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introducción

el siglo de la revolución

En un conocido pasaje de La rebelión de las masas (1929), José Ortega y Gasset, pensando en Europa, aseguraba que el xix había sido el siglo de la revolución.1 Ya para entonces, fines de los años veinte, la atracción juvenil por el bolchevismo se había disipado y el filósofo español observaba que la idea noble de revolución, en la Italia de Mussolini o en la Rusia de Stalin, se convertía en “el perfecto lugar común”.2 No pensaba, desde luego, Ortega –como décadas después lo haría el marxista británico Eric Hobsbawm– en América Latina, donde comenzaba a escenificarse lo contrario: la idea y la creencia en la revolución, no como interrupción, sino como aceleración de la historia, como lógica del cambio total, económico, social, político y cultural de una sociedad.3 Es evidente, como ha sostenido Alan Knight y otros historiadores, que entre 1910 y 1940, el tipo de revolución que se produjo en México no fue marxista o socialista, pero fue “real”.4 El concepto de revolución que asumieron sus actores, en muchos casos, fue leninista sin saberlo, fabianamente leninista, por así decirlo.

La tradición liberal del siglo xix (Constant, Tocqueville, Stuart Mill…), como advirtiera Norberto Bobbio, aceptaba la idea de la revolución como cambio gradual de un orden social y político.5 Desde las primeras líneas del célebre Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), Constant llamaba “feliz” a la Revolución de 1789, por su resultado a la larga de un Gobierno representativo en Francia, aunque deploraba sus “excesos”, aludiendo no solo al jacobinismo, sino también al bonapartismo. En América Latina, como ha ilustrado Antonio Annino, la historiografía deci­­monónica sobre las revoluciones de independencia (Mier, Alamán, Mora, Lastarria, Bello, Mitre…) reprodujo aquella idea antijacobina de la revolución, estableciendo analogías entre el terror y los momentos de mayor violencia antiespañola.6 Para fines del siglo xix, la idea de revolución que predominaba en la región estaba asociada a la revuelta, el levantamiento militar o, incluso, a un proceso de reformas desde el Estado, y no con el cambio del orden social y político.

Revoluciones eran, como advirtió el pensador argentino Ezequiel Martínez Estrada, en México, la de Tuxtepec en 1876; en Argentina, la del Parque en 1890, y en Chile la antibalmacedista o “guerra civil” de 1891: las tres, sublevaciones militares o cívicomilitares contra un Gobierno legítimo.7 Mucho más cercanos al concepto de revolución, como cambio del orden social y político y no como remoción violenta de un Gobierno, fueron el golpe militar republicano de 1889 en Brasil o la última guerra de independencia cubana, que no reclamaron plenamente para sí el término de revolución. José Martí en Cuba y Ruy Barbosa en Brasil dotaron aquellos movimientos republicanos y abolicionistas de un sentido revolucionario, pero la mayoría de los actores y líderes de esos procesos se imaginaban parte de un quiebre del régimen colonial que no removería la estructura social más allá del trán­­sito al trabajo libre de millones de esclavos.

El liberalismo latinoamericano del siglo xix legó dos maneras de conceptualizar la revolución: como revuelta o como reforma. El primer concepto significaba la vía violenta o insurreccional de acceso al poder; el segundo, la aplicación de medidas de modernización social desde el Estado constituido. En el México del siglo xix, los mayores intentos de transformar la sociedad posvirreinal, el de Mora y Gómez Farías en los años treinta y el de Juárez y Ocampo en los cincuenta, se autodenominaron “reformas”. A principios del siglo xx, los proyectos de Carlos E. Restrepo en Colombia e Hipólito Yrigoyen en Argentina asumían la terminología revolucionaria desde un punto de vista reformista y republicano que demandaba poner fin al militarismo y el autoritarismo de la región. En noviembre de 1910, en México, esa manera latinoamericana de entender la revolución cambió en ambos sentidos: como asonada o golpe y como reforma o transformación desde arriba. A partir de entonces, en América Latina comenzará a circular un ejemplo histórico de revolución que era, a la vez, una insurrección popular y un vuelco al orden social y político de una típica república de orden y progreso.

la revolución con mayúscula

Siempre vale la pena regresar a los escritos políticos de Lenin entre las revoluciones de febrero y agosto de 1917, en Zúrich o en Petrogrado, y al ensayo El Estado y la revolución (1917) que escribió en aquel verano en su último exilio en Finlandia. Allí esbozaba la existencia de una lógica o, más bien, una dialéctica revolucionaria a través de dos o más fases.8 Con la Comuna de París y los textos de Marx y Engels sobre aquel proceso a la vista, el líder bolchevique suponía que la etapa demócrata burguesa de la Revolución rusa sería rebasada por otra, socialista, impulsada por los soviets de obreros, campesinos y soldados y el partido bolchevique. El tránsito socialista respondía a un curso natural que Lenin creía descifrado en los textos de Marx y Engels y en la propia historiografía liberal sobre la Revolución francesa. No en balde establecía equivalencias entre los bolcheviques y los jacobinos y catalogaba el golpe de Kornílov como “bonapartismo”. En Lenin el concepto de revolución correspondía a la experiencia de un sujeto metahistórico.9

Pero la Revolución con mayúscula, a pesar de tener un camino teóricamente trazado, requería de la voluntad y la inteligencia de los bolcheviques para triunfar, ya que se trataba de “un viraje brusco en la vida del pueblo”.10 Este viraje que implicaba una aceleración de la historia: “En tiempos revolucionarios millones y millones de hombres aprenden en una semana más que en un año entero de vida rutinaria y soñolienta”.11 Edward Hallet Carr, François Furet y otros historiadores abusaron de aquella analogía entre jacobinismo y bolchevismo, dando pie al equívoco de la “revolución congelada” que estudiara Ferenc Fehér en los años ochenta. La idea de la Revolución rusa, tanto de Lenin como de Trotski, integraba las dos revoluciones, la de febrero y la de octubre, y no remitía al antecedente del terror, sino al de la Con­­vención republicana de 1792 y a la Comuna de París.12 En todo caso, al articular un concepto metahistórico de revolución, que rebasaba y a la vez integraba las propias corrientes internas rusas –demócratas constitucionalistas, mencheviques, anarquistas, socialdemócratas–, el bolchevismo favorecía un análisis anatómico del fenómeno revolucionario como el que emprendería en los años treinta el historiador británico Crane Brinton.13

Reinhart Koselleck sostiene que luego de 1789 en Francia, la revolución, además de como un concepto, empezó a operar como una metáfora del lenguaje político moderno. A partir de entonces, la revolución fue una “necesidad histórica”, un “agente autónomo”, un “actor histórico mundial”, un “genio”.14 Lenin lo dirá con un proverbio ruso: “Echa a la naturaleza por la puerta de la casa y entrará por la ventana”.15 En México, esa construcción semántica arranca cuando diversos movimientos regionales, con bases sociales, liderazgos y programas específicos, como los de Pascual Orozco en el norte y Emiliano Zapata en el sur, respaldan el Plan de San Luis Potosí y el levantamiento antirreeleccionista de Francisco I. Madero y luego se oponen al primer Gobierno revolucionario. Los manifiestos antimaderistas de fines de 1911 o principios de 1912, el de Tacubaya de Emilio Vázquez Gómez, el de Ayala de Emiliano Zapata o el de Ciudad Juárez de Pascual Orozco, marcan el momento en que el concepto de revolución se vuelve una entidad metahistórica.

El Plan de San Luis Potosí mencionaba varias veces la palabra revolución para asociarla al significado de ‘insurrección’ y la R mayúscula que se reiteraba era la de República. Pero en aquellos documentos antimaderistas sí aparece, desde las primeras líneas, la poderosa metáfora de la Revolución con mayúscula.16 Vázquez Gómez hablaba de una “Revolución gloriosa del 20 de noviembre…, frustrada” por Madero: primera presencia, tal vez, del tópico de la revolución traicionada en México.17 Los zapatistas también desconocían a Madero como “jefe de la Revolución”, que escribían con mayúscula, pero adjetivaban la nueva revolución como Revolución Libertadora, que compartían con los orozquistas y que pronto comenzará diferenciarse regionalmente como “Revolución del Sur y Centro de la República”, según la Ley Orgánica de noviembre de 1911.18 Es Orozco, en sus manifiestos de marzo de 1912 quien formula de manera cabal la metaforización del concepto. El líder norteño hablaba de una “revolución maderista”, con minúscula, que había sido dejada atrás por la “gran revolución de principios y a la vez de emancipación” que había triunfado en Ciudad Juárez y que, luego de la traición de Madero, “va hacia delante”.19

El lenguaje político de Madero era profundamente republicano, así como el de Carranza, en el Plan de Guadalupe, era constitucionalista. El concepto central de aquel breve documento carrancista no era la república o la revolución, sino la Constitución. Madero era el presidente constitucional legítimo, derrocado y asesinado por el traidor Victoriano Huerta; el nuevo Ejército se llamaría Constitucionalista y su líder, el gobernador constitucional del estado de Coahuila, Venustiano Carranza, asumiría el título de primer jefe del Ejército Constitucionalista.20 Es sabido que algunos firmantes del Plan de Guadalupe (Lucio Blanco, Jacinto B. Treviño, Rafael Saldaña Galván, Francisco J. Múgica y Aldo Baroni) conminaron a Carranza a que incorporara al texto algunas reformas sociales en materias agraria y obrera, pero el líder insistió en que era preciso limitarse al legitimismo constitucionalista para derrocar a Huerta.21

En un manifiesto de Zapata, el 4 de marzo de 1913, pronunciado desde Morelos, el líder sureño presentaba el cuartelazo de Huerta como el origen de una tercera dictadura, que continuaba la de Díaz y la de Madero, y que se “burlaba de la revolución”, de sus “ideales” y de sus “frutos”.22 Cosa que, al decir de Zapata, “no permitirá ni tolerará” la propia revolución, que “no depondrá las armas hasta no ver realizadas sus promesas y luchará con esfuerzo titánico hasta conseguir las libertades del pueblo, hasta recobrar las usurpaciones de tierras, montes y aguas del mismo y lograr por fin la solución del problema agrario”.23 En el zapatismo se producía la sinécdoque más poderosa, en la disputa por el sentido de la Revolución mexicana: una revolución que seguía siendo la originaria de 1910, cuyo proyecto de “Reforma Política y Agraria”, también con mayúsculas, la definía ideológicamente.

Como ha sugerido recientemente Ignacio Marván, el constitucionalismo del movimiento carrancista, referido a la Constitución de 1857, tampoco era ajeno a la demanda de reforma agraria, social y política.24 Desde sus orígenes, en 1913, el carrancismo incluyó, junto con la restauración del texto de 1957, una voluntad reformista que muy pronto giró a favor de un nuevo proceso constituyente. Esto explica que, primero, la Convención de Aguascalientes y, luego, el Congreso Constituyente de Querétaro demostraran que, en nombre de la revolución originaria de 1910, podía articularse una demanda de síntesis ideológica del programa revolucionario mexicano. Más allá de las evidentes diferencias entre cada corriente interna, ese programa logró plasmarse con nitidez en la Constitución de 1917 y en la política de los primeros Gobiernos posrevolucionarios, especialmente con Álvaro Obregón entre 1920 y 1924 y con Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940. La idea de la Revolución mexicana que se difundió con tanta intensidad en América Latina en la primera mitad del siglo xx fue esa: la de un movimiento popular que aplicaba una reforma agraria desde premisas comunales, establecía el dominio público sobre los recursos energéticos, alfabetizaba y elevaba el nivel educativo de la población, respetaba la autonomía universitaria, distribuía derechos sociales, afirmaba la soberanía de la nación e introducía un laicismo anticlerical en las relaciones entre el Estado y la Iglesia.

En la mayoría de los países latinoamericanos, ese programa, especialmente en la versión compacta del artículo 27, esto es, la reforma agraria comunal y la propiedad nacional sobre el subsuelo, circuló como emblema de la ideología revolucionaria. Emblema que, como sostienen los estudios de Guillermo Palacios, Pablo Yankelevich y María Cecilia Zuleta, lo mismo activó gestiones de solidaridad con México en tiempos de la dictadura de Victoriano Huerta y alentó peregrinajes o exilios como los de Manuel Baldomero Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre, Julio Antonio Mella y Aníbal Ponce, que propiciaron la instalación de la experiencia mexicana como paradigma del cambio social.25 Los populismos de mediados del siglo xx también echaron mano de aquel paradigma, pero en la mayoría de los casos desecharon el sentido comunal del agrarismo mexicano.

La idea de la revolución viajó de México al Brasil de Vargas y a la Argentina de Perón, arraigó en el aprismo peruano y su poderosa influencia en las izquierdas no comunistas de los Andes y el Cono Sur, y articuló los movimientos nacionalistas revolucionarios en Centroamérica y el Caribe hasta 1959. Lo mismo por vía insurreccional, como en los casos de Sandino y Farabundo Martí en Nicaragua y El Salvador, en los años veinte y treinta, o de las organizaciones vinculadas a la Legión del Caribe en los cuarenta, que a través de movimientos cívicos y electorales como los de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz en Guatemala; Víctor Paz Estenssoro y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia; Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, o Eduardo Chibás en Cuba, toda la ideología revolucionaria latinoamericana estuvo poderosamente endeudada con el México de la primera mitad del siglo xx.

Aunque coincidió temporalmente con el varguismo en Brasil y el arranque del peronismo en Argentina, el cardenismo mantuvo el efecto multiplicador de la cultura política revolucionaria hasta bien entrada la Guerra Fría. La reactivación del reparto ejidal, la nacionalización ferroviaria y petrolera, el voto femenino, la solidaridad con la República española y el asilo a León Trotski, a la vez que generaban no pocas tensiones con la izquierda comunista, alentaron el nacionalismo revolucionario, sobre todo en la región de Centroamérica y el Caribe, como se constata la experiencia guatemalteca y cubana de los años cincuenta.26 El varguismo y sobre todo el peronismo también ejercieron una poderosa atracción sobre la juventud latinoamericana a fines de los cuarenta y durante todos los cincuenta, como se observa en Venezuela, Colombia o Cuba.

de méxico a cuba

La Revolución cubana de 1933 fue uno de los tantos procesos inspirados por el México revolucionario. Sus líderes, Ramón Grau San Martín, Fulgencio Batista y Antonio Guiteras admiraban al gran país vecino. En sus viajes a México, Batista se reunía con Lázaro Cárdenas y se presentaba como defensor en la isla de las ideas de Querétaro. La influencia de la Revolución mexicana se constata hasta bien entrados los años cincuenta en Cuba, durante la etapa insurreccional de la lucha contra la dictadura. En la Constitución de 1940 y en los programas de los dos principales partidos de la oposición al régimen batistiano, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (PRC) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPCO), la ideología predominante era un nacionalismo revolucionario muy parecido al del Partido Revolucionario Institucional (PRI). La cúpula de ambos partidos y sus juventudes, dentro de las que se encontraban líderes de las dos principales organizaciones revolucionarias de los cincuenta, el Movimiento 26 de Julio (M-26-7) y el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), como Fidel Castro y José Antonio Echeverría, vivió exilios o breves residencias en México.27

Comparada con la mexicana, la cubana de los cincuenta fue una revolución menos heterogénea. El liderazgo de las guerrillas de la Sierra Maestra y el Escambray era fundamentalmente de clase media urbana, mientras que las bases de los pequeños comandos armados, que nunca rebasaron los tres mil hombres, eran campesinas. La Revolución cubana se vuelve un fenómeno de masas luego del triunfo de enero de 1959, cuando los sindicatos se vuelcan a las tareas revolucionarias, se crean las milicias, la reforma agraria involucra a la mayoría del campesinado y la Campaña de Alfabetización politiza a la pequeña burguesía que no intervino en la insurrección. Si la fase insurreccional de la Revolución cubana duró apenas dos años, entre enero de 1957 y enero de 1959 –en el Escambray, la guerrilla arrancó en febrero de 1958, luego del desembarco de las tropas de Faure Chomón en Nuevitas–, el periodo de construcción del Estado socialista puede enmarcarse entre 1960 y 1976.28

Desde un punto de vista ideológico, los programas del M-26-7 y el DRE no se diferenciaban sustancialmente de los de los partidos PRC y PPCO. La radicalización socialista o marxista-leninista también es un fenómeno posterior a la victoria de enero de 1959, en medio de la confrontación con Estados Unidos, que se intensifica a partir de la primavera de 1960, luego del acuerdo comercial entre Fidel Castro y Anastás Mikoyán de febrero de ese año. Una vez asumida la identidad socialista del proyecto cubano, en los días de playa Girón, el gran dilema al que se enfrentará la dirigencia revolucionaria será el de sumarse o no al bloque soviético y al modelo de los socialismos reales de Europa del Este. Las mayores resistencias a ese designio, impulsado por el viejo Partido Comunista, provendrán, después de la crisis de los misiles, del guevarismo y, en menor medida, del nacionalismo revolucionario no comunista del M-26-7 y el DRE.29

Las diversas purgas y polémicas de los años sesenta en Cuba, que se asocian con los llamados procesos del “sectarismo” y la “microfracción”, ilustran las fisuras del campo revolucionario en el poder.30 Vistas en el espejo mexicano, aquellas fisuras fueron menores, si se recuerda que aquí los principales líderes de la revolución se enfrentaron entre sí por medio de las armas. La primera oposición al poder revolucionario, clandestina o armada, fue ante todo anticomunista o específicamente católica, como se observa en organizaciones como el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, el Movimiento Revolucionario del Pueblo o en las guerrillas contrarrevolucionarias del Escambray que subsistieron hasta 1967. La concentración del máximo liderazgo de la revolución, tanto en la etapa insurreccional como en la de la construcción socialista, en la persona de Fidel Castro dio al proceso cubano una mayor unidad política, pero también restó solidez y retardó la institucionalización del nuevo Estado en su primera década.

Esa ralentización no impide hablar, por supuesto, de un “poder revolucionario”, en términos de Juan Valdés Paz, que se constituye y evoluciona a lo largo de varias fases (1959-1963, 1964-1974, 1975-1991, 1992-2008, 2009-2019), que corresponden a periodos concretos de la política doméstica e internacional del Estado cubano y su interacción con la sociedad de la isla.31 Si bien en esa evolución hay una continuidad institucional evidente, entre la Constitución de 1976 y la de 2019, basada en el partido comunista único, los órganos del poder popular o la economía planificada, fuertemente orientada al gasto público en derechos sociales, los largos liderazgos de Fidel y Raúl Castro aseguran una unidad o cohesión de mando que impacta desde el nivel de la gobernanza hasta el de los afectos.

Aquella unidad se tradujo en una rápida mutación del concepto de revolución en Cuba, que todavía asombra por su capacidad de reproducción simbólica. Durante los años de la lucha pacífica o armada contra la dictadura de Batista, en los años cincuenta, revolución significaba restauración del orden constitucional de 1940 y lealtad a las ideas republicanas de José Martí. La Revolución, aunque pensada, dicha y escrita con mayúscula, era entendida como un cambio violento y efímero que daría paso a una nueva república. El republicanismo del lenguaje político del periodo insurreccional mantenía a raya a los actores y voces más jacobinos o socialistas. Después de 1961, revolución será otra cosa: un proceso permanente de cambio del sistema capitalista en Cuba y en el mundo, especialmente en el tercer mundo, encabezado por Fidel. En el lenguaje fidelista, el concepto de revolución alcanzó su más plena metaforización en América Latina.

La revolución no solo era eterna, sino omnipresente. La revolución veía y escuchaba, pensaba y hablaba. La revolución creía y sabía o aconsejaba y recomendaba. Eran recurrentes las alusiones de Fidel a la revolución en tercera persona, a veces para autocriticar medidas adoptadas por él mismo. En esa sutil complementariedad, por la cual revolución significa lo mismo que nación y patria, socialismo y nacionalismo, Gobierno y Estado, pueblo y sociedad y, a la vez, algo distinto o superior a todas esas entidades, radica la clave de la fuerza semántica del concepto en el lenguaje político cubano. En ninguna otra revolución del siglo xx, ni en la rusa, la mexicana, la china o la nicaragüense, encontramos una metaforización tan potente. La retorización del concepto revolucionario en Cuba dejó una huella indeleble en la izquierda latinoamericana y caribeña hasta hoy.32

Ese proceso simbólico, incorporado a la ideología del Estado, genera una sobrerrepresentación del concepto en el lenguaje de los dirigentes, en las ciencias sociales académicas y en la propia historiografía, que impide reconocer etapas dentro de la trayectoria revolucionaria en seis décadas, como hacen Valdés Paz y otros autores. La historia de 1959 a la actualidad se presenta, con frecuencia, en bloque, como si el sujeto de la misma fuese una entidad colectiva en la que se funden Gobierno y pueblo, Fidel Castro y la nación cubana. En los días de la muerte de Castro, los medios de comunicación dieron gran cobertura a una cita de un discurso de Fidel del 1 de mayo del año 2000, en la que se condensa la polisemia del término en Cuba:

Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos a nosotros mismos y por nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes fuera y dentro del ámbito local y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y de las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo.33

En los funerales de Castro, en noviembre de 2016, en el monumento a José Martí en la plaza de la Revolución, decenas de miles de cubanos firmaron un juramento de lealtad a ese texto. Si se lee con detenimiento se observa, claramente, la metaforización a que hacemos referencia. La revolución deja de ser un fenómeno histórico y se convierte en una suerte de guía moral del comportamiento humano y, específicamente, de la acción política. La función del texto es, a la vez, pedagógica, religiosa e ideológica y está formulada de manera universal, desligada del contexto específicamente cubano.

Pero al final, el argumento desemboca en una identificación entre esa “revolución”, el nacionalismo y el socialismo constitutivos de la ideología oficial, es decir, entre revolución y régimen. Por lo tanto, el juramento de lealtad al “concepto de revolución” de Fidel Castro se vuelve una promesa de lealtad al legado del propio líder y de respaldo al sistema político construido a partir de 1976. Respaldo que solo tiene sentido si es practicado desde la “unidad”, es decir, sin que el pluralismo civil se traduzca en una diversidad de opciones políticas en el presente y el futuro de la isla.

Decíamos que en ninguna otra revolución del mundo se llegó a ese grado de metaforización del concepto revolucionario moderno. Desde una perspectiva latinoamericana, un curioso efecto de ese fenómeno es la anulación de cualquier modelo de cambio revolucionario, incluso en Cuba. Desde fines del siglo xx, la idea de revolución parece descontinuada en América Latina y el Caribe por un proceso de universalización de las formas democráticas de lucha por el poder y acceso a los mandatos del Estado. Pero no solo en la mayoría de la región, donde rigen instituciones y leyes democráticas, también en Cuba, único país socialista del hemisferio, la práctica revolucionaria de la política como destrucción acelerada y violenta de un antiguo régimen y construcción de uno nuevo también parece agotada.

de cuba a nicaragua

Tras la Revolución cubana y su giro socialista, gran parte de la izquierda continental suscribió el marxismo. En un inicio se trató de un marxismo que conectaba por diversas vías con la Nueva Izquierda de los años sesenta: guerrillas rurales y urbanas, descolonización, antimperialismo, tercermundismo… Sin embargo, a nivel ideológico y teórico, aquella izquierda preservó una heterogeneidad que iba desde el marxismo-leninismo más ortodoxo, de corte soviético, hasta subsistencias del populismo y el nacionalismo revolucionario, como las del peronismo montonero o los macheteros puertorriqueños, pasando por modalidades del marxismo occidental como el estructuralismo francés, el socialismo británico, la filosofía libertaria de 1968 o el gramscianismo argentino. El guevarismo o, más específicamente, la teoría del foco guerrillero, fue, como advierte la historiografía más actualizada, una variante del discurso y la práctica revolucionarios que nunca llegó a ser plenamente hegemónica en la izquierda regional.34

A pesar de ello, la Revolución cubana generó una matriz de alineamiento geopolítico que lograba imponerse por encima de la diver­­sidad ideológica. Sin perder interlocución con los partidos comunistas más favorables a la línea de Moscú, el Gobierno cubano respaldó, entre 1966 y 1968, iniciativas que intentaban articular una izquierda latinoamericana y tercermundista, por “fuera del bloque”, como decía Wright Mills, tal y como se confirmaría en las reuniones de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), dos foros que estuvieron muy ligados a la promoción del proyecto guevarista.35

Esa matriz geopolítica logró preservarse en medio de la institucionalización soviética del socialismo cubano de los setenta, cuando el guevarismo entra en crisis, primero con el breve triunfo del modelo chileno y luego con la diversificación de formas de lucha contra las dictaduras militares. Centroamérica fue el escenario que más claramente expone la capacidad de La Habana para mantener el apoyo a las guerrillas, mientras normaliza vínculos con Gobiernos latinoamericanos como los militarismos progresistas de Velasco Alvarado en Perú, Torres en Bolivia o Torrijos en Panamá, el socialismo pacífico de Salvador Allende y UP en Chile o la Venezuela de Carlos Andrés Pérez.36 Tanto el triunfo sandinista de 1979 como el nuevo impulso que recibieron las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas, a la par del involucramiento de otros Gobiernos regionales como el mexicano, el venezolano, el costarricense o el panameño, estuvieron relacionados con la geopolítica revolucionaria cubana.37

Es interesante observar cómo, en los últimos años, se produce una contradicción entre una historiografía académica que sostiene la tesis de que el Gobierno revolucionario cubano abandonó el apoyo a las guerrillas latinoamericanas en los años setenta y decenas de testimonios de los propios gestores del “internacionalismo” y la “solidaridad” con los movimientos armados de la izquierda regional, como el del comandante Manuel Piñeiro, que apuntan en la dirección contraria. Tanto en el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como en el del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), algunos de los propios líderes de aquellos movimientos han sido –o siguen siendo– leales a la retórica de la impronta cubana en esos procesos.38

Pero tanto o más interesante es advertir que, al margen de la mayor o me­­nor ascendencia del liderazgo cubano sobre procesos revolucionarios que respondieron a causas propias, el régimen político construido por los pocos proyectos de la izquierda que llegaron al poder, en aquellas décadas, no reprodujo el modelo socialista de la isla. En la breve experiencia chilena, como observa Tanya Harmer, se hizo evidente algo que luego se repetiría en Nicaragua: la enorme popularidad de Fidel Castro y el proyecto cubano en esos países no se traducía, necesariamente, en una reproducción del sistema político de la isla, que las mismas izquierdas allendistas y sandinistas veían demasiado apegado al patrón soviético.39

Cuba desplazó a México como gran referente de la tradición revolucionaria en la Guerra Fría latinoamericana.40 Una paradoja ineludible de ese desplazamiento es que la única de las revoluciones que llegó a triunfar plenamente luego de la cubana, que fue la sandinista, terminará institucionalizando un Estado con elementos tan ajenos al modelo cubano como la economía mixta, el pluripartidismo o la filosofía de los derechos humanos.41 Al margen de que aquella normativa constitucional no haya limitado las tendencias autoritarias del sandinismo en el poder, en un difícil contexto de guerra civil y abierta hostilidad de Estados Unidos, lo cierto es que la evolución ideológica y política de la Nicaragua revolucionaria supuso un importante quiebre del paradigma cubano.

La caída del muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la Unión Soviética en 1992 marcaron la última reconfiguración de la izquierda latinoamericana del pasado siglo. Los partidos comunistas y socialistas y los movimientos sociales que, desde aquella década, se enfrentaron al experimento neoliberal, en su mayoría, dejaron a un lado el marxismo o lo adaptaron a un regreso deliberado a las tradiciones populistas y nacionalistas del siglo xx. El ascenso al poder de Gobiernos de izquierda, en la primera mitad del siglo xxi, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, confirmó aquel rebasamiento del modelo socialista cubano, pero a la vez reforzó las viejas alianzas geopolíticas y la memoria colectiva de la izquierda revolucionaria en la Guerra Fría.

Una lectura de las últimas décadas, más atenta a las instituciones que a los iconos, devela un fenómeno histórico intrigante. En el momento de mayor identificación simbólica y afectiva con la figura de Fidel Castro, esos Gobiernos de la izquierda latinoamericana aplicaron normas constitucionales y políticas públicas contrapuestas a las del socialismo cubano. En el repertorio de valores y prácticas de la nueva izquierda latinoamericana del siglo xxi, heterogéneo de por sí, pesaban más los referentes de las izquierdas populistas y democráticas de la primera mitad del siglo xx que los del marxismo-leninismo de la Guerra Fría. El indigenismo aprista peruano, el peronismo popular argentino o el nacionalismo revolucionario cardenista parecieron entonces más vigentes que cualquier modalidad comunista de la izquierda.

Esa paradoja está relacionada con la actual recomposición del mapa de la izquierda latinoamericana. Vista la historia de las revoluciones latinoamericanas en la larga duración, los movimientos y partidos de la izquierda regional se encontrarían en medio de un tercer ciclo que no acaba de perfilar sus contornos y alcances. Del ciclo mexicano de la primera mitad del siglo xx se transitó al ciclo cubano de la Guerra Fría. En la década pasada, llegó a instalarse la sensación de que el chavismo, el bloque bolivariano o el “socialismo del siglo xxi” inauguraban una tercera fase en la tradición revolucionaria continental. Hoy crece la certidumbre de que no fue así y de que la izquierda está urgida de un rescate de su legado revolucionario y socialista que no reniegue de la democracia conquistada por la ciudadanía, tras el colapso de las úl­­timas dictaduras militares.

1 Ortega y Gasset, 2015, p. 115; Hobsbawm, 2007, pp. 9-12. A pesar de enmarcar la “era revolucionaria” en la Europa de la primera mitad del siglo xix, Hobsbawm, como es sabido, dedicó varios textos a la interpretación del fenómeno revolucionario en América Latina: Bethell (ed.), 2018, pp. 14-30. En otros textos, sin embargo, Hobsbawm cuestionó el guevarismo y el castrismo: Hobsbawm, 2010, pp. 127, 128, 241 y 242.

2 Ibíd., p. 154.

3 Grandin y Joseph, 2010, pp. 2-8.

4 Knight, 2015, pp. 15-18.

5 Bobbio, 1993, pp. 7-10.

6 Annino y Rojas, 2008, pp. 12-16.

7 Martínez Estrada, 1962, pp. 554-559.

8 Lenin, 2017, pp. 5, 47 y 59. Ver también Lenin, 2009, pp. 117 y 240.

9 Ibíd., pp. 300-302, 345 y 346.

10 Ibíd., p. 350.

11 Ibíd.

12 Ibíd., p. 194.

13 Brinton, 1942, pp. 278-290.

14 Koselleck, 2012, p. 169.

15 Lenin, 2009, p. 306.

16 Ulloa y Hernández Santiago, 1987, pp. 108-112

17 Ibíd., p. 155.

18 Ibíd., p. 187 y 190

19 Ibíd., pp. 206 y 207.

20 Ibíd., p. 247.

21 Baroni, 1931, p. 4. Véase también Ávila, 2020, pp. 90 y 91.

22 Ulloa y Hernández Santiago, 1987, p. 271.

23 Ibíd.

24 Marván Laborde, 2017, pp. 46-68.

25 Yankelevich, 1997, pp. 47-55; véase también Yankelevich, 2003, pp. pp. 23-42.

26 Excélsior, 1934, pp. 1 y 2; Excélsior, 1935, pp. 1 y 3; Excélsior, 1936, pp. 1 y 7; Excélsior, 1937, pp. 1 y 8; Excélsior, 1938, pp. 1 y 4; Excélsior, 1939, pp. 1 y 10. Sobre la influencia del cardenismo en América Latina, durante la Guerra Fría, véase Keller, 2015, pp. 13-49.

27 Para una síntesis de la Revolución cubana, véase Thomas, 2011; Pérez Stable, 2012; Farber, 2006; Guerra, 2012; Rojas, 2015; Bloch, 2016, pp. 5-38.

28 Rafael Rojas, 2015, pp. 59-86 y 172-182.

29 Véase, por ejemplo, Guevara, 2019b, pp. 290-298.

30 Ibíd., pp. 147-163.

31 Valdés Paz, 2017, vol. I, pp. 21, 85 y 181; vol. II, pp. 9, 193 y 321.

32 Sobre ese proceso simbólico, véase Certeau, 1995, pp. 35-39. Para el caso específico cubano, véase Gorla, 2014, pp. 25-29.

33 Cubadebate, 2010; Zamorano, 2016.

34 Wright Mills, 1964, pp. 424-430; Castañeda, 1993, pp. 63-106; Carnovale, 2011, pp. 183-204; Farber, 2016, pp. 115-120; Petra, 2017, pp. 372-386; Burgos, 2004, pp. 125-148; Marchesi, 2019, pp. 27-70.

35 Wright Mills, 1964, p. 377.

36 Gleijeses, 2002, pp. 25, 28 y 134; Shoultz, 2009, pp. 378-395; Sánchez Nateras, 2019, pp. 39-43.

37 Vázquez Olivera y Campos Fernández, 2019, pp. 72-95; Suárez Salazar y Kruijt, 2015; Piñeiro, 1999, pp. 187-194 y 237-250.

38 Grenier, 1999, pp. 24-27. Algunos testimonios mencionados se encuentran en Ortega, 1981, pp. 120-145; Borge, 1992; Borge, 1993.

39 Harmer, 2011, pp. 24-27 y 266-288.

40 Pettinà, 2018, pp. 89-198.

41 Walker y Williams, 2010, pp. 483-504.

El árbol de las revoluciones

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