Читать книгу La obra de Cristo - R. C. Sproul - Страница 6

1
ENCARNACIÓN

Оглавление

En teología, hacemos una distinción entre la persona de Cristo y la obra de Cristo por varias razones. Pero a pesar de que esa distinción es importante, nunca debemos permitir una separación, porque la persona de Cristo está íntimamente conectada a Su obra. Entendemos Su obra en gran medida desde la perspectiva de Aquel que hizo la obra. Visto a la inversa, la obra de Jesús revela mucho acerca de quién es Él. Por tanto, Su persona y Su obra pueden ser diferenciadas pero nunca separadas.

En los análisis sobre la obra de Cristo, muchas personas creen que lo más natural es comenzar con Su nacimiento. Sin embargo, la obra de Cristo comenzó mucho antes de Su nacimiento. De hecho, comenzó en la eternidad pasada, en lo que los teólogos llaman “el pacto de redención”. La palabra pacto aparece frecuentemente en la Biblia. Un pacto es un acuerdo entre dos partes. Existe el pacto de la Creación, el pacto de obras y el pacto de gracia. A medida que leemos las Escrituras, vemos que Dios hace pactos con Noé, Abraham y David, y luego hace el nuevo pacto. Sin embargo, muchas personas no están familiarizadas con el primer pacto de todos, el pacto de redención. Ese no fue un pacto que Dios hizo con los seres humanos. En cambio, el pacto de redención fue un pacto forjado en la eternidad entre las tres personas de la Deidad.

Distinguimos a las personas de la Deidad como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cuando examinamos el registro de la Creación en el Antiguo Testamento, vemos que toda la Trinidad, toda la Deidad, estuvo activamente involucrada en la Creación del universo. Pero no solo la Creación fue una obra trinitaria; también lo es la redención. En la eternidad antes de la Creación, el Padre inició el concepto de redimir la Creación que sabía que iba a caer. Él diseñó el plan de redención. Al Hijo se le encomendó la tarea de cumplir esa redención. Al Espíritu Santo se le dio la tarea de aplicar la obra de redención de Cristo al pueblo elegido de Dios. Es de vital importancia que entendamos que esta división de responsabilidades no implicaba ninguna imposición por parte del Padre o una lucha dentro de la Deidad misma. Por el contrario, el Padre, el Hijo y el Espíritu hicieron un acuerdo eterno que se conoce como el pacto de redención. Bajo este pacto, el Padre envió al Hijo y el Hijo estuvo absolutamente encantado de llevar a cabo la misión que el Padre le dio.

El apóstol Pablo resumió el alcance de la encarnación de Jesús cuando escribió: “Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Efesios 4:8-10). Entonces, el ministerio de Jesús, que culminó con Su ascensión a la gloria para Su coronación como Señor de la Creación, comenzó con Su descenso. Él dejó Su hogar en gloria con el Padre y el Espíritu, y vino a este mundo por medio de la encarnación.

Del mismo modo, en la apertura de su Epístola a los Romanos, Pablo se identificó a sí mismo como un apóstol llamado por Dios y apartado para el evangelio de Dios, que, según dijo, fue “prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne” (Romanos 1:2–3). Así, Pablo comenzó su gran exposición del evangelio y la obra de Cristo con una referencia a que Jesús nació como descendiente de David. Esta referencia al nacimiento de Jesús nos lleva de inmediato al concepto de la encarnación.

EL NACIMIENTO DEL ENCARNADO

Lo importante sobre el nacimiento de Cristo, aquello que celebramos en Navidad, no es tanto el nacimiento sino la encarnación de Dios mismo. Encarnación es venir en la carne. En el prólogo de su evangelio, Juan primero distinguió entre el Verbo y Dios: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios” (Juan 1:1a). Luego, en la siguiente afirmación, dijo que son lo mismo: “y el Verbo era Dios” (v. 1b). Al final del prólogo, escribió: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (v. 14a). En esta “encarnación”, Dios no sufrió repentinamente una metamorfosis para convertirse en un hombre, de modo que la naturaleza divina esencialmente dejara de existir o tomara una nueva forma. La encarnación no fue tanto una substracción sino una adición; la segunda persona eterna de la Trinidad asumió una naturaleza humana y unió Su naturaleza divina a esa naturaleza humana con el propósito de la redención.

Pablo tenía algunas cosas muy importantes que decir sobre la encarnación en su carta a los Filipenses:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2:5–11).

Este pasaje, que es una celebración de la encarnación de Cristo, se conoce como el himno kenótico. Es probable que el apóstol no haya compuesto este pasaje mientras escribía la carta a los filipenses, sino que hizo uso de un himno que los cristianos cantaban en esa época. Se le llama el himno kenótico debido a una palabra griega prominente que se encuentra en este pasaje, kenosis, que literalmente significa “vaciamiento”. La imagen de vaciar nos da una idea de la transición que Jesús experimentó al dejar Su estado exaltado en el cielo y encarnarse como hombre en este mundo.

En la vida de Jesús, vemos un patrón muy claro de humillación y exaltación. Él comenzó en exaltación en la gloria del cielo, pero accedió a unirse a nosotros en nuestra existencia terrenal para redimirnos. Al entrar en la carne humana, sufrió una profunda humillación. A lo largo de Su vida, la humillación se hizo más grande y más oscura, llegando finalmente a su punto más bajo en la cruz. Después de Su crucifixión y muerte, el patrón cambió, y comenzó a ser exaltado una vez más, empezando con Su sepultura en la tumba de un hombre rico y culminando con Su ascensión a la gloria.

El patrón no siempre fue consistente. Hace varios años, escribí un libro titulado The Glory of Christ [La gloria de Cristo] porque me fascinaba la forma en que, durante la vida terrenal de Jesús, cuando Su identidad eterna estaba oculta durante Su encarnación, ocasionalmente se filtraban destellos de gloria, como si la encarnación fuera incapaz de cubrir totalmente Su gloria. Lo vemos, por ejemplo, en el relato de Lucas sobre el nacimiento de Jesús. Lucas nos cuenta del arduo viaje que hicieron María y José para registrarse en Belén. Cuando llegaron allí, no había lugar en la posada, por lo que Jesús nació en la humillación absoluta de un establo, fue envuelto en pañales y tendido en un pesebre. Pero incluso mientras tenemos esta imagen de humillación, en los campos fuera de Belén, la gloria de Dios irrumpió, y el coro angelical comenzó a cantar: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Este es solo un ejemplo que muestra que la humillación de Jesús no fue lineal. Sin embargo, el patrón básico va de la humillación a la exaltación.

UN EJEMPLO PARA IMITAR

Creo que es importante observar que el propósito de Pablo en el himno kenótico fue mostrarnos cómo Jesús se humilló a sí mismo para que podamos imitarlo. Por eso Pablo comenzó declarando: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). En otra parte, el apóstol nos dijo que debemos estar dispuestos a identificarnos con la humillación de Jesús si esperamos experimentar Su exaltación (Romanos 8:17). Incluso nuestro bautismo muestra humillación y exaltación; en el bautismo, estamos mostrando la muerte de Jesús, pero también estamos mostrando Su resurrección.

Pablo afirmó que Cristo, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Filipenses 2:6). En otras palabras, Jesús no consideró la gloria que disfrutó con el Padre y el Espíritu desde toda la eternidad como algo para ser celosamente guardado y retenido tenazmente. En cambio, Él estaba dispuesto a dejarlo de lado. Estaba dispuesto a vaciarse y “se despojó a sí mismo” (v. 7a).

En el siglo XIX, los eruditos liberales propusieron la teoría kenótica de la encarnación, declarando que cuando Jesús vino a esta tierra dejó de lado Sus atributos divinos. De este modo, el Dios-hombre ya no tenía los atributos divinos de omnisciencia, omnipotencia y todo lo demás. Evidentemente, esta teoría era una negación de la naturaleza misma de Dios, la cual es inmutable. Incluso en la encarnación, la naturaleza divina no perdió Sus atributos divinos. Jesús no comunicó Sus atributos divinos a Su lado humano. Él no deificó Su naturaleza humana. La unión entre la naturaleza divina y humana de Jesús es un misterio, pero Su naturaleza humana es verdaderamente humana. Eso significa que no es omnisciente. No es omnipotente. No es ninguna de esas cosas. Al mismo tiempo, Su naturaleza divina permanece plena y completamente divina. A. E. Biedermann señaló que “solo alguien que haya sufrido una kenosis de su entendimiento puede estar de acuerdo con las [teorías kenóticas]”1. En otras palabras, estos teólogos se habían vaciado de su sentido común.

En realidad, Jesús se vació de Su gloria, privilegio y exaltación. En la encarnación, Él se despojó a Sí mismo. Permitió que Su posición divina y exaltada fuera sometida a hostilidad humana, crítica e incluso negación. Tomó la forma de un siervo y se hizo semejante a los hombres (v. 7b). Ya es bastante sorprendente que Jesús haya venido como hombre, pero además vino como esclavo. Llegó en una posición que no tenía exaltación ni dignidad, solo indignidad. Y en dicho estado, “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (v. 8).

DE LA HUMILLIACIÓN A LA EXALTACIÓN

Las palabras que siguen a este breve resumen de la humillación de Jesús en la encarnación son de vital importancia para nosotros. Pablo escribió: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (v. 9). En el aposento alto, la noche antes de Su ejecución, cuando Jesús hizo Su oración sacerdotal, una de Sus peticiones fue que el Padre le devolviera la gloria que tenían juntos desde el principio. Él declaró: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:4–5). Cuando completó Su obra, el Padre hizo exactamente lo que Jesús le había pedido. Llegó el fin de Su indignidad, de la humillación que comenzó tan estrepitosamente con Su nacimiento.

Los nombres y títulos que el Nuevo Testamento da a Jesús permiten un estudio amplio e inspirador. Pero ¿cuál es el nombre que Dios le ha dado a Jesús, el nombre que está sobre todo nombre? A menudo sucede que los cristianos al leer este pasaje asumen que el nombre que está sobre todo nombre es el nombre de Jesús. Pero Pablo tenía un nombre diferente en mente. Él dijo que Dios ha exaltado a Cristo y le ha dado el nombre sobre todo nombre, “para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10–11). El nombre que está sobre todo nombre es el título que pertenece solo a Dios, Adonai(“Señor”), que se refiere a Dios como el soberano. Debido a la perfecta obediencia de Jesús en el papel de esclavo, Dios movió el cielo y la tierra para exaltar a Su Hijo y le dio el nombre que está sobre todo nombre, de modo que cuando escuchamos el nombre de Jesús, nuestro impulso debería ser caer de rodillas y confesar que Él es el Señor para la gloria de Dios Padre. Cuando lo hacemos, cuando exaltamos a Cristo de esta manera, también exaltamos al Padre.

Por lo tanto, el círculo se completa: primero la exaltación, luego la humillación, y finalmente la exaltación otra vez. A Cristo no solo se le dio la tarea de venir a morir el Viernes Santo. Fue llamado a vivir toda una vida de humillación. Esa fue la misión que Él acordó cumplir con el Padre y el Espíritu desde la eternidad.

La obra de Cristo

Подняться наверх