Читать книгу Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro - Страница 14

Capítulo 6

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Partimos desde el aeropuerto de Fiumicino en una vieja avioneta Cessna 172. La pilotaba un muchacho poco mayor que yo con unas greñas ensortijadas sujetas por una diadema. Lucía una barba incipiente e irregular que le daba un aire descuidado. Se pasó el viaje hablando por el radiotransmisor con algún amigo que, por lo visto, tenía todo el tiempo del mundo para dedicarle. Tampoco era extraño su desinterés hacia nosotros, dado que para guardar la necesaria reserva el comandante y yo conversamos casi todo el tiempo en alemán.

Nuestro destino era la isla de Mallorca. Allí iríamos en busca de Franziskus Wetter, quien ocho años atrás había abandonado la Guardia Suiza con el grado de vicecomandante siendo reemplazado por Vock.

Frisch se había propuesto convencer a su antiguo compañero de que regresara a Roma y se hiciera cargo del esclarecimiento del asesinato del cabo Vallotton. Hacía falta “un hombre de la casa”, y nadie más adecuado que el antiguo vicecomandante para esa misión.

Durante el trayecto, que se prolongó por cerca de cuatro horas, el comandante Frisch me habló de Wetter y me aclaró mi papel en esa historia. En adelante yo iba a ser su asistente. No me podría despegar de él ni un segundo.

– Wetter tiene algunos problemas con la bebida –reconoció al fin Efe Efe después de varios rodeos–. Será su responsabilidad impedir que pruebe una sola gota de alcohol. Por si no le ha quedado claro se lo repetiré, por encima de todo tiene que evitar que ingiera ni una sola gota de alcohol. Haga lo que sea necesario, como si le tiene que pegar un tiro, pero que no beba. ¿Me ha comprendido?

– Sí, señor.

Esta instrucción me llevó a conjeturar cuál debió de ser el motivo de su retirada, aunque no dije nada.

Por lo visto Wetter había sido toda una personalidad mucho antes de incorporarse al ejército papal. En Suiza formó parte de la brigada paracaidista y también estuvo integrado en los servicios de inteligencia. Recibió adiestramiento en unidades de élite de diversos países y alcanzó el grado de capitán, sin embargo tuvo muchas dificultades en su carrera debido a su estilo personal, entorpeciendo cualquier ascenso. Efe Efe no me aclaró en qué consistía ese estilo ni yo se lo pregunté, pronto iba a tener ocasión de descubrirlo por mí mismo. Ante todo era un hombre de fe, con altos ideales, que acabó desengañado del Ejército, así que decidió incorporarse a la Guardia Pontificia. Su fama lo precedía, lo cual despertó no pocas suspicacias en el Vaticano, sin embargo gracias al apoyo del cardenal Erik Zindel, a la sazón prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, consiguió acceder.

– Hay algo más que debe saber. Bresca ha tenido problemas familiares. Desde entonces no es ni una sombra del que fue. Sea delicado al tratar de estos temas.

¿Bresca? Debía tratarse de algún apodo. Sonaba italiano, aunque no reconocía su significado.

El piloto se volvió hacia nosotros levantando con la mano uno de los auriculares de su casco.

– Estamos llegando. Esa es la costa –dijo señalando hacia abajo.

Un contorno de arrecifes y playas se dibujaba ante nosotros.

En el aeropuerto tomamos un coche alquilado que condujo el comandante. Después de cerca de una hora circulando por carreteras cada vez más estrechas y zigzagueantes llegamos hasta a un elevado secarral de pinos y tomillos desde donde no se divisaba costa.

Daba una penosa impresión de abandono. Aceras inacabadas, fachadas descascarilladas y ausencia de presencia humana. Sí había una docena de coches aparcados, la mayor parte con matrículas alemanas. Sin duda era un refugio de desahuciados donde habitaban centroeuropeos que en sus países vivirían en la miseria y que allí podían subsistir gracias a alguna raquítica pensión.

– Hemos llegado –indicó Efe Efe quitando la llave del contacto.

Aferró el volante con ambas manos y giró la cabeza hacia mí antes de suspirar profundamente.

– ¡Vamos allá!

Bajamos del coche y nos dirigimos hasta el apartamento de Wetter, idéntico al contiguo, y al siguiente, y al de más allá. Timbramos insistentemente pero nadie abría, pese a que se podía escuchar música sonando a un notable volumen.

– Quizá ha salido, mi comandante.

Ignorando mi comentario, Efe Efe me dijo.

– Ayúdeme. Cuando le indique mueva la manilla.

Y sacando una tarjeta de la cartera comenzó a manipular con ella la cerradura. Nunca me hubiera imaginado al comandante haciendo una cosa así. En menos de un minuto consiguió rendir la puerta que se abrió dócilmente.

En el interior había algún desorden, pero no suciedad. En un lado del salón un tendedero desplegable exhibía varios pares de calcetines y mudas.

Entonces pude ver a Bresca desparramado sobre el sofá. Junto a él, tirada en el suelo, una botella de whisky vacía delataba la razón de aquel estado.

El coronel apagó la radio y una aparente quietud se impuso súbitamente. Bresca debió sentirlo porque, tambaleante, incorporó el cuerpo. Quise ayudarle a levantarse, así que me acerqué a él y mientras le echaba una mano sobre el hombro oí que Frisch me gritaba.

– ¡No lo haga!

Demasiado tarde. En una fracción de segundo me vi tumbado en el suelo a punto de morir ahogado. El hombre a quien habíamos acudido para pedir ayuda me tenía inmovilizado boca abajo mientras con sus nervudos brazos me realizaba una estrangulación. Yo podía contemplar la escena de mi propia muerte en un gran espejo que adornaba la pared, incrementando mi sensación de pavor.

– ¡Bresca, suéltalo! –le gritó el comandante.

Jadeando, levantó la cabeza y miró a quien le acababa de dirigir aquella orden.

– ¿Efe Efe? –masculló.

Entonces aflojó los brazos y el aire retornó a mis pulmones. Como pudo se levantó mientras yo permanecía en el suelo tosiendo. Me dolía la tráquea y me ardía el tórax.

El comandante me sujetó de las axilas para que pudiera sentarme en el mismo sofá que hasta un momento antes había ocupado nuestro particular anfitrión. Resolutivo, fue a la cocina y después de rebuscar por los armarios, se puso a calentar café. A mí me trajo un vaso de agua.

– ¡Beba!

Yo me había repuesto casi por completo, pero obedecí.

– Ayúdeme a quitarle la ropa.

Temí acercarme después de lo que acababa de pasar, pero Bresca se dejó hacer. Creo que en el fondo estaba avergonzado, aunque no lo pusiera de manifiesto. Eso sí, en cuanto lo metimos bajo el chorro frío de la ducha comenzó a rugir.

– ¡Efe Efe, estarás disfrutando! –clamó.

Pero no, no disfrutaba, el gesto del comandante reflejaba una mezcla de tristeza y determinación.

Frisch y yo acabamos con la ropa completamente calada. Al ver al comandante olvidado de sí mismo, con su elegante traje echado a perder mientras trataba de sacar a flote a su antiguo compañero de armas, tomé conciencia de la talla de aquel hombre a quien hasta entonces yo había tenido por un burócrata con refinados modales. La preocupación de Efe Efe por sus hombres no era una pose. Velaba porque todo fuera bien, porque cumpliéramos con los cometidos que teníamos asignados, hacía de puente entre la diplomacia vaticana y la milicia que representábamos, pero por encima de todo estábamos sus soldados, demasiado jóvenes, demasiado ingenuos, siempre entregados. El tiempo iría confirmando en mí esa impresión de desvelo callado y abnegado.

Mientras envuelto en un albornoz Franziskus Wetter bebía el cuenco de café que le habían preparado, detuve mi atención en él. De joven tuvo que ser un hombre muy atractivo; alto, corpulento, con una espesa mata de pelo ondulado ahora encanecido, las manos grandes pero no toscas, y la nariz severa y proporcionada. Donde asomaba el huracán que albergaba en su interior era en los ojos. Tenía la mirada con una fuerza tal que costaba sostenérsela, era como la de un tigre o un profeta, en pie de guerra, presta a la batalla. Incluso en los momentos en que se mostraba más apacible era como si dijera: no te creas que he bajado la guardia, estoy alerta.

Sentados los tres en torno a la mesa de la cocina, guardábamos silencio. Frisch con la mirada perdida en el tablero, Bresca en la taza, y yo paseándola expectante de uno a otro.

– ¿Has venido a redimirme? –preguntó Bresca con su ronca voz.

El comandante se lo quedó mirando un segundo antes de contestar.

– ¿Acaso te habrías dejado?

Volvió el mutismo. Frisch estaba al corriente del estado en que se encontraba su antiguo compañero, pero una cosa es estar informado y otra constatarlo por uno mismo. Yo creo que en aquellos dos tensos minutos estuvo valorando si debía abortar su plan o seguir adelante pasara lo que pasase. Finalmente se decidió.

– Bresca, he venido porque necesito tu ayuda.

– Y yo necesito un trago.

Efe Efe hizo caso omiso del desplante.

– Supongo que habrás tenido noticia del asesinato de un guardia. El cabo Jean-Louis Vallotton. Su familia no solo está abatida por la pérdida, sino que cada día que pasa se sienten más indignados. De todas partes les azuzan hablándoles de negligencia, incompetencia o, lo que es peor, complicidad. La gendarmería va dando palos de ciego y los miembros de la Guardia Suiza somos los principales sospechosos.

– Lo sé. ¿Quién no lo sabe?

– Aún hay algo más.

Por primera vez desde que comenzara aquella conversación Bresca apartó la mirada del tazón y se giró hacia el comandante.

– Yo también creo que el asesino está dentro de la Guardia Suiza.

En aquel instante se me heló la sangre. El oficial que había dado la cara por sus hombres y quien mayor información poseía en torno a los sucesos de aquella noche, sostenía que el asesino era uno de nosotros.

– ¿Quién? –preguntó Bresca lacónico.

– No lo sé. Si lo supiera no estaría aquí. Ya te he dicho que necesito tu ayuda. Solo tú tienes la preparación y los contactos para hacer frente a una situación así. Necesitamos esclarecer este caso lo antes posible, llevar ante los tribunales al asesino o asesinos, demostrar que somos capaces de resolver nuestros asuntos con presteza y sin injerencias, y limpiar el buen nombre de la Guardia Pontificia y de la Santa Sede.

– Les dará igual. No tienes más que leer la prensa o ver las noticias para darte cuenta de lo que buscan. Si no es por esto, será por otra cosa, tanto da. Y la verdad, a mí también.

Esto último debió doler al comandante, pero más aún a la persona que lo había proferido. El vicecomandante Wetter se castigaba, más tarde lo supe, se castigaba porque en su interior se estaba librando una batalla de dimensiones épicas.

– Jamás pensé escuchar eso de tu boca –dijo Frisch mientras se levantaba. Yo lo imité–. Al Franziskus Wetter que yo conocí le importaban las cosas y, sobre todo, tenía un sentido del deber que pasaba por encima de todo. Nos vamos. Mañana a las ocho de la mañana saldremos en una avioneta del aeropuerto de Palma. Tiene cuatro plazas, una estaba reservada para ti.

Wetter también se levantó y en silencio nos acompañó a la puerta. Antes de bajar las escasas escaleras que descendían hasta la acera, Frisch se volvió hacia él en actitud casi implorante, esperando todavía un milagro.

– Que tengáis buen viaje –dijo Bresca.

– Vámonos –me indicó el comandante sin despedirse de su amigo.

Ya dentro del coche, Efe Efe giró la llave de arranque. Antes de posar el pie sobre el acelerador bajó la ventanilla y sacó el puño hacia donde estaba Bresca; entonces, como accionados por un resorte, alzó tres dedos, pulgar, índice y corazón. El otro, enfundado en su albornoz, lo miró impávido, con una seriedad más trágica que la muerte.

El vehículo comenzó a andar y por el retrovisor pude comprobar cómo Franziskus Wetter permanecía en la misma posición hasta que lo perdí de vista.

– Mi comandante, ¿qué vamos a hacer ahora? –me atreví a preguntar.

– Vamos al hotel, allí descargaremos el equipaje y echaremos un bocado. Después, iremos a misa.

– Me refiero con la investigación del crimen. Está claro que él no va a venir –afirmé señalando para atrás como si Wetter todavía estuviera allí.

– Lo primero es lo primero. Iremos a misa y la ofreceremos por las almas del purgatorio. Bresca lleva tiempo cautivo en él. Y recuerde lo que le dije en Roma, nada de lo que ha visto o escuchado debe ser contado.

Rememorando aquellos momentos he de confesar que tenía sentimientos encontrados. Por una parte quería ayudar al comandante, máxime en lo que concernía a la resolución del asesinato de un buen compañero. Pero por otro lado Bresca me había impresionado. Desde luego, sentirlo apestando a alcohol mientras aprisionaba mi cuello no era la mejor carta de presentación para una persona de la que se suponía que no debería separarme ni a sol ni a sombra.

Bresca. El guardia suizo

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