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Prólogo

De Alexis de Tocqueville a Eric Hobsbawm, historiadores de muy distintas preferencias teóricas e ideológicas han caracterizado las revoluciones como fenómenos que desafían la imaginación del pensamiento moderno. Toda revolución es un proceso de aceleración del cambio histórico que, sin embargo, preserva o acentúa aspectos del antiguo régimen. Es por ello que en el curso de una revolución, por radical que sea, se producen movimientos de reversa que no logran detener, aunque sí interrumpir, la marcha del cambio.

Ese carácter paradójico de las revoluciones fue advertido por Hobsbawm en su famosa polémica con Hannah Arendt en 1965. La filósofa había publicado el influyente ensayo Sobre la revolución (1963), donde establecía un paralelo entre las revoluciones americana de 1776 y francesa de 1789, desfavorable a la segunda. Arendt comparaba ambas revoluciones a partir de un mecanismo que a Hobsbawm le parecía demasiado abstracto: la “emergencia de la libertad”. Pero Hobsbawm insistía en que las revoluciones eran fenómenos ambivalentes, siempre “envueltas por un halo de esperanza y desilusión, de amor, odio y temor. De sus propios mitos y de los de la contrapropaganda”.1

La observación del historiador marxista británico es importante para articular una reflexión sobre la tradición revolucionaria latinoamericana del siglo xx. Hay pocas dudas de que esa tradición revolucionaria existió entre 1910 y 1980, pero persisten muchas incógnitas sobre su curso. Hablar de una tradición revolucionaria en la historia social y política de América Latina y el Caribe en la pasada centuria supone estar de acuerdo en que la misma no fue lineal ni homogénea.

E. P. Thompson habló de dos “modelos” de revoluciones modernas, la “cataclísmica” y la “evolutiva”.2 En el siglo xx latinoamericano y caribeño tuvieron lugar unas y otras: la mexicana, la cubana y la nicaragüense resultaron de insurrecciones armadas y emprendieron profundos cambios del orden social desde el poder; otras, como las del populismo clásico, fueron híbridas, y otras más, como la chilena de Salvador Allende y Unidad Popular (UP), intentaron ser gradualistas.

Hablar de tradición, en medio de la heterogeneidad de discursos y prácticas de aquella cultura política revolucionaria, es posible en buena medida por el sentido de pertenencia a una historia común que experimentaron la mayoría de los protagonistas individuales y colectivos de aquellos procesos. La certidumbre de formar parte de proyectos que trascendían el ámbito nacional y se confundían con la propia historia latinoamericana y caribeña fue decisiva para el itinerario de un legado que muchos reclamaron durante un siglo.

La pregunta por esa tradición obliga a recorrer sus momentos de auge y decadencia, de ascenso y disgregación. A simple vista, es fácil advertir que entre 1910 y 1940, la cultura política revolucionaria vivió un apogeo relacionado con los procesos de cambio en México, pero también en países más lejanos como la Unión Soviética y China, que tuvieron impactos diversos en el contexto latinoamericano. Luego, durante los años de la Segunda Guerra Mundial y de la primera década de la Guerra Fría, se observa un declive de los movimientos revolucionarios como consecuencia de factores tan disímiles como el paso de los partidos comunistas al reformismo, la emergencia de las izquierdas populistas y la entronización del macartismo.

Aquel declive coincidió con los primeros diagnósticos sobre el “fin” o la “muerte” de la revolución (Jesús Silva Herzog, Daniel Cosío Villegas, José Ezequiel Iturriaga, Leopoldo Zea…), que abrieron un intenso debate dentro del campo intelectual y la clase política mexicana en el arranque de la Guerra Fría.3 Mientras se reproducía el enunciado del agotamiento del fenómeno revolucionario mexicano, combatido por el discurso oficial del partido hegemónico, el anticomunismo calaba en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas.

La depresión del ideal revolucionario, que se observa tras el derrocamiento del Gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón en Argentina, llevó al ensayista venezolano Mariano Picón Salas a decir en 1958 que las revoluciones estaban de salida en la historia de América Latina.4 El “revolucionarismo” era una actitud intelectualmente equívoca y perezosa que conducía a dar un nombre ennoblecedor a cualquier cambio brusco de Gobierno, fuera por un golpe de Estado o una insurrección popular. Al año siguiente, con la entrada de Fidel Castro en La Habana, el concepto de revolución logró su mayor esplendor desde la caída de Porfirio Díaz en 1911. Hasta Arnold J. Toynbee, el sereno historiador de la London School of Economics, llegó a pensar que la revolución era la forma histórica por antonomasia de la civilización latinoamericana y caribeña.5

El segundo gran momento de expansión del ideal revolucionario en América Latina puede enmarcarse entre 1959, cuando triunfa la Revolución cubana, y 1979, cuando los sandinistas derrocan la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. Fue aquel un nuevo periodo de in­­ter­­nacionalización de proyectos revolucionarios en el contexto de la Gue­­rra Fría, pero también de irreductible diversidad en la teoría y la práctica de la revolución latinoamericana. Nada más habría que recordar que en aquellas dos décadas tuvieron lugar las guerrillas guevaristas y la vía chilena al socialismo de Salvador Allende, los militarismos izquierdistas de los Andes y la lucha armada urbana en el Cono Sur.

Este libro recorre muchos movimientos revolucionarios y populistas del siglo xx latinoamericano. Algunos como el aprista en Perú, el gaitanista en Colombia o el chibasista en Cuba no llegaron al poder. Otros, como el primer sandinismo nicaragüense o la Revolución cubana de 1933 se vieron rápidamente frustrados. En sentido estricto, el volumen recorre diez revoluciones: la mexicana de 1910 a 1940, la nicaragüense de los años veinte, la cubana de los treinta, el varguismo brasileño, el peronismo argentino, la guatemalteca de 1944 a 1954, la boliviana de 1952, la cubana de los sesenta, la chilena de 1970 a 1973 y la sandinista que triunfó en 1979. Diez revoluciones en un siglo, que hicieron del estilo revolucionario el motor de la historia continental.

Josep Fontana definió la historia del mundo a partir de 1914 como el “siglo de la revolución”.6 La definición no podría ser más precisa para la parte de ese mundo que constituyen América Latina y el Caribe desde 1910. Sin embargo, esa tradición parece haber llegado a su fin en las últimas décadas del siglo xx. Con las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios, en los años finales de la Guerra Fría, las reglas del juego político cambiaron en la región. Todas las izquierdas que llegaron al poder desde entonces lo hicieron por vías democráticas y no propusieron una dislocación de la sociedad como la practicada en el siglo xx.

Si algo demuestran las más recientes experiencias de la izquierda gobernante latinoamericana, desde Hugo Chávez hasta Andrés Manuel López Obrador, es que la tradición revolucionaria del siglo xx puede ser simbólicamente aprovechada desde las democracias del xxi. Pero una vuelta a la destrucción del orden social y a la refundación del sistema político parece descartada por las izquierdas hegemónicas. La democracia, con todos sus límites y todas sus impugnaciones, establece cauces institucionales y legales para el cambio social. En ese horizonte, la revolución, como método y espíritu, pierde presencia después de un siglo de apabullante protagonismo.

Un efecto distorsionante de la caída del muro de Berlín y la hegemonía neoliberal de fines del siglo xx fue que se asumió la transición a la democracia como rebasamiento de las coordenadas de la cultura política revolucionaria. Como pudo verse en la primera mitad década del siglo xxi, la aspiración a un desahogo democrático de demandas de igualdad económica, justicia social y soberanía nacional sigue estando viva en la izquierda latinoamericana. El fracaso de tantos proyectos inscritos en esa tradición, por sus propias derivas autoritarias o por la reacción implacable de la derecha, no hace más que confirmar la vigencia del ideal de las revoluciones democráticas en el siglo xxi.

La Condesa, Ciudad de México,

Navidades de 2020

1 Hobsbawm, 2017, p. 283.

2 Thompson, 2016, pp. 353-357.

3 Ross, 1972, pp. 25-60.

4 Picón Salas, 1958, p. 42.

5 Gaos, 1962, p. 7.

6 Fontana, 2017, pp. 11-13.

El árbol de las revoluciones

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