Читать книгу Colombia, mi abuelo y yo - Pilar Lozano - Страница 10

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Papá Sesé era un enamorado de las estrellas. Pasaba noches enteras acostado en el jardín contemplando el firmamento. Aún recuerdo los regaños que le daba mi abuela.

—¡Estás loco, te vas a resfriar! —insistía ella, pero él no le hacía caso. Seguía mirando hacia arriba y tomando notas en su gastado cuaderno.

Tiempo después supe que así como el abuelo fueron los primeros astrónomos: ocupaban horas y horas en sus pesquisas. No poseían ningún instrumento que les ayudara a descubrir los secretos del universo. No les importaban ni los regaños, ni los resfriados. Podían durar toda la vida persiguiendo los pasos de una misma estrella. Su escuela era el cielo; lo observaban, se llenaban de preguntas y se dedicaban a buscar respuestas.

En uno de los libros que heredé del viejo, leí sobre la vida de aquellos primeros hombres que esculcaron el firmamento. Me fascinó la historia de Nicolás Copérnico. En la época en que todos creían que la Tierra no se movía, que estaba quieta y en torno a ella giraban la Luna, el Sol, todas las estrellas y los planetas, ¡el universo entero!, Copérnico insistió en afirmar que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol. Por decir esto lo llamaron loco y prohibieron la lectura de sus libros. A otro “esculcador”, Galileo Galilei, lo acusaron de herejía por apoyar las ideas de Copérnico. Galilei construyó su propio telescopio. Con él descubrió que en la Luna había montañas y le vio cuatro lunas a Júpiter: Ío, Europa, Ganímedes y Calixto.

Yo sí creo que los estudiosos del universo tienen algo de díscolos y soñadores, ¡y mucho de pacientes y dedicados! Lo digo por lo que he leído y, claro, por mi abuelo.

Él me confesó que casi enloquece de alegría el 20 de julio de 1969, día en que el hombre llegó a la Luna. Buscó todas las revistas y los libros que hablaban de la hazaña. No le interesaba nada distinto a la conquista del espacio. Sin pensarlo dos veces compró un gran telescopio.

Papá Sesé, el telescopio y yo pasamos muchas horas juntos.

“Al Universo lo integran millones y millones de galaxias. A las galaxias las forman millones y millones de estrellas, polvo cósmico y gases”.

Esta fue la primera lección de astronomía que aprendí. Confieso que en un comienzo no me interesó para nada el tema. Pero un día empecé a sentir curiosidad. Ocurrió exactamente cuando vi por primera vez el cielo a través del telescopio. Tuve la sensación de estar flotando como un astronauta por el espacio. Con este aparato, los planetas y las estrellas se acercan tanto que, por un momento, me sentí capaz de tocarlos con la mano.


Por indicación de mi abuelo busqué primero la Luna. ¡Qué divertido! Recuerdo que me pareció como un inmenso queso, de esos que tienen agujeros muy grandes y comen los ratones. Luego me detuve en Marte. Es una bola roja. Pero el más bonito —y aún mi preferido— es Saturno. Con sus anillos de muchos colores da la impresión de ser un platillo volador.

Poco a poco, el telescopio, los libros y mi abuelo me ayudaron a entender mejor el universo. Pronto supe que es un espacio inmenso y oscuro por donde viajan a un poco más de dos millones de kilómetros por hora las galaxias, dando vueltas sobre sí mismas como si fueran remolinos.

La Tierra hace parte de una galaxia: la Vía Láctea. En esta galaxia habita también una estrella especial: el Sol. Parece un inmenso balón de fuego. Jamás podremos llegar hasta él: nos derretiría su calor antes de alcanzarlo.

Alrededor del Sol se mueven los planetas. Sus nombres los aprendí a recitar en orden desde el más cercano al Sol hasta el más lejano: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. La mayoría toman el nombre de dioses antiguos: Mercurio, el dios del comercio; Venus, la diosa del amor; Marte, el de la guerra. Pero después de la muerte de mi abuelo tuve que borrar a Plutón de la lista.

El viejo murió sin saber que en 2015 los astrónomos volvieron a definir las características que deberían tener los planetas para ser considerados como tales. Plutón no pasó el examen por lo diminuto; desde entonces lo llaman planeta enano.

Es más chiquito que nuestra Luna. Y está tan lejos que solo en julio de 2015 llegó hasta él una nave espacial que había partido en 2006. Supimos entonces mucho del pequeño Plutón: tiene cuatro lunas, una de ellas tan grande como la mitad de su propio tamaño.


Muchas preguntas desvelan a los astrónomos de hoy: ¿hay más planetas?, ¿hay vida extraterrestre? Un reconocido astrofísico, Abraham Avi Loeb —ha sido director del Departamento de Astrofísica de la Universidad de Harvard—, cree que sí, que es muy posible que no seamos “los únicos chicos del barrio”. Para él resulta arrogante creer que estamos solos en el universo. Y da sus razones: cientos de miles de estrellas tienen un planeta más o menos del tamaño de la Tierra y una temperatura similar a la nuestra, lo que hace viable la existencia de agua y de la química de la vida tal como la conocemos.

Pero otros siguen sosteniendo una tesis: es difícil encontrar un lugar distinto a la Tierra donde se den las condiciones que permitieron nuestra existencia. Resulta casi imposible repetir la serie de casualidades, astronómicas y geológicas, que la hicieron posible.

Sí, debo a mi abuelo el haberme encarretado con la astronomía. Aún guardo en la memoria la primera lección que me dio sobre el sistema solar: “Es como una gran familia formada por los planetas que dan vueltas alrededor del Sol; por las lunas, que giran en torno a los planetas, y por el cinturón de asteroides que se interpone entre los planetas internos, que son rocosos, y los externos, bolas gigantes de gas. El Sol, semejando un benevolente padre, les reparte a todos luz y calor. Como Venus está tan cerca de él, recibe mucho calor; si colocáramos un soldadito de plomo en su superficie, se derretiría muy pronto. Como Plutón se halla tan lejos, su superficie es muy fría: allí los helados se harían en un instante”.

Una obsesión del viejo fue hacerme entender que el universo está prácticamente vacío. Esto, a pesar de estar habitado por millones y millones de galaxias. Un día me sentó a su lado y me dijo algo que sonó muy importante:

—Escucha muy bien. El Sol es gigante: la Tierra cabría en él un millón trecientas mil veces. Si jugamos a que el Sol es un balón de un metro de ancho, la Tierra sería como una arveja. La distancia del Sol a la Tierra es de 150 millones de kilómetros. ¡No me cabe en la cabeza esa distancia inmensa! —agregó, mientras alzaba sus brazos para darles fuerza a sus palabras. Y añadió: —Si el Sol fuera ese balón y la Tierra la arveja, la distancia entre uno y otro sería como de una cuadra.

Así, mi abuelo me fue haciendo comprender los tamaños y las distancias de todos los planetas. Cerré los ojos y traté de crear un sistema solar en mi mente. Imposible. Salí entonces con el viejo al parque del barrio, uno de esos que ocupan una manzana. Allí me invitó a fabricar un sistema solar. En una esquina colocamos el balón.

—Este será el Sol —indicó. En la otra esquina pusimos una arveja: la Tierra. Luego los planetas que están entre el Sol y la Tierra: Mercurio, tan pequeñito como una cabeza de alfiler, y Venus, representado por otra arveja.

En el parque ya no podíamos ubicar más planetas. Pero ¡estaba casi vacío! No jugamos más. Para colocar a Neptuno en nuestro diminuto sistema solar, nos hubiera tocado caminar muy lejos. ¡Más de cincuenta cuadras! Y Neptuno sería apenas un limón… Sí, Papá Sesé tenía razón: ¡El universo permanece prácticamente vacío!

Ese día —y me ocurre siempre que pienso en esto— temblé al imaginar lo fácil que es perderse en el espacio. ¡La distancia entre uno y otro objeto cósmico es muy, pero muy grande!

Para ir a la Luna, que parece cercana, ¡tardaríamos, más o menos, 16 días con sus noches volando en un avión veloz!

Regresamos a casa mientras el viejo me contaba curiosidades de la vida de las estrellas: nacen y mueren como los humanos; cambian de color de acuerdo con la edad. Son entre azules y moradas cuando jóvenes; entre amarillas y naranja al empezar a madurar; rojas al llegar a la vejez y comenzar a morir… Por fortuna se necesitan muchos siglos para que esto ocurra, pues viven millones y millones de años. ¡Hasta quince mil millones!


Esa noche soñé con ellas. Unas eran niñas, otras jóvenes, otras como mamás y otras viejitas como abuelas.

Lo que más me emociona es saber que todo lo que existe —incluidos nosotros, los humanos— está hecho de material de estrellas ¡Somos polvo de estrellas!

Otra de las alegrías gigantes de Papá Sesé fue ver pasar, en 1986, el cometa Halley. “Parece una estrella arrastrando una cola de luz”, decía. Se quejaba, eso sí, porque pasó muy lejos; apenas parecía una mancha caminando en el cielo.

Los antiguos describieron los cometas como cabelleras humanas arrastradas por el viento. Los astrónomos modernos dicen que estos “visitantes del reino de las estrellas” son bolas de roca, hielo y gases; andan errantes por el espacio cósmico.

El Halley es uno de los más grandes. Se acerca a la Tierra cada 76 años. En 1910 se arrimó tanto, y se vio tan imponente, que la gente se asustó. ¡Creyeron que llegaría el fin del mundo!

—¡Tú podrás ver esta roca viajera del espacio en el 2062! —me decía. Y de solo fantasear con esa posibilidad se le iluminaban los ojos.

Colombia, mi abuelo y yo

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