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Autoridad secular y autoridad espiritual

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No obstante, pendía sobre el nacimiento del imperio un halo de falta de legitimidad. Era discutible que el cuestionado León tuviera la autoridad de transferir el título imperial a un caudillo franco, dado que, al acudir a recibirlo en las afueras de Roma, el papa se había sometido de manera simbólica a Carlomagno. Estos problemas específicos ponen de relieve las profundas dificultades a las que se enfrentaban los contemporáneos con respecto a la relación entre la autoridad secular y espiritual.21 Dos pasajes de la Biblia sirven de ejemplo. La respuesta de Jesús a Poncio Pilatos a la pregunta «¿eres tú el rey de los judíos?» era potencialmente revolucionaria: «Mi reino no pertenece a este mundo […] mi reino no es de aquí» (Juan, 18:33, 36). Esta oposición a la autoridad secular tenía sentido durante el tiempo de la persecución de los cristianos a manos de los romanos y quedaba fijada por la doctrina del segundo advenimiento de Cristo, que sugería que el mundo secular tenía poca importancia. Sin embargo, la tardanza del retorno del Mesías hizo inevitable llegar a un acuerdo con la autoridad secular, como ejemplifica la respuesta de san Pablo a los romanos: «Sométase toda persona a las autoridades superiores porque no hay autoridad que no provenga de Dios; y las que hay, por Dios han sido constituidas. Así que, el que se opone a la autoridad se opone a lo constituido por Dios» (Romanos 13:1-2). Los cristianos le debían obediencia a toda autoridad, pero su deber hacia Dios estaba por encima del poder secular. Resultaba imposible ponerse de acuerdo en si debían soportar a los tiranos, como prueba de fe, o si tenían derecho a oponerse a estos en tanto que soberanos «impíos». Para resolver estas diferencias también se recurría a las Sagradas Escrituras, en particular al pasaje de Cristo con los fariseos: «Dad al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» (Marcos, 12:17). El pensamiento cristiano pronto trató de diferenciar entre esferas separadas: el regnum, el reino de lo político; y el sacerdotium, el mundo espiritual de la Iglesia.

La delineación de esferas separadas solo sirvió para plantear el nuevo problema de su relación mutua. San Agustín no albergaba duda alguna acerca de la superioridad del sacerdotium sobre el regnum.22 En su respuesta a los intelectuales romanos que atribuían el saqueo godo de su ciudad en 410 a la ira de sus antiguos dioses paganos, Agustín argumentó que el saqueo tan solo demostraba la transitoriedad de la existencia temporal en comparación con el carácter eterno de la «ciudad de Dios» de los cielos. Esta distinción fue desarrollada después por los teólogos latinos para censurar la continuidad en Bizancio de la condición semidivina del emperador. El papa Gelasio I recurrió a la poderosa metáfora de Dos Espadas, las dos proporcionadas por Dios (vid. Lámina 1). La Iglesia recibió la espada de la autoridad espiritual (auctoritas), que simboliza la responsabilidad de guiar a la humanidad a la salvación por mediación de la gracia divina; mientras que el Estado recibió la espada del poder secular (potestas), para mantener el orden y proporcionar las condiciones físicas que permitieran a la Iglesia cumplir su papel. La cristiandad tenía dos líderes. Tanto el papa como el emperador eran considerados esenciales para el orden adecuado de las cosas. Ninguno de los dos podía ignorar al otro sin negar su propia posición.23 Los dos continuaron abrazados en una danza que ambos trataban de dirigir, pero en la que ninguno estaba dispuesto a dejar ir a su pareja de baile y continuar solo.

Los desacuerdos quedaban plasmados en textos de los cuales tan solo circulaban un puñado de copias manuscritas que hoy son mucho más conocidas que en su época. Se trataba de declaraciones de principios para su uso en un debate oral, no para la propaganda de masas.24 Su impacto sobre la vida diaria era limitado. El clero y los legos solían trabajar juntos y las autoridades espiritual y secular tendían a reforzarse mutuamente, no a entrar en conflicto. Aunque los problemas seguían siendo bastante evidentes. El poder secular era inconcebible sin un referente de autoridad divina y el clero no podía vivir sin el mundo material, a pesar de las oleadas de entusiasmo de aquellos que buscaban «liberarse» de las limitaciones terrenales haciéndose monjes o eremitas. En 754, los francos entregaron Rávena al papa por medio de la Donación de Pipino, que presentaron como una restitución de la ciudad al Patrimonium. No obstante, conservaron la jurisdicción secular sobre toda la zona, de acuerdo con reivindicaciones no muy diferentes a las de los lombardos que acababan de expulsar.

El problema de la autoridad fue obvio desde el mismo nacimiento del imperio. La obsequiosidad pública del papa León le llevó incluso –si hemos de creer las crónicas francas– a postrarse ante el recién coronado emperador. Pero este, momentos antes, había colocado la corona sobre la testa de Carlomagno en una ceremonia inventada para la ocasión, pues los emperadores bizantinos no emplearon corona antes del siglo X. La coronación permitió a ambas partes reclamar una posición de autoridad. A Carlomagno no le interesaba enfrentarse de forma directa a las pretensiones papales, dado que el proceso de trasladar su título imperial de oriente a occidente necesitaba un pontífice de amplia autoridad. Así, los francos no cuestionaron seriamente las invenciones de los papas anteriores, en particular la de Símaco, que había afirmado en 502, según precedentes dudosos, que ningún poder secular podía juzgar a un pontífice. Y tampoco pusieron en duda la Donación de Constantino, datada, supuestamente, en 317 pero que es probable que fuera redactada hacia 760, la cual afirmaba que el papa era el señor temporal del Imperio de Occidente, además de ser cabeza de la Iglesia.25

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