, encabezándola, el lehendakari y el presidente de la Generalitat, servir a la idea de España una oportunidad de oro de establecer consensos. Aznar eligió otro camino. Por razones de política exterior y de urgencia electoral, el sector conservador español, con el presidente del Gobierno a la cabeza, desaprovechó esta evidente llamada a la solidaridad de lo común. El exhorto sí lo entendieron los líderes nacionalistas de Catalunya y Euskadi. La solidaridad con Madrid expresada por todas las sociedades de la península, aun las que vindican una nación propia, daba la medida de la ocasión de conciliación que suponía aquel luto. El error de enfoque de la derecha, inmediatamente desalojada del poder, llegó al punto de intentar durante años construir una ficción retrospectiva según la cual la socialdemocracia y ETA —la izquierda y el separatismo— eran los verdaderos responsables de la matanza de Atocha. Eran pues el enemigo de la nación. Todo lo cual, por cierto, sirvió para tapar una sucesión de hechos muy incómodos: en 2001, las relaciones entre España y Marruecos se tensaron al punto de que Rabat retiró a su embajador en Madrid. Meses después, Aznar cancelaría una cumbre bilateral entre los dos países aduciendo que la presidencia española de la UE requería toda la atención. Luego vino la invasión de Perejil y posterior recuperación, ridículamente vendida como una victoria bélica de Playmobil por el Gobierno del PP. Un año después, un grupo yihadista marroquí volaba la Casa de España en Casablanca matando a cuarenta y cinco personas. Y diez meses más tarde, otro grupo, también marroquí, ocasionaba en Madrid el mayor atentado yihadista de la historia del continente. Este hilo quedó ocluido por la mendacidad de las portadas y nadie pareció reparar nunca en él.

Con la expansión de la mentira del 11-M, España se definía ya, no solo en oposición a los nacionalismos periféricos, sino también, a la mitad progresista del país. El paroxismo de esta conducta políticamente paranoide —y por tanto, desmentida por el principio de parsimonia—, que supuso una impugnación de cuanto se había avanzado en el periodo finisecular en la construcción de una frágil identidad común, es que la placa que hoy rememora la masacre en el madrileño parque del Retiro, ante un promontorio en el que hay plantados 192 árboles, tantos como fallecidos causó el ataque islamista, habla de «todas las víctimas del terrorismo», pero no contiene ni la más leve mención al atentado de Atocha que conmemora. Que la asociación de víctimas de este atentado haya sido repudiada y humillada en reiteradas ocasiones por sectores políticos e incluso por otras organizaciones de víctimas no es más que la consecuencia inevitable de la grosera manipulación política del valor moral de la víctima que se había llevado a cabo durante años. Volvamos a Rieff:

Hay pocos fenómenos más socialmente incontrolables y, por ende, más peligrosos políticamente que un pueblo o un grupo social que se tiene a sí mismo por víctima.

Los tiempos que siguieron solo acuciaron esta tendencia autodestructiva de los heraldos de la nación española. La trágica paradoja es que los defensores de la unidad hayan sido los que con más entusiasmo trabajaron en socavarla, contaminándola de exclusión. El rechazo a la asignatura de Educación para la ciudadanía, otro evidente instrumento de construcción colectiva, es otra muestra de esta equivocada alergia a los mecanismos que podrían coadyuvar al proclamado objetivo de conseguir la hegemonía para un relato unionista contemporáneo, en beneficio de una antigualla historicista medieval tan falsa como un duro de madera. No extraña pues que fueran banderas españolas, constitucionales y fascistas hermanadas en una misma causa, las que expresaban la protesta de Falange Española ante el Ayuntamiento de Madrid por una conferencia de Carles Puigdemont en 2016. Es la prueba de cargo de la irreversibilidad de ese proceso de intoxicación ideológica del que se pretendió símbolo común y hoy apenas cumple una función neutra en el ámbito deportivo.

Cabe pensar que hay otro motivo, además de la impericia de sus adalides, en la deficiente instalación de la identidad española en el seno de un Estado tan potente y veterano como es el español. Tomando como referencia las imágenes de las monumentales efigies derruidas de los imperios caídos, desde el romano al soviético, en España, la prudencia aconsejó en su momento que no hubiera una revancha contra los símbolos franquistas, una cordura que hoy ha derivado en la patológica anomalía de la permanencia de colosos inasumibles por una democracia convergente con Europa, como el caso del Valle de los Caídos. David Rieff opina sobre esta pulsión de destrucción de los símbolos preteridos por la historia:

Hay buenas razones para sostener que cuando no se dan esos momentos iconoclastas, es menos probable que se alcance una transición efectiva de un tipo de sociedad a otro.

Decíamos que la memoria histórica no es tanto un catálogo de hechos, sino una articulación metafórica del pasado con un propósito moral y político, en el mejor sentido, y que es el requisito de cualquier construcción nacional, toda vez que la nación es antitética del reino —en la medida en que la primera es un contrato social de consuno y el segundo es una función de autoridad— y discurre por territorios semánticos por completo ajenos al concepto técnico de Estado, que es un espacio jurídico y territorial reglado en torno a una administración funcional. La nación, intangible y metafórica, es una construcción literaria que aglutina solidaridades y propósitos comunes y que solo opera como real en la medida en que es asumida por una sociedad en un momento dado, explica Rieff. En tal sentido, que es el romántico del término, Euskadi ha tenido bastante más éxito en construirse como nación porque ha conseguido diseñar una memoria histórica y moral de cierto consenso, anclada en el fuerte peso cultural de una arcadia rural pastoril y en objetivos más o menos compartidos de modernidad y prosperidad. En el rally soberanista catalán hoy declinante, en cambio, hay menos éxitos en términos nacionales, salvo en el afianzamiento de la amenaza exterior, que toma cuerpo en la creación de un extendido sentido peyorativo para el topónimo «Madrid». Sin embargo, se ha conseguido algo parecido a lo que la transición pretendió para el conjunto del Estado: un orgullo de condición y el pragmatismo de una voluntad solidaria, en este caso, la de constituirse en Estado o, cuando menos, disponer del derecho a hacerlo. La impericia en la gestión política de esos factores crearía un monstruo, como veremos más adelante, pero eso es harina de otro costal.

De acuerdo con estos postulados, podemos concluir que, situados en el ahora mismo y considerando la nación como metáfora de identidad, es decir, según su cualidad de mito, la española es un fracaso —porque no es hegemónica en el territorio que pretende serlo— en la misma medida en que la vasca es un éxito. Y la catalana es un vaso a medio llenar, un artefacto heterodoxo de voluntades, pragmatismos y mitos eficaces, el menor de los cuales no es el de la aviesa condición del enemigo unionista. Lo que, sin embargo, no es perentorio de cara a la construcción de convivencia.

Porque la pregunta sucesiva, consecuente con la de Rieff respecto a la perentoriedad de la memoria histórica, conduce a poner en entredicho la necesidad de naciones. La ciencia dictamina que la nación no es condición de progreso de una sociedad ni agente que reduzca la violencia de los pueblos. Como vemos en los citados trabajos de Jared Diamond y Steven Pinker existían convivencia, solidaridad y ley mucho antes de nacer el concepto nación, pese a su evidente vocación de reescritura retrospectiva, y no hay una sola razón para pensar que no puedan existir cuando este término romántico esté cogiendo polvo en los anaqueles de la historia. Es importante considerar la reflexión de David Rieff respecto a la condición volitiva de la mitología del pasado:

Aunque es cierto que obviamente un individuo no puede elegir el olvido en el sentido literal [toda vez que es una función fisiológica involuntaria], también es cierto que las sociedades no pueden elegir el recuerdo en el sentido literal. Y esto se debe a que, a diferencia de la memoria individual, la memoria colectiva es asimismo una metáfora. […] Si las comunidades de la memoria y los recuerdos colectivos que deciden compartir son constructos sociales —y claro que lo son—, no es más artificial, inmoral o imposible plantear en y por sí misma la viabilidad de una comunidad socialmente construida a partir del olvido que otra construida a partir del recuerdo.

Luego cabe una comunidad plausible pero no nacional. La pregunta sobre la pertinencia de prescindir de naciones puede ser contestada en los términos de funcionalidad que establece Rieff para la memoria: podemos prescindir de las naciones siempre que no sean metáforas eficaces para resolver la convivencia. Así de simple. Y en España, no lo son. En los mismos términos en que los estados modernos prescindieron de religión y la confinaron al ámbito de las actividades y creencias privadas. Desde una mirada laica, sabiendo que se trata de constructos sociales, es decir, de procesamientos dirigidos del pasado y de la identidad colectivos con un propósito, no hay ningún motivo que las haga imprescindibles, sobre todo si consideramos las dificultades de su elaboración tardía. Incluso Todorov, defensor de la perentoriedad de la memoria histórica, es consciente de los riesgos de construir espacios sagrados de adhesión a partir de la metaforización de la historia:

El sendero entre la sacralización y la banalización del pasado, entre servir los propios intereses e impartir lecciones morales a los otros, puede parecer estrecho. Y sin embargo, está presente.

En Elogio del olvido, Rieff también alerta de los riesgos de esa entidad literaria:

Por supuesto que existe la memoria colectiva, pero solo metafóricamente, lo cual la somete a numerosas distorsiones que deberían poner bajo una intensa presión moral y ética sus pretensiones de importancia. En su hermoso libro sobre la metáfora en la literatura, Denis Donoghue escribe: «Por lo general —y con razón— nos referimos a la metáfora como una irrupción del deseo, concretamente el deseo de transformar la vida reinterpretándola, dándole un relato distinto […] Expresa un deseo de libertad y de reemplazar el mundo dado por otro imaginario de creación propia».

Acuérdense de Bauman cuando lean lo anterior. Hay otro motivo para ir pensando en jubilar el concepto nacional y sus archiperres de mitologización histórica: su inclinación al kitsch. Rieff:

Incluso cuando se consuma con eficacia, la conmemoración suele deslizarse peligrosamente casi hasta lo kitsch. Habría sido deseable que el Holocausto fuera una excepción en este sentido. Pero no es así, aunque deseemos lo contrario […] La rememoración del Holocausto ha sido asfixiada por lo kitsch, como en alguna ocasión Milan Kundera lo definió: «Todas las respuestas han sido dictadas de antemano con exclusión de toda pregunta».

Tal parece que Milan Kundera estuviera describiendo la religión y la nación, lo que significa que ambas, en sí mismas, son producciones kitsch. Díganselo a sus amigos. Por otra parte, es importante también observar la convulsión de un presente en el que los convencionales mecanismos de agregación social, de la familia al Estado, están siendo salvajemente puestos en cuestión por la sociedad digital. Cada ciudadano digital es miembro de comunidades dispersas de intereses comunes y afectos tanto o más que de comunidades de vecindad territorial. Ese es el nuevo ciudadano contra el que, no en vano, se han desatado furores reaccionarios que persiguen una reconstrucción identitaria arcaizante, ya sea de clase social o nacionalidad, con éxito diverso.

En España, si abrir las fosas era condición sine qua non para construir nación y también y sobre todo para proceder a la reparación justa, cabe postular que, en este presente en que se hace difícil concebir que la nación española pueda aún reconstruirse con éxito si no es por la fuerza bruta, ha de ser un mero deber administrativo de imprescindible justicia. Por otro lado, renunciar a la nación como condición de convivencia no implica obligatoriamente el cisma territorial. Cabe la legitimidad pragmática de la política, como señalaba Rieff a propósito del lema contra la guerra de Vietnam, una política que debería aplicarse más a la solución de lo perentorio que a la construcción de metáforas y mitos, por otra parte, tal vez accesorios. Ocurrió con la monarquía: nadie duda hoy de que fue su papel durante el golpe de Estado de 1981 —o lo que sabemos de él— el que le confirió la legitimidad política para encarnar la jefatura del Estado mucho más que la mitología de la línea de sangre. La legitimidad pragmática reemplaza con eficacia a la mítica en las sociedades avanzadas. De ahí que el discurso de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 sea un posicionamiento literalmente antitético del precedente de su padre.

Si hemos llegado hasta aquí con una nación fallida —o lo que es lo mismo, sin nación pero con un Estado funcional, irredento y enfurruñado—, que solo ha funcionado por imposición, nada parece aconsejar entregarse a la nostalgia —en tanto recuerdo añorante de lo que nunca ocurrió— para constituirse en una comunidad política viable, incluso en los términos de las actuales fronteras del Estado. Toca pensar en ello, pues lo que sí sabemos con certeza de la experiencia de los últimos años es que convertir el debate de las metáforas nacionales en centro de la agenda política de momento nos ha conducido a un Estado más disfuncional, paranoico y agresivo, un Estado con una insólita capacidad para responder a los monstruos quiméricos con un animalario aberrante, paridor de criaturas infectas y depravadas procedentes de sus cloacas y proverbialmente hiperactivas. Conviene desdramatizar y desacralizar estos debates, toda vez que la única certeza innegociable de lo humano es la segura condición efímera de todo. Cerramos con Rieff, pues a él y a su gallardía polemista corresponde ese honor:

¿Sobre qué base, además del narcisismo de los vivos o la imprudente indiferencia de la historia o de la lógica, podría alguien proponer seriamente que incluso los Estados actuales más coherentes y sólidos seguirán existiendo de forma siquiera parecida dentro de mil, dos mil o tres mil años? En realidad, ninguna persona inteligente cree nada semejante.

C3PO en la corte del rey Felipe

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