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EL PACTO DE LA
CREACIÓN (PARTE 1)

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El primer pacto que Dios hizo con la humanidad es conocido por diversos nombres. A veces se le llama simplemente “el pacto adánico”. En otras ocasiones, se le llama “el pacto de la Creación”. Finalmente, a veces se conoce por el controversial título “el pacto de obras”.

El primer pacto se llama el pacto adánico por una razón obvia: fue hecho con Adán. Sin embargo, debemos recordar que el nombre Adán significa “hombre” en el sentido genérico, humanidad. La Biblia confirma, especialmente en el Nuevo Testamento, que cuando Dios hizo este pacto, no fue simplemente entre Dios y un individuo histórico en particular. En vez de eso, Adán representaba a toda la humanidad. Eso es muy importante para nuestra comprensión de la historia de la redención, porque Adán fracasó como nuestro representante. En consecuencia, cuando Cristo vino al mundo, una de las responsabilidades que el Padre le dio fue ser el “postrer Adán” (1 Corintios 15:45). Vemos este contraste mencionado varias veces en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, Pablo escribió: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:21). Así que el Nuevo Testamento enfatiza el contraste entre el Adán original y Cristo como el segundo Adán, porque ambos funcionaron no como individuos privados sino como representantes.

Dado que Adán representaba a toda la raza humana en el pacto que Dios hizo con él, todos los seres humanos que descienden de Adán participan en el pacto adánico. Como hijos de Adán, estamos necesariamente involucrados en una relación de pacto con Dios. Ese es un punto que a menudo se pasa por alto y se oscurece. La gente dice: “Bueno, no soy judío y no soy cristiano; por lo tanto, no tengo ninguna relación de pacto con Dios”. Algunas veces dicen: “Ni siquiera creo en Dios, por lo tanto, no hay manera de que pueda estar en una relación de pacto con Él”. Sin embargo, la visión bíblica es que todas las personas están en una relación de pacto con Dios, incluso si lo niegan. No podemos escapar de esta relación de pacto que se forjó entre Dios y nosotros en Adán. Pablo se refirió a la representación de Adán en su epístola a los Romanos, donde señaló que todos pecamos en Adán (5:12), a pesar de que no estábamos allí en el huerto del Edén cuando Satanás tentó al hombre y la mujer.

De modo que ninguno de nosotros está fuera del pacto. La pregunta es si somos guardadores del pacto o quebrantadores del pacto. Todos somos lo uno o lo otro, pero ninguno de nosotros está fuera del pacto. El pacto de la Creación fue incorporado al orden de las cosas antes de la caída, y las estipulaciones que Dios le dio a Adán en este pacto fueron, por extensión, dadas a toda la humanidad.

¿Las estipulaciones que Dios impuso a Adán en este primer pacto alguna vez fueron abrogadas o anuladas? A veces las personas argumentan que los mandatos que Dios dio a través de Moisés en el Antiguo Testamento ya no aplican para nosotros, o que los mandatos de Jesús aplican solo para los cristianos. Sin embargo, hay poco margen para discutir sobre los mandatos que Dios instituyó en la Creación. Cualquier ley introducida por Dios en el pacto de la Creación se extiende hasta donde la Creación se extienda. Por ende, dado que Dios santificó el matrimonio en la Creación, la santidad del matrimonio aplica a todas las generaciones. Ninguna cultura tiene el derecho ante Dios de prescindir de la santidad del matrimonio y decidir que las parejas pueden simplemente vivir juntas. La iglesia reconoce las ceremonias civiles de matrimonio y no restringe el matrimonio a la iglesia, lo que otorga al Estado el derecho de regular el matrimonio debido a la convicción de que el matrimonio se otorga no solo a judíos o cristianos, sino a todos los seres humanos. Es un estado que Dios bendice y santifica para toda la raza humana. Está incorporado en la Creación. Es por eso por lo que las cuestiones éticas con respecto a la naturaleza de la familia, las relaciones sexuales y el matrimonio trascienden a las consideraciones de las culturas contemporáneas. Estas cosas están arraigadas y fundamentadas en la Creación, por lo que nunca se pueden tratar como una cuestión de costumbre.

COSTUMBRE Y PRINCIPIO

En mi libro Cómo estudiar e interpretar la Biblia, incluí un capítulo sobre la difícil pregunta interpretativa de las costumbres y los principios. Leemos ciertas advertencias y exhortaciones en la Biblia, y preguntamos: “¿Estas cosas son obligatorias para los cristianos de todos los lugares y de todas las épocas, o eran simplemente costumbres contemporáneas de una cultura o era en particular, destinadas a desaparecer con esa cultura o era?”.

Sabemos que ciertas cosas son susceptibles de cambiar con la cultura. Por ejemplo, cuando damos nuestros diezmos, no le damos siclos a Dios. El principio de que debemos ser administradores de nuestra propiedad y apoyar la obra del reino de Dios permanece intacto, pero la forma particular de la moneda que usamos cambia de una cultura a otra y de una generación a otra.

Además, ciertas cosas están determinadas culturalmente. La Biblia llama a los cristianos en todos los lugares y en todas las generaciones a vestirse con modestia. Pero lo que es modesto en una cultura puede considerarse provocativo y obsceno en otra. Si nosotros en Occidente nos vistiéramos con poca ropa como algunas de las tribus primitivas del mundo, sería escandaloso. De modo que hay diferencias en la forma en que las personas se visten en distintas generaciones y culturas. Eso es algo que cambia; es fluido. Por esta razón, no exigimos que las personas usen túnicas y sandalias en la cultura occidental del siglo XXI simplemente porque eso es lo que usaba Jesús. El vestido es una cuestión de costumbre. El principio tiene que ver con lo que trasciende las costumbres locales y aplica a todos los cristianos en cualquier lugar y en todo momento.

A veces es muy sencillo entender la diferencia entre un principio y una costumbre. Tomemos el ejemplo del mandato de Jesús a Sus discípulos de salir pero sin llevar calzado con ellos (Mateo 10:10). ¿Significa eso que tenemos un mandato universal de Cristo para hacer evangelismo siempre con nuestros pies descalzos? Por supuesto que no. La forma en que las personas cuidaban sus pies en el primer siglo difiere de la forma en que lo hacemos en nuestras culturas contemporáneas. Pero no todas las cuestiones son tan simples. Consideremos el tema de la estructura de autoridad en el hogar o en el matrimonio. ¿Es la idea del liderazgo masculino en la casa una cuestión de costumbre o una cuestión de principio? Esa pregunta es debatida tenazmente en nuestros días.

Pensemos en un tema relacionado: el requisito de Pablo de que las mujeres cubran sus cabezas en la adoración (1 Corintios 11:4-6). Casi nadie hace eso en nuestros días, en gran medida porque se considera que es un mandato cultural. Si buscas diez comentarios sobre 1 Corintios, obtendrás diez opiniones diferentes sobre lo que Pablo esperaba, pero casi todos señalarán que cuando Pablo escribió 1 Corintios, la ciudad de Corinto era conocida por su inmoralidad y sexualidad, y era posible identificar a una prostituta porque andaba con su cabeza descubierta. Por tanto, se dice que a Pablo le preocupaba el decoro de la comunidad cristiana; es decir, no quería que las mujeres cristianas de Corinto parecieran prostitutas, por lo que les dijo que se cubrieran la cabeza.

Esa es la explicación que leemos en muchos comentarios. Pero tengo un problema con eso: Pablo nunca dijo en 1 Corintios que la razón por la que quería que las mujeres se cubrieran la cabeza era para que no parecieran prostitutas. Si el apóstol dio una advertencia que nos desconcierta, creo que es una labor legítima para el intérprete bíblico examinar la “situación de la vida” en la que se escribió el texto.

Creo que nos ayuda a entender la Biblia si leemos sobre cómo era la cultura de la época y nos preguntamos: “¿Cómo entendieron las personas en el primer siglo este texto o esta advertencia?”. Ese es un método legítimo de interpretación bíblica. Sin embargo, dado que el apóstol dio una razón para su mandato, no es legítimo descartar su razón y reemplazarla con un razonamiento especulativo que extraemos de nuestro estudio de la cultura de esa época.

En 1 Corintios, Pablo no solo dijo que las mujeres debían cubrir sus cabezas, sino que también dio una razón. La razón es que cubrir la cabeza es una señal de la subordinación de la esposa al esposo en la familia (11:6-10). Además, cuando Pablo dio esta orden, no apeló a la cultura local en Corinto; apeló a la Creación (v. 8-9).

Por tanto, debemos ser muy cuidadosos antes de descartar un mandato de Dios argumentando que se trata de una costumbre local que no es vinculante para nosotros. Si podemos equivocarnos al diferenciar entre costumbre y principio, hay un principio bíblico para enseñarnos cómo decidir—el principio de que “todo lo que no proviene de fe es pecado” (Romanos 14:23). En otras palabras, la carga de la prueba cuando observamos un mandato en las Escrituras recae siempre sobre aquellos que dirían que es una costumbre en lugar de aquellos que dirían que es un principio. Si la Biblia me dice que haga algo que parece ser una costumbre, y soy muy escrupuloso y trato una costumbre como si fuera un principio, todo lo que estoy haciendo es ser demasiado escrupuloso. Pero si tomo un principio que Dios ha establecido para Su pueblo y lo descarto como si se tratara simplemente de una costumbre, soy culpable de subvertir la propia ley de Dios. Y si encontramos algo que está arraigado en la Creación, eso es lo último que deberíamos tratar como una costumbre, porque si hay algo que trasciende las consideraciones locales, son los principios establecidos en la Creación, porque tales principios se mantienen vigentes mientras la Creación perdure.

EL PACTO DE OBRAS

Como mencioné antes, el nombre más controversial del pacto de Dios con Adán es “el pacto de obras”. En la teología reformada histórica en particular, se hace una distinción entre lo que se llama el pacto de obras y el pacto de gracia. La Confesión de Fe de Westminster, un documento reformado del siglo XVII, señala: “La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto”. Luego agrega: “El primer pacto hecho con el hombre fue un pacto de obras, en el cual se le prometió la vida a Adán, y en él a su posteridad, bajo la condición de obediencia perfecta y personal” (7.1-2).1

Aquí es donde entra la confusión. En la primera sección, los redactores de la Confesión de Westminster expresaron la idea de que no tenemos un programa de derechos a partir de la Creación. Cuando Dios nos hizo del polvo, Él no tenía obligación de darnos prosperidad, buena salud o vida eterna. La criatura no puede decirle al Creador: “Debes hacer esto y lo otro por mí”. Cualquier beneficio que recibamos del Creador no proviene de una necesidad divina o algún tipo de ley externa que se impone a Dios por naturaleza. Al contrario, cualquier beneficio que obtenemos como criaturas proviene de la disposición personal de Dios.

En el primer capítulo, discutí cómo los eruditos que tradujeron las Escrituras hebreas al griego se decidieron por la palabra griega diathēkē para traducir la palabra hebrea para “pacto”, berîyth. Mencioné que finalmente se escogió diathēkē porque tenía el elemento de la disposición soberana. Eso es muy importante, porque en la cultura moderna hemos sido condicionados a pensar en términos de programas de derechos. Pensamos que si no recibimos ciertas cosas, hay algún error en la justicia. Pensamos que el Estado nos debe una educación universitaria. Nos debe un cierto nivel salarial. Nos debe esto, nos debe aquello. ¿De dónde sacamos esa idea? ¿Quién dijo que cualquier gobierno alguna vez le debía a su gente algo más que simplemente gobernar?

Al final, creo que así somos como criaturas. Desafortunadamente, dejamos que esa tendencia influya en nuestro pensamiento con respecto a cómo Dios se relaciona con nosotros. Dios no nos debe nada. Cualquier bendición que Él nos da proviene de Él voluntariamente, por Su gracia. Y ese principio está firmemente enunciado en la Confesión de Westminster: “La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto”.

Esta verdad está entretejida en la naturaleza misma de las cosas porque “Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Samos 100:3b). Somos nosotros Sus deudores. Estamos en deuda con Él por nuestra propia existencia. Le debemos todo; Él no nos debe nada. Sin embargo, Él nos bendice abundantemente y, como dice la confesión, nuestra participación en la bendición proviene de la “condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto”.

¿No significa eso que el primer pacto no es un pacto de obras sino un pacto de gracia? No, la distinción entre el pacto de obras y el pacto de gracia no pretende decir eso. El punto de distinción entre el pacto de obras y el pacto de gracia es qué condiciones impone Dios a los que estamos en pacto con Él para que experimentemos Sus beneficios.

Pienso que todos estamos de acuerdo en que el simple hecho de que Dios entre en un pacto con nosotros es una muestra de Su gracia. Debido a ese punto, hay algunas personas que se oponen a la distinción entre el pacto de obras y el pacto de gracia. Piensan que tal distinción oscurece la realidad de que cualquier pacto que tenemos con Dios es solo por Su gracia. Es por gracia que Él hace cualquier tipo de pacto con nosotros. Esta distinción necesita un examen más profundo, y lo veremos en el próximo capítulo.

Las promesas de Dios

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