Читать книгу Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro - Страница 15

Capítulo 7

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Llegamos al hangar a las siete y veinte. Junto a otras naves estaba la avioneta monomotor que nos debía trasladar, pero nuestro piloto brillaba por su ausencia.

– ¡Italianos! –protestó el comandante después de mirar impaciente en todas direcciones–. Ahora adivina cuándo piensa aparecer; eso si es que tiene intención de hacerlo.

Unas voces procedentes de un lujoso jet privado plateado y negro llamaron nuestra atención. Sonaba italiano, aunque no se llegara a entender. Nos aproximamos y enseguida percibimos olor a tabaco.

– Es Bresca. Y sigue fumando los mismos hierbajos. ¡Bresca! –gritó Frisch encarándose a la elevada puerta del aparato.

– ¡Sube, Efe Efe! –se oyó la voz de Wetter desde el interior–. Les estoy contando a Giovanni y a Simeone el viaje que me pegué con el paracaídas enganchado al ala de un avión. Creo que tú esa historia ya la sabes.

El comandante subió las escalerillas del suntuoso aparato con aparente resignación. Sin embargo el brillo de sus ojos delataba la felicidad que sentía. Bien sabía que en adelante, pasara lo que pasase, si alguien no le iba a fallar era precisamente el hombre que acomodado en un carísimo sillón de cuero charlaba afablemente con dos encandilados pilotos mientras aspiraba el humo del más pestífero tabaco jamás cultivado.

El vuelo de vuelta lo realizamos en el mismo humilde aeroplano. Bresca, sentado junto al piloto, no paraba de contar anécdotas de lo más variopinto y Giovanni, ahora ya sabía cómo se llamaba, estaba tan engatusado que incluso olvidó hablar con su amigo por el radiotransmisor. Lo cierto es que el viaje se me hizo extremadamente corto, contrariamente a lo que había sido la ida.

Ya en el aeropuerto tomamos un taxi. El comandante no quiso perder ni un minuto, así que durante el trayecto al Vaticano comenzó a darle instrucciones.

– Te incorporas con tu antiguo rango de vicecomandante. Naturalmente, Stefan Vock seguirá en su puesto haciéndose cargo de la organización de la tropa. Tienes una única misión: descubrir al homicida. Antes de que lo averigües por ti mismo has de saber que no todos están de acuerdo en que te reclutemos para hacerte cargo de la investigación. De hecho el propio Vock me ha pedido que te haga saber su disconformidad, aunque acatará lo que se le ordene. Daniel será tu auxiliar. Ha sido relevado de todos los servicios para poder dedicarse a ello.

– ¿Mi auxiliar o mi canguro? –preguntó Bresca sin ocultar su disgusto.

Frisch, ignorando el comentario, continuó con su explicación.

– En cuanto lleguemos podrás dejar tus cosas en la habitación que se os ha asignado…

– ¡¿Se nos ha?! –lo interrumpió Wetter con brusquedad–. ¿Cómo que se nos ha? ¿No tiene horario la guardería? ¿Hasta para dormir voy a tener que estar acompañado?

El taxista, que no entendía lo que hablábamos, pues lo hacíamos en alemán, sí comprendió el enfado de Bresca, por lo que comenzó a observar tímidamente por el retrovisor.

– Vuelvo a ser tu comandante –atajó Efe Efe–. Compartirás habitación con el alabardero Frei; es una orden inapelable. Vas a tener acceso a todos los archivos y documentos vaticanos sin restricción. Percibirás la retribución establecida para tu rango. En cuanto a los gastos que se generen para el desempeño de tu cometido, no se te ha asignado un presupuesto específico, de modo que no se te impone ninguna limitación; eso sí, periódicamente deberás informarme. No hace falta que te diga lo escasos de recursos que andamos. También tendrás un pase especial para todas las dependencias, así no tendrás que utilizar el sable –al decir esta última frase el comandante cambió radicalmente el tono de su diatriba, esbozando una mueca pícara. ¿Qué habría querido decir? Enseguida recuperó la pose seria–. A las cuatro en punto tenemos una entrevista con el Secretario de Estado monseñor Carlos Escribano en su despacho. Deberás ir con el uniforme de gala, así que antes de acudir a comer, pasa a ver al sastre para que haga los ajustes necesarios. Ya ves que este asunto viene comisionado desde lo más alto. En cuanto concluya la reunión iremos a mi despacho donde te facilitaré toda la información de la que disponemos.

Durante la explicación Bresca había permanecido con los brazos cruzados en actitud despegada, dejando bien a las claras que todo aquel programa no le hacía olvidar la fastidiosa imposición de mi papel de tutor permanente. El comandante fijó en él su mirada y le dijo.

– Por mi parte eso es todo. ¿Alguna duda?

– Sí. ¿Me tengo que poner la vacuna de la varicela?

Tras pasar por la sastrería, en la que tomaron medidas al vicecomandante para confeccionar a toda prisa su uniforme, nos fuimos al comedor; allí los más veteranos se acercaron a saludarlo.

– Tú por aquí, Bresca.

– ¿Nos vienes a visitar?

– ¡Qué sorpresa, Bresca!

Noté que el tono cordial del saludo era sincero en la mayoría, pero alguno mostraba más reserva, probablemente por ese estilo personal del que me había hablado el comandante. De hecho, en cuanto Wetter explicó que estaba allí para quedarse hubo a quien se le desencajó la expresión.

– ¿Te reenganchas?

– Solo temporalmente. Hasta que se aclare lo del cabo

Vallotton.

Me sorprendió que fuera tan claro y directo a la hora de exponer el motivo de su estancia, pero pronto comprendí que más pronto que tarde todos lo iban a saber, y el mejor modo de evitar elucubraciones era abordarlo abiertamente. Además, como iría constatando en mi trato con él, era su forma de actuar y uno de los motivos de que provocara tantas indisposiciones en un entorno tan protocolario como aquel.

El cardenal Carlos Escribano era un hombre de cara bondadosa y prominentes mofletes mitigados por una vigorosa barba cana. Tenía la espalda algo cargada, quizá por el peso de las muchas responsabilidades que recaían sobre él. Como secretario del Estado Vaticano, después del Papa era la persona con mayor poder dentro de la Iglesia. Tenía una voz vibrante, con un hablar pausado, pero sin caer en ese tono afectado que desplegaban algunos eclesiásticos.

Su despacho era enorme y de una sobriedad desangelada. Un escritorio espartano, con un flexo, muchos papeles, carpetas y un ordenador portátil. Además de algunas sillas, dos sillones y dos sofás en los que nos invitó a tomar asiento tras los saludos de rigor. La pared estaba presidida por un cuadro ennegrecido de la Virgen María con el Niño Jesús.

– Vicecomandante Wetter, en primer lugar quiero darle las gracias por su generosidad respondiendo a nuestra llamada. Supongo que el comandante Frisch le habrá explicado nuestro hondo pesar por la trágica muerte del cabo Vallotton. Personalmente rezo a diario por él y por su familia; como es lógico están muy afectados. A este dolor se une la insidiosa campaña que desde múltiples medios han emprendido contra nosotros. No han tenido el menor escrúpulo en intoxicar y utilizar a la propia familia de Vallotton para atacarnos. Por el bien de todos tenemos la obligación moral de averiguar qué ha sucedido y quién perpetró un acto tan vil. El comandante y yo estamos de acuerdo en que si alguien puede ayudarnos en esa labor es usted.

– Agradezco su confianza, eminencia –respondió Bresca–. Haré todo lo que esté en mi mano.

– Sé que lo hará. Además cuenta con la colaboración del soldado Daniel Frei.

¡Sabía mi nombre! Casi no podía creerlo.

– Tengo las mejores referencias de usted, Frei –continuó.

Me quedé mudo, sin saber qué decir.

– Por lo que me ha comentado el comandante –retomó Bresca–, no tienen el menor indicio de quién pueda haber

cometido el crimen, más allá de la sospecha de que sea un guardia pontificio.

– Bueno, tenemos algo más que una sospecha –continuó el cardenal cruzando una mirada cómplice con Efe Efe–. No se ha hecho público, pero hemos interceptado un mensaje.

Se levantó del sofá y se acercó hasta su escritorio. Abrió uno de los cajones extrayendo del mismo una carpeta roja con la que retornó junto a nosotros.

– Pedí al comandante que sobre este particular no le pusiera al tanto hasta que vinieran a hablar conmigo. Se trata de una información absolutamente confidencial –el cardenal extrajo un papel que entregó a Bresca–. Hemos interceptado ese mensaje. Está codificado, aunque hemos podido descifrarlo en parte. Verá que contiene una secuencia de datos numéricos. Pone a sus destinatarios al corriente de las claves que a diario se transmiten verbalmente a los soldados para el control de accesos. Si se fija, destaca aquellos que corresponden a la custodia del Papa, aunque desconocemos el significado de la mayor parte de la serie numérica. Resumiendo, vicecomandante, tememos un miembro de la Guardia Suiza Pontificia que podría estar maquinando un atentado contra el Papa.

» En más de quinientos años de existencia de este cuerpo jamás se ha dado un acontecimiento semejante. Estoy convencido de que se hace cargo de la gravedad de la situación y también de porqué hemos dado el paso de solicitar su auxilio. Precisamos de alguien con su cualificación, que conozca al dedillo el funcionamiento de la Guardia Suiza, libre de toda sospecha y de una fidelidad probada. Lo necesitamos a usted, vicecomandante. Para nosotros es un hombre providencial.

Un escalofrió me atravesó de cabo a parte. ¡Yo mismo formaba parte de la Guardia Suiza Pontificia! Conocía a cada uno de mis compañeros y superiores. Me parecía increíble que cualquiera de ellos pudiera pensar en hacer una cosa así, tan increíble como cuando el comandante reconoció ante Bresca que él también creía que uno de sus hombres había matado al cabo Vallotton.

Entonces Bresca hizo la misma pregunta que había comenzado a danzar en mi cabeza.

– Eminencia, perdone que insista en este punto, pero ¿cómo está tan seguro de que es un guardia pontificio quien ha redactado el mensaje? Podrían haber introducido, por ejemplo, micrófonos para grabar el momento en que esas órdenes verbales se imparten.

– No hay tal. Se registró todo minuciosamente para asegurarse de que no había ningún dispositivo de grabación. En fin, me resulta muy embarazoso hablar de esto, pero he de confesarle que como consecuencia del asesinato de Vallotton creí necesario intervenir las comunicaciones de la Guardia Suiza. Aquella fatídica noche en el cuartel no había nadie que no fuera miembro del cuerpo. En las horas previas al crimen las cámaras de seguridad no captaron ninguna entrada ni salida aparte de los relevos habituales de los soldados –explicaba Escribano para justificar su decisión–. Se comprobó que las cámaras no habían sido manipuladas. Todos los indicios apuntaban a alguien de dentro, como ya se ha encargado de airear la prensa. Gracias a este control se ha detectado el mensaje que le he entregado. El mismo fue enviado desde la CPU de la Guardia Suiza, desde un terminal al que solo tienen acceso los soldados pontificios. ¿Alguna pregunta más?

– Sí, me queda una duda –respondió Bresca expedito–. ¿Qué les llevó a descartar al soldado Frei?

Casi di un bote en el sofá. Debí ponerme más lívido que una berenjena. Desde luego aquel hombre no se andaba con miramientos. Le traía al pairo que yo estuviera delante. De todos modos aguijoneó mi curiosidad. A fin de cuentas la pregunta tenía sentido. Si todos los componentes de la Guardia Suiza estábamos bajo sospecha, ¿por qué a mí se me había colocado en una posición privilegiada a la hora de conocer con todo detalle la situación?

Efe Efe intervino rápidamente para poner a salvo al cardenal de aquella comprometedora pregunta.

– Analizamos uno por uno el perfil de los soldados. Daniel Frei adolece de un nivel muy bajo en matemáticas y sus conocimientos informáticos son demasiado rudimentarios como para aplicar técnicas de codificación. En las clases de defensa personal no es particularmente hábil; no hay que olvidar que si bien el cabo Vallotton fue pillado por sorpresa, quien lo mató mostró gran destreza para inmovilizarlo, asfixiarlo y evitar que gritara. Además, Frei es diestro. Según el informe forense el hombre que mató a Vallotton era zurdo.

Caray, falta de cualificación y ser diestro, esos eran los timbres de gloria que me exculpaban de haber cometido un crimen. No era muy halagador, y el comandante lo sabía, así que no se quedó ahí.

– No es la única persona que hemos excluido de ser sospechosa –prosiguió Efe Efe–, pero sí la más apta, leal y discreta para colaborar contigo en las tareas de investigación y apoyo.

– No lo dudo –respondió Bresca. Y volviéndose hacia mí, alargó el brazo para ofrecerme el papel que le había entregado Escribano–. Tome Frei, guárdelo, será un elemento clave en nuestra investigación.

¿Significaba que por fin me había aceptado?

Bresca. El guardia suizo

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