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Capítulo 5

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Fue el cabo Schnieper quien dio la voz de alarma. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Eran las tres de la madrugada del diez de febrero. Yo estaba durmiendo cuando inesperadamente se abrió la puerta de nuestro dormitorio.

– Rápido. A formar. ¡Ya!

Era el sargento mayor Albert Hodler ataviado con el uniforme azul, el mismo que utilizábamos para los entrenamientos, las guardias nocturnas y la custodia de la Puerta de Santa Ana, la más cercana a la residencia papal y a la nuestra.

El sargento mayor era un hombre de anchas espaldas y enjutas carnes, con firme andadura, resuelto de ademanes y un mirar osado y vivo. Todo lo hacía en su momento, a la hora de reír, reía con gana, si tocaba estar serio inspiraba una severidad sacra. Esta manera de ser despertaba respeto y admiración en la tropa.

Giorgio y yo nos levantamos tan rápido como pudimos. Todavía aturdidos, nos vestimos con nuestros uniformes y salimos de la habitación.

El sargento mayor estaba en el pasillo hablando con el capitán Mouron y con el cabo Schnieper. Éste último tenía demudado el color y los ojos abiertos como platos. Cuando le preguntaban, respondía gesticulando excitado.

– A sus órdenes, mi sargento mayor –dijo Giorgio mientas ambos nos cuadrábamos ante el grupo.

Antes de que nos prestara atención, todavía pude oír cómo el capitán Mouron decía a Hodler:

– Yo hablaré con su familia.

El sargento mayor asintió y mientras los otros dos se cuadraban y partían, se giró para hablarnos.

– Se ha producido un luctuoso acontecimiento. El cabo Vallotton ha fallecido. En tanto se aclara lo sucedido debemos incrementar la vigilancia por si uno o varios intrusos hubieran podido penetrar en el recinto. En la armería el furriel les facilitará sendos fusiles. Deben acudir de inmediato a la habitación del Papa y reforzar la custodia con los hombres que hay allí. Los servicios de seguridad y la gendarmería han sido avisados. No se muevan hasta nueva orden.

– A sus órdenes mi sargento mayor –saludamos al unísono, y partimos de allí para cumplir nuestra misión.

Es difícil de explicar la conmoción que desató la muerte del cabo Vallotton. Desde el siglo anterior no se había producido un hecho semejante, en aquel caso vinculado a un episodio de enajenación que acabó con el suicidio del homicida. Entonces los hechos fueron clarificados rápidamente, pero aquí el crimen revestía elementos que lo hacían especialmente perturbador.

Para empezar no se sabía quién o quiénes lo habían cometido. El asesino no había dejado el menor rastro. No había ventanas rotas, ni puertas forzadas y las cámaras de seguridad externa no habían captado ningún movimiento anormal. Tampoco los carabineros habían visto a nadie entrar ni salir.

Además, no existía un móvil aparente. Jean-Louis Vallotton era un buen cabo, sobrio, responsable, diligente, llevaba cuatro años en el cuerpo y se había granjeado la estima de todos. Tenía encomendadas labores administrativas relacionadas con el

mantenimiento ordinario de nuestra pequeña comunidad y colaboraba en obras caritativas.

Sin embargo, lo que más impacto nos causó fue el modo mismo de producirse el crimen. El homicida había accedido a la habitación del cabo (ninguna se cerraba con llave y menos por la noche estando ya ocupadas) y, aprovechando que éste dormía, se había abalanzado sobre él y lo había ahogado metiéndole una bolsa de plástico en la cabeza mientras mantenían su cuerpo inmovilizado. Una inquietud nos atenazaba, pues, en el fondo, cualquiera de nosotros podría haber sido la víctima.

En honor a aquellos hombres, he de decir que a pesar de lo sucedido todos decidieron continuar como hasta entonces sin cerrar las puertas de los dormitorios. No podíamos permitir que el veneno de la desconfianza inoculase su ponzoña en nuestros corazones.

También hay que señalar la extraordinaria labor de nuestro capellán, Don Nicolás Baumer; paternal, afable, velando porque nadie se sintiera solo.

Su Santidad vino a acompañarnos en distintas ocasiones. Agradecía nuestra labor y repetía una y otra vez que nos tenía en sus oraciones. Él, personalmente, presidió la misa funeral.

La repercusión mediática fue delirante. Desde el mar de la China hasta el Golfo de México el caso fue portada de noticiarios y periódicos. Las redes sociales se incendiaron arrojando bulos de lo más disparatado que adquirían carta de naturaleza a base de repetirse exponencialmente. La prensa invadió el Vaticano y el prestigio que la Guardia Suiza había mantenido durante siglos quedó en entredicho. Ahora surgían expertos por doquier. Todos sabían sobre nosotros más que nosotros mismos. Algunos afirmaban barbaridades difíciles de olvidar. Un reputado periodista llegó a insinuar que aquella muerte había sido ordenada por el Papa para poner a prueba nuestra lealtad.

En medio de aquella batahola solo una cosa era cierta, cada uno de nosotros nos habíamos convertido en sospechoso. Si en otros tiempos la Santa Sede había tenido influjo suficiente como para que la investigación policial no trascendiera más allá de sus muros, en las actuales circunstancias se mostró incapaz de evitar que la Gendarmería, no ya vaticana, sino italiana, tomara cartas en el asunto. Incluso la Magistratura italiana intervino pasando por encima de usos y concordatos. Nos interrogaron uno a uno, revisaron nuestras habitaciones, ordenadores, taquillas, correspondencia. Fue humillante.

Hay que decir que unos pocos países, muy pocos, tuvieron la delicadeza de mostrarnos su pesar y apoyo. Por desgracia entre éstos no estuvo el nuestro.

Un efecto inesperado de todo aquello fue el protagonismo que adquirimos de cara a los visitantes. Estábamos acostumbrados a que la gente tratara de acercase a nosotros y nos fotografiara, pero nuestra recién adquirida proyección mediática nos convirtió en objetivo preferente. Apenas nos situábamos en el puesto de guardia una nube de ávidos turistas se arremolinaba lo más cerca posible y enloquecidamente empezaban a disparar sus cámaras. Esa situación no tenía fin, pues tan pronto unos se marchaban satisfechos por las decenas de fotografías idénticas que nos habían tomado, llegaban nuevas oleadas para repetir el ritual.

A las dos semanas del asesinato, estando yo de guardia en la Puerta Petrina, el sargento Müller vino con un compañero para relevarme.

– Alabardero Frei, novedades en el puesto de guardia.

– Sin novedad, sargento.

– Muy bien. Le releva el soldado Steiner. Acompáñeme. El comandante quiere verle.

No era el procedimiento habitual, pero hice lo que se me mandaba. En un primer momento sentí extrañeza, aunque enseguida me invadió el temor. ¿Por qué iba a quererme ver el comandante precisamente a mí? Ni siquiera había esperado a que concluyera mi guardia. ¿Por qué esa urgencia?

Mientras caminaba tras el sargento mi imaginación se dedicaba a agitar fantasmas. De hecho llegar frente a la puerta del despacho de Efe Efe tras haber dejado la alabarda en la armería, fue una liberación. Lo que tuviera que ser, sería.

Nos presentamos ante el comandante que estaba sentado en su escritorio. Realizados los saludos de rigor ordenó al sargento que se retirase. Y allí estaba yo, con apariencia impávida y el corazón agitado por la incertidumbre. Después de unos segundos de silencio me miró fijamente a través de sus lentes y me habló.

– Soldado Frei, ¿sabe cuál es el motivo fundamental por el que fue seleccionado para formar parte de la Guardia Suiza Pontificia?

Me dejó completamente desconcertado. Se suponía que ante la pregunta de un superior yo debía responder con diligencia, pero no sabía qué decir. ¿Acaso no había hecho lo que se esperaba de mí? ¿Había incumplido alguna norma? ¿Debía responder con los requisitos generales para ser un guardia suizo? Me sentía examinado y un tanto avergonzado por mi cavilación. Era consciente de mi pobre expediente académico, de mi discreto paso por el servicio militar, así como de mi timidez para relacionarme con mis compañeros. Sin embargo desde el principio yo había tratado de hacer las cosas bien. Cumplía mis cometidos, obedecía las órdenes, bueno, con la sola excepción de la audiencia a los enfermos cuando abandoné mi puesto para acercarme a... ¡Ah, se trataba de eso! El cabo Schnieper al fin le había ido con el cuento al comandante. Un mes después tenía que salir aquello. Me parecía demasiado audaz por su parte. Quizá lo había hecho a través de algún capitán, o del sargento mayor. Con la que estaba cayendo y me tenía que tragar una amonestación por un incidente tan baladí.

– Lo desconozco, mi comandante –contesté por fin preparándome para la reprimenda.

– Yo se lo diré –apoyó los codos sobre la mesa entrecruzando los dedos de ambas manos–. Por su discreción. Y de ella vamos a necesitar.

¿Mi discreción? No había broncas ni reproches. Su tono era elogioso, casi amistoso. Sentí un alivio enorme.

– Se le va a encomendar una misión muy especial; por ello, desde este mismo momento y hasta nueva orden queda relevado de todo servicio. El vicecomandante Vock está informado de ello. Deberá tener los ojos y los oídos bien abiertos, y la boca cerrada. ¿Me comprende?

– Sí, mi comandante.

– Y una cosa más. Únicamente deberá informarme a mí; a nadie más –enfatizó–. Da igual que sea un miembro de la Curia, el arcángel San Gabriel o su confesor, de todo lo que vea y oiga durante su misión deberá guardar un mutismo absoluto.

– Así lo haré, mi comandante –respondí.

Desasió las manos y se dejó caer sobre el respaldo.

– Está bien. Que Dios y nuestros Santos Patronos le ayuden. Ahora vaya a su cuarto y recoja sus cosas. El sargento Müller le va a asignar una nueva dependencia. Dentro de una hora preséntese aquí con una maleta y ropa para un par de días. Salimos de viaje.

– ¿Debo llevar los uniformes, mi comandante? –acerté a preguntar en mi perplejidad.

– No. A donde vamos no le van a hacer falta.

Bresca. El guardia suizo

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