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2.

CURSO ACADÉMICO 1935-1936

LAS CONVERSACIONES CON DON Josemaría habían ayudado a Pedro a madurar a pasos de gigante. Aquel joven sacerdote espoleaba su sentido de lealtad, con un gran respeto a su conciencia, y le descubría nuevos horizontes. Pedro nos cuenta su proceso interior:

Apenas tenía Mons. Escrivá de Balaguer treinta y tres años cuando le conocí y comencé a dirigirme espiritualmente con él. Mi carácter de joven independiente, encuadrado en el amplio margen de libertad que mi familia me había dado al educarme, no encontró en su dirección espiritual nada que me pareciera estrechez de miras, rigidez o cuadrícula mental predeterminada. Me fue dando doctrina y me fue ayudando eficazmente a llevar una vida de piedad, sin que me sintiera nunca cercenado o cohibido en mis aspiraciones humanas (...).

Fue despertando en mí la generosidad, orientándola en primer lugar hacia Dios. En mis conversaciones con él fui tomando conciencia de cuánto había yo recibido del Señor en mis primeros veinte años de vida. Realzó ante mis propios ojos la figura de mis padres —la fe de mi madre, la laboriosidad y honradez de mi padre— y me movió a apreciar y a agradecerles los sacrificios que estaban haciendo para que yo pudiera estudiar una carrera que, en aquellos tiempos, resultaba excepcionalmente costosa. «Todo eso —decía— es providencia de Dios, de un Dios Padre que nos ama más que todas las madres de la tierra». Mi correspondencia debía ser la gratitud, la generosidad y la alegría de corresponder. Me fue hablando de santidad en medio del mundo, sin hacer cosas raras, a través de mis estudios, y el día de mañana, de mi trabajo profesional bien hecho (...), aclarando siempre que la santidad no era exclusiva de unos pocos, ni tenía que reducirse a determinados estados de vida[1].

LA LLAMADA DE DIOS

Pasó el verano y Pedro regresó a Madrid, lleno de ilusión. Deseaba iniciar la carrera de Arquitectura, volver al grato ambiente de Ferraz, rebosante de autenticidad y de alegría, retomar los círculos y, sobre todo, la dirección espiritual con san Josemaría, con quien podría comentar sus inquietudes. Al volver a la capital, le sucedió algo inesperado que lo intranquilizó definitivamente. Fue visitar a Miguel Fisac, buen amigo, compañero de estudios en la Escuela de Arquitectura.

Lo encontré más nervioso e inquieto de lo que ya habitualmente era y, como nos teníamos mucha confianza, no dudé en indagar qué le pasaba. Se explayó conmigo y a lo largo de su conversación fui entendiendo que, en el corazón de la labor apostólica que había conocido y [en la que había] participado en la residencia de Ferraz, había un pequeño grupo de hombres, profesionales y estudiantes, que vivían tal entregamiento [a Dios] que incluía, entre otras cosas, la renuncia al matrimonio. Mi amigo estaba en plena crisis: no sabía si “aquello” era lo que el Señor le pedía.

Lo curioso fue que, mientras trataba de tranquilizarle, yo me iba progresivamente intranquilizando: aquel planteamiento fue totalmente nuevo para mí. Jamás había recibido del Padre la más mínima sugerencia en ese sentido, consejo o indicación, señalándome ese camino. Ciertamente había sembrado en mi alma la búsqueda de la santidad personal, el deseo de conocer la voluntad de Dios a través del trato con Jesucristo y la disposición de no ser cicatero con el Señor; pero nada más.

La vez siguiente que vi al Padre le expuse las inquietudes que habían nacido en mí, después de la conversación con aquel amigo. Me oyó con gran serenidad y se limitó a aconsejarme que procurara recuperar la vida de piedad, enfriada durante el verano, y que procurara también comenzar el curso escolar con mucho afán de estudiar; que dejara esas inquietudes en manos del Señor, que era Dios de paz[2].

El fundador del Opus Dei templaba sus miras y sus afanes, y elevaba su entusiasmo humano al plano sobrenatural. Seguir la vocación y entregarse a Dios implica un acto de fe, lanzarse, confiado en Dios, pero después de madurar la decisión, con plena libertad: «En la libertad y gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Pedro nos cuenta lo que pasó después:

En aquellas semanas procuré portarme bien pero, quizá para huir de tales inquietudes, me divertí más de la cuenta. Por el mismo “escapismo”, tuve la iniciativa de organizar, con cuatro o cinco compañeros de la Escuela, tres días de excursión a Toledo, aprovechando la fiesta de todos los santos (...). Fui a despedirme del Padre, que me aconsejó que procurara aprovechar esos días para hacer el mayor bien que pudiera a aquellos amigos y que procurara no dejar la Santa Misa.

En Toledo y a la vuelta de Toledo siguió la inquietud espiritual, por lo que decidí no faltar al retiro mensual[3] que el Padre predicaba en la residencia al domingo siguiente. La predicación del Padre era muy directa, basada siempre en el Evangelio y muy familiar: muy lejos de todo lo que pudiera ser áulico o retórico: era un estilo completamente diferente de lo que yo había oído antes. Además, se veía que hablaba de lo que llevaba dentro del alma.

Ya en la primera meditación vi claro que no podía hacer lo del joven [rico] del Evangelio: apegarme a lo que tenía o podría tener y huir triste[4]. Después vino la Santa Misa, celebrada por el Padre con tanta devoción que fue como una sacudida interior: otra sacudida más.

Al acabar el día de retiro busqué afanosamente al Padre y le pedí que me dejara ser socio numerario[5] del Opus Dei. (...) Me aconsejó nuevamente calma; me dijo que era preferible que esperara. Yo llevaba varios días sin poderme concentrar para estudiar o atender a lo que se decía en las clases de la Escuela o de la Universidad. Así se lo dije y fue un verdadero forcejeo.

Al principio me puso un plazo que me pareció excesivamente prudente; pero tanto le insistí que logré finalmente un plazo más breve. «Antes de tomar una determinación —me dijo— haz un triduo encomendándote al Espíritu Santo. Luego, obra en libertad, porque donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad (2 Cor 3,17)». Siguió hablándome de libertad, de la libertad con que hay que afrontar la vocación: in libertate vocati estis; habéis sido llamados a la libertad (Gal 5,13)[6].

Pedro comenzó aquel triduo al Espíritu Santo el lunes 18 de noviembre de 1935. Al terminar, el miércoles 20, se había reafirmado en su decisión de entregarse a Dios en el Opus Dei. Por consiguiente, ni corto ni perezoso escribió una carta a don Josemaría en la que le pedía la admisión en el Opus Dei y la echó al correo[7]. Cinco días después volvió a ver al Padre, que le confirmó su admisión y le regaló un pequeño crucifijo. Pedro lo conservó hasta su muerte. Con el pasar de los años recordará: «La determinación más decisiva de mi vida, responder a la llamada de Dios, la tomé dejándome el Padre en completa libertad, respetando con gran delicadeza la libertad de mi conciencia»[8]. San Josemaría no le habló de vocación, ni tampoco de una posible llamada al Opus Dei.

Si interesa mi testimonio personal —afirmaba el fundador de la Obra—, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas, como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura[9].

Mons. Escrivá buscaba situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios le pide. Conducía a las almas a descubrir el amor infinito y misericordioso de Dios, y la oportunidad de responder generosamente a ese amor. Casciaro recuerda que san Josemaría explicaba:

Nuestro Señor, que es Todopoderoso, modela a cada alma primorosamente, no la trabaja en serie y, aunque sea Padre de numerosos hijos, se comporta con cada uno como si no lo tuviera más que a él: tal es el inmenso amor y la omnipotencia de Dios. En correspondencia, cada hombre ha de tener con su Padre Dios una relación personal, y no refugiarse en el anonimato de la masa[10].

APRENDER A OBEDECER

Pedro conoció la Obra en enero de 1935. En ese momento de su vida se daban unas circunstancias que le hubieran presagiado una especial dificultad para aprender a obedecer. Algunos de los obstáculos procedían de su ambiente familiar, según él mismo escribió[11]. Era el hijo mayor, con una diferencia de casi nueve años sobre su hermano menor. También fue el nieto mayor por parte de padre y de madre. Su abuelo paterno —como nos contó Pedro muchas veces— ejercía una autoridad patriarcal sobre toda la familia y tenía una fuerte personalidad. Pero Pedro también tenía un temperamento fuerte; es probable que heredara el de su abuelo, reforzado por el de doña Emilia, su madre. El hecho es que, seguramente por esta afinidad entre ambos, Pedro, en lugar de adquirir una actitud de sumisión y encogimiento ante la autoridad familiar, nunca tuvo el menor temor o inhibición ante su abuelo, rayando en ocasiones la insolencia[12].

Se comprende, con estos antecedentes, que afirmara con convicción que «la primera persona que me enseñó a obedecer, con obediencia interna y externa, fue nuestro fundador», san Josemaría. «Y supo hacerlo con tal dulzura y talante humano que ni me di cuenta entonces»[13].

Hubo una expresión que oímos muchas veces de los labios de san Josemaría. A pesar de la sencillez de su formulación, contiene una profunda sabiduría. Solía decir que la razón más sobrenatural para cumplir la voluntad de Dios es «porque me da la gana», forma gráfica y asequible a todos para expresar la plena libertad de la obediencia cristiana. «Soy muy amigo de la libertad —afirmaba— y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[14].

Pedro decía que el fundador poseía una excepcional capacidad pedagógica, que empleaba para formarles. Por aquel entonces captó tres principios fundamentales con los que alimentar esa “buena gana”. Primero: el Opus Dei no es simplemente una cosa buena, sino Obra de Dios. En segundo lugar: es Dios mismo quien escogió al fundador para realizar el Opus Dei en la tierra. Finalmente: yo había recibido la vocación al Opus Dei, ese era mi camino[15].

De la primera de esas ideas —el Opus Dei es un querer de Dios— se fue convenciendo a medida que el Padre fue leyéndole «sus escritos sobre el carácter sobrenatural de la Obra». Por otro lado, «el ejemplo de santidad del Padre» lo persuadió de la segunda afirmación: la índole sobrenatural de la misión de san Josemaría. Respecto a la llamada divina, decía Pedro: «Me aconsejó, desde el comienzo de mi vocación, que no debía dialogar con tres tipos de tentaciones: las que fueran contra la fe, contra la pureza y contra el camino»[16]. Estas tres convicciones se convirtieron en cimientos inamovibles de la vida de Pedro.

Le oí comentar algunas veces: «Me resulta sorprendente cómo [el Padre] transformó la autonomía a la que yo estaba acostumbrado y el prurito de propias iniciativas, en espíritu de servicio»[17]. Pedro tenía una aguda capacidad de observación, pero tal vez cierto aire de suficiencia. El Padre, en lugar de enfrentarlo directamente, sabía acoger lo que era aprovechable de sus propuestas, encargándole a él su puesta en marcha.

Si Pedro criticaba la insuficiente brillantez de los suelos o el modo, a su juicio, deficiente de distribuir la ropa de los residentes que llegaba de la lavandería, el fundador lo aceptaba y, de paso, le encargaba que lo resolviera. Pedro afirmaba: el Padre «veía con buenos ojos mis iniciativas e incluso las alentaba porque veía que, a través de ellas, iba poniendo el corazón en las cosas de Dios y de la Obra»[18]. De esta manera, san Josemaría iba enseñándole a combinar el cuidado de lo pequeño con la caridad.

Unas semanas después de pedir la admisión en la Obra, Pedro marchó a Albacete para pasar las vacaciones de Navidad con sus padres y su hermano. A su vuelta a Madrid, en los primeros días de enero de 1936, se trasladó a la residencia de Ferraz, más cerca de la Escuela de Arquitectura.

AMBIENTE DE CRISPACIÓN

La situación social en España era cada vez más tensa. Se estaba produciendo una progresiva radicalización de las posiciones en la política y en el debate público. El 7 de enero de 1936, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, disolvió las Cortes y convocó elecciones generales para febrero. La propaganda fue exacerbando el odio y las divisiones, de manera que el ambiente se fue crispando más y más[19]. En algunos sectores fue creciendo el sentimiento anticlerical, porque la propaganda socialista y anarquista veía a la Iglesia como uno de los elementos que habían contribuido a la desigualdad social. En esta coyuntura, muchos sacerdotes dejaron de vestir el traje talar. El 31 de enero, san Josemaría tuvo que abandonar la vivienda que ocupaba como rector del Patronato de Santa Isabel, que estaba junto a la entrada de la iglesia, porque se había convertido en un lugar peligroso, y se trasladó a DYA[20].

El 16 de febrero de 1936 los ciudadanos acudieron a las urnas. Los partidos de izquierda se presentaron unidos en la coalición denominada Frente Popular, que englobaba a republicanos de izquierda, a socialistas, a comunistas y a anarquistas. El Frente Popular se hizo con la mayoría absoluta de los escaños. Los partidos de la derecha acusaron a los de izquierda de haber manipulado el resultado de las elecciones[21]. El enfrentamiento entre las diferentes facciones fue creciendo más y más.

En los meses siguientes, algunos militantes de grupos extremos cometieron asesinatos, en plena calle, de exponentes políticos y de estudiantes; la mayoría por arma de fuego[22]. Se sucedieron numerosas huelgas: solo entre mayo y julio hubo novecientas once[23]. Algunas facultades de la Universidad de Madrid permanecieron cerradas muchas semanas, a causa de los disturbios.

Aumentaron los gestos de intimidación a sacerdotes y religiosos, como los insultos y las amenazas de muerte. En ocasiones, grupos de revoltosos, pertrechados con bidones de gasolina, incendiaron iglesias y conventos, o irrumpieron en el interior de los templos y profanaron imágenes sagradas y objetos de culto. Por ejemplo, en la noche del 13 de marzo, intentaron asaltar el convento de Santa Isabel, del que san Josemaría era capellán. A pesar de su deseo de quemar la iglesia, los asaltantes solo lograron calcinar parte de la puerta exterior, pues se quedaron sin gasolina y huyeron al ver a una pareja de guardias[24].

En la noche del 3 de mayo corrió el rumor de que unas monjas habían matado a niños, hijos de obreros, con caramelos envenenados. El bulo provocó en las horas sucesivas una oleada de agresiones: «Setenta y ocho personas resultaron heridas, entre ellas al menos ocho monjas, y se incendiaron diez iglesias y colegios religiosos en los distritos obreros de la ciudad»[25].

Cada vez eran más los partidarios de imponer las propias soluciones mediante la fuerza. Entre comunistas y socialistas iba progresando la idea de una sublevación revolucionaria para implantar la dictadura del proletariado. En la derecha se iba abriendo camino la propuesta de recurrir a un alzamiento militar para acabar con la situación de desorden social[26].

Ignacio de Landecho, como otros muchos, «se polarizó totalmente en la lucha político-religiosa» y quería que Pedro lo siguiera. «Junto con otros estudiantes que militaban en la CEDA[27] o en partidos monárquicos, se quedó muchas noches de guardia en la portería de algún convento para proteger a las religiosas que temían una agresión de las milicias marxistas»[28]. Igual actitud adoptaron algunos miembros de la Obra, cada uno según su libre parecer, ya que la pertenencia al Opus Dei en nada disminuye la libertad en materia política, propia de todo ciudadano.

Pedro Casciaro, en cambio, admirando su valentía, consideraba desde otra perspectiva la situación que atravesaba la sociedad española. Más allá de las diversas opciones partidistas de entonces, y teniendo en cuenta que no se sabía que aquella coyuntura desembocaría en una terrible contienda, se planteaba las causas más hondas. Su indiscutible patriotismo y su seria preocupación por la crisis del momento, no le impedían ver también más allá de las fronteras de España.

Los dos amigos intercambiaban sus impresiones, llegando incluso a conversaciones acaloradas, porque ambos se apasionaban. Estaban de acuerdo en lo intolerable de los ataques a la libertad religiosa de los católicos, pero sus reacciones eran diferentes. Pedro, como había aprendido del Padre, deseaba ayudar a todos, también a los pertenecientes a las facciones que empezaban a enfrentarse en aquellos meses previos a la guerra. A Pedro le interesaba acercar a Dios a todos, fueran tirios o troyanos: a los de izquierda, a los de derecha y a los de centro.

Por estos motivos, la tensión social no le hacía perder ni disminuir el anhelo de realizar la labor sin barreras a la que Dios lo había llamado, con todo lo que implicaba, aun en medio de aquellas circunstancias. La diversidad de pareceres entre Ignacio y Pedro no fue obstáculo para que se siguieran tratando con la misma confianza o más que antes, y para que ambos siguieran participando en las actividades de la residencia DYA. Ignacio sentía admiración por don Josemaría y por la Obra, y estos contrastes no enfriaron su amistad con Pedro[29].

LA ALFOMBRA DEL ORATORIO

Una mañana de primavera de 1936, Pedro salía tranquilamente del oratorio de la residencia cuando, en el vestíbulo, encontró a don Josemaría rezando la Liturgia de las Horas, sentado sobre un banco de madera.

No quise decirle nada para no turbar su recogimiento pero, al pasar, me hizo una señal con la mano, sin levantar los ojos del libro, y me indicó que lo esperase un instante. Terminó el Salmo, puso el dedo sobre el breviario señalando el lugar en que se había detenido y, mirándome con afecto, me preguntó algo que no me esperaba en absoluto: «Pedro, ¿estarías dispuesto a ser sacerdote, si recibieras la llamada?». Me quedé de una pieza: era lo último que me esperaba escuchar en aquel momento. Pero le respondí enseguida: «Pienso que sí, Padre».

Volví al oratorio. Poco después entró el Padre. Se puso de rodillas a mi lado y me señaló la alfombra roja que cubría la tarima del altar: «El sacerdote —me dijo en voz baja— tiene que ser como esa alfombra; sobre ella se consagra el Cuerpo del Señor; está en el altar, sí, pero está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando, y ya ves, no se queja, no protesta... ¿Comprendes cuál es el servicio del sacerdote? Ya verás que más adelante, en tu vida, reflexionarás sobre esto».

Desde aquel día, hice muchas veces la oración contemplando primero el Sagrario y, luego, aquella alfombra: no necesitaba más tema[30].

COLABORAR EN LAS TAREAS DE LA CASA

«Una de las características del espíritu del Opus Dei, desde el comienzo, es el amor a la libertad. El fundador enseñaba a los estudiantes a respetar las ideas de los demás. En DYA la variedad de opiniones era un hecho». Por eso, «mientras en las calles de Madrid se sucedían huelgas, manifestaciones y enfrentamientos armados entre exaltados de distinto signo», en la residencia de estudiantes de la calle Ferraz «se respiraba un ambiente de paz, de estudio, de oración y de fraternidad». San Josemaría animaba a aquellos jóvenes «a seguir santificando el trabajo ordinario y a realizar un intenso apostolado personal»[31].

Durante el curso 1935-1936 —narra el doctor Francisco Ponz— Pedro y Paco[32] andaban muy atareados con sus estudios superiores de tercer año de Ciencias Exactas y los correspondientes de la carrera de Arquitectura, a la vez que ayudaban a la labor apostólica que se desarrollaba en y desde la residencia de Ferraz 50. Su trabajo era sin duda muy intenso y se pasaban el día entre [la Facultad de Ciencias, en la calle] San Bernardo y la Escuela [de Arquitectura]. Cuando ya vivían en la residencia, salían muy temprano, regresaban justo a la hora de comer y volvían a sus clases hasta alrededor de las 7 de la tarde.

Pronto se dieron cuenta de que el logro del ambiente de hogar digno, cuidado y alegre que ofrecía la residencia requería del fundador un enorme trabajo personal, también material, ya que la estrechez económica no permitía contratar al personal de servicio imprescindible, lo que le obligaba a realizar personalmente bastantes tareas domésticas, como tender las camas de los residentes, la limpieza de las habitaciones y aseos, lavar por la noche cubiertos y otro material de cocina, etc.

Los dos estudiantes se apresuraron a ofrecerle ayuda. Como eso suponía perder clases, se turnaban uno y otro de manera que asistieran siempre, al menos uno de ellos, para poder tomar apuntes y seguir los dos la marcha del curso[33].

Paco y Pedro no tuvieron inconveniente en apretarse el cinturón, haciendo estos turnos para ayudar al Padre, que estaba siempre atareado, llevando el peso de la Obra y una labor pastoral abundantísima. El gran afecto que tenían al fundador y la alegría de poder apoyarle compensaba con creces el aumento de trabajo.

En junio de 1936, san Josemaría les dio una noticia: Isidoro Zorzano[34], uno de los primeros miembros de la Obra, que trabajaba en Málaga como ingeniero en los ferrocarriles, se trasladaría a Madrid para ser el nuevo director de la residencia[35].

* * *

A los pocos días, Pedro salió de Madrid para pasar un par de semanas con su familia. En DYA quedaban todavía muchos estudiantes que estaban terminando sus exámenes y algunos otros que estaban ayudando al Padre en el traslado de la residencia a una nueva sede: del número 50 al número 16 de la calle de Ferraz, pues la anterior se había quedado pequeña y la nueva permitiría disponer de más plazas[36].

En esos momentos, la tensión política y social en España era desbordante[37]. Y alcanzó un nivel insostenible el 12 de julio. Hacia las diez de la noche, «el teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo» —militante de la Unión Militar Republicana Antifascista y líder de la milicia socialista— «resultó muerto a tiros en una céntrica calle madrileña»[38]. «La policía actuó con rapidez y arrestó a nueve falangistas»[39]. Sin embargo, las represalias no se hicieron esperar: una brigada constituida por policías y milicianos de izquierdas fueron en busca de José María Gil Robles, político de la derecha, miembro de la CEDA y jefe de la oposición parlamentaria, pero no estaba en su casa. «Así que la atención se dirigió al segundo objetivo: José Calvo Sotelo»[40], líder del partido monárquico, importante exponente de la oposición. Se presentaron en su domicilio «en torno a las dos de la madrugada del 13 de julio»[41]. «Lo llevaron a “dar un paseo” en el asiento trasero de una camioneta de la policía y se deshicieron de su cadáver en el cementerio de la ciudad»[42].

«Los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo pusieron la situación al borde de un abismo. En él se precipitó la nación a los pocos días de ambos atentados»[43].

[1] Testimonio de Pedro Casciaro, 21 de julio de 1975, pp. 1-3 (AGP, serie A.5, 203-3-1).

[2] Testimonio de Pedro Casciaro, 21 de julio de 1975, pp. 5-6 (AGP, serie A.5, 203-3-1).

[3] Retiro espiritual de periodicidad mensual que ofrece a los participantes la oportunidad de detenerse unas horas, dejar las tareas habituales y recogerse para rezar. Incluye actos de piedad habituales —como la celebración eucarística o el rezo del rosario—, ratos de oración dirigidos por un sacerdote y momentos de silencio para el diálogo personal con Dios.

[4] Cfr. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23.

[5] Se llama numerarios o numerarias a quienes han recibido de Dios el don del celibato apostólico y tienen plena disponibilidad para ocuparse de las peculiares labores apostólicas del Opus Dei.

[6] Testimonio de Pedro Casciaro, 21 de julio de 1975, pp. 6-7 (AGP, serie A.5, 203-3-1).

[7] Cfr. P. CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, p. 55.

[8] Testimonio de Pedro Casciaro, 21 de julio de 1975, p. 8 (AGP, serie A.5, 203-3-1).

[9] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Minos, México 1990, n. 99.

[10] Guion de una meditación.

[11] Cfr. testimonio de Pedro Casciaro, 19 de marzo de 1978, p. 2 (AGP, serie A.5, 203-3-2).

[12] Cfr. ibid.

[13] Ibid.

[14] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, op. cit., n. 17.

[15] Cfr. testimonio de Pedro Casciaro, 19 de marzo de 1978, pp. 2-3 (AGP, serie A.5, 203-3-2).

[16] Ibid., p. 3.

[17] Ibid., p. 4.

[18] Ibid., pp. 4-5.

[19] Cfr. J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, Espasa, Barcelona 2012, pp. 31-38.

[20] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, op. cit., vol. I, p. 578. Su madre y sus hermanos también dejaron aquella casa.

[21] Cfr. M. ÁLVAREZ TARDÍO — R. VILLA GARCÍA, 1936, fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Espasa, Barcelona 2017, pp. 522-525. Según afirman estos autores, la revisión de las actas electorales estuvo en manos de una comisión parlamentaria que alteró el escrutinio. «Las alteraciones de la Comisión de Actas harían engordar la mayoría del Frente Popular con 23 nuevos escaños (...). Siendo esto grave, lo fue todavía más que esa cifra se añadiera a los entre 29 y 33 escaños que las izquierdas sumaron gracias a las alteraciones ocurridas en la primera vuelta electoral. De este modo, ha quedado demostrado que algo más del diez por ciento del total de los escaños de las nuevas Cortes, más de medio centenar, no fue fruto de una competencia electoral en libertad» (ibid., pp. 523-524).

[22] «En Madrid capital hubo sesenta y ocho homicidios, uno cada dos días, entre febrero y julio de 1936. En toda España fueron llevadas a muerte trescientas ochenta y cuatro personas en el mismo periodo» (J. L. GONZÁLEZ GULLÓN, DYA. La Academia y Residencia en la historia del Opus Dei [1933-1939], op. cit., p. 470).

[23] Cfr. J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, op. cit., p. 50.

[24] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, op. cit., vol. I, p. 579.

[25] J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, op. cit., p. 45. Cfr. M. MONTERO, El bienio radical-cedista y el Frente Popular (1933-1936); en J. PAREDES (ed.), Historia contemporánea de España (siglo XX), Ariel, Barcelona 1998, p. 515.

[26] Cfr. H. THOMAS, La guerra civil española, Ruedo Ibérico, 1967, pp. 110-120. J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, op. cit., pp. 52-56; S. G. PAYNE, La guerra civil española, Rialp, Madrid 2014, pp. 70-74.

[27] Siglas de la coalición de partidos Confederación Española de Derechas Autónomas.

[28] Testimonio de Pedro Casciaro, 13 de junio de 1976, p. 5 (AGP, serie A.5, 203-3-3).

[29] Ibid., p. 6.

[30] P. CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, pp. 81-82.

[31] J. C. MARTÍN DE LA HOZ, Mons. Pedro Casciaro Ramírez, en SetD 10 (2016), p. 108.

[32] Francisco Botella Raduán.

[33] Testimonio de Francisco Ponz, 25 de enero de 1998, p. 4. Francisco Ponz Piedrafita nació en Huesca, España, en 1919. Doctor en Ciencias, catedrático de Organografía y Fisiología animal, en las Universidades de Barcelona y Navarra. Rector (1966-1979) y vicerrector (1979-1992) de esta última. Pedro Casciaro lo conoció en el curso académico 1939-1940 y se trataron con asiduidad entre noviembre de 1941 y junio de 1942.

[34] Isidoro Zorzano Ledesma (19021943). Ingeniero industrial, miembro del Opus Dei desde 1930. Falleció con fama de santidad en 1943 y se inició su causa de canonización en 1948. El 21 de diciembre de 2016, el Papa Francisco declaró la heroicidad de sus virtudes. Cfr. J. M. PERO-SANZ, Isidoro Zorzano. Ingeniero Industrial (Buenos Aires, 1902 - Madrid, 1943), Palabra, 5 ª ed., Madrid 2009, 445 pp.

[35] J. C. MARTÍN DE LA HOZ, Mons. Pedro Casciaro Ramírez, en SetD 10 (2016), p. 109.

[36] Cfr. J. L. GONZÁLEZ GULLÓN, DYA. La Academia y Residencia en la historia del Opus Dei (1933-1939), op. cit., pp. 490-509.

[37] Cfr. J. CERVERA, Madrid en guerra. La ciudad clandestina, 1936-1939, Alianza Editorial, Madrid 1998, p. 41.

[38] S. G. PAYNE, La guerra civil española, op. cit., p. 74.

[39] J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, op. cit., p. 56.

[40] Ibid.

[41] S. G. PAYNE, La guerra civil española, op. cit., p. 76.

[42] J. RUIZ, El Terror Rojo. Madrid 1936, op. cit., p. 57.

[43] J. CERVERA, Madrid en guerra. La ciudad clandestina, op. cit., p. 41.

Pedro Casciaro

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