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SANCTA ENIMIA
ОглавлениеEl monje anónimo que pudo llamarse Simón escribe una Vida que se parece a esto:
Enimia, hija de Clotario, es bella y pálida. Los hombres la aman y la codician. Ella cree que ama a Dios, el retiro, el silencio. Su padre, el rey, quiere casarla con un barón cafre llamado Gondevaldo. Ella sabe que no ama a Gondevaldo: tiene una mano de hierro y una mirada dura, siempre en movimiento, que solo se detiene sobre las vírgenes. Las nupcias son para mañana. Es de noche, los palafreneros ríen en el patio, se oyen a lo lejos algunos truenos sordos, que agitan a los caballos; Enimia, en su cuarto, ora: «Señor, no permitas que este hombre ponga la mano sobre Tu sirvienta». Se oye un trueno más fuerte y muy cercano. La noche avanza, los palafreneros están acostados y duermen, los caballos duermen de pie, la tormenta está lejos; Enimia, en su ventana, con desespero mira la luna: y, en el momento en que se vuelve a esa claridad hacia el espejo que está cerca de la ventana, ve en lugar de su hermoso rostro, que los hombres codician, una máscara lívida y abotagada como lo es el nido de las avispas. La lepra. Enimia estalla de risa en la noche. Postrada, da gracias a Dios por su enorme bondad y misericordia. Llora y duerme.
Más tarde, otra noche, en esta misma ventana, aparece una forma adorable que viene del más allá. Es un ángel seguramente. Le dice que el Señor no quiere que Su sirvienta se quede leprosa. Que Él ama a Sus esposas bellas y pálidas. Que el nido de avispas que tiene sobre los hombros era un engaño para alejar a Gondevaldo y que ahora se tiene que curar. «Bebe —dice el ángel— de la fuente de Burle, en la región gabala.» Algo de sedoso se suma a la noche, Enimia solo oye ahora los ruiseñores de mayo.
He aquí el cortejo de los hijos de Meroveo, que atraviesa las puertas de París, Berry, Auvernia, la tierra grande y desconocida… los bueyes y los caballos, el olor de establo, las sortijas de hierro martillado con gemas enormes, las carretas con cojines de púrpura y ruedas chirriantes cuyos ejes se doblan y se rompen, los barones, el séquito real, los obispos, los báculos, los copones, los palafreneros y la pequeña princesa velada en el carro más pesado. La lentitud, las estaciones. Se escuchan risas detrás de las colgaduras del gran carro, Enimia habla con Dios, con su ahijada Galswinta, que de todas es la más risueña, con su ángel. Dios la ama y va a ser bella de nuevo, la felicidad es de este mundo. El cortejo atraviesa lentamente el causse, desciende el tajo del Tarn: la fuente de Burle.
La colgadura del gran carro se abre, la princesa desciende. Sus pies desnudos son de cartón lívido como el nido de las avispas. Se arrodilla, levanta su velo, toma en su mano de cartón el agua fresca, bebe con pasión como si besara a su ángel. Durante un largo rato, cierra los ojos como si estrechara contra ella a su ángel, luego los abre y mira su mano: es una mano pálida y larga de muchacha. Arroja su velo, corre sobre sus pies rosados de muchacha. Baila y ríe hasta las lágrimas. Los barones, los obispos, los palafreneros la miran. Ella los mira con una especie de hambre.
Pronto están listos para el regreso. Las colgaduras del gran carro están abiertas, la princesa está sentada con sus joyas de hierro martillado, su vestido que deja ver los brazos y los hombros, su hambre universal. El obispo Sigebert, hablándole, le toca los brazos; el duque Gontran, los cabellos. Ella ríe alto y seguido. Es como si su ángel en cada hombre la tocara. Parten antes del alba, ponen al timón del gran carro seis pares de bueyes para subir el tajo del Tarn. Cuando están sobre el causse y se detienen para desuncir, amanece. Enimia, que mira este día, quiere verlo resplandecer sobre sus sortijas, baja la mirada sobre su mano: sus sortijas están incrustadas en los abotagamientos de un nido de avispas. Toda su sangre regresa a su corazón. Con toda su sangre detenida, dice: «Satán». Delante de ella, el duque Gontran, que no ha visto nada, ayuda a los palafreneros a desuncir: sus nucas son gruesas; sus manos, malas sobre la cruz de los bueyes. Gontran es el más malo. Ella mira de nuevo su mano, dice: «No, eres tú, Señor». Tira de las colgaduras. Detrás de las colgaduras, su voz, muy calmada, ordena que vuelvan a bajar.
Bebe de nuevo, de nuevo los pies rosados, las manos de amor. Pero no arroja su velo. Lo guardará. Es bella para Dios… para nadie, tal vez para nada: para recordar, para esperar, para hablar en sí misma a ese otro que es el ángel, para alegrarse de existir apenas, para temblar, para morir durante mucho tiempo. La vida es una lepra. La hora presente es una lepra. Enimia funda, dota y dirige la abadía de Burle en la región gabala, se encierra allí. No volverá a ver Soissons. Cuando muere, su ángel adorablemente se la lleva.