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Capítulo 8

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Acabada la reunión con el Secretario de Estado, Bresca y yo acudimos junto con el comandante a su despacho.

Nada más entrar, exclamando un “¡no puedo más!”, Bresca sacó de una de sus mangas un cigarrillo liado que había llevado oculto hasta ese momento.

– Efe Efe, ¿tienes un mechero?

– Para eso no, ya lo sabes.

– ¡Venga, no te hagas de rogar! Está a punto de darme un ataque.

El comandante se sentó frente al escritorio y de mala gana abrió un cajón del que extrajo un encendedor.

– Toma, pero me vas a dejar todo con un olor de mil demonios.

A Bresca no pareció importarle lo más mínimo. Encendió el cigarrillo y aspiró con fruición. Luego, cerrando los ojos, soltó una prolongada bocanada de humo.

– ¡Aleluya!, ahora sé que estoy vivo.

El comandante nos invitó a sentarnos frente a él y comenzó a explicarnos mientras Bresca producía su irrespirable niebla.

– Antes de nada tengo que pedirte algo. Los muchachos lo han pasado muy mal. A la pérdida de un compañero se ha sumado el poco tacto empleado por la gendarmería. Así que, por favor, procura llevar el tema con delicadeza, no podemos someterlos a nuevas rondas de interrogatorios y fiscalizaciones. Antes de empezar a indagar y preguntar a algún soldado, valora bien si es imprescindible hacerlo.

» Y ahora vayamos al asunto. Lo que te voy a contar y mucho más está contenido en este informe que te llevarás en cuanto acabemos –Efe Efe nos mostró un grueso cartapacio con tapas de papel de estraza dentro del cual, además de folios impresos, había un disco de ordenador–. El uno de febrero la jornada transcurrió con normalidad. No hubo actos especiales ni celebraciones litúrgicas en las que participara la Guardia. El cabo Vallotton se encargaba de hacer los pedidos: desde material de oficina como folios o cartuchos de tinta, hasta elementos de aseo como toallas o jabón. Por la mañana estuvo en la oficina y por la tarde, después de comer, realizó su guardia. En todo el día nadie notó nada anormal en su comportamiento. A eso de las ocho, concluida su labor, salió con otros tres compañeros al bar Il Pocolo Rifugio, donde bebieron unas cervezas y regresaron para la cena. Después estuvieron viendo un partido de fútbol hasta la hora de dormir en que se fue a su habitación.

» Según los forenses, el crimen se produjo entre las dos y las dos y media de la madrugada del día dos. Todo apunta a que el asesino llevaba guantes de látex, pues no se ha encontrado ninguna huella ni resto orgánico. Entró en la habitación y, aprovechando que Jean-Louis Vallotton dormía, le metió una bolsa de plástico en la cabeza. Para cuando el cabo quiso reaccionar, ya estaba inmovilizado, y aunque trató de zafarse le fue imposible, ello precipitó su agonía. El asesino abandonó la habitación sin que, aparentemente, la revolviera ni se llevase nada.

» A las tres menos cinco el cabo Schnieper acudió para avisarle de que debía hacerle el relevo. Al entrar en el dormitorio se encontró con el cadáver. Rápidamente Schnieper fue a llamar al capitán Mouron; éste lo acompañó, viendo también el cuerpo sin vida de Vallotton. El capitán tocó el cuerpo y comprobó que todavía estaba caliente. Rasgó la bolsa y trató de reanimarlo, pero nada se pudo hacer. Entonces ambos fueron a avisar al sargento mayor Hodler. Los tres volvieron al lugar del crimen e inmediatamente después el sargento mayor activó el protocolo de amenaza, movilizando a algunos hombres para reforzar la protección del Papa. También estableció una custodia en la habitación de Vallotton hasta que viniera el juez y el forense. Acto seguido me lo vino a comunicar a mí. Había pasado el día fuera y pensé que se trataría de algún asunto particularmente urgente, lo que no podía imaginar era… ¡En fin! Ordené que llamaran a los carabineros y acudí al cuarto de Vallotton donde vi su cadáver tendido sobre la cama, la bolsa rasgada, y su rostro con los ojos y la boca completamente abiertos.

– Por tanto –intervino Bresca–, después del asesinato entrasteis a aquel cuarto el cabo Schnieper, el capitán Mouron, el sargento mayor Hodler y tú.

– Así fue.

– ¿Qué pasó después?

– Vino el juez acompañado de un médico forense y de decenas de carabineros. La prensa no tardó en aparecer, aunque al menos durante la noche conseguimos mantenerla extramuros. Al día siguiente la situación nos superó y los periodistas abarrotaron el Vaticano. Pero volviendo a aquella noche, el juez nos interrogó sobre lo sucedido y la policía hizo cientos de fotos. Tomaron muestras de todo, aquí tienes el inventario. También registraron todas y cada una de las habitaciones de los guardias, poniéndolas patas arriba. Revisamos las grabaciones una y otra vez por si alguien hubiera podido acceder o salir, pero no apareció nada fuera de los cambios de guardia. Durante los siguientes días continuaron los interrogatorios, las pesquisas, los registros. El inspector general del Cuerpo de la Gendarmería Vaticana se ha plegado completamente a las directrices políticas del gobierno Italiano. Supongo que estarás al tanto de que la campaña de desprestigio que venimos padeciendo se ha intensificado. Claro que tienen en la prensa un gran aliado; para ellos esto es un festín. Imagina las especulaciones que se han desatado.

– ¿Sigue siendo Claudio De Nigris el inspector general?

– Qué va. Ya me gustaría a mí. Lo trasladaron hará unos cinco años. La última vez que supe de él estaba en la comandancia de Rocca Priora. El inspector actual se llama Fabio Bargnani.

– ¿Cómo es?

– Ya lo conocerás. Te va a encantar –respondió con sarcasmo.

– ¿Y cómo fue lo del mensaje codificado? –preguntó Bresca mientras aplastaba el consumido cigarrillo en la planta de su bota.

– Básicamente como ha comentado monseñor Carlos Escribano. Todos los indicios apuntaban a que el asesino debía ser alguien de dentro, así que, tras consultar mi opinión, autorizó el pinchazo de los teléfonos y el seguimiento de todas las comunicaciones de la Guardia Suiza. Desde una dirección de correo electrónico creada ad hoc enviaron la comunicación cifrada que has visto a una cuenta fantasma con un usuario ficticio. Emplearon el ordenador de la sala de estudio, con lo cual pudo ser cualquiera.

– Pero podrían no estar vinculados ambos hechos. Quiero decir, el asesinato de Vallotton y el mensaje cifrado podrían ser hechos independientes entre sí. Si así fuera, el emisor del mensaje cifrado podría no tener intenciones letales y estar preparando un robo, o simplemente enredando.

– Ojalá. Eso tendrás que averiguarlo tú.

– Vosotros, querrás decir –contestó Bresca volviéndose hacia mí a la par que enarcaba una ceja.

– Tienes razón –rectificó el comandante sonriendo por primera vez y fijándose también en mí–, deberéis descubrirlo vosotros.

Salí de la reunión agitado, aunque procuraba que no se me notase. Por una parte me estaba enfrentando a unos acontecimientos terribles, como eran el esclarecimiento de un asesinato y la posible implicación de uno de mis compañeros. Por otro, al alistarme en la Guardia Suiza Pontificia lo había hecho con la esperanza de que mi vida tuviera un objeto, un sentido, y de pronto, esa meta adquiría una consistencia inesperada. Me sentía verdadero protagonista de algo importante. Entré creyendo que mi labor principal iba a consistir en hacer guardias y acompañar en actos públicos ceremoniales, pero ahora se me brindaba la posibilidad de algo mucho mayor: abortar un posible atentado contra el Papa.

Sinceramente, creo que aquella excitación interna no obedecía a un acto de vanidad, sino de ímpetu juvenil, de necesidad de hacer algo valioso con mi vida.

Luego estaba el cambio de actitud de Bresca hacia mí, él, que era toda una institución en la Guardia Suiza, había pasado de repudiarme a considerarme su colaborador. Aquí sí había un punto de presunción en mi inmadura personalidad. En aquel momento olvidaba que la labor principal que me había encomendado el comandante era vigilar a Bresca, y ello había de traerme alguna que otra complicación.

Volvimos a nuestra habitación para darnos una ducha y cambiarnos de ropa. Eran cerca de las nueve de la noche y el día había sido realmente intenso. Habíamos amanecido en Mallorca y tras un vuelo de casi cuatro horas, tornado al Vaticano, pasado por la sastrería, comido y charlado con los compañeros, nos habíamos entrevistado con el Secretario de Estado y, finalmente, con el comandante para tratar asuntos nada baladíes.

Por suerte, a esa hora la cena estaría ya lista, de lo cual me complacía dada la demanda alimenticia que manifestaban mis tripas.

El primero en ducharse fue Bresca. Yo aproveché para deshacer la maleta y recoger mis cosas. También telefoneé a mis padres para ver qué tal estaban y darles cuenta de mi buen estado, aunque me cuidé de guardar silencio sobre mis actuales cometidos.

Cuando el vicecomandante acabó, entré yo al baño. Salvo por la humedad ambiente, estaba todo impecable, como si nadie hubiera pasado antes por allí, cosa que no esperaba y agradecí. La ducha tuvo un carácter tonificante. El fresco aroma del gel ahuyentando la peste “tabaquil”, el sonido de las gotas chocando alborozadas contra la cortinilla, el líquido deslizándose por mi cuerpo en un abrazo reconfortante, era como una sinfonía placentera. Cuando acabé me sequé a conciencia y procuré dejar el baño como me lo había encontrado; no quería dar una mala impresión a mi superior. Habíamos empezado con mal pie pero a lo largo del día nuestra relación había tomado un rumbo prometedor. Yo haría que se diera cuenta de que lejos de ser un estorbo iba a servirle de gran ayuda.

Vestido de sport, con la toalla y el uniforme en los brazos salí del baño y encontré a Bresca sentado frente al escritorio. Tenía la cabeza gacha mientras miraba un papel con pliegues. Apenas me oyó dobló la cuartilla con premura y la recogió en su cartera.

Su ademán había adquirido un aire lúgubre. Si no fuera por la rigidez que mantenía diríase que estaba a punto de llorar. Se levantó intrépido y tras un lacónico “tengo algo que hacer” abandonó la habitación.

Por un instante dudé si seguirlo o no, pero entonces recordé las órdenes del comandante el día anterior: “No se despegue de él ni un segundo”. Arrojé la ropa sobre mi cama, me calcé dando brincos y salí presto. Ya no estaba en el pasillo, así que con paso rápido fui hacia la puerta. ¿Cómo podía haberse evaporado? Volví para adentro y me dirigí al comedor. Muchos de mis compañeros ya estaban cenando pero nadie había visto al vicecomandante. Si Efe Efe se enteraba me iba a matar. ¡El primer día y ya lo había perdido!

Ahora no andaba, volaba. Me llegué hasta la puerta de Santa Ana; los guardias que la custodiaban me confirmaron que había salido por allí hacía menos de cinco minutos. Bresca estaba fuera del Vaticano, ¿cómo lo iba a encontrar? Un aluvión de transeúntes recorría las calles circundantes aprovechando la agradable temperatura. Me sentía derrotado. Entonces me encomendé a mi ángel de la guarda. “Por lo que más quieras, ángel custodio, ¡ayúdame!” No era la primera vez que lo hacía. Por ejemplo, cuando tenía problemas para encontrar aparcamiento recurría a él. Nunca ha sido de una eficacia total, pero tiene un buen ratio de logros.

Entonces me pareció ver al vicecomandante en la esquina de la Vía di Porta Angelica con Vía delle Grazie. Eché a correr en esa dirección. Trataba de mantener el ritmo respiratorio para optimizar mis fuerzas. Cuando alcancé el lugar Bresca había recorrido casi toda la Vía delle Grazie y estaba a punto de llegar a la de Mascherino. Seguí corriendo. La refrescante sensación de la ducha había desaparecido. Ahora tenía el cuerpo empapado en sudor. ¿Qué mosca le habría picado?

Giró hacia la izquierda. Al menos había acortado distancias. Era como si estuviera dando la vuelta a la manzana. Quizá simplemente quería airearse. Ya lo tenía a una distancia suficiente como para no perderlo de vista. Preferí no acercarme más. Entendía perfectamente su rechazo a tenerme por niñera, así que era mejor si ignoraba que lo había estado vigilando.

Continuó caminado y, para mi sorpresa, cuando llegó a Borgo Pio en lugar de volver hacia la Puerta de Santa Ana se alejó en dirección opuesta. ¡Qué faena! Me moría de hambre. Y pensar que podría estar en el comedor disfrutando de un buen plato en vez de dedicarme a deambular por el centro de Roma en dirección a ninguna parte.

Fue a parar junto al Puente del Príncipe Amadeo pero no lo cruzó. Continuó caminando por la orilla del Tíber en dirección sur. Finalmente alcanzamos el barrio del Trastevere. ¡Me había tenido pateando las calles cerca de una hora! A esas alturas no me quedaba ni un ápice del optimismo que se había despertado en mí a lo largo de la tarde. Por el contrario, maldecía mi suerte por no poder seguir las rutinas de cualquier otro compañero. Quienes no tuvieran servicio ya habrían acabado de cenar y estarían echando una cerveza en algún bar de los habituales, charlando, jugando a los dardos o, tal vez, conociendo a algunas chicas encantadas de poder estar con jóvenes soldados suizos. Me venían esas ideas a la mente y me parecía una visión idílica.

Llegamos hasta la plaza de San Calixto. Bresca se detuvo frente a un bar en cuyo toldo figuraba en grandes letras: S. Calisto. No se habían devanado los sesos a la hora de elegir un nombre. Frente a la fachada, varias mesas rodeadas por un seto y en ellas grupos de clientes conversando ante un plato o unas cervezas. Finalmente se decidió a entrar. Estaba claro, el único que no iba a cenar esa noche iba a ser yo. Entonces me eché a un lado, lo más pegado a la pared que pude para evitar ser descubierto en caso de que saliera inesperadamente. Sin prisa, me acerqué hasta una de las puertas que permanecía abierta de par en par. Cuando la alcancé me asomé cauteloso para ver qué hacía. En ese momento pude observar cómo la camarera inclinaba una botella de ginebra que comenzó a verter en un enorme y grueso vaso frente al vicecomandante. Bresca le hizo un gesto con la mano indicándole que le echara más, la otra obedeció. El vaso quedó casi colmado y la botella medio vacía. ¿Acaso pensaba suicidarse?

Me sentí presa del pánico. Yo había visto a ese hombre borracho y no quería encontrármelo de nuevo así. Pero es que además si el comandante Frisch fue tajante en algún punto fue en ese: no debía permitir que tomara ni una gota de alcohol, ¡ni una sola gota! De hecho llegó a decirme que si hacía falta le pegara un tiro.

Me adentré del local y avancé resuelto hacia la barra. Bresca extendió su mano para coger el vaso y entonces yo me adelanté atrapándolo con ímpetu. Sorprendido, se volvió hacia mí y me miró con estupor. ¿Cómo había ido a parar yo allí? También la camarera había reparado en mi extraño comportamiento y se quedó clavada en el sitio contemplándome atónita. Yo no sabía qué hacer con aquello en la mano. No lo podía arrojar al suelo montando un número. Si lo devolvía a la barra, Bresca lo cogería. Y desde luego jamás haría caso a ninguna de mis amonestaciones, a fin de cuentas era mi superior. Entonces sin pensarlo dos veces alcé el vaso y ante su incredulidad me bebí la ginebra de un solo trago. Primero fue una sensación abrasiva por la garganta para acabar descendiendo hasta el estómago vacío donde en apenas unos segundos se desencadenó la gran explosión.

Bresca. El guardia suizo

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