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Capítulo 4 Declaración de identidad
Оглавление“Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza,
nuestra ayuda segura en momentos de angustia.
Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra
y las montañas se hundan en el fondo del mar;
aunque rujan y se encrespen sus aguas,
y ante su furia retiemblen los montes”
(Salmo 46:1-3).
El 6 de abril de 1994, al caer la tarde comenzó la calamidad para Ruanda. Yo había estado orando con un grupo de amigos a lo largo del día. Al regresar a casa, pasé por la casa del primer anciano de mi iglesia para hacerle unas preguntas sobre cuestiones de nuestra iglesia. Para mi asombro, luego de unos pocos minutos de conversación, él tuvo una inusual sensación de peligro y me pidió que me fuera a mi casa inmediatamente.
Salió conmigo hasta la cerca que rodeaba su casa, y vimos algo que parecía una enorme estrella fugaz camino a la parte oriental de la ciudad. Duró mucho más que una estrella fugaz normal. En realidad, era el avión que llevaba a Juvénal Habyarimana, el presidente de Ruanda, y a Cuprien Ntaryamira, el presidente de Burundi. Acababan de derribar ese avión. Los dos presidentes venían de la capital de Tanzania, Dar es Salaam, de una cumbre de poder compartido entre el gobierno de Ruanda y el Frente Patriótico Ruandés.
Apenas llegué a casa escuché un anuncio público en la radio nacional que decía que nadie debía salir de su casa hasta un nuevo aviso por parte de las autoridades civiles adecuadas. Pasamos toda la noche en oración, pensando que la situación pronto volvería a la normalidad. Mientras tanto, se estaban intensificando los disparos por la ciudad. El ejército gubernamental y la milicia estaban visitando y revisando cada hogar, buscando matar tutsis.
La mañana del 9 de abril de 1994 les era imposible a todos en la ciudad de Kigali asistir a la iglesia, porque se estaba matando gente por todas partes, y la milicia había bloqueado cada calle. En lugar de arriesgarnos a caminar hasta nuestra iglesia, como a dos kilómetros de distancia, invité a mis vecinos a casa para una reunión de oración. Todos teníamos miedo de lo que estaba ocurriendo. Vinieron algunas personas, y para las 9 habíamos comenzado la reunión.
Para nuestra meditación, elegí un capítulo titulado “El tiempo de angustia” del libro El conflicto de los siglos, de Elena de White. Pensé que era un tema relevante, teniendo en cuenta las atrocidades que estaban ocurriendo en nuestro país. Yo estaba dirigiendo la reunión de oración; y mi propósito era llevar la atención del grupo temeroso a la promesa de Dios de que está con su pueblo aun durante las pruebas más severas. Refiriéndome a la experiencia de Jacob, que luchó con el Ángel hasta que lo bendijo,3 sugerí que lucháramos con Dios en oración. Les recordé que él sería nuestro escudo en un tiempo de prueba semejante.
Mientras estaba leyendo y relacionando los pasajes con nuestra experiencia actual, hubo una repentina interrupción. Seis soldados armados de la milicia irrumpieron en la entrada de mi casa y tocaron la puerta con fuerza, gritando con enojo. Podía verlos a través del vidrio de la puerta del frente. Como no había otra salida, mi ayudante en la casa les abrió la puerta mientras ellos seguían gritando y amenazando con disparar. Nos pidieron a todos que permaneciéramos sentados mientras ellos nos rodeaban.
–¡Saquen sus identificaciones! –nos ordenó uno, que parecía ser el cabecilla del grupo.
En nuestro grupo había algunos tutsis y otros que no lo eran. Los tutsis habían desechado sus identificaciones porque demostraban quiénes eran y eso significaría su muerte. Los hutus mostraron sus identificaciones y yo pretendí mostrar la mía también. Saqué de mi bolsillo trasero mi permiso residencial porque no tenía identificación étnica. Pero el permiso se veía diferente, y esto llamó la atención inmediatamente al hombre que estaba más cerca de mí. Me lo sacó de la mano y demandó que le mostrara mi identificación nacional. Yo sabía que estaba en graves problemas. Rápidamente, pero a regañadientes, saqué mi identificación tutsi del bolsillo de mi camisa. Se la di, sabiendo perfectamente lo que significaría hacerlo. Estaban buscando tutsis para matar, y ahora yo sería su siguiente víctima.
Apenas el hombre de la milicia descubrió que yo era tutsi, les anunció su descubrimiento a los demás con mucho entusiasmo:
–¡Prepárense para matar! –gritó.
Inmediatamente todos los hombres levantaron sus machetes sobre mi cabeza, esperando la señal para cortarme en pedazos. Por un momento me sentí paralizado. Mientras tanto, los hombres de la milicia no terminaron de investigar al resto de las personas del grupo y parecieron olvidarse de ellas. No había evidencias para probar que fueran tutsis, pero al menos habían encontrado a uno. Yo seguía orando en silencio a Dios para que hiciera algo en esta situación. Ahora los hombres estaban culpando a mis amigos por haber simpatizado con un tutsi que, según ellos decían, debían considerar un enemigo. Para salvarse, la mayoría de ellos dijo que no sabían que yo era tutsi.
Entonces, de repente, con los machetes todavía sobre mi cabeza, sentí un fuerte impulso a decir algo. Sentí un extraño poder en mí mientras levantaba mi cabeza para ver al hombre que acababa de dar la orden. Rápidamente, y con una audacia inusual, levanté en alto mi Biblia y declaré firmemente:
–En esa identificación dice “tutsi”, pero en mi corazón dice “Ciudadano del cielo”.
El comandante de la milicia me sacó la Biblia de la mano. Con muchísima ira, la arrojó al piso y la pisoteó. Mientras esto ocurría, cerré mis ojos de nuevo y bajé la cabeza con decepción. Oré: “Señor, pensé que pelearías por mí en un momento así, pero ahora te están despreciando, ¡y están pisoteando tu Palabra! ¿Por qué no haces nada?”
Yo creía que Dios actuaría. ¡Él continuaba siendo Dios, y estaba al control! Todos estaban paralizados por el miedo. Los machetes todavía estaban sobre mi cabeza, listos para atacar, pero nadie decía una palabra. Ebrio con la sangre de todas las personas que ya había matado, el comandante ahora estaba ante un Dios que controla por medios invisibles. Mientras el comandante gritaba sin parar, yo seguía orando. Entonces, repentinamente hubo un cambio de enfoque.
–Llévanos a tu habitación –ordenó el comandante haciéndome una seña para que me levantara.
Me paré, y mientras los llevaba a mi habitación pensé: Ha decidido matarme lejos del resto de mis amigos y vecinos. Al entrar en la habitación, dejé todo en las manos de Dios. Mi oración fue simple y directa: “Señor, quédate a mi lado ahora”. Dos de los colegas del comandante lo acompañaron y se pusieron a revolver mis pocas posesiones. Tomaron todos los pares de calzado que encontraron, 5.000 francos ruandeses (el equivalente a 15 dólares), y todo lo demás que les pareció útil. Entonces, me sacaron de la habitación y me llevaron de vuelta a la sala de estar donde permanecían todos los demás. Mis amigos se sorprendieron de verme volver vivo.
El drama continuaba, y yo oraba en silencio con cada respiración, consciente de que si Dios no me protegía, esos hombres acabarían con mi vida en cualquier momento. Inesperadamente, el comandante de la milicia comenzó a hablarle a todo el grupo de una manera que sugería que tenía un problema mental. Yo seguía rodeado por asesinos enojados, que solo estaban esperando la orden final para matarme. Mis amigos estaban atónitos, y no sabían si a ellos los matarían conmigo.
Finalmente, en lugar de dar la orden de matarme (que los demás estaban esperando), el comandante me miró fijo y dijo:
–No te mataremos. En lugar de eso, llamaremos a la Guardia Presidencial (la facción de élite del Ejército Nacional Ruandés) para que venga y los queme vivos.
Apenas dijo esto, uno de sus hombres, que no estaba feliz con esa decisión, levantó su cuchillo rápidamente y me apuñaló dos veces con todas sus fuerzas en la cabeza, entre mi oreja derecha y la parte superior de mi cabeza. ¡No puedo explicar lo que ocurrió! Esperaba estar sangrando profusamente; pero no sentí nada serio. ¡Ni siquiera una herida! Solo había una gota de sangre en mi cabello. El Señor había obrado un milagro y me protegió de la puñalada que debería haber terminado con mi vida.
Mientras decaía el ímpetu por matar, y ellos bajaban sus machetes uno a uno, el comandante me ordenó que le diera las llaves de mi casa. Supe que Dios había respondido a mis oraciones. Este grupo había matado a otras personas en la comunidad, y nuestra casa era la siguiente. No había razón por la cual no matarme a mí y a mis amigos; excepto que Dios había intervenido milagrosamente.
Usando las llaves de mi casa, nos encerraron adentro. Apenas se fueron, nosotros nos arrodillamos todos juntos para orar. Agradecimos a Dios por los milagros que había obrado ante nuestros ojos, y le entregamos nuestro futuro inmediato, totalmente conscientes de que la Guardia Presidencial vendría pronto para quemarnos vivos, como habían prometido. Continué enseñando al grupo del libro El conflicto de los siglos, del mismo capítulo sobre “El tiempo de angustia”. La mayoría de las personas en el grupo ya no podía concentrarse en lo que yo decía; estaban visiblemente abrumados por lo que había sucedido. Una dama sugirió que, en lugar de enseñarles, los dejara orar individualmente mientras esperábamos la llegada de la Guardia Presidencial; y yo acepté.
Había pasado como una hora cuando una niña de unos diez años tocó a la puerta de mi casa. No sabíamos qué esperar. Ella me deslizó las llaves de la casa por un hueco debajo de la puerta. Cuando le abrí la puerta, explicó que se había encontrado con los seis hombres de la milicia caminando por la calle. Ellos le dijeron que nos trajera las llaves. Su madre estaba en nuestro grupo.
Apenas la niña y su madre salieron hacia su casa, el resto de mis vecinos decidió regresar a sus casas. Yo respeté sus decisiones, pero les pedí que continuaran orando. Ahora permanecía con mis dos amigos: Jules, que era hutu, y Paul, que era tutsi; y un niño, Toto, que era hutu y estaba trabajando para nosotros como ayudante en mi casa.
Era como el mediodía ya. Luego de agradecer a Dios por lo que había ocurrido, mis amigos y yo salimos de la casa para estirar las piernas luego de ese momento tan estresante y aterrador. Apenas habíamos caminado unos pocos metros cuando vimos al mismo comandante de la milicia, armado con una pistola y un gran cuchillo, que se acercaba al portón de mi casa. Sabíamos que habían regresado los problemas. Volvimos sobre nuestros pasos hacia la casa rápidamente. Tomé mi Biblia, y tratamos de escapar por la puerta de atrás, cruzando la cerca del otro lado de la casa. Acabábamos de saltar la cerca cuando nos encontramos con un grupo de hombres de la milicia que ya había cercado toda la casa. Eran los mismos hombres que habían ido antes a mi casa para matarme, hacía unas horas. Esta vez estaban decididos a matarme a cualquier costo. No había adónde correr. Solo tenía una opción: orar a Dios pidiendo su milagrosa protección. Los hombres me ordenaron que me acostara boca abajo mientras esperaban a su comandante que entraba por el frente. Mientras tanto, el resto de los hombres me rodeó.
Finalmente, el comandante llegó, furioso. Como yo estaba boca abajo, no lo podía ver acercarse; pero lo podía escuchar gritando y maldiciendo. Sabía que estaba por matarme.
–¡Te voy a cortar la garganta! –gritó mientras se acercaba.
Le escuché sacar su gran cuchillo de la funda donde lo tenía, en su costado, y sentí la punta tocar mi garganta. Justo cuando la hoja del cuchillo estaba por cortarme, una extraña ola de poder y valor me recorrió el cuerpo. Levanté mi Biblia, que sostenía con fuerza contra mi pecho, lo señalé a él y grité:
–¡No derrame sangre inocente!
Inmediatamente alejó el cuchillo de mi garganta. Se agitó y empezó a actuar como un loco, como si algo misterioso lo hubiera golpeado. Arrojó el cuchillo lejos, levantó sus manos y me gritó. Era como si se sintiera amenazado. Continuó diciendo un montón de palabras sin sentido por un rato largo, como si hubiera perdido la razón. Todas las miradas estaban sobre él. Sus subordinados claramente se preguntaban qué le había ocurrido.
En medio de esta confusión, yo estaba siendo testigo de otro milagro notable. ¡Creo que Dios intervino en este momento, cuando más lo necesitaba! Al recordar esta experiencia, mi fe se fortalece, y sé que si no hubiera sido por el Señor, mi vida hubiera terminado allí mismo.
Mientras el comandante gritaba confundido, Paul y Jules estaban sentados a unos metros de distancia. Nadie les estaba diciendo nada a ellos; estaban atónitos y no sabían qué decir o qué sucedería. Temiendo que los asesinos se volvieran hacia ellos, permanecían quietos, para que ningún movimiento les hiciera prestarles atención. Evidentemente, yo era el blanco de la milicia, y estaban demasiado preocupados determinando mi destino como para pensar en otra persona.
Luego de algunos minutos, el comandante dijo con tono acusador:
–¿Por qué estabas huyendo, si no eres cómplice y te consideras inocente? Ponte de pie y vuelve a tu casa.
–No huiré de nuevo –dije, mientras me ponía en pie y regresaba a mi casa con Paul y Jules. Mis potenciales asesinos no lo podían creer.
Cerramos la puerta detrás de nosotros, caímos de rodillas y agradecimos a Dios. Lo alabamos por preservar nuestras vidas una vez más.
Como a las 15, el mismo comandante de la milicia volvió. Yo asumí que estaba en otra misión de matanza, hacia un destino que solo él y sus compañeros conocían. Pero esta vez su actitud era favorable para conmigo. Era como un amigo, y llamó a la puerta sin entrar en la casa:
–Murokore (devoto), ¿estás aquí? No estás escondiendo a ningún tutsi aquí, ¿cierto?
–Estoy aquí –respondí.
Allí estábamos, aparentemente sin defensa; pero Dios había construido un muro de protección alrededor de mi casa. Los asesinos ahora salteaban mi casa, sin herirnos, mientras revisaban nuestro vecindario buscando tutsis para matar. Estaban matando a miles de personas en Kigali. La amenaza no había pasado, ni siquiera para mí. Mis amigos y yo aprovechamos la oportunidad de ese corto período de paz para agradecer a Dios por protegernos, y oramos pidiendo que regresara la calma a nuestro país turbulento.
Yo no era el único a quien algunos hombres de la milicia habían apodado “Murokore”. Recuerdo a un tutsi, otro miembro de iglesia muy conocido en su vecindario por su amabilidad. Cuando comenzó el genocidio, la milicia se negó a tocarlo a él ni a su familia. Todos los hombres a quienes se les ordenó que lo mataran recordaron su bondad y no le quitaron la vida. En cierto momento, dos tutsis, un niño de nueve años y una nena de siete, acudieron a su casa buscando refugio luego de que los hombres de la milicia habían asesinado a sus padres. Él les abrió la puerta. La milicia los persiguió hasta la casa de ese hombre. Pero cuando llegaron, le preguntaron como el comandante de la milicia me había cuestionado a mí:
–Murokore, ¿estás escondiendo a algún tutsi?
–No –respondió él.
–Todo este tiempo pensamos que eras un santo, pero ahora estás mintiendo. ¡Vimos a los dos niños entrar a tu casa! –afirmaron los asesinos.
El hombre admitió la verdad y explicó cuánto sentía haber mentido. Trató de razonar con ellos, insistiendo en que si ellos mismos hubieran buscado refugio en su casa, él los hubiera escondido de la misma forma en que había escondido a esos niños. Este hombre rogó en vano por sus vidas. Los asesinos le dijeron que si no les hubiera mentido, les habrían perdonado la vida a los niños. La mentira del hombre “santo” los había decepcionado, dijeron; y como castigo, mataron al niño y solo dejaron a la niña con vida.
3 Elena de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 2015), p. 675.