Читать книгу Sobre hielo - Peter Kurzeck - Страница 8
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ОглавлениеEn la Juliusstraβe. ¿Dónde está la Juliusstraβe? Justo a la derecha de la Leipziger. En la esquina hay un supermercado, un HL, y justo al lado una caja cubierta de azulejos verdes, un edificio de apartamentos. Apartamento de una habitación, para alquilar a partir del 15.12 o del 1 de enero. Un pequeño anuncio en Blitz-Tip. Al teléfono, una mujer de Pakistán, y sólo cuando vas reconoces la casa. Hace años que pasas por delante. Se ve desde la Leipziger. Llamar a la puerta y esperar. El timbre no funciona. El portero automático está desconectado o defectuoso. El portal, probablemente cerrado. Si no hay ningún nombre puesto, el cuarto por abajo en la segunda fila empezando por la izquierda (¡hay alguien que siempre hace los letreritos!) y esperar a que bajen al portal con la llave. Es el tercer piso. El ascensor no funciona. La mujer está empaquetando. El cuarto está en restauración. Bolsas de plástico y de papel y cajas de cartón por el suelo. Botes de pintura. Los muebles amontonados en un rincón. En mitad de la estancia, un hombre subido a una escalera pintando el techo. También él parece pakistaní, pero ambos hablan entre ellos en un alemán lleno de tropezones. Ella su alemán, él su alemán. ¿Quizá de Afganistán, Persia, de Irak? ¿Un turco, un kurdo? En una ocasión da la vuelta con ella a la escalera. Una gran ventana da a la calle. Al pie de la ventana, el radiador. Aquí en el rincón la cocina rinconera. Allí, la puerta que da a la ducha y al baño. Luego, con ella en el pasillo. Puertas a derecha e izquierda. Cubiertas de chapa. Casi todas golpeadas, dañadas, rotas. Una de cada dos, rota. Los apartamentos son todos iguales. Unos dan a la calle, los otros, al interior. Al aparcamiento del Bilka, sobre garajes y botes de basura. En una ocasión el pasillo asciende. Y en otra el pasillo desciende. Luego, un piso más abajo. El mismo pasillo. Una habitación abierta. Vacía, falta la puerta. Revestimiento de PVC, moqueta si se paga un suplemento. Cuanto mayor es la distancia del cuarto de ella, mayor es su alivio. ¿O solamente me lo parece? De Pakistán. Qué cristales tan gruesos en las gafas. Y qué atónitos los ojos, no te has dado cuenta hasta ahora. Vaqueros y jersey debajo de una bata blanca abierta. En Darmstadt, en Merck. Control de rellenado y empaquetado. Y por eso el traslado a Langen bei Darmstadt. Pero en realidad es técnica titulada en laboratorios químicos. En realidad, lleva toda su vida en camino hacia América.
Sigo bajando la escalera. La luz de la escalera sólo alcanza de piso a piso. Y cruje cada vez que se enciende. Ahora, a la entrada de la casa. Una pared entera llena de buzones. La mayoría abiertos. Las cerraduras rotas, las puertas dobladas. Sin puertas. Y hay buzones quemados. ¿Hace poco? ¿Hace mucho? Algunos han ardido varias veces. Arden todas las semanas. Filas enteras de buzones negros de hollín. El hollín también sube por la pared. Huele a chamuscado y a quemado. ¿Y la gente, los nombres? Nombres turcos, indios, polacos, serbocroatas, portugueses y griegos, que durante el día trabajan en Messer Griesheim, en las fábricas de pintura de Höchst y en las cadenas de montaje de Opel en Rüsselsheim. Las mujeres en VDO, en las fábricas de Adler, en Hartmann und Braun. Y por las noches con toda la familia en columnas de limpieza en los grandes almacenes del centro, en la empresa de transportes y en la ciudad de oficinas de Niederrad. La mayoría de los buzones no tienen nombre. En la pared, el reglamento del edificio, órdenes y garabatos obscenos, sin rastro de pasión ni talento. En el suelo, montones de periódicos gratuitos y folletos publicitarios de Frankfurt, en parte recién empaquetadas y con el cordel puesto, en parte sólo tiras de papel. A lo largo de las paredes hasta la escalera. Las ediciones de varias semanas. Y prospectos en color de Bilka, de Aldi, de Kaufhof, de Schlecker y de HL. Recién salidos de la imprenta. En montones. Relucientes. Algunos se han mojado hace poco y ahora no son más que bolas húmedas, desteñido el montón entero. Cerillas quemadas, cajetillas vacías de cigarrillos, colillas, botellas de cerveza, latas de cerveza, latas de cola, cristales rotos, huellas de zapatos, chicles escupidos, bolsas de plástico, basura, desechos, porquería. Hay contenedores, pero no. Se ve que no se usan. El ascensor, abierto y detenido. Quizá porque la puerta no cierra. No funciona. Apartamentos de una habitación, todos iguales, pero también familias con hijos. Y todo ilegal, cuántos indios en una habitación. Un indio con permiso de residencia y de trabajo como auxiliar en una cocina de un puesto de comida rápida. Ocho marcos la hora. Eso vale para un indio con permiso de residencia pero sin permiso de trabajo. Por siete marcos, por siete cincuenta. Porque el próximo que ocupe su puesto lo hará por seis. Y el séptimo o el octavo no tiene pasaporte, ni siquiera nombre, y agradecido hará el trabajo por tres noventa la hora. Sin nombres. Nadie conoce su rostro (¡no necesita rostro!). Un fregadero infernal. Y recoger y limpiar después del trabajo. Gratis. Todos los días tres cuartos de hora. Por lo menos tres cuartos de hora. Forma parte del trabajo, todos los días, va incluido gratis. O lo hacen entre tres y se reparten, ahorrativos, una octava parte de su vida. Tres rostros, tres sombras apresuradas con o sin rostro, y un permiso de trabajo para todos. El fregadero está en el sótano. Ascensor para los cacharros. Mientras el fregadero funciona, nadie de arriba se deja ver abajo, salvo el ascensor. El que tiene permiso de trabajo, el primero, el indio principal, hace los turnos, hace poco que lleva unas gafas que le ha dado el seguro y habla en inglés con los indios auxiliares.
De un lado para otro en metro, y en el metro brotes de sudor, contener el aire, quedarse allí de pie y temblar. Sentado, dormitar y temblar. Incluso dormido y en semisueño, temblar. En Bockenheim, Preungesheim, Griesheim, en los barrios de Estación, de Gutleut, de Gallus. Seguir vivo, ya no conocerse a uno mismo y cada día por turnos. Dividirse en el día. Vivir y dormir por turnos. Cuatro-ocho-doce indios o indios auxiliares en una habitación, en el pasillo, en el cuarto de calderas y en la escalera que da al cuarto de calderas. Las cifras de cada día tomadas del periódico. Exactamente igual a las de la Lotto, los resultados del fútbol, las cotizaciones bursátiles y la suma diaria de toxicómanos muertos. Frankfurt am Main. Y como mensajero en bici, repartidor, vendedor de periódicos. Con ojos vivos y manos rápidas. Esperando que te llamen en el mostrador de carga. Cargando cajas en el mercado central. Como mozo ilegal en una obra. Y a las tres y media de la mañana, al azar, delante de los almacenes y centros de refrigeración de la terminal de carga del ferrocarril. A partir de las seis de la mañana, aunque llueva, delante de un semáforo con periódicos, montones enteros de valiosos e incomprensibles periódicos en la calzada. ¡No pueden mojarse ni ensuciarse! Desconocido, una carga, un peso. Comisión. Alleenring, Reuterweg, Schlossstraβe, Theodor-Heuss-Allee, Kennedyallee, Stresemannallee, Friedrich-Ebert-Anlage, Taunusanlage, Thaterplatz, Bockenheimer, Mainzer, Darmstädter, Mörfelder, Friedberger, Hanauer, Offenbacher Landstraβe, el centro, todas las carreteras de salida. Bild, Rundschau, Abendpost y el Allgemeine. Capucha e impermeable de plástico, el cambio por la ventanilla. Tráfico laboral. Siempre pendiente de la carretera, siempre pendiente de los semáforos. Con el viento a favor. ¡No confundirse con el cambio, y no dejarse atropellar! Si no llueve, chispea. Todos los días de seis a nueve. Y por la tarde, voceando las ediciones vespertinas por entre relucientes nubes de humo. Ruido, polvo y contraluz. Por las noches en las tabernas con flores muertas que nadie quiere. En una razzia que por supuesto no es una razzia, sino un control rutinario de personas y pasaportes, en una casa de la Schleusenstraβe dieciséis indios en un cuarto de diecinueve metros cuadrados. Indios e indios auxiliares. De Eritrea, Argelia, Rumania y Bangladesh. También hay indios ricos en Frankfurt.
Con ella a la entrada. El alquiler, cuatrocientos ochenta más corretaje más calefacción, electricidad, agua, recogida de basuras, gastos accesorios, fianza. ¿Y quizá un aumento del alquiler? ¿Cinco por ciento? ¿Diez por ciento? Quizá su comisión, si ella trae un inquilino. Una administración de fincas con oficina de comisionistas. Ella espera estar fuera para el quince. Tiene casa en Langen para el 1 de diciembre. Es un tiempo. Y un plazo de preaviso, pero ¿y si ella trae un inquilino? Por desgracia no tienen que aceptarlo. Ya hay once en la lista. Conmigo doce. Saca lista y bolígrafo del bolsillo de la bata. Es delgada, tanto que se abraza con sus propios brazos, y empieza a tener frío. De Pakistán, y tan pálida. La pared como apoyo para escribir. Los bolígrafos no escriben cuesta arriba, ¡no pueden! Nombre, dirección, teléfono, ¿ese soy yo? El bolígrafo no acaba de ceder. En su lista ha olvidado nacionalidad, profesión, empresa, ingresos y cuenta bancaria. Está allí de pie y tiembla. ¿O soy yo el que tiembla de ese modo? ¿O tiembla la casa? Pasado mañana con la lista a administración. También sabe para cuándo estará lista la mudanza y la restauración. Hace ya años que es invierno. Me sostiene la puerta, de pie, y está helada. Y los ojos detrás de las gafas siguen igual de atónitos, ¿o sólo ahora, o es cosa de las gafas? Mucha suerte, ya tiene el número de teléfono. En la calle, enseguida, un rodeo. Las puertas de chapa, y cómo cualquier susurro, cualquier sonido, es enseguida un ruido. Un estrépito que resuena día y noche en mi cabeza y por todos los pisos. Sólo el interruptor de la luz de la escalera me arrancaría para siempre de cualquier sueño. ¡Una y otra vez, para siempre! Cuatrocientos ochenta más gastos es más de lo que pagábamos por el piso de la Jordanstraβe. Sólo faltan unos días para el quince. El nuevo cómputo del tiempo. La tarde, pesada y sombría. Me enfila. El próximo que venga se quedará con el número trece. Incluso si tuviera dinero, no me darían la habitación. ¿Quién ha ideado esa casa? ¿Cuándo y con qué motivo? ¿Qué era antes? De la Leipziger Straβe a la Hessenplatz y a empezar en la cabeza, de esto surge una historia para Sibylle y Carina. Están en la guardería o de camino a casa. Y no saben que yo estoy aquí.
De Pakistán. De Pakistán y tan pálida. Es como si siempre la viera de pie a la entrada, helada. Delante del ascensor que no funciona. Delante de la pared de buzones quemados. Delante de la basura y la porquería y el reglamento y de los coños y los rabos pintados en la pared como por obligación y los periódicos y folletos sin leer. Darse la vuelta e ir a verla otra vez y decirle ¡esto no es así! No como la casa, no tengo tiempo (¿de quién es el tiempo?) y no tengo bastante dinero y los pequeños anuncios en Blitz-Tip y los turnos y el tranvía, el metro, autoridades, la oficina de reglamentos, grandes almacenes, el tranvía y el tren ligero. ¡Y tampoco debo! No es la vida, y tampoco el país y la época. Y tampoco la gente. Por ejemplo los niños, un niño, cada niño. Allí el hombre y la mujer con el niño. El niño aún es pequeño. Y más a lo lejos un mediodía de otoño. ¿Ya ha sido? ¿El futuro? Dos enamorados que vuelven los rostros el uno hacia el otro sin dejar de andar. Por ejemplo en Staufenberg, es un pueblo. No está lejos de aquí. Allí hay rocas basálticas que son azules. Los adoquines del suelo también son azules. Una pequeña lluvia de mayo, que también ha pasado. Y cómo brillan los adoquines después de una lluvia como esa. Enseguida los pollos vuelven a salir de debajo del alero. Enseguida vuelve a salir el sol. Casas con entramado de vigas de madera y tejados rojos y todas las ventanas abiertas. Jardines y puertecitas de jardín y graneros. En cada establo las golondrinas. Hay una torre que tiene rostro. El pueblo está encima de rocas basálticas. Siempre que te sientes como ahora la torre te mira. Y exactamente así suena su canto. Y canteras. Arenisca, roja al atardecer. En las canteras, pinos. Rojos como el cobre las ramas y los troncos de los pinos. Jardines y setos y senderos campestres. Dos huellas alargadas de carromatos, siempre hacia el horizonte. Blanca o roja la tierra de los caminos, según adónde vayas, y en verano todo se convierte en arena. Primero arena y luego polvo de verano. O vuelven a cubrirse los caminos de vegetación. Hay estanques. Con juncos y cañaverales. Y ranas que se adentran en la noche. Al menos una pasarela de tablas en cada estanque. A las afueras del pueblo los estanques. Por la tarde, algunos de los estanques son como de oro líquido. Sales del pueblo. La carretera de Odenhausen no es más que un inalterable sendero pedregoso. Pero la carretera nacional 3, la Schosseeh, la vieja ruta de los carreteros, está asfaltada. Describe un amplio arco delante del pueblo y corre. Corre hacia la lejanía. Hacia el Sur, hacia el Norte. Oyes el tren nocturno pasar por el valle occidental, entre el río y la montaña. El río es el Lahn. Y junto al Lahn, silencioso, el Alte Lahn. Completamente cubierto de nenúfares. A la luz del atardecer. El sol aún está alto en el cielo. Durante todo el día, el cuco ha estado llamando desde el bosque, y ahora el bosque está ahí y llama. Nos llama con su silencio, con múltiples voces. Volverá a ser mayo. Huele a heno. Primero el heno, luego el segundo corte. Sales con la aurora hacia los bosquecillos de cerezos de Staufenberg. Mayo o primeros de junio, y pronto las cerezas estarán maduras. Pero un mayo pasado tiene que haber quedado muy atrás, y cuando vengas la próxima vez ya no reconocerás nada. De Pakistán. Y ahora tiene que ser una historia invernal. ¿Sabe ella para qué dolores son las pastillas y las gotas que rellena y pesa y cuenta en la cinta continua en su trabajo diario en Merck? Al menos su trabajoso dialecto de Frankfurt, te dices, le servirá también en Langen y Darmstadt. ¿Por qué no? ¡Puede ir con él hasta Mannheim, Karlsruhe, Düsseldorf o incluso más allá! ¿Cuántas vidas necesitará aún hasta llegar a América? ¿Y cuánto tiempo hasta que todos lleguemos allí? ¿Hasta que incluso el último indio auxiliar llegue a América y le den sus gafas con montura dorada?
Así conmigo. Conversaciones conmigo, las calles vespertinas y cada vez más. Del pueblo. Cuántos años hace que escribía una y otra vez mi primer libro. Y luego, para la última versión, para la versión en limpio, expresamente a Frankfurt, Sibylle y yo. En nuestro primer año en Frankfurt tuvimos que mudarnos cinco veces. En una ocasión junto a la Westbahnhof, ella y yo, vimos un cuarto en un edificio de apartamentos con azulejos blancos y amarillos. ¿Dónde está la ventana? Ahí arriba, justo al borde del techo. Una ventana basculante con una palanca para abrirla y cerrarla. Casi no era una ventana, era casi como estar en la cárcel. Sin futuro, sin perspectivas. No podía ser. Sólo puedes mirar desde abajo con tu nostalgia y el peso del mundo y titubear con la palanca. Angustia, dolor de cuello. Estar de pie y tragar. Como en un pozo. En el fondo del tiempo. Y sin redención a la vista. Luz de neón. Una celda individual. Has visto, aquí dentro uno solo puede matarse todos los días. La habitación del suicidio. Colgarse o gas. Pero ¿qué pasa entonces con la factura del gas? Colgarse al pie de la ventana. Amarrar con paciencia la soga a la bisagra. ¡Sin maldecir! En realidad es un cuarto para saltar por la ventana. Quizá por eso sólo haya una ventana basculante, y casi inalcanzable. Por motivos de seguridad. Autoprotección. La palanca para abrir y cerrar y como prolongación pared arriba una barra de hierro con mango y bisagras. ¿Subir y aplastarse con ellas? ¡O romper el cristal, hacer llover las esquirlas encima de la cama y enseguida todo lleno de sangre! ¿Y poner un esparadrapo? ¿Y si ahora llaman a la puerta? Saltas, y vuelve a no ser lo bastante alto. Como mucho si abajo hay objetos peligrosos. Hay que hacer las cosas con cuidado, hay que hacerlas por uno mismo, y luego, en el salto, tratar de acertar. Las esquirlas no bastan. Lo mejor son los artilugios agrícolas. Arado, rastrillo, trilladora, una segadora, pero ¿de dónde la sacamos? Una obra con excavadora y apisonadora. Al pie de la ventana, un fuego. ¿Bidones de alquitrán? ¿Aceite hirviendo? ¿Gasolina? Los contenedores con oxidado escombro de hierro estaban bien, allá en los viejos almacenes. Pero están demasiado lejos, son tan grandes como garajes y no se pueden mover. ¡Si pudiéramos volar! ¡Al menos de vez en cuando! ¿A dónde vamos ahora? Te arrastras con tus pensamientos. ¿A dónde? A los terrenos del ferrocarril, al otro lado, y al borde del día a lo largo de los raíles. Tu último paseo. ¡Tenías que haber dormido antes! Involuntariamente empiezas a cojear. Viento en el rostro. ¿A dónde? A pie del Main, por tus propios medios. Pero, en cuanto se sale de esta habitación se pierden las ganas de morir. Quizá no enseguida, pero poco a poco, cuanto más se camina. En casa, a la vuelta de la esquina, hay un quiosco, un puestecito de Frankfurt. Por aquel entonces yo aún bebía. El quiosquero es un indio. Enseguida, una petaca de aguardiente por dos marcos. Habría preferido brandy, pero en Frankfurt el aguardiente más barato sigue siendo el de maíz. ¡Vaya un dormitorio para suicidas, hay que tomar una copa de aguardiente! La habitación costaba trescientos veinte más gastos. Vivíamos en Niederrad, Sibylle y yo, pero ya no nos quedaba mucho tiempo. Quizá nos dijimos: volvamos a pie a casa y nos ahorraremos dos marcos y seguiremos vivos, y por eso el aguardiente. O volvimos en tranvía sin billete. Gratis. Aunque en realidad sólo debe hacerse eso cuando uno acaba de embolsarse los cuarenta marcos de multa que le ponen en un control y puede prescindir fácilmente de ellos (es decir, no los necesita en absoluto).
Entonces. Una separación era impensable entonces. Incluso hace tres semanas y media. Incluso ahora sigue siendo impensable, me dije. Un nuevo cómputo del tiempo. ¡No te pongas enfermo! Y desde entonces no puedo recordarme en un solo sueño. Caminar y caminar. La Friesengasse. De vuelta a la Leipziger Straβe. Un carnicero turco, un sastre de arreglos, otro sastre de arreglos, una frutería. Una tienda con ropas indias y aceites aromáticos y paños de colores. Tres tiendas de ropa seguidas con restos de existencias y piezas sueltas. Muy venidas a menos. Siempre la temporada, que acaba de pasar o está a punto de terminar o volverá pronto. Portales, entradas de tiendas. Un zapatero, pinturas, alfombras, menaje, electrodomésticos. Esas tiendas son como las de la sumergida provincia de tu infancia. Artículos de regalo, importados desde Turquía. Lentamente los coches. Al paso. Hacia el atardecer. Con los faros encendidos. Estrellas navideñas. Transeúntes. Y entonces empieza a nevar delante de tus ojos. Grandes copos. Nieve húmeda que no cuaja. Periódicos y cigarrillos. Ultramarinos italianos. La tetería. ¿No hemos estado en la tetería? Calientitos, con esa luz de color miel, Sibylle, Carina y yo. A las mesitas de madera blanca. Aún tomamos una taza de té de pie, esta tarde, con galletitas de jengibre. Té, azúcar candy, especias. Velas y abanicos y kimonos. Jarras y jarrones de China. Una tarde como la de hoy, además de a China, olerá a Navidad. Cuatro o cinco muchachas para echar una mano. Y todas nos conocen, y conocen a Carina. Y la propietaria. Tan rubia, tan esbelta, con unos ademanes tan graciosos, que Sibylle siempre tenía que ayudarme a observarlos. ¿Hace eso? ¿Lo sabe? ¿Le sale así? ¿También cuando tiene prisa? ¿También cuando está cansada, desanimada y con dispepsia? ¿Incluso cuando nadie la ve? Sibylle intentó, en casa, imitarla para mí. Incluso desnuda. Incluso hace poco, me dije. En octubre aún. Y ahora aquí conmigo y solo. Como un desconocido, ahora. Anónimo. Invisible. Mudo. He pasado tres veces delante de la tetería, una sombra, un fantasma, y no nos he encontrado. ¡No estamos, ya no estamos! Luego en el Bilka. Entrar y salir. Ojos de supermercado. Y seguir. La entrada del centro comercial. Extranjeros, parados, vendedores de periódicos. Mi vieja chaqueta. ¡Que no se te mojen los pies! ¡Cuida los zapatos! Una nieve húmeda, los mendigos se van. Enfrente de Kaufhof, la droguería Schlecker. Contar mi dinero. Y, en un ataque de objetividad, comprar detergente. En realidad, habría tenido que comparar primero las marcas, las cantidades y los precios en Aldi, en Penny, en Bilka, en Kaufhof, en Schade y en HL. ¿Cuánta energía limpiadora? Cepillos de dientes, dentífrico, jabón, shampoo, gel de baño, crema cosmética, papel higiénico, pañuelos de papel, lavavajillas, limpiador, reparador ¡hay que comprar todo eso antes de que se acabe por completo! Así que con el tiempo hay una provisión, un excedente, un pequeño y espléndido jardín que florece y crece con uno: ¡Se sabe para qué se vive! ¡Superpaquete ahorro! En cada compra ahorrar tiempo, ahorrar dinero, ahorrar tiempo y dinero y ¿dónde meto toda esa porquería en casa? ¡Como si el día no hubiera existido! Cuando teníamos un coche y un futuro, al menos en el pasado, todos los viernes teníamos que ir al centro Main-Taunus y a Ikea y a los supermercados Massa y Toom, alrededor de Frankfurt. Vida de familia. Viernes o sábado. Algunas semanas, dos veces a la semana. Coche y baúl de ultracongelados. A menudo aquí, en la droguería Schlecker, los pañales para Carina, a menudo con el penúltimo dinero. Una vez en junio. Queríamos ir a Francia a visitar a Jürgen y a Pascale. Queríamos hacer auto-stop con Carina al día siguiente. Sin dinero apenas. Mucho trabajo todo ese último día. Casi insuperable. Yo a la guardería, a recoger a Carina. Sibylle trabajará hasta entrada la noche en la mesa de luz en la corrección de unas compaginadas, y mucho después de medianoche las llevará en bici a la editorial.4 El trabajo, mi bloc de notas, un mapa. Tender ropa en el patio, al aire libre (¡ni una nube en el cielo!). El viejo bolso de viaje. Empezar a empaquetar, y ya como medio dormidos. Y, en medio de aquella confusión, nos dijimos y le dijimos a Carina: ahora vamos a ir a la Leipziger Straβe y vamos a tomarnos tiempo. ¡Ven! Una tarde de junio. El cielo sin nubes. Tan azul como el cielo de la eternidad. Lentamente, los tres subimos y bajamos la Leipziger Straβe, de un lado a otro. ¡Somos nosotros! En el presente, a esa luz. Y nos teníamos, y teníamos ese día, para siempre. El día antes del viaje. Dos días antes de mi cumpleaños. El día en que empezaba el verano. Los tres en medio de toda esa gente, pensamientos, espejos y entradas de tiendas. Como una lenta caravana. Como si siempre hubiéramos caminado así. Y como si ya tuviéramos a nuestro alrededor las praderas del verano y los senderos de la montaña, el romero, el tomillo, la orilla del río, las Cévennes, el mar a nuestro alrededor. Vamos a bañarnos en el Ardèche y en el Gardon y en el mar. Habíamos prometido a Carina unas sandalias de baño, rojas transparentes o azules transparentes, y ahora no había ninguna de su talla. Para Sibylle sí. Un stand a la entrada de una perfumería. A tres marcos, sólo esta mañana. Y reflejos en los espejos, fresco cristal verde oscuro y muestras de perfume. Te compraremos unas sandalias de baño en Francia, le decimos a Carina (Francia, sabe lo que es). Hace días que apenas dormimos, y aquí, ahora, es como si soñáramos. Vestidos claros y verano. El verano empieza ahora. Las muestras de perfume huelen cuando se pasa delante de ellas, y en todos los escaparates, espejos, ojos, gafas de sol, frasquitos de perfume y entradas de las tiendas, en todo reluce algo, el cielo, el mar y la lejanía. Tiene que hacer casi exactamente medio año, calculas, tiene que haber sido el 8 de junio. Ahora aquí, en la caja. El nuevo cómputo del tiempo. He contado dos veces mi dinero. Cinco personas delante de mí. La cajera y la segunda cajera, mortales enemigas. Y además hermanadas, emparentadas y concuñadas. Para toda la vida. Todo se detiene. Solamente, delante de la puerta, la nieve cae cada vez más rápida. Y enseguida el crepúsculo, noche, la noche negra delante de la puerta. Diciembre. La gente como cliente y sin palabras. Demasiado tarde. Ni una mirada. Ofendidos, ofendidos desde hace años. Están aquí en fila ante la caja. Con los dientes apretados. Carritos de la compra. Gastritis. Descuentos. Están ahí y se odian, se odian mutuamente. Dentro de dos semanas será Navidad. ¿No ha habido hace poco un llamamiento para que les paguen a todos? Rápido el tiempo, corre. Los copos caen desde lo alto cada vez más deprisa. Como ojos ciegos. Nieve húmeda, que no cuaja. Las autoridades han vuelto a elegir la nieve de adviento más barata. Y pronto habrá terminado el año, pronto será 1984.
4 A las tres de la mañana, recordarás, las calles vacías empiezan a irse. Miras al cielo y la vacía Alleenring se convierte delante de tus ojos en puntual carretera de acceso a una Vía Láctea increíblemente acelerada.