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HIMNOS DE LA INFANCIA

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Encontramos las narraciones del nacimiento de Jesús en los evangelios de Mateo y Lucas, pero el relato de Lucas es el más detallado. Solo Lucas proporciona antecedentes sobre el nacimiento de Juan el Bautista; sobre el anuncio del ángel Gabriel a María de que ella iba a concebir y dar a luz un Hijo, que sería el Hijo de Dios; sobre la visita de María a Elizabeth, madre de Juan el Bautista; sobre la experiencia de los pastores fuera de Belén; y sobre los encuentros de María y José con Simeón y Ana.

Otra característica fascinante de los relatos de Lucas es su inclusión de tres canciones dadas bajo la inspiración del Espíritu Santo. Creo que estas canciones son muy significativas en relación con la obra de Cristo, pero a menudo se pasan por alto. En el Antiguo Testamento, cuando Dios realizaba obras particularmente importantes de liberación o redención, Su pueblo a menudo celebraba cantando. Encontramos el Canto de Moisés (Éxodo 15:1–18), el Canto de María (v. 21) y el Canto de Débora (Jueces 5:1–31). En el Nuevo Testamento, en el libro de Apocalipsis, el apóstol Juan compartió su visión del pueblo de Dios cantando “un nuevo cántico” (5:9–10).

En Lucas, encontramos tres canciones que fueron compuestas espontáneamente para celebrar la encarnación. Cada una de estas canciones es conocida por las primeras palabras del canto en latín. Son el Canto de María (el Magnificat), el Canto de Zacarías (el Benedictus) y el Canto de Simeón (el Nunc Dimittis). En este capítulo, quiero observar brevemente estos himnos porque su contenido revela dimensiones importantes de la obra de Jesús.

EL CANTO DE MARÍA

El Canto de María, el Magnificat, es quizás el más famoso de los tres. María, al enterarse por medio del Ángel Gabriel de su embarazo, y del embarazo de su pariente Elizabeth con Juan el Bautista, fue a visitarla. Cuando María llegó y saludó a Elizabeth, Juan, que aún no había nacido, saltó de alegría dentro del vientre de Elizabeth y ella le dio la bienvenida a María como “la madre de mi Señor”. María entonces cantó:

Engrandece mi alma al Señor;

Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.

Porque ha mirado la bajeza de su sierva;

Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.

Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;

Santo es su nombre,

Y su misericordia es de generación en generación

A los que le temen.

Hizo proezas con su brazo;

Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.

Quitó de los tronos a los poderosos,

Y exaltó a los humildes.

A los hambrientos colmó de bienes,

Y a los ricos envió vacíos.

Socorrió a Israel su siervo,

Acordándose de la misericordia

De la cual habló a nuestros padres,

Para con Abraham y su descendencia para siempre.

(Lucas 1:46b-55)

María comenzó por “engrandecer” a Dios. ¿Por qué hizo esto? Primero, lo hizo porque “ha mirado la bajeza de su sierva” (v. 48a). María se sintió abrumada por el hecho de que, de todas las mujeres en la historia del mundo, ella, una simple campesina, había sido seleccionada por Dios para ser la madre del Mesías. Es como si ella estuviera diciendo: “No puedo superar esto. Él me ha notado. Me ha considerado aún en mi bajeza”. Esta es la historia original de Cenicienta, aquel cuento de una criada que capturó el corazón del príncipe.

María continuó: “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre, y su misericordia es de generación en generación” (v. 48b-50). Ella sabía que era “el Santo” quien la había notado y le había dado un privilegio tan indescriptible. Cuando el ángel le dijo que iba a concebir a este bebé, ella quedó perpleja y le preguntó: “¿Cómo será esto? pues no conozco varón”. El ángel respondió: “porque nada hay imposible para Dios” (1:34, 37). Aquel que creó el universo y la vida de la nada, es capaz de crear vida en un útero. Por eso María celebró el impresionante poder de Dios y Su misericordia.

“Hizo proezas con su brazo”, cantó María. “Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Lucas 1:51-53). María entendió que, si todas las armas del mundo se pusieran contra Dios, Él podría eliminarlas con un simple gesto de Su poderoso brazo. Él puede dispersar a los poderosos. Él puede derribar a los orgullosos de sus posiciones de poder, despojarlos de su fuerza y exaltar a los humildes. Él ha alimentado a los hambrientos y dejó a los ricos sin recursos.

María dijo: “Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre” (v. 54-55). Aquí, al final de su canción, María relacionó lo que había oído del ángel y de Elizabeth con la nación de Israel. Ella comprendió que el bebé que había sido concebido en su vientre no tenía un propósito aislado en la historia, sino que era el cumplimiento de todo el Antiguo Testamento, todo lo que la nación de Israel esperaba.

El Nuevo Testamento habla del nacimiento de Jesús en “el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4; Efesios 1:10). Esto significa que la encarnación de Cristo no fue una idea de último momento ni un impulso de Dios. Al contrario, era parte del plan de Dios porque Él había prometido a Su pueblo una redención vinculada al pacto que había hecho con el patriarca Abraham. Ese plan fue cuidadosamente trazado, de modo que se fijó un tiempo preciso para que Jesús naciera.

Cuando una mujer queda embarazada, su médico generalmente establece una “fecha prevista”. La madre luego cuenta los meses, semanas y días hasta que llegue el momento de que nazca el bebé. Por supuesto, no todos los bebés cumplen con sus fechas previstas para el parto. Nuestra primera hija nos hizo esperar diez días más, y pensé que me volvería loco porque ansiaba que terminara el tiempo para poder verla. Pero Jesús vino exactamente en la fecha prevista, fijada en la eternidad pasada por el Padre.

Así como yo estaba ansioso por el nacimiento de mi hija, en cierto sentido toda la historia de la humanidad estaba esperando y gimiendo por el nacimiento de Jesús, pero Él no podía venir sino hasta que el tiempo se hubiera cumplido. La traducción de Gálatas 4:4 en La Biblia de las Américas habla de “la plenitud del tiempo”; me gusta pensar en esta idea como un vaso lleno con agua hasta el borde. Por lo general, cuando llenamos un vaso con agua, no lo llenamos hasta el tope; dejamos un poco de espacio para poder moverlo sin derramar el agua. Pero “la plenitud del tiempo” es como un vaso lleno hasta el borde, tan lleno que no puede recibir una gota más de agua sin desbordarse. De la misma manera, Dios decretó y preparó el mundo de tal modo que Jesús llegó en el momento preciso de Su agrado, ni un segundo antes ni un segundo después.

EL CANTO DE ZACARÍAS

Encontramos temas similares en el Benedictus, la canción de Zacarías, que fue el padre de Juan el Bautista. Zacarías no creyó al ángel cuando le anunció que tendría un hijo que sería el precursor del Mesías, por lo cual perdió el habla (Lucas 1:19–20). Su mutismo duró hasta el día en que Juan fue circuncidado, cuando se soltó la lengua de Zacarías y cantó:

Bendito el Señor Dios de Israel,

Que ha visitado y redimido a su pueblo,

Y nos levantó un poderoso Salvador

En la casa de David su siervo,

Como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio;

Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron;

Para hacer misericordia con nuestros padres,

Y acordarse de su santo pacto;

Del juramento que hizo a Abraham nuestro padre,

Que nos había de conceder

Que, librados de nuestros enemigos,

Sin temor le serviríamos

En santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días.

Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado;

Porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos;

Para dar conocimiento de salvación a su pueblo,

Para perdón de sus pecados,

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,

Con que nos visitó desde lo alto la aurora,

Para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte;

Para encaminar nuestros pies por camino de paz.

(Lucas 1:68-79)

Observa las palabras con las que Zacarías comenzó esta canción: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio” (v. 68–70). Aquí Zacarías se enfocó en la visita de Dios. La palabra griega traducida como “ha visitado” está estrechamente relacionada con la palabra griega episkopos, que generalmente se traduce como “obispo” o “supervisor”. La Iglesia Episcopal se llama así porque es gobernada por obispos. La raíz de episkopos es skopos, que significa “observador” o “vigilante”. Es de donde obtenemos el sufijo scopio, que se refiere a algo que usamos para examinar lo que no podemos ver a simple vista. Un microscopio revela cosas muy pequeñas, un telescopio revela cosas distantes, etc. El prefijo epi intensifica el significado de la raíz. En consecuencia, un episkopos es alguien o algo que mira atenta, detallada y completamente lo que se está examinando.

En el mundo griego antiguo, el episkoposera el general del ejército. Él iba a las bases militares y revisaba las tropas. Las inspeccionaba para ver si estaban listas para la batalla. Si las tropas no estaban listas, el episkoposimponía castigos. Si estaban listas, él daba elogios y recompensas.

El Nuevo Testamento se refiere a Jesús como nuestro Episkopos cuando lo llama el “Obispo de vuestras almas” (1 Pedro 2:25); eso significa que Él es nuestro supervisor. Él ve todo lo que está sucediendo en medio de Su pueblo.

Los judíos anhelaban el momento en que Dios mismo visitaría este planeta. Temían que Su visita fuera un día de oscuridad si venía y Su pueblo no estaba listo, pero también esperaban que Dios visitara a Su pueblo para redimirlos. Ese es el tipo de visita que Zacarías celebró: “Él visitó y redimió a su pueblo”. No estaba pensando en las malas noticias del juicio inminente sino en las grandes noticias de una visita redentora de Dios. Recordemos que Jesús fue llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros” (Mateo 1:23). Por tanto, este himno celebra la visita de Dios en la encarnación.

Zacarías continuó: “Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:71–75). Tal como lo hizo María en el Magnificat, Zacarías relacionó la venida de Cristo con el pacto que Dios había hecho con Abraham. El pueblo esperó siglo tras siglo, pero finalmente tanto María como Zacarías dijeron que la espera había terminado. Dios se había acordado, porque Él nunca olvida Sus pactos. Esa es la base sobre la cual vivimos.

Luego Zacarías habló de Juan el Bautista: “Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados” (v. 76–77).

Aquí obtenemos una pista de cómo se iba a realizar la obra de salvación de Dios; independientemente de cualquier otra cosa que involucrara, incluiría una remisión de los pecados, se removerían las transgresiones del pueblo de Dios tan lejos como está el este del oeste (Salmo 103:12). Se haría, dijo Zacarías, “por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78). “La aurora desde lo alto” es un título para Jesús. Él es como la estrella que ilumina el amanecer “para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (v. 79).

EL CANTO DE SIMEÓN

Hay otro breve himno en las narraciones del nacimiento en el evangelio de Lucas: el Nunc Dimittis. El latín aquí son las primeras palabras de la oración de Simeón: “Ahora despides”. Cuando María y José llevaron al niño Jesús al templo en Jerusalén para consagrarlo, se encontraron con un anciano llamado Simeón. Lucas dijo que era “justo y devoto”, que el Espíritu Santo estaba sobre él y que Dios le había dicho que no moriría hasta que viera al Cristo (Lucas 2:25-26). No sabemos cómo vivió sus días alrededor del templo, pero sospecho que iba todos los días a buscar al Mesías, descubriendo día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, que la promesa aún no se cumplía. Finalmente, un día, el Espíritu Santo lo llevó al templo, donde encontró a María y José, y luego tomó a Jesús en sus brazos. Entonces cantó: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (v. 29–32).

El pueblo de Israel había gemido en medio de dolor, guerra, contienda y sujeción, pidiendo a Dios su salvación. Cuando Simeón sostuvo al niño Jesús en sus brazos, declaró que la salvación de Dios había llegado. Jesús era esa salvación–pero no solo para Israel. Aunque Él era, como dijo Simeón, “la gloria” de Israel, también era “luz que ilumina a las naciones”. Jesús era la salvación para las personas de todas las tribus, lenguas y naciones.

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