Читать книгу Bajo escucha - Peter Szendy - Страница 7
Оглавление¿Me estarán escuchando? ¿Acaso me oyen? ¿Acaso me captan? ¿Me espían cuando hablo, confío secretos, cuando comparto un pensamiento o una opinión?
Claro que no, me digo tratando de entrar en razón, ¿qué motivo tendrían para vigilarme de esa manera? No hay nada —¿no es así?— que me haga creer que estoy bajo escucha.
En efecto, al leer los periódicos encuentro indicios recurrentes, y con frecuencia preocupantes, del desarrollo inaudito que parece tener la vigilancia auditiva en sus formas más violentamente arbitrarias. En particular las escuchas en el Eliseo, cuyo proceso está en su apogeo mientras escribo esto: luego, más recientemente, las que apuntaban al secretario general de la onu, Kofi Annan.[1] O incluso “Echelon”, el sistema de espionaje que —parece— podría interceptar todas las comunicaciones que circulan en el mundo: creado en 1947 por Estados Unidos y Gran Bretaña, Echelon es una red que nació durante la Guerra Fría y que la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense reorganizó con fines civiles y económicos en los años noventa.[2]
Sobre los radares y otros instrumentos de captación que constituyen esas tramas de escucha o esas redes auditivas en plena expansión, se dice —es una expresión que entró a la jerga periodística— que son “grandes oídos”. Ante ellos — sí, en ocasiones— me pongo a temblar al pensar que a mí también me escuchan. Y no soy el único ni mucho menos, puesto que cierto fantasma de escucha se ha instalado, alojado, tanto en los gestos cotidianos como en la actualidad política.
¿De dónde viene ese fantasma que se aparece en nuestros escenarios reales o de ficción? ¿De dónde obtiene fuerza para asediarnos, para irrumpir en la vida o en las historias que se cuentan por ahí?
Desde hace algún tiempo leo con avidez todo lo que me cae en las manos sobre espías. Y me siento un poco como el personaje encarnado por Robert Redford en Los tres días del cóndor,[3] quien, con ayuda de una computadora, pasa su tiempo en una oscura oficina de la cia analizando libros y novelas que le llegan del mundo entero con la esperanza de descubrir eventualmente un mensaje escondido, codificado. Hasta el día fatal en que él mismo se ve envuelto en el infierno de una trama que lo rebasa totalmente, al haber dado sin saberlo con un secreto que se cifró y disimuló en una cubierta literaria.
Al seguir a los espías por donde creo poder hallarlos representados o descritos (en las películas, las óperas, los libros), ¿terminaré por encontrarlos en la vida real?
Cierro la puerta con llave y me sumo de nuevo en la lectura.
En efecto, con una curiosidad febril desgarré la envoltura en la que llegó mi paquete: The Ultimate Spy Book, suerte de cómic del espionaje, acompañado por lo que podría ser un manual dirigido al aprendiz de agente secreto.[4] La portada es vistosa, llena de imágenes de objetos dignos de las peores películas del género. Más aún: al hojearlo, descubro dos prefacios enfrentados en una doble página, respectivamente firmados por un antiguo director de la cia y un general jubilado de la kgb.[5] Desde luego, así la obra gana en autoridad —el director estadounidense llega a calificar al autor, Keith Melton, como el “más grande coleccionista y experto mundial en material de espionaje”—. Pero la retórica tiene algo de indecente: con el fin de la Guerra Fría —podemos leer, “ahora que los Estados Unidos y Rusia ya no son enemigos”— se trataría de formar un frente común “contra los terroristas, contra aquellos que difunden el odio étnico o religioso, contra aquellos que hacen proliferar las armas nucleares y contra los capos del crimen o del tráfico de drogas”.
Confieso que me avergüenza un poco esta nueva adquisición de mi biblioteca. Pero es una de las raras fuentes de información que he podido encontrar sobre el mundo necesariamente secreto de los servicios secretos.
El general ruso me intriga cuando escribe: “Al espionaje […] se le ha calificado con frecuencia como el ‘segundo oficio más viejo’… La recopilación de información ha sido transformada por los satélites, el láser, las computadoras y otros dispositivos capaces de dar con los secretos de todos los rincones del mundo”. ¿Cuál será pues la edad de este oficio cuyo utillaje técnico, cuyas prótesis han tenido recientemente modificaciones tan asombrosas? ¿Hasta dónde hundirá sus raíces el espionaje, esta práctica de la escucha y de la vigilancia? Y en su antigüedad segunda, en su relación de consecución mítica o fantasmática con la que se cree es la profesión más vieja del mundo, ¿de qué secretos inmemoriales podría reservarnos la intercepción?
El autor del libro, el experto y coleccionista Keith Melton, consagra un breve capítulo a la historia antigua de dicho “oficio”. El “comercio del espionaje”, afirma, es “tan viejo como la civilización misma”. Y añade:
Hacia el año 500 antes de nuestra era, el antiguo estratega chino Sun Tzu trató sobre la importancia de las redes de información y espionaje en su obra clásica El arte de la guerra. La Biblia contiene más de una centena de referencias a espías y a la recopilación de noticias. Pero la mayor parte de los elementos del espionaje moderno aparecieron en la Europa de los siglos xv y xvi.[6]
Es todo cuanto dice acerca de esta prehistoria de los servicios secretos y se queda un poco corto pues Sun Tzu, por ejemplo, ya propone una notable tipología del espionaje cuando distingue “cinco tipos de agentes”, que forman en conjunto “la divina red” que constituye para el soberano su “más preciado tesoro”:[7]
Los agentes nativos son aquellos oriundos del país enemigo; los agentes internos son los que reclutamos entre los funcionarios; un agente doble es un agente enemigo cuyos servicios compramos; los agentes perecederos son espías nuestros a los que suministramos deliberadamente informaciones falsas; los agentes protegidos son los que regresan sanos y salvos trayéndonos información.[8]
En cuanto a la Biblia, podemos encontrar diversas menciones de espías. Una simple recopilación más o menos atenta hojeando, por ejemplo, la traducción clásica de Louis Segond,[9] además del gran número de acepciones de la palabra, me da así una información que me resulta particularmente importante, a saber: el famoso episodio de las murallas de Jericó, en el libro de Josué, no es sólo un relato de la potencia del sonido, sino también un asunto de topos.
Ciertamente se trata de “dos espías” a los que Josué envía “secretamente” a explorar la tierra prometida, “y en particular Jericó”.[10] Se alojan con una prostituta llamada Rahab, que los esconde bajo su techo cuando el rey de Jericó, quien les ha seguido la pista, manda buscarlos. A cambio, ellos le prometen salvarle la vida. Más tarde, los “sacerdotes” que acompañan a Josué tocarán sus trompetas según las órdenes divinas. Y el clamor del pueblo que esta señal desencadena derribará las murallas de la ciudad.[11] Los espías cumplirán su promesa: cuando toman Jericó, en medio de lo que parece una masacre general, Rahab y los suyos serán los únicos a los que salvarán (“y habitó ella entre los israelitas hasta hoy, por cuanto escondió a los mensajeros que Josué envió a reconocer a Jericó”, indica el versículo 25).
¿Cómo leer esa muy vieja historia de espías? ¿Cómo interpretar esa alianza testamentaria de los dos “oficios más viejos del mundo”, que trabajan juntos para formar un sector secreto de resistencia, un enclave críptico protegido contra la potencia ondulante de una invasión proyectada en forma de grito o de flujo sonoro?
Noto en ello una alegoría. Y no, como se cree generalmente, una alegoría de la pura potencia del sonido en sí (por lo demás, ¿hay sonido sin oídos que lo oigan?), sino una alegoría del sonido en tanto sonido que se escucha.
En efecto, todo sucedió como si los agentes de Josué, apresurados, enviados a la avanzada para proceder a una auscultación anticipada del terreno, de alguna forma, hubieran precedido con su escucha el clamor del pueblo. Como si hubieran estado en la vanguardia de la ola fónica condenada a destruir los muros, con una ventaja desde la cual, al mismo tiempo, su inteligencia con el interior hubiera dispuesto un espacio sustraído al poder que representaban: prepararon la toma de Jericó y la masacre de su población, resguardando de manera anticipada a Rahab y a los suyos.
En el fondo, ante una exégesis que sólo considera la pura fuerza de efracción y de propagación del sonido, ese episodio bíblico también podría hacer resonar, en el seno mismo de esa fuerza, algo que, desde la anticipación de una escucha precursora, la prevendría. Es decir, y de manera aparentemente indisociable, la rebasaría, la prepararía o le abriría el camino al estar en la cumbre de su explosión; y al mismo tiempo la limitaría, la contendría, le pondría un obstáculo a lo que tiene de absolutamente desbordante o de inconmensurable. En resumen, lo que parece acompañar la potencia sonora, en tanto que se anuncia a la escucha y se le adelanta, es un doble movimiento de desbrozamiento y de prevención a la vez. Con el uso de cierto vocabulario militar que estará muy presente al filo de estas páginas, podríamos decir que la escucha de los espías pioneros de Josué es un trabajo de perforación al servicio de un clamor victorioso, al cual, simultáneamente, minará en su potencia absoluta. En ello habría una suerte de agente doble alojado en la escucha, en tanto tensión hacia un torrente fónico por venir.[12]
En lo esencial, ¿no habría, desde siempre, una afinidad estructural entre la escucha y el espionaje? Y si, más allá de los efectos de la actualidad, cualquier oyente es, de entrada y antes que nada, un espía, ¿no es acaso en esa suerte de colusión inmemorial donde habría que buscar los poderes de la escucha frente al poder, o a su lado?
Leer o interpretar al que escucha como topo —motivo cuya necesidad histórica y política aparecerá en este ensayo paulatinamente— no es, sin embargo, una consigna simple. En efecto, como lo sugiere Tou Mou (un célebre letrado chino del siglo ix de nuestra era) en su comentario al capítulo decimotercero del tratado de Sun Tzu, el espía y el espionaje, particularmente en la figura del agente doble, no dejan de suscitar la sustitución, la duplicidad y la duplicación. Considerando el caso en el que “el enemigo envía un embajador cerca de nosotros”, Tou Mou aconseja “encarga[r] a alguien que viva cerca de él espiar sus reacciones”. Sin embargo, este primer agente enseguida requiere otro:
Mientras que, día y noche, el enviado esté a solas con su compañero [el embajador], encargaré a un hombre de oído avezado que escuche su conversación, escondido en el espesor de una pared doble.[13]
Todo parece redoblarse, desde el agente hasta la pared o muralla que lo abriga y que, al mismo tiempo, franquea al prestar oídos. Esta reduplicación repetida en y de la escucha también es lo que estará en juego aquí.