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3.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

CON LA VICTORIA DEL FRENTE POPULAR, había cambiado la composición del ayuntamiento de Albacete, y el padre de Pedro pasó de concejal a teniente alcalde de esa corporación, ocupando por tanto un puesto muy significado en la ciudad[1].

Pedro llegó a Albacete el 13 de julio de 1936. Los días previos estaba inquieto por los posibles enfrentamientos con su padre con motivo de los acontecimientos político-religiosos: «Cuando se lo comenté al Padre, puso las cosas en su punto; me dijo que tenía que ir con mi familia; me aconsejó que viviera, por encima de todo, la piedad filial, y me recomendó que rezara por mi padre y no discutiera con él de política»[2].

Permaneció tres días con sus padres en Albacete, donde apenas pudieron hablar, y el 16 de julio partió hacia Torrevieja, donde ya se encontraba su hermano pequeño José María. El 17 de julio tuvo lugar la sublevación militar en las islas Canarias y en las colonias españolas de África, y al día siguiente se extendió por el resto del territorio del país. Comenzaba la guerra civil española, que se prolongaría durante casi tres años.

En las primeras semanas de la contienda se desató una represión despiadada contra la Iglesia en la zona que quedó bajo las autoridades de la República[3]. Muchos obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y fieles laicos fueron asesinados por odio a la fe; numerosas iglesias y conventos fueron profanados e incendiados[4].

En Albacete triunfó el alzamiento militar. «El padre de Pedro Casciaro fue detenido junto con otros conocidos republicanos de la ciudad». Sin embargo, «el 4 de agosto Albacete fue cercada por las tropas leales a la República y, con la ayuda de la Infantería de marina y de milicianos venidos de Cartagena, fue conquistada»[5]. Enseguida se establecieron tribunales populares que comenzaron a actuar[6]. Pedro Casciaro Parodi fue liberado de la cárcel y nombrado presidente del Frente Popular en la provincia[7].

Las actuaciones contra la Iglesia de algunos milicianos y de determinados mandatarios del Frente Popular encresparon al padre de Pedro, quien procuró ayudar a los perseguidos. De hecho, en los meses siguientes «logró salvar varias vidas, especialmente de sacerdotes y religiosas». Como recuerda Pedro: «Mi padre, a pesar del cargo que ocupaba en aquella nueva coyuntura política, tan confusa y caótica, deploraba con toda el alma el dramático desarrollo que habían tomado los acontecimientos»[8].

Es más, permitió que en su casa quedara reservada la Eucaristía. Las autoridades eclesiásticas de la diócesis pensaron que era un lugar seguro para guardar el Santísimo, porque la posición del señor Casciaro ofrecía protección. En un armarito de la sala de recibir, que quedó cerrada durante ese tiempo —cerca de dos años—, se custodiaron las especies sacramentales. Pedro recuerda que, «gracias a esto, el bibliotecario del Instituto —que acababa de llegar destinado a Albacete y nadie sabía que era sacerdote—, protegido por mi padre, pudo atender a muchos enfermos administrándoles el Viático»[9]. La señora Casciaro tenía permiso para «comulgar directamente todos los días que lo deseara, y así lo hizo»[10].

Pedro Casciaro Parodi también fue nombrado presidente de la Junta de Defensa del Patrimonio Artístico. En el ejercicio de este cargo, salvó valiosas obras de arte religioso: entre otras, la imagen de la Virgen de los Llanos, Patrona de la ciudad[11].

JUGARSE LA VIDA

Al estallar el conflicto, Pedro fue llamado a filas. Se presentó en el ayuntamiento de Alicante para este fin, pero en el reconocimiento médico fue declarado no apto para el servicio militar porque necesitaba usar lentes; de manera que regresó a Los Hoyos, en Torrevieja.

A partir de entonces, por ser coherente con su fe, corrió con frecuencia el riesgo de ser detenido y llevado a prisión. «En las primeras semanas de la guerra se recrudeció el anticlericalismo», escribió Pedro, «y tuvo lugar una tremenda persecución contra la Iglesia. Recordaré únicamente una cifra particularmente expresiva: en sólo un día, el 25 de julio, fiesta de Santiago, Patrón de España, fueron asesinados 95 eclesiásticos en todo el país. Recuerdo muy bien aquel día, porque fue el último en el que pude asistir a Misa en Torrevieja, en unos locales provisionales de la parroquia, que había sido incendiada»[12].

Para muchos, esas circunstancias hubieran justificado un «¿qué se le va a hacer?, ad impossibilia nemo tenetur»[13]. Pero Pedro, que deseaba ir a Misa diariamente, no se encogió ante el peligro. A sus 21 años, cada mañana tomaba una bicicleta y recorría siete u ocho kilómetros de camino hasta Torrelamata, un pueblo vecino, donde un sacerdote seguía celebrando Misa: una acción desafiante, valiente. «Llegar hasta aquel lugar no era nada sencillo: necesitaba un salvoconducto» y debía mostrarlo «sin cesar en los numerosos puestos de control que había en las salidas de las carreteras»[14]. Resultó que «el párroco de aquel pueblecito era un sacerdote anciano, que había regresado recientemente desde México, después de muchos años de ministerio sacerdotal en ese país. Tenía gran devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, advocación mariana que yo desconocía. Lo habían llevado, pocos días antes, al Comité Revolucionario del pueblo, pero no se arredró: acudió con gran confianza en su interior a la Guadalupana y lo dejaron, sorprendentemente, en libertad. Poco después le prohibieron celebrar Misa»[15].

Pedro contaba que, cuando ese sacerdote fue conducido ante el Comité Revolucionario, vestía un sombrero negro de seglar, dentro del cual había colocado una pequeña estampa de la Virgen del Tepeyac, para que lo protegiera. Esta fue la primera noticia que tuvo Pedro sobre la Virgen de Guadalupe, a quien visitaría con frecuencia en su Basílica años después.

A Torrevieja llegaban informaciones confusas, que lo inquietaban: «Se hablaba de miles de asesinatos en Madrid; y las cifras iban aumentando de boca en boca, creando un clima de gran desasosiego»[16]. Esto lo llevó a rezar constantemente por el Padre y por los demás que habían quedado allí. Por fin en septiembre pudo saber de ellos, gracias a una tarjeta postal que le mandó san Josemaría[17].

En la finca de Los Hoyos, Pedro

se fue convirtiendo en el brazo derecho de su abuelo Julio, encargándose entre otras cosas de gestionar la obtención del pasaporte inglés del anciano pariente. En efecto, Julio Casciaro había nacido en Cartagena, pero su padre, que tenía la nacionalidad inglesa por haber nacido en Gibraltar, le había inscrito al poco tiempo en el consulado inglés de Cartagena. Al comienzo de la guerra, ese consulado se había trasladado a Alicante. Pedro viajó a la capital alicantina, regresó con el pasaporte inglés de sus abuelos y diseñó una bandera inglesa que fue puesta en lo más alto de la finca; de ese modo, teóricamente, Los Hoyos pasaba a ser territorio británico[18].

Con esa bandera colocada en lo más alto de un antiguo palomar y teniendo en cuenta que la finca estaba apartada de las zonas con población, «los Casciaro disfrutaban de la paz que ofrece una propiedad rural alejada de los problemas de abastecimiento o de inseguridad personal. Solo sufrieron algunas requisas de ganado y de alimentos por parte de los milicianos»[19].

Pedro gozaba de este pacífico aislamiento hasta que, a causa de la evolución de la guerra, el ejército republicano se vio obligado a realizar un nuevo reclutamiento, y Pedro, que al principio del conflicto armado había sido declarado no apto, fue llamado a una nueva revisión en julio de 1937.

De la caja de reclutas de Albacete lo transportaron, junto con los demás conscriptos, a un campo de concentración que era un verdadero caos. Se formaron tres grupos: los tuberculosos, los que padecían tracoma —una enfermedad infecciosa de los ojos— y la compañía del vidrio, es decir, los que llevaban lentes. Pedro pertenecía a esta aventajada categoría, comparada con las otras dos. Pero estaban todos completamente revueltos, a pesar de que tanto el tracoma como la tuberculosis son enfermedades contagiosas.

Después de un somero reconocimiento médico, Pedro fue declarado apto para trabajar en oficinas militares. Fue destinado a Valencia, a la Dirección General de los Servicios de la Remonta, una sección del arma de caballería que se encargaba de proveer de caballos al ejército. En la misma ciudad estaba Paco Botella, su alma gemela: eran compañeros de carrera en Madrid, habían respondido a la llamada de Dios al Opus Dei con pocos días de diferencia y ahora volvían a encontrarse en la capital levantina, donde se veían diariamente en casa de Paco.

En esta etapa se enmarca otro episodio en que el joven Casciaro se jugó la vida, y que se lo oí contar en más de una ocasión. Se hallaba con otros soldados en la caja de carga de un camión militar. Estaba rodeado del ambiente del Frente Popular: carteles de propaganda en favor de la revolución comunista, marchas encendidas de ardor castrense, etc. La fuerte carga ideológica que se encontraba en el origen de aquella guerra explica en buena parte el odio y la violencia brutal que desencadenó. Tal vez, con nuestra perspectiva actual, resulta difícil de comprender.

El camión del ejército republicano va circulando por las calles valencianas, cuando a Pedro se le ocurre sacar un pañuelo del bolsillo de su pantalón, sin darse cuenta de que con el mismo movimiento arrastra también su rosario, que cae al suelo del vehículo, a la vista de todos. Llamar embarazosa a esta situación sería quedarnos muy cortos: en esas circunstancias, cualquier señal de religiosidad llevaba consigo un riesgo enorme. En la zona republicana, muchas personas habían sido llevadas al paredón tan solo por pequeños signos de práctica religiosa católica.

El nuevo recluta es plenamente consciente de la gravedad de su situación. Parecía que, de momento, nadie había notado el rosario. Podía ignorarlo y mirar para otro lado, aparentando no tener relación con aquel objeto de piedad, tan acusadoramente situado en medio de la plataforma del camión. Pero se acercó al rosario y, con aparente tranquilidad —solo aparente— lo recogió, lo besó y se lo guardó. Acababa de arriesgar su vida, pero en su interior sentía una gran paz. Había sido fiel a Dios en circunstancias extremas.

ESCAPAR DE LA REPRESIÓN RELIGIOSA

El comienzo de la guerra civil había sorprendido a san Josemaría y a muchos de sus hijos espirituales en Madrid. Algunos fieles de la Obra habían sido detenidos y recluidos en prisión. Los demás, salvo contadas excepciones, debían permanecer escondidos en casas o en sedes diplomáticas.

Al inicio, muchos pensaron que el conflicto se resolvería en poco tiempo. Posteriormente ambos bandos se percataron de que se alargaría muchos meses, si no años, por el desarrollo de la contienda militar y, de modo particular, cuando el general Franco no pudo entrar en Madrid, en noviembre de 1936. Por este motivo, el fundador del Opus Dei había ido perfilando, con varios miembros de la Obra, la manera más conveniente y viable de pasar a la otra zona de España, donde la Iglesia no era perseguida. En efecto, en la capital faltaban las mínimas condiciones de libertad para realizar el apostolado para el que se sabían llamados por Dios.

Realizaron varios intentos de ser evacuados con ayuda de algunas embajadas, pero las gestiones no dieron resultado[20]. Después de valorar diferentes posibilidades, tomaron la decisión de escapar de la zona republicana en una expedición a pie a través de las montañas de los Pirineos. Francisco Ponz relata cómo se sumaron Paco y Pedro a este plan:

En octubre de 1937 Pedro y Paco, que estaban en Valencia como soldados del ejército republicano, en plena guerra, recibieron la visita de Juan Jiménez Vargas[21], médico, del Opus Dei que, procedente de Madrid, les anunció la inmediata llegada de don Josemaría, de paso para Barcelona, desde donde trataría de alcanzar la otra zona de España a través de los Pirineos, por Andorra y Francia. Les animó a mantenerse fieles a la Obra y al fundador y les contó de modo escueto lo más significativo de la etapa de cerca de quince meses últimos de guerra en Madrid.

Y el día 8 de ese mismo mes, Pedro, con muy viva emoción, pudo saludar de nuevo al fundador, en casa de Paco Botella. Don Josemaría, que seguía muy seguro de que la Obra estaba en las manos de Dios y de que saldría adelante, les explicó que, después de rezar mucho, había aceptado el plan para dejar aquella zona de España en la que la persecución religiosa dificultaba extraordinariamente el trabajo apostólico y sacerdotal. Cabía la posibilidad de que ellos, Pedro y Paco, se incluyeran en la expedición. Luego, Juan estuvo paseando con ellos dos, fomentó su sentido sobrenatural y les resaltó la responsabilidad que tenían por la llamada divina recibida, lo que dejó a ambos hondamente impresionados y mucho más conscientes de la misión que les correspondía en la Obra, en aquellas singulares circunstancias.

Al día siguiente, 9 [de octubre], el Padre celebró la Santa Misa, incluso con cirios y ornamentos, en la casa en que habían dormido, de Eugenio Sellés, un farmacéutico al que conocían de Madrid, aunque Pedro no pudo asistir por sus obligaciones militares.

Los viajeros, con Pedro y Paco, fueron a almorzar a un restaurante muy modesto; estando allí sucedió que llegaron unos milicianos para hacer una ronda rutinaria de revisión de la documentación personal, lo que produjo gran nerviosismo de Pedro, que conocía bien el escaso valor de los documentos de que eran portadores los demás. El Padre, que se dio cuenta, le tranquilizó, diciéndole que encomendara la situación a los Custodios; e inexplicablemente, los milicianos sólo pidieron la documentación a Pedro, que era el único que la llevaba en regla.

Por la noche del mismo día 9, el Padre y sus acompañantes tomaron el tren que les conduciría a Barcelona adonde llegaron a media mañana del 10. Paco y Pedro les despidieron en la estación, muy conmovidos porque nadie sabía cuándo se volverían a encontrar[22].

A los pocos días, ya desde Barcelona, Juan Jiménez Vargas advirtió a Pedro, de parte de san Josemaría, que deseaba verle. Su intención era que se uniera, más adelante, al plan de evasión que estaban organizando. Pedro tenía una confianza total en el fundador. Y «no se sabe si por inconsciencia o por pensar que todo estaba ya arreglado», sin más trámites, simple y sencillamente, «se marchó de su destino militar sin permiso»[23], para unirse a ellos inmediatamente. Sabía que las consecuencias de una deserción del ejército —más aún en tiempo de guerra— eran gravísimas. Las penas oscilaban entre el arresto, ser enviado a un batallón disciplinario o el fusilamiento[24].

«Sin pensárselo dos veces, sustrajo un oficio timbrado en la Dirección General y “se concedió” unos días de permiso imitando la firma de sus superiores en el salvoconducto. Esa misma noche tomó el tren, mientras Botella le despedía pesaroso porque se quedaba solo. Al llegar a Barcelona, el fundador de la Obra aclaró a Casciaro que le había llamado para que conociera “a las personas que podían, en su caso —más adelante—, ponernos en contacto con los enlaces”[25]»[26].

Después de hablar con el Padre y de conocer la fecha estimada de partida, regresó a Valencia. Inexplicablemente lo castigaron con la pena mínima: tan solo dieciséis días de reclusión. Su coronel le había tomado afecto y, aunque semejante falta le supuso una gran decepción, sólo añadió un día a los quince que el reglamento señalaba para ser considerado arresto mayor. Pedro relataba lo que sucedió a continuación:

Resultó que en ningún cuartel de Valencia había calabozo. Tuve que esperar varias horas custodiado por un soldado, en el patio del cuartel de San Antón, hasta que pusieron puerta y cerradura a una especie de pequeño almacén, y también a que tapiaran la única ventana que tenía aquel lugar[27].

Paco Botella acudía a visitarlo. A veces, cuando el cabo de guardia era benévolo, le permitían entrar en la celda o concedían que el prisionero saliera a pasear con él por el patio del cuartel. En cambio, otras veces sólo podían comunicarse a través del único ventanuco de la puerta, por el que el visitante entregaba al detenido un escaso puñado de cacahuates[28].

Lo curioso del caso es que, apenas cumplidos los dieciséis días de arresto, Pedro volvió a desertar. Esto fue lo que ocurrió. El Padre recordaba con pena los grandes deseos de Paco y de Pedro de unirse a la expedición a través de las montañas. Por eso, el día 22 de octubre Juan Jiménez Vargas fue a Valencia para recogerlos. Allí supo que Pedro debía cumplir aún nueve días de calabozo. Entonces Juan decidió llegarse a Daimiel[29], para buscar a Miguel Fisac y proponerle que se uniera a la expedición. Miguel era un estudiante, compañero de Pedro, entonces de la Obra, que llevaba encerrado en un espacio reducido e inhóspito —el falso techo de su casa— casi doce meses[30].

Juan fue audaz. Al ver el sufrimiento y la pesadumbre de san Josemaría por los que quedaban en la zona de peligro, entre los que estaban estos tres jóvenes hijos suyos, él mismo se ofreció a hacer este arriesgado viaje para llevarlos a Barcelona; y, con su característica determinación y valentía, contando con la bendición del Padre, se lanzó a la aventura.

El viaje de Juan en tren, de aproximadamente 1.400 kilómetros entre ida y vuelta[31], suponía correr riesgos y penalidades. Finalmente llegaron los cuatro a Barcelona el 2 de noviembre de 1937, a las cuatro de la mañana. Después de acostarse un rato en la estación, se dirigieron a la Diagonal, esquina con Vía Layetana, donde se alojaba san Josemaría, que en aquellos momentos estaba celebrando allí la Santa Misa. Al dar la Comunión, fraccionó las Sagradas Formas para que pudieran comulgar también los recién llegados.

Aquí me permito aportar una reflexión personal. Cuando, años después, conocí el Opus Dei, me percaté de la naturalidad con que los primeros de la Obra veían los acontecimientos diarios a la luz de la fe. Las decisiones que tomaban, la comprensión de los sucesos pequeños y grandes, todo estaba condicionado y empapado por la fe. Por ejemplo, me comentaba el profesor Vicente Rodríguez Casado[32] que durante la guerra civil española estaban convencidos de que ninguno correría peligro de muerte, a pesar de que aquella lucha dejó alrededor de trescientos mil muertos[33]. ¿Cómo vamos a morir, si somos tan pocos y tenemos el encargo de Dios de extender la Obra por el mundo?, pensaban. Este razonamiento no los llevaba a cometer imprudencias, pero sí a actuar con una paz y una seguridad pasmosas.

Esa misma fe expresaba Pedro Casciaro en sus testimonios acerca de la vida de san Josemaría: la Providencia divina —nos comentaba más o menos con estas palabras—, siempre delicadamente presente, se manifestó de modo impactante y extraordinario en aquellos años de la guerra, día tras día, hora tras hora. Humanamente parecía imposible que aquel grupo del paso de los Pirineos superara tantas dificultades. Pero las vencimos, una tras otra, porque Dios lo quiso. Esa era la conclusión a la que llegaba san Josemaría cuando, posteriormente, reflexionábamos sobre todo lo ocurrido.

PASO DE LOS PIRINEOS

El 19 y el 21 de noviembre de 1937 partieron, en dos grupos, de Barcelona hacia Peramola, un municipio de la provincia de Lérida, relativamente próximo a la cordillera pirenaica. En las jornadas sucesivas fueron llegando a una masía, Can Vilaró, de la familia de Pere Sala. Pere los acompañó más arriba, a la cercana iglesia rectoral de Pallerols, donde permanecieron escondidos varios días. Es un templo románico del siglo XI, de modestas dimensiones, levantado sobre un collado, a más de 800 metros sobre el nivel del mar; en un entorno agradable de pinos y matorrales, que deleita la vista. Esta iglesita había sido presa del furor revolucionario: unos exaltados habían roto las puertas, destrozado los retablos y quemado los restos en el interior.

A partir del día 22 estuvieron emboscados en los pinares de la zona, en una rústica choza que denominaron «cabaña de san Rafael». El 27 de noviembre se incorporaron a una expedición con otras veinte personas, bajo la guía de un experto conocedor del lugar y de los movimientos de los milicianos. Tras seis jornadas de marchas nocturnas por cuestas empinadas, pedregales y desfiladeros, mal equipados, ocultándose y durmiendo mal durante el día, pasando hambre y frío, por fin llegaron a Andorra el 2 de diciembre.

Una de las innumerables vicisitudes de esa peripecia acaeció el 28 de noviembre, durante la ascensión al monte Aubens, de 1.583 metros de altura. Pedro, como los demás, iba jadeando por el esfuerzo. Las energías comenzaban a flaquear y dos de ellos, José María[34] y Tomás[35], estuvieron a punto de quedar extenuados.

La pendiente era grande —recuerda Juan [Jiménez Vargas]— y en algunos momentos sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo Tomás Alvira se cayó desvanecido. Estaba en tal estado de agotamiento que pensaba que no podría llegar al final. Intentamos reanimarlo. Pero en un determinado momento el jefe dio la orden de seguir porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Ordenó que a Tomás lo dejáramos allí. Era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, pero Tomás no se sentía con fuerzas para nada. Entonces el Padre tomó al guía del brazo, habló unos minutos con él y, después, le dijo a Tomás: —Tomás, no hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final. Ahora, desde la perspectiva de los años, comprendo que si José María y Tomás lograron superar su agotamiento fue porque Dios quiso y porque el Padre actuó con una impresionante caridad y fortaleza. (...) Increíblemente, nuestro inflexible guía cedió y, en un caso y en otro, siguieron adelante[36].

¿Cómo es que, a partir de la conversación de aquel joven sacerdote con el guía, lograron culminar la ascensión? «Varios de nuestro grupo —cuenta Casciaro— fuimos turnándonos para ayudar a José María, que llegó a estar inmóvil, inexpresivamente sonriente y enajenado. (...) Si le dábamos la mano, seguía caminando, pero muy lentamente; en cuanto lo soltábamos, se detenía de nuevo, sin reaccionar ante nuestras palabras. Parecía no oír»[37].

Probablemente, aunque parezca inhumano, aquel guía tenía razón. Sabía que todo el grupo se estaba exponiendo a un peligro extremo, a causa de la debilidad de dos de sus miembros: estaban en una guerra, no de excursión. Las milicias republicanas hacían rondas por toda la zona fronteriza. En aquella disyuntiva tremenda la tensión era enorme. ¿Qué misteriosa fuerza transmitió la ayuda de Pedro y de los otros, para que José María Albareda volviera a ponerse en marcha, cuando momentos antes no podía dar ni un paso más? El apoyo y la confianza de un hermano actúan como el mejor energético, por encima de las leyes de la fisiología.

Pasados los años, en agosto de 1965, Pedro participó en un curso de formación y de descanso, en una casa a orillas del bellísimo lago de Como, en el norte de Italia. Allí había también un nutrido grupo de jóvenes del Opus Dei. Un día les contaba en animada tertulia estos sucesos del paso a través de las montañas. Uno de ellos, llevado de su asombro, tal vez imaginándose a sí mismo en situaciones semejantes, le preguntó con ingenuidad: «Pero vuestros padres, ¿qué decían de todo eso?». Y Pedro, sorprendido, respondió: «¿Nuestros padres...? ¡Pero si nos estábamos jugando la vida!»[38].

Aquellos fugitivos llevaban un año y cuatro meses yendo de un sitio a otro, escondiéndose y, con frecuencia, arriesgando la vida por defender su fe. Estos gestos de Pedro —las misas en Torrelamata, el rosario recogido del suelo del camión o la disyuntiva del monte Aubens— manifiestan bien una faceta de su personalidad. En esos momentos no dudó en ser fiel a Cristo, costara lo que costase. Pienso que esa actitud siguió acompañándolo siempre, aunque de manera ordinaria, en un dar la vida día a día, paso a paso, para servir al Señor y a todos los hombres.

Al llegar a Andorra comprobaron, una vez más, que Dios los había protegido en aquella aventura que acababan de concluir con éxito: a las pocas horas cayó una gran nevada que los mantuvo bloqueados por varios días. De haberse producido antes, no hubieran podido sobrevivir por la falta de equipo y de refugios. Por fin el 11 de diciembre las carreteras se despejaron y se dirigieron a Lourdes, para agradecer a la Virgen María el éxito de la travesía realizada. Al llegar al santuario, san Josemaría se dispuso a celebrar la Santa Misa. Pedro Casciaro recuerda que el fundador de la Obra le dijo:

«Supongo que ofrecerás la Misa por la conversión de tu padre y para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana». Me quedé profundamente sorprendido: realmente yo no había ofrecido la Misa por esa intención; es más, estaba poco concentrado y con la atonía natural de quien se ha levantado muy temprano y aún se encuentra en ayunas. Me impresionó además que el Padre, precisamente en esos momentos en que con tanto fervor se disponía a dar gracias a Nuestra Señora, y que tantas cosas iba a encomendarle, tuviera el corazón tan grande como para acordarse de mis problemas familiares. Conmovido, le contesté en el mismo tono: lo haré, Padre. Entonces, en voz baja, añadió: «Hazlo, hijo mío; pídelo a la Virgen, y verás qué maravillas te concederá». Y comenzó la Misa[39].

Apunto un recuerdo de mi bisabuela Mamá Elisa, que era muy bondadosa. Cuando una persona se olvidaba de felicitar a otra, en el cumpleaños o en otros aniversarios, y alguien la disculpaba diciendo «es que se le habrá olvidado», ella matizaba: «Eso es lo malo, que se le olvidó». San Josemaría no olvidaba esos detalles. Era extraordinaria la agudeza y la finura de su cariño. Todos los que lo tratamos, guardamos recuerdos inolvidables de su afecto.

Enseguida tomaron de nuevo el camino hacia España. El 12 de diciembre, fiesta de nuestra Señora de Guadalupe, llegaron a Fuenterrabía y, al día siguiente, a San Sebastián. San Josemaría aconsejó a Pedro que hiciera una detallada relación escrita, para entregarla a la oficina de información, en la que constaran las acciones de su padre para salvar muchas vidas y para evitar sacrilegios, valiéndose del puesto que ocupaba en la Comisión Provincial de Monumentos Históri­cos y Artísticos de Albacete. También «había logrado esconder en unos almacenes en Albacete y en el pueblo de Fuensanta, ignorados por las masas, muchos vasos sagrados, custodias, imágenes religiosas, etc.». El Padre insis­tió: «Es justo que el día de mañana se sepa el bien que ha hecho tanta gente buena, independientemente de sus opiniones políticas»[40].

Paco Botella y Pedro Casciaro, después de presentarse a las autoridades militares, fueron destinados al Regimiento de Minadores-Zapadores de Pamplona, adonde llegaron el 17 de diciembre. Aquella primera Navidad en libertad la celebraron en el cuartel, donde recibieron la visita de san Josemaría y de José María Albareda, que comieron con ellos el día 25.

Paco y Pedro estaban otra vez juntos y al lado del Padre, en Pamplona, en los días siguientes a la llegada a la llamada «zona nacional». Los demás expedicionarios del paso de los Pirineos se habían incorporado a sus nuevos destinos, propios de tiempo de guerra. El Padre se alojaba en el palacio episcopal, por invitación del arzobispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, buen amigo suyo que le demostraba gran aprecio.

Por entonces tuvieron que enfrentarse con un enemigo tan pequeño como insidioso: una de las más de tres mil especies de neópteros, llamada ftirápteros o sencillamente piojos. Ya los habían conocido en los bosques de Rialp, en la «cabaña de san Rafael», y desde entonces se habían convertido en “amigos inseparables”. Lo tomaron con buen humor[41] pero les daban una lata tremenda, como rememora Pedro:

Cuando tiritábamos de frío en el cuartel, teníamos que movernos continuamente, y cuando estábamos en un lugar caliente —en ese caso en el palacio episcopal— los piojos empezaban a picar, por lo que siempre estábamos en movimiento continuo. Comencé entonces a tratar de matar los que pudiera. En ese momento nos sorprendió el Padre. Más que risa, esto le producía pena al Padre. Para animarnos, comentó entonces lo del Cristo de los piojos de santa Teresa[42].

Se cuenta que hubo una epidemia en el monasterio de San José, en Ávila, hacia el año 1565, y que estos animalitos se instalaron en los hábitos de las monjitas. La santa les sugirió realizar una rogativa a una imagen de Jesucristo crucificado, ubicada en el coro, que llevaron en procesión. Acompañaron sus rezos con pitos, tambores, sonajas y otros instrumentos improvisados que tenían para sus recreaciones. Teresa compuso unos versos, entre piadosos, ingenuos y jocosos, que alternaban varias estrofas y un estribillo. La madre recitaba:

Pues vinistes a morir,

no desmayéis;

y de gente tan cevil[43]

no temeréis.

Remedio en Dios hallaréis

en tanto mal.

Las monjas contestaban:

Pues nos dais vestido nuevo,

Rey celestial,

librad de la mala gente

este sayal[44].

Y así continuaban otras estrofas igualmente joviales. En adelante, cuenta la historia, no hubo más piojos en este monasterio ni en ningún otro Carmelo. Esta es la causa por la que desde entonces se conoce a esta imagen con el nombre de «Cristo de los piojos».

EN BURGOS

El 8 de marzo de 1938 Pedro fue a Burgos, ciudad castellana del Cid Campeador. Se instaló en la misma pensión en la que residían el fundador, José María Albareda y Paco Botella, en la calle Santa Clara. A los pocos días se trasladaron a una habitación del pequeño Hotel Sabadell[45]. Pedro fue destinado a la Dirección General de Movilización, Instrucción y Recuperación. Cuando los jefes militares se enteraron de que tenía casi terminada la licenciatura en Ciencias Exactas, lo adscribieron al Gabinete de Cifra, dependiente de la Secretaría del General Orgaz[46], y le encargaron cifrar y descifrar los telegramas que se enviaban y recibían en clave.

San Josemaría dedicaba mucho tiempo a escribir cartas a los antiguos de Ferraz. Desde que inició el conflicto armado, se había interrumpido la relación con la mayoría. Al poco de atravesar las montañas, cuando pasaron por San Sebastián y por Pamplona, comenzó a elaborar un fichero con las señas de cada uno y a cartearse con ellos. Los que estaban con él lo ayudaban en esta tarea. Cuenta Botella que «desde que estábamos en Santa Clara 51, habíamos conseguido saber de muchos chicos de san Rafael[47]. Ya teníamos la dirección de muchos y se les escribía con regularidad, estábamos haciendo mucho apostolado epistolar. Solamente con escribir a todos ya teníamos las horas libres ocupadas»[48].

Por entonces, recuerda Casciaro, «se logró establecer contacto y correspondencia con Ignacio [de Landecho]. Ya en el primer número de Noticias que se envió desde Burgos, en de marzo [de 1938], el Padre redactó estas palabras: LANDECHO, Ignacio. Sabemos muchas cosas de este gran hombre, pero no las queremos decir hasta que nos vuelva a escribir otra carta de seis pliegos. Es Alférez de Caballería (...). Pienso ahora que, si Dios no se lo hubiera llevado siendo aún muy joven, finalmente —aun después de tantos percances— habría seguido el camino que Dios señaló con su Obra»[49].

La etapa burgalesa fue fundamental para Pedro, como él mismo nos explica:

Puedo afirmar sin ningún género de duda que ese tiempo fue para mí el más decisivo y más estimado de mi vida. La razón de ello es única: la proximidad y convivencia tan excepcionales que tuve con nuestro fundador.

Fuimos muy pocos los que entonces usufructuamos muchas horas suyas, conviviendo en una misma habitación de pocos metros cuadrados de superficie. Aún más que pobreza, fue la verdadera miseria de medios materiales lo que privó al Padre de la más indispensable independencia personal para vivir el recogimiento, para trabajar y rezar; sin embargo, el ejemplo maravilloso que nos dio fue precisamente de recogimiento, de presencia de Dios, de trabajo intenso y de oración constante.

Aquel ocultarse y desaparecer tan suyos no pudieron ser entonces tan absolutos; durante muchas horas al día tenía “testigos”; desgraciadamente por lo que a mí toca, no fui siempre un testigo prudente y discreto (...).

Al pensar que no supe aprovechar ese tiempo de Burgos como ahora desearía haberlo hecho, me consuela constatar que aquella convivencia con el siervo de Dios[50] [Josemaría Escrivá] hizo nacer en mí un cariño por él y una admiración tan grande por su santidad que, con los años, lejos de enfriarse fueron aumentando, por muy prolongadas que fueran mis ausencias y por muy lejos que me encontrara geográficamente de él[51].

Fue, pues, la época de Burgos —de marzo a diciembre de 1938— la de mayor cercanía con san Josemaría en la vida diaria: la que permitió a Pedro y a Paco ser testigos directos de su santidad. Les tocó padecer un frío particularmente crudo al inicio y el fundador empezó a tener síntomas preocupantes —entre ellos una fiebre persistente— que los llevaron a pensar que pudiera tratarse de tuberculosis. Desconcertado, Pedro veía que san Josemaría se negaba a ponerse ropa alguna de abrigo y hacía continuos ayunos, más allá de lo que era consecuencia de la penuria económica. Pedro y Paco, al menos, comían bien en el cuartel. El Padre se preocupaba por la delgadez de Paco y vigilaba que se alimentara lo mejor posible. San Josemaría acudió al médico, quien afortunadamente desechó con certeza el terrible diagnóstico.

Pedro Casciaro

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