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BERTRÁN

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Bajo la regencia de la reina Blanca, hacia la época en que San Luis, habiéndose cruzado, sitia la ciudad de Damieta, Bertrán de Marsella es escribiente de Guillermo, obispo de Mende, vale decir, guardián de sus sellos y escritorio. Es el encargado de las cosas escritas. Copia cosas escritas que establecen el advenimiento de cosas reales entre el obispo y los canónigos, el obispo y los villanos, el obispo y Dios. Nada de lo que escribe hace advenir cosas reales en la vida de Bertrán de Marsella. Esto le conviene solamente a medias: el caudal de palabras escritas que pasa por sus manos y no le pertenece quisiera en cierto punto desviarlo, encauzarlo, decir que es suyo, ser su dueño ante Dios.

El obispo Guillermo advierte esta melancolía. Y, como es misericordioso por función, decide dar a Bertrán el dominio y, en cierta forma, la soberanía feudal de un pequeño trozo de lenguaje. Recurre para esto a un pretexto político: los barones de Cénaret impugnan una vez más a los abades de Sainte-Énimie la propiedad de la fuente de Burle; los barones de Cénaret son procedimentales, prendados de legalidad pero incultos: no leen ni entienden el latín. No leen la Vita Sancta Enimia, en la que, letra por letra, la fuente de Burle corresponde por derecho al más allá. Para desestimarlos, hay que escribir esta Vida en lengua vulgar, en legua vulgar establecer sobre la fuente el derecho del más allá. Guillermo sabe que nadie habla mejor que Bertrán la lengua del lugar: nació y creció en Marsella, no la grande, la griega, sino la pequeña Marsella, a una pedrada de Volcégure, sobre el Méjan. La lengua oscura de los barones él la chupó de la teta.

El obispo se levanta a la hora de maitines. Pasa por las dependencias y ve en el refectorio, bajo el gran crucifijo, los platos de lentejas servidos para la comida de mediodía. Hace venir a su escribiente a la sala de audiencias. Delante de él, sobre la mesa episcopal, está el viejísimo manuscrito, cuyo pergamino se rompe en muchas partes. Vita Sancta Enimia. La luz de una vela lo ilumina. Bertrán lo reconoce enseguida, lo leyó. Ambos consideran esta antigualla con un poco de emoción. La mano del obispo la acaricia, la despliega. Dice: «Vas a reescribir todo esto en la lengua que se habla entre Nabrigas y Saint-Pierre-des-Tripiés. Los barones tienen que entenderlo. Los juglares tienen que entenderlo y narrarlo a los villanos en las ferias. Los villanos tienen incluso que percibir alguna luz, reír o derramar lágrimas al escucharlo». Bertrán, cuyo corazón bate muy fuerte, dice que puede hacerlo. El obispo ha enrollado el manuscrito y, apretándolo en su mano, escande sus palabras como con un báculo: «Lo que escribirás debe ser absoluto como el poder de Dios, claro como el agua de Burle y visible como un árbol o un plato de lentejas. Vuelve visible y claro lo que es absoluto. Describe a la perfección un plato de lentejas y el apetito que este nos produce; y, sin tomar aliento, describe con las mismas palabras el apetito que Dios siente por la fuente de Burle. Los barones no dudan de las lentejas, no dudarán de Dios. No dudarán de la propiedad de su escudilla, no dudarán que Dios tiene su escudilla en Burle». Agrega: «Para que estos patanes te entiendan, vas a tener que decir la verdad y, sin embargo, mentir. Actuaré contigo como si no hubieras mentido, pero no podré absolverte. La verdad que pondrás en el corazón de tu mentira será lo único que podrá absolverte. Tú serás su dueño ante Dios».

Todavía es de noche cuando Bertrán sale. Está lleno de una alegría tensa como las campanas de maitines. Durante todo el invierno y la primavera, se ocupa de cosas escritas que hacen advenir cosas reales entre Dios y él. Luego ha terminado. Lleva al obispo un poema de dos mil versos octosílabos en versos pareados, en lengua vulgar, la Vida de Santa Enimia.

Es verano. El obispo está bajo el emparrado del obispado, después de comer, quizás con una concubina. Está risueño, de espíritu alegre en este hermoso día, esta hermosa sombra. Bertrán está muy serio, orgulloso e intimidado, sin una sombra de melancolía. Mira su manuscrito en las manos del prelado, entre fresas y una garrafa de vino color rubí. «¿Has puesto el plato de lentejas?», pregunta Guillermo con malicia. «Sí, monseñor», dice Bertrán. Se estremece un poco y se ruboriza: «Y fresas también».

Al caer la tarde, el obispo lee solo. Sí, Bertrán no ha mentido; hay efectivamente lo que ha dicho: el absoluto y lo visible, lo absoluto oculto, pero claro en el corazón de lo visible. Está el causse Méjan, el pecado y la salvación. Está el nombre de los lugares, cada meandro del Tarn está nombrado, cada piedra del Tarn aparece como es en sí misma y no su vecina; y, detrás de estas piedras, aparecen, se esconden, se enfrentan el Drac y la santa, es decir, el bien y el mal: el bien y el mal se arrojan a la cabeza piedras que se pueden nombrar. Están las formas numerosas del mundo creado, es decir, la apuesta visible que se disputan el bien y el mal. Están los milagros, los cadáveres completamente tiesos que ágilmente se levantan y caminan, los peñascos que por sí mismos suben el tajo del Tarn, los árboles que hablan por sí solos del poder de Dios, es decir, el bien absoluto cuando se aplica sin contradicción a formas visibles. Está la duda que nos atrapa cuando atravesamos el causse y llueve, es decir, el mal. Está una mujer que se desviste y se ve completamente desnuda, que se desviste tres veces y tres veces se ve desnuda en la fuente de Burle… pero este cuerpo joven, en el que Satán, con todas sus fuerzas, tiende su trampa, es un cuerpo puro y verdadero como la mano de Dios: el cuerpo inconcebible y, sin embargo, visible de una santa. El bien es un cuerpo de muchacha completamente desnuda.

El obispo ve letra por letra el cuerpo desnudo de la santa. Siente apetito por la carne prohibida de una santa. Dios está en esta carne. Se alegra y llora como lo harán los villanos en las ferias, cuando los juglares contarán la Vida de Santa Enimia.

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