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De reinado sacralizado a Sacro Imperio

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Existían otros argumentos a favor de la supremacía imperial. La idea de la espada secular elevó al emperador por encima de otros reyes dada su condición de «defensor de la Iglesia» (defensor ecclesiae) y extendió la misión evangelizadora de los francos, ya existente, a la defensa contra la amenaza externa de árabes, magiares y vikingos. El concepto de defensa también podía implicar combatir enemigos internos, entre ellos a un clero corrupto o herético, lo cual indicaría una misión no solo político-militar sino también espiritual. Petrus Damiani, quien no tardó en convertirse en uno de los críticos más destacados del imperio, le denominó en 1055 sanctum imperium. Para entonces, muchos habían llegado al extremo de sostener que el emperador no era meramente santificado, sino que era intrínsecamente sacro (sacrum).26

Los emperadores de la antigua Roma eran considerados semidioses y César fue divinizado por el Senado a título póstumo. La idea continuó con sus sucesores, pero la necesidad de respetar las tradiciones republicanas de Roma, todavía poderosas, impidieron que el imperio se acabase convirtiendo en un reino teocrático de pleno. La conversión al cristianismo de principios del siglo IV lo hizo aún más difícil. Mientras en Bizancio se mantuvieron las prácticas antiguas, el Imperio de Occidente se basó en ideas posrromanas que consideraban la piedad como guía de conducta pública.

El hijo y sucesor de Carlomagno, Luis I, es conocido en Alemania como el Piadoso, pero en Francia se le conoce como le Débonnaire [cortés, gentil]; ambos sobrenombres recogen aspectos de su conducta. Era lo bastante pecador como para necesitar durante su reinado tres ritos de penitencia, pero también lo bastante devoto como para cumplirlos. Sus pecados más graves incluyeron enclaustrar a sus familiares en 814 para eliminarlos como candidatos al trono, cegar y herir de muerte a su sobrino por rebelarse, incumplir un tratado juramentado con sus hijos y dejar que su matrimonio se deteriorase hasta el punto de que su esposa acabó teniendo una aventura con un cortesano. Existe controversia de si los obispos carolingios le consideraban un miembro descarriado de su grey o si utilizaban los ritos de penitencia como juicios espectáculo con los que desacreditarlo políticamente.27 De uno u otro modo, Luis salía reforzado en último término, si bien nunca logró acallar a sus oponentes.

La ventaja de los actos de contrición era que permitían hacer maldades y salir indemne. Por ejemplo, el emperador del siglo X Otón III caminó descalzo de Roma a Benevento, donde vivió dos semanas como un ermitaño tras haber aplastado una rebelión en 996.28 La piedad llegó a su cúspide con Enrique III, quien, en 1043, expulsó a los músicos que buscaban tocar en su boda y que, a menudo, vestía ropas de penitente y llegó incluso a pedir perdón después de su victoria sobre los húngaros en Ménfő en 1044, cuando lo habitual era rezar antes de entrar en batalla.29 Sin embargo, como muestra la controversia en torno a la conducta de Luis, la penitencia podía parecer con facilidad una humillación, como veremos más adelante con la experiencia de Enrique IV en Canosa (vid. págs. 53-54).

La piedad continuó siendo importante, en particular tras el inicio de la primera cruzada, en 1095. Pero, por otra parte, se mantendría menos politizada hasta el surgimiento del catolicismo barroco en el siglo XVII; en esta época, los emperadores encabezaban con regularidad procesiones religiosas y dedicaban recargados monumentos para dar gracias por las victorias obtenidas o por haber evitado un peligro. Durante la existencia del imperio, la rutina de la corte imperial siguió siendo regulada por el calendario cristiano y por la presencia de la familia imperial, muy visible, en los principales servicios religiosos.30

La noción de que los emperadores eran sacros, no meramente piadosos, se asentó durante el siglo X. Su expresión más visible era la práctica de presentarse acompañados por doce obispos en actos públicos tales como la consagración de nuevas catedrales. Sus coetáneos veían en esto una clara imitatio Christi con los apóstoles. La Renovatio de Otón I, o renovación del imperio, durante la década de 960, hizo énfasis en su papel como vicario de Cristo (vicarius Christi) que reinaba por mandato divino.31 Es necesaria cierta cautela para interpretar tales actos, en no menor medida porque la principal prueba son los textos litúrgicos. Los emperadores de comienzos de la Edad Media siguieron siendo guerreros. Entre estos se incluía Enrique II, que fue canonizado posteriormente en 1146 y que presentaba al imperio, de forma consciente, como la Casa de Dios. No obstante, el lapso entre 960 y 1050 fue testigo de un estilo de reinado más sacro (regale sacerdotium) con el fin de manifestar su misión imperial divina por medio de actos públicos. El más destacado de dichos actos fue el gran tour de Otón III en el milenio, en el año 1000, que tomó forma de peregrinaje. Tras recorrer Roma y Gniezno, culminó en Aquisgrán, donde el joven emperador abrió en persona la tumba de Carlomagno. Al encontrar a su predecesor sentado recto, «como si estuviera vivo», Otón, «le cubrió allí mismo de ropajes blancos, le cortó las uñas y [sustituyó su nariz corrompida] por oro, tomó un diente de boca de Carlos, tapió la entrada a la cámara y se volvió a retirar».32 Tratar el imperial cadáver como una santa reliquia era un primer paso hacia la canonización; este proyecto, interrumpido por la muerte de Otón acontecida poco tiempo después, la completó Federico I Barbarroja en 1165.

Al igual que sus predecesores romanos, los gobernantes del imperio no llegaron a asumir condición de sacerdotes, si bien, hacia mediados del siglo X, su ritual de coronación se asemejaba al ordenamiento de un obispo, pues incluía ungimiento y recepción de vestiduras y de objetos que simbolizaban autoridad tanto espiritual como secular.33 En los dos siglos posteriores a Carlomagno, los emperadores siguieron el ejemplo de Constantino de 325 y convocaron sínodos eclesiásticos para debatir de doctrina y gobierno de la Iglesia. Otón II introdujo nuevas imágenes en monedas, sellos y textos litúrgicos iluminados que le mostraban en un trono elevado y recibiendo su corona directamente de Dios, al tiempo que las insignias reales cada vez se trataban más como reliquias sacras.34 Otón y sus tres sucesores siguientes asumieron puestos de canónigos catedralicios y abaciales, con lo que combinaban roles seculares y eclesiásticos, aunque no en los cargos más altos del clero.35

Esta tendencia fue interrumpida por el choque sísmico con el papado, la llamada querella de las investiduras (vid. págs. 50-53), en la que Enrique IV sufrió la humillación de ser excomulgado por el papa en 1076. Tras este golpe resultaba difícil creer que el emperador fuera santo, ni siquiera pío; el énfasis en la divinidad de su misión imperial sonaba cada vez más discordante. A los reyes les resultaba imposible estar a la altura del ideal de Cristo en sus vidas personales y en sus actos públicos. Es más, tal y como observó Gottschalk, notario de Enrique IV, las pretensiones de sacralidad del emperador dependían del ungimiento por parte del papa, con lo que corría el riesgo de reconocer la superioridad del pontífice.36 El imperio no aspiraba a la monarquía sacra como la de Inglaterra o la de Francia, donde los reyes afirmaban tener el poder taumatúrgico del Toque Real.37 Esto explica, probablemente, por qué el culto a san Carlomagno arraigó con más firmeza en Francia, donde se celebró con un día festivo desde 1475 hasta la revolución de 1789.38 Ni Carlomagno, ni Enrique II y su esposa Cunegunda (los dos canonizados, en 1146 y en 1200, respectivamente) acabaron convirtiéndose en santos reales nacionales del imperio, al contrario que Venceslao de Bohemia (desde 985), Esteban de Hungría (1083), Canuto de Dinamarca (1100), Eduardo el Confesor de Inglaterra (1165) o Luis IX de Francia (1297).

El rebrote de la tensión papado-imperio de mediados del siglo XII (vid. págs. 59-63) confirmó la imposibilidad de legitimar el poder del imperio por medio de un reinado sacro. La familia Hohenstaufen, en el poder a partir de 1138, trasladó el énfasis del monarca a un imperio sacro y transpersonal al emplear por vez primera el título Sacrum Imperium en marzo de 1157.39 El imperio quedaba santificado por su misión divina, de modo que ya no necesitaba la aprobación papal. Esta idea poderosa sobrevivió a la eliminación política de los Hohenstaufen en 1250 y persistió más adelante, incluso durante los largos periodos en los que no se coronó emperador a ningún rey alemán.

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