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Capítulo 2 Preparado para la crisis

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“El Señor recorre con su mirada toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son fieles”

(2 Crónicas 16:9).

Cuando algo terrible está por suceder, Dios alerta a su pueblo. Los ayuda a conocer qué puede ocurrirles y los guía en la preparación necesaria, que les permite permanecer firmes en días difíciles. Esta preparación no siempre ocurre de forma positiva, o al menos no en la manera que lo podríamos desear. A veces Dios nos lleva por circunstancias difíciles para prepararnos para otras más desafiantes. Cuando llega el momento, logras permanecer firme ante una crisis terrible, como un soldado entrenado, por haberse acostumbrado a caminar con Dios.

Luego de terminar el colegio primario, no podía continuar mis estudios en Ruanda. El Gobierno usaba un sistema de cupos para determinar quién podía continuar con su educación. Los grupos regionales y étnicos a los que pertenecieras también afectaban las posibilidades de entrar. Muchos jóvenes calificados tuvieron que renunciar a una educación superior por esta razón.

Yo sabía que no me sería fácil acceder al colegio secundario. El Gobierno dirigía la mayoría de las escuelas; y la discriminación social y étnica era una práctica común. Mi hermana, quien me había dado su Biblia antes de casarse, estaba viviendo en Goma, en la República Democrática del Congo (llamada anteriormente Zaire). Fui a visitarla con la esperanza de poder continuar con mis estudios allí.

Como ella sabía que me sería difícil continuar mi educación en Ruanda, me invitó a matricularme en un colegio en Goma apenas llegué. Yo acepté su ofrecimiento con mucha felicidad, y pronto estaba estudiando en el Colegio Secundario Mikeno. Sin embargo, pronto me di cuenta de que la vida allí sería demasiado difícil. Todo era totalmente diferente de como era en mi hogar. La comida no era como la comida que solía comer. Las personas también eran diferentes. Desde las autoridades gubernamentales hasta los vagabundos en la calle, parecía que la mayoría de ellos carecía de ética. Muchos ni siquiera intentaban esconder sus prácticas corruptas.

Poco después de que comencé mis estudios, mis compañeros me eligieron para ser el capitán de la clase. Tuve mi primera decepción cuando el profesor me pidió que recaudara dinero de mis compañeros. Él esperaba que le pagaran por las notas. Según él, uno tenía que pagar cierta cantidad de dinero para obtener ciertas calificaciones. No había por qué escribir y responder correctamente los exámenes. Lo que importaba era tener el dinero necesario para la calificación que quisieras en cada examen. Por mis creencias cristianas, decidí no contaminarme con esta práctica malvada. Esto enfureció a mi profesor, y me notificó que no aprobaría.

No tardé mucho en sentir los efectos de mi determinada decisión. Había tenido las mejores calificaciones en las pruebas diarias y en las tareas, y estaba confiado en que tendría la mejor calificación en el final. Sin embargo, el profesor me calificó como el tercero de la clase, con un 60 %, lo que apenas me permitía aprobar. Para mi asombro, el mejor alumno probablemente debería haber estado entre los peores promedios de los cuarenta que éramos en esa clase.

Y me di cuenta de que los alumnos eran tan corruptos como los profesores. Como capitán de la clase, yo era quien tomaba asistencia; era mi deber indicar quién estaba presente o ausente. Algunos alumnos esperaban que escribiera que estaban presentes cuando no estaban en clase.

Como sus negociaciones no funcionaban conmigo, pronto se convirtieron en mis enemigos. No me pagaban por ser capitán de la clase, así que, pensé que sería fácil renunciar a ello y ceder esa responsabilidad, para así evitar conflictos y las represalias de mis disgustados profesores y compañeros. Pero no había ninguna posibilidad de que esto ocurriera; la administración no me lo permitió y demandó que continuara en mi rol de capitán de la clase.

Parecía no haber salida. Los profesores eran corruptos, y los alumnos también querían que yo fuera corrupto. Me di cuenta de que ahora estaba solo; no tenía nadie con quien compartir mi aprieto. Decidí orar y pedir a Dios que me ayudara. Esta era la primera vez que sentía la necesidad de pedir a Dios que me ayudara en una situación complicada. Varias veces me enfrenté a bravucones que querían que les cambiara su inasistencia. Como yo no estaba dispuesto a cooperar, me insultaban en clase y amenazaban que sus pandillas me golpearían.

Decidí que no deshonraría a Dios sin importar lo que ocurriera; y elegí intensificar mis oraciones, pidiendo a Dios que me ayudara a sobrellevar el año académico. Cada vez que había un problema, yo abría la puerta del aula, entraba y hacía una oración. También oré antes de cada examen y le pedí a Dios que estuviera al control.

Como resultado de mis oraciones, mis compañeros y los profesores finalmente se dieron cuenta de que yo no cedería, y me dejaron en paz. Luego de esto, disfruté del resto del año académico sin problemas. Además, el Señor alimentó mi celo por él. El día en que anunciaron los resultados anuales, no solo tenía el mejor promedio en mi clase, sino también el de todo el colegio, con cientos de alumnos.

El director del colegio me llamó al frente y me hizo estar ante todo el colegio. Luego de anunciar mi promedio, desafió a todos a trabajar durante el siguiente año como yo lo había hecho. Al final del siguiente año, yo nuevamente tenía el mejor promedio. Me di cuenta de que Dios siempre está del lado del oprimido, especialmente cuando es para su honor.

Terminé los siguientes dos años de mis estudios secundarios, aunque con desafíos. Estos desafíos no tuvieron nada que ver con los problemas externos que había tenido al comienzo, sino con las veces que cedí. Por mi desempeño académico excepcional, me admitieron en un colegio de élite, y el nuevo ambiente me cegó. Estaba en el que algunos llamaban el mejor colegio secundario de la región; era privilegiado de estar entre los pocos jóvenes que podían asistir allí. La mayoría de mis profesores eran europeos. Estaba entusiasmado por el nuevo conocimiento que obtendría y por la posibilidad de un futuro mejor.

De alguna forma, esto me hizo olvidar mis principios en cuanto a la observancia del Día de Reposo. Yo era adventista, y sabía que debía descansar el sábado. El colegio al que asistía ahora era una institución católica. Había clases cada día de la semana, excepto el domingo.

No mantener mis estándares por un tiempo hizo que me diera cuenta de los peligros de un nuevo ambiente. Los nuevos amigos que hacemos, un nuevo trabajo o un nuevo colegio pueden desafiar nuestros principios espirituales. Pueden demostrar ser beneficiosos o, si no somos cuidadosos, a veces pueden frustrar nuestros objetivos y propósitos en la vida. A menudo subestimamos su potencial para cegar nuestra mente y alejarnos de nuestro camino espiritual.

Pronto, mi entusiasmo por asistir a este nuevo colegio se convirtió en confusión y duda. Ahora me preguntaba si debía estudiar o no en sábado. Desafortunadamente, me llevó cierto tiempo tomar mi decisión final. Mientras trataba de convencerme de que no tenía otra opción más que olvidar el sábado para avanzar en mis estudios, Dios me dio un mensaje que no me dejó duda alguna de lo que estaba sucediendo. Esto me ayudó a convencerme de que, si iba a ser fiel a Dios, tenía que dejar de asistir a clases los sábados, aun si por eso me echaban del colegio.

Durante el tiempo que fui a clases los sábados, asistí a cada programa de sábado de tarde en la Iglesia Adventista de Goma. Un anciano de iglesia, el Sr. Kabwe, estaba enseñando del libro del Apocalipsis. Asistí a cada reunión y decidí no perderme ninguno de los mensajes. Mientras avanzaba en el estudio, comprendí mejor lo que está sucediendo en este mundo. Cada estudio me convencía más de que Jesús está al control de todo lo que sucede en esta vida.

Algo que realmente me llamó la atención fue la imagen de Jesús sosteniendo las siete estrellas y caminando entre los siete candelabros (Apoc. 1:9-20). Además, temas como las siete iglesias (Apoc. 2; 3) y los siete sellos (Apoc. 6: 8:1) me interesaron mucho, especialmente al descubrir que estas profecías se trataban de la revelación de Jesús a su pueblo (Apoc. 1:1-3) y que no eran solo misterios inalcanzables para los humanos.

Estudiamos las profecías semana tras semana. Cuanto más estudiaba, más me convencía de que los detalles en las siete iglesias y en los siete sellos del Apocalipsis describen la situación de la iglesia a lo largo de las épocas. Llegué a creer que estas imágenes dicen lo mismo de diferentes maneras, y que todas fueron diseñadas para demostrar a la iglesia que Jesús está al control y que sabe lo que va a ocurrir hasta el fin. A mi entender, estas profecías, en su orden respectivo, servían como un mapa para la iglesia hasta la segunda venida de Jesús.

Me convencí de que estamos viviendo en los últimos momentos de la historia de la humanidad, y que lo que Dios requiere es fidelidad de sus seguidores: guardar sus Mandamientos y tener la fe de Jesús (Apoc. 12:17; 14:12). Tomé la decisión de que debía hacer lo que Dios quería que hiciese, a cualquier costo. Mi amor por él se estaba intensificando de una manera que solo puede entender alguien que aprende de la Biblia con diligencia y oración.

La decisión que tomé no fue tan fácil como pensé que sería. Este era un colegio que yo pensaba que me permitiría tener éxito en la vida y volver a mi poblado como alguien que podría proveer para las necesidades de mi familia. Dejar mis estudios significaría fracaso. Me sentía dividido en mi interior. Un viernes de tarde luchaba con la decisión de si ir a clases o a la iglesia a la mañana siguiente.

Recuerdo haber orado y haber pedido a Dios que hiciera un milagro para que yo supiera qué decisión tomar. Le dije que si era un pecado ir a clases en sábado, necesitaba que hiciera que cuando me despertara a la mañana siguiente no pudiera moverme. En mi mente, esto me convencería de cuál era la voluntad de Dios para mí en cuanto a la observancia del sábado. Ahora sé que esta no era una oración adecuada. Dios me había enseñado qué era lo correcto, y yo tenía que seguir su voluntad revelada sin cuestionarla. Cuando me desperté a la mañana siguiente, podía moverme. Creí que tenía la aprobación de Dios para continuar con mis estudios en sábado, así que volví a clase.

Sin embargo, el sábado siguiente decidí obedecer a Dios, sin importar las consecuencias. Sabía que el director, un sacerdote católico, no comprendería mi motivo para no estudiar los sábados. Las políticas del colegio eran muy estrictas y rígidas. Además, incluso si el director no me echaba del colegio, parecía no haber forma de que aprobara todas las materias si no estudiaba cada día.

Apenas comencé a asistir a la iglesia cada sábado, mis ausencias al colegio se hicieron evidentes. Me perdí varios exámenes y trabajos que se hicieron en sábado, y los profesores se dieron cuenta de que estaba ausente en todas las clases de los sábados.

Informaron del asunto al director, quien me invitó a reunirme con él para darle una explicación. Yo traté de responder a sus preguntas, pero parecía no tener argumentos para presentarme; en lugar de eso, me dio una seria advertencia y una carta que había preparado con anterioridad. La carta ofrecía dos opciones: podía asistir al colegio todos los días excepto los domingos y cumplir con las normas de la administración, o podía dejar el colegio y matricularme en un colegio adventista que apoyara mis convicciones religiosas.

Me presenté en la oficina del director un lunes de mañana. Tenía cuatro días para reflexionar y decidir qué haría. Esa semana fue dolorosa. Pensaba y pensaba cómo podía regresar a mi poblado sin haber terminado mis estudios. Pero tenía que tomar una decisión final.

Durante la semana me puse en contacto con los dirigentes adventistas locales y les pedí que intervinieran en mi favor. Antes del siguiente sábado tenía que asegurarme de tener una autorización de la administración del colegio que me permitiera continuar mis estudios mientras me mantenía fiel a mis convicciones religiosas. El viernes, el presidente y el tesorero de la Misión local visitaron mi colegio y se reunieron con el director para hablar de mi caso.

Cuando ellos se fueron, el director me llamó a su oficina para darme una nueva advertencia. Me informó de la visita de los representantes de mi iglesia, y reiteró que su decisión se mantenía. Nada de lo que habían dicho lo había hecho cambiar de opinión: tenía que acatar las reglas del colegio o encontrar un colegio diferente con reglas diferentes.

Cuando llegó el sábado, tenía una sola opción ante mí: simple obediencia a la Palabra de Dios... y dejar las consecuencias en sus manos. Me dirigí a la iglesia, como había planeado. La iglesia estaba a unos tres kilómetros de mi casa.

Camino a la iglesia esa mañana, algo me turbó un poco. Vi a un grupo de jóvenes cuyos padres eran adventistas. Una de las chicas era la hija de un pastor. Los miraba caminando al colegio con sus libros, y pensamientos inquietantes llenaron mi mente. ¿Podría ser que me habían engañado con teorías que enseñaban los pastores? ¿Se daban cuenta estas personas, incluyendo el pastor, de que debemos observar el sábado y de que la vida eterna implica fidelidad a Dios (ver Apoc. 2:10)?

Mientras meditaba sobre lo que estaban haciendo y me preguntaba si estaba equivocado, sentí que no se gana la batalla espiritual con simple conocimiento de la verdad bíblica. Razoné que la fidelidad no tiene nada que ver con el liderazgo eclesiástico. Si así fuera, los saduceos en los días de Jesús lo habrían aceptado. Sentí que el Espíritu de Dios me consolaba al traer estos pensamientos a mi mente mientras continuaba mi camino hacia la iglesia.

Cuando llegué al colegio el lunes siguiente, ocurrieron dos cosas. Primero, le habían informado al director que yo no había asistido a clases el sábado, y él había decidido echarme del colegio. Segundo, los dirigentes de mi iglesia, al haber intentado en vano convencer al director, habían apelado al obispo de la Iglesia Católica regional. ¡El obispo le había dado una carta al presidente de la Misión Adventista informándole al director que yo tenía derecho a asistir al colegio católico y obedecer mis convicciones religiosas al mismo tiempo!

Ese lunes, apenas entré a la oficina del director, le di la carta del obispo. Luego de leerla por completo, me miró con ojos penetrantes y dijo: “Tú me has desobedecido a mí, tu autoridad. Yo también desobedeceré a mi dirigente, así como tú me has desobedecido, y te echaré de este colegio”. Desde su perspectiva, mi conducta mostraba desobediencia a él, mientras que para mí era un asunto de fidelidad a Dios.

Luego de hacer mi mejor esfuerzo por convencerlo de que no lo estaba desobedeciendo, sino que se trataba de algo más serio que tenía que ver con mi vida eterna, él me permitió volver a clases. Me dijo que no me podría graduar a causa de mis inasistencias. Yo esperaba que eso no ocurriera. Dios había demostrado que estaba conmigo, y esto aumentó mi fe en él y mi determinación a serle fiel bajo toda circunstancia.

Predicando desde la tumba

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