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Organización de las capillas y los ternos

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Si bien la enseñanza del canto llano y de órgano estuvo a cargo de los frailes en los albores del periodo novohispano, fueron los propios indígenas quienes, posteriormente, enseñaron a los que pretendían ingresar a las capillas. Por ejemplo, fray Antonio Tello relataba que un indio llamado Pablo Juan había sido un «gran músico y cantor, […] enseñó a muchos naturales a leer música y canto, con que salieron muchos buenos músicos, cantores y ministriles para el servicio de la iglesia».44

Las organizaciones donde se agrupaban los músicos indígenas novohispanos se pueden dividir en dos: los músicos que se encontraban insertos en una iglesia, los cuales se subdividen a su vez entre las capillas de música y los ternos músicos y, por otro lado, los músicos independientes. Estos últimos son difíciles de rastrear porque, al no estar ligados a la estructura eclesial, la documentación sólo hace referencia, de manera aleatoria, a su quehacer musical. Por lo menos desde 1628 se tiene noticia de este tipo de músicos indígenas, pero no es descabellado pensar que desde mucho antes deambularan por los atrios de los templos.45

La capilla de música funcionaba para los altepeme importantes, quienes contaban con más dinero para sostener a estos grupos numerosos de indios, en tanto que los ternos (que como su nombre lo indica estaban compuestos por tres individuos) prestaban sus servicios en los subaltepeme cuya capacidad económica era modesta. Para desarrollar esta idea, se permitirá que sean los propios músicos indígenas quienes expliquen esta diferencia. En un documento de 1799, los músicos de Zumpango afirmaban que en los curatos foráneos:

no se verifica haber Capillas, sino unos cuantos cantores, que ofician en sus funciones con el órgano si lo tienen, de suerte que si como en nuestro pueblo y otros como en Teotihuacán, Chautla y Tulancingo, que se han dedicado a mantener capilla compuesta de voces y diversidad de instrumentos, […] supuesto que no es lo mismo oficiar una misa con canto llano por dos o tres cantores que oficiarla con composiciones pomposas de mucha música y trabajo así antiguas como modernas por sus correspondientes voces de tiples, tenores y bajos y sus equivalentes instrumentos de violín, viola, contrabajo, trompas, oboe, flautas y timbales pues todo es digno de distinto premio como que para desempeñar los deberes de nuestro oficio nos han costado muchos pesos, así los instrumentos como las obras, que se han compuesto y escrito de misas, villancicos, arias, oberturas y tríos por diversos autores de nuestra América y de la Europa para el mayor lucimiento del coro.46

Es evidente la distinción que hacen entre las capillas integradas por instrumentistas y cantores y los ternos o duetos de cantores. La diferencia gira en torno a la capacidad económica; sin embargo, el reducido número de estos últimos había sido establecido por real cédula en 1618,47 pero resulta obvio que nunca se cumplió, como se verá más adelante. Otra razón pudo haber sido la falta de una escoleta para la formación de nuevos músicos o la merma de integrantes debido a las epidemias. Los ternos pudieran haber estado compuestos por los mencionados tres cantores acompañados por un organista o bien, dos cantores y un instrumentista (bajonero) como se muestra en un segmento de la extrema derecha del retablo de Nuestra Señora del Carmen en Tamazulapan, Oaxaca y donde entonan canto llano (Imagen 1).

Cuando los altepeme contaban con capillas de música en sus conventos o parroquias, éstas se conformaban a la manera de las grandes organizaciones catedralicias, es decir, estaban integradas por un maestro de capilla (en ocasiones eran dos), los músicos (cantores y tañedores de instrumento o ministriles) y un organista.


Imagen 1. Fragmento del retablo de Nuestra Señora del Carmen, Tamazulapan, Oaxaca.48

El maestro de capilla tenía bajo su cargo la dirección musical del grupo, por ser, supuestamente, el músico mejor preparado y más apto en la materia. Entre sus funciones se encontraba la composición de cantos y la enseñanza de los niños en el arte de tocar y cantar, esta última mucho más trascendente que la primera.49 Un individuo con poca o nula preparación resultaba pernicioso para la educación de los infantes y esto iba en detrimento de la propia capilla de música.50 Pero, además, era quien hablaba en nombre del resto de los miembros de la capilla; por tanto, fungía como líder en lo extra musical. En 1744, en el altépetl de Cuautitlán (Estado de México), Francisco Xavier Amaro insistió en que su capilla debería de estar exenta de tasa y tributo: «…la que yo como maestro de capilla que lo soy, no puedo dejar de la mano…».51 Esto evidenciaba la preocupación y responsabilidad que tenía para con el resto de sus compañeros de oficio.

La elección del maestro de capilla podía realizarse por los mismos cantores o por una autoridad española eclesiástica o civil, como los sacerdotes o el corregidor; desafortunadamente, no se han encontrado más documentos sobre el asunto para definir cuál era el procedimiento común. En el convento de San Francisco en Santiago de Querétaro, eran los primeros quienes por «costumbre» nombraban al más perito como maestro de capilla.52 En un lugar tan lejano del centro como Coyotepec, Oaxaca, sólo algunos antiguos cantores tomaban esa decisión, porque, para «elegir y proponer son los maestros mayores como quien tiene conocimiento de su obrar e inteligencia…» En el caso de Coyotepec, la confirmación del nombramiento corría a manos del corregidor, una vez que había visto el informe del ministro de doctrina. Por último, los autos, con parecer del fiscal, eran enviados a la ciudad de México para que el arzobispo diera su aprobación.53 En 1748, la elección recayó en el cura de El Sagrario de Santiago de Querétaro.54

Si bien no todos los principales y caciques, aun poseyendo buena voz, querían dedicarse al oficio de la música,55 durante la época virreinal no fue raro ver a estos personajes desempeñando actividades de tal índole. Al parecer, primero ejercían cargos en la iglesia como maestro de capilla o mayordomo y, posteriormente, puestos políticos dentro del cabildo, como regidores y alcaldes. También podían ser gobernadores.56 En general, a los principales y caciques cantores se les respetaban sus privilegios; no obstante, en muchas ocasiones, fueron obligados a ocuparse en repartimientos y servicios personales, cosa que no aceptaban debido a su alto rango.

En 1702, Lázaro de Santiago, maestro de capilla, cacique y principal de Querétaro, basándose en que era hijo legítimo de Juan Miguel y Elena Beatriz Conejo, así como bisnieto de Martín Conejo, quien participó al lado de Nicolás de San Luis en la campaña contra los chichimecas, pretendía que se le extendieran los derechos que los virreyes habían concedido a sus antepasados. Seguramente, De Santiago presentó do­cumentos probatorios pues el arzobispo-virrey Juan Ortega y Montañés le concedió su petición de no pagar tributo ni acudir a servicios personales, así como conservar sus privilegios, excepciones e inmunidades.57

En la primera mitad del siglo XVIII, vivía una familia de caciques cantores de apellido de la Cruz Juárez en Teozapotlán, Oaxaca. En 1735, habían logrado que el arzobispo-virrey de México, Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, les concediera un despacho por el cual se les otorgaban privilegios y exenciones. No obstante, la familia de principales cantores, encabezada por Matías de la Cruz Juárez, afirmó que el excorregidor Marcos López de Heroña nunca lo obedeció y tampoco notificó al gobernador indígena. Por tanto, el actual corregidor pretendía desconocerlos como principales y despojarlos de las prebendas otorgadas por la carta del arzobispo. Ellos consideraban que el hecho de «…ser hijos de Don Pascual de la Cruz Juárez, quien ejerció los oficios de alcalde, maestro de capilla, regidor y otros…», era motivo suficiente para conservar sus privilegios. Cabe mencionar que el propio Pascual de la Cruz Juárez había presentado, en 1702, una petición al virrey Duque de Albuquerque, para que él y su capilla dejaran de ser molestados por los alcaldes.58

Incluso, uno de los hermanos, Bartolomé de la Cruz Juárez, había heredado el puesto de maestro de capilla de su padre. Posteriormente, el virrey conde de Fuenclara, después de comprobar el despacho, mandó que no se les cobraran tributos y se les guardaran sus privilegios, siempre que no excedieran lo asentado en la legislación.59

Basten estos ejemplos para corroborar que los principales, caciques y gobernadores dedicados a la práctica de la música exigían que sus privilegios fueran preservados debido a la posición social que guardaban dentro de la comunidad indígena. Aunque también es notorio, y no menos importante, en los casos descritos arriba, ver en la práctica de la música un medio para justificar esas prerrogativas.

La importancia e influencia de los maestros de capilla se reflejaba no sólo en la enseñanza de infantes y la dirección del grupo de músicos; en algunos momentos, también lo hacía en la vida religiosa del altépetl. En 1613, fray Diego Muñoz escribía una carta donde relataba que los indios de Mecametla, jurisdicción de Xiquilpa, Michoacán, no habían acudido a la mencionada cabecera en la Semana Santa y, durante el Domingo de Ramos, al no haber ningún sacerdote, el maestro de capilla bendijo los ramos que estaban sobre una mesa utilizando para ello el misal, y distribuyéndolos posteriormente para que diera inicio una procesión. El documento da cuenta de una actividad ilícita que llegaron a realizar los maestros de capilla, al suplantar las funciones del sacerdote cuando éste se encontraba ausente.60 En el siglo XVIII, se continuó haciendo referencia de este abuso: «Si ha de hablar el oráculo de la experiencia se ha tenido de que en algunos pueblos por no asistir los ministros, los indios se vistan las vestiduras sacerdotales, sobre que ha visto expedientes el fiscal eclesiástico y sobre otros abusos, se cometen el de profanar el rito y alguna vez las supersticiones de ponerle bastimento al muerto».61 Al parecer, durante los siglos XVII y XVIII esta práctica ilícita no pudo ser controlada, sobre todo en aquellos altepeme distantes donde los ministros del culto no se encontraban de planta y sólo acudían de manera esporádica a las principales fiestas.

El resto de la capilla se integraba por músicos de voz y músicos de instrumento. Los primeros eran los llamados cantores que, por lo general, pertenecían al grupo de los macehualtin; muchos de ellos habían ingresado desde niños a las escoletas adjuntas a los templos y veían en el oficio un modo de sobresalir dentro del altépetl.

Se entendía por cantor al individuo que podía cantar con o sin reglas del arte musical y practicaba su oficio en las capillas, es decir, el término cantor se aplicaba a quienes desarrollaban su actividad en el interior del templo.62 En el siglo XVI, Dávila Padilla explicaba que: «Los indios cantores que llaman theopantlactl, que quiere decir, gente de la iglesia, de tal manera lo son, que no son de otra ocupación, ni ejercicio».63 Lockhart explica que el término náhuatl teopantlaca y el castellano cantores son equivalentes y designan a un grupo numeroso de individuos pertenecientes a los recintos religiosos, aunque el primero se usó comúnmente por los naturales para referirse a los músicos.64 La cita de Dávila resulta esclarecedora, ya que diferencia teopantlaca (gente de la iglesia por definición) de su aplicación cotidiana (en este caso en los cantores), aunque también podría haberse usado para designar a otros servidores de los templos.

Por su parte, los músicos de instrumento eran aquellos que tenían a su cargo los instrumentos de cuerda y viento que acompañaban el canto de órgano dentro de los recintos de culto. Algunos cronistas del siglo XVI destacaron la forma en que los indios construían y tocaban sus instrumentos; entre ellos había trompetas, chirimías, sacabuches, cornetas, bajones, vihuelas de arco, orlos, atabales, etcétera.65 En los siglos posteriores, la dotación instrumental se fue modificando y se encuentran arpas, violines, oboes, trompas, contrabajos y flautas.66

Por último, también estaban aquellos individuos encargados de tocar el órgano dentro de las iglesias. Este instrumento se relacionaba, de tal forma, con el culto cristiano que los prelados del Primer Concilio Provincial Mexicano lo habían denominado como el «instrumento eclesiástico».67 Los organistas podían acompañar las misas como parte de la capilla o en forma solista. Muchos caciques y principales también se dedicaban a tañer el órgano; por ejemplo, alrededor de 1647, el ya mencionado Pedro de la Cruz había sido organista de la iglesia y posteriormente gobernador de Tepemaxalco (Oaxaca).68

El personal de las capillas se conformaba por músicos jóvenes y adultos. Las voces de los primeros ocupaban las partes agudas en los cantos pues, en teoría, no se permitían mujeres en las agrupaciones.69 En ocasiones, se encontraban integradas por familiares, parientes o conocidos; esta estructura permitía que los hijos de los músicos pudieran ocupar un lugar en la capilla siguiendo con el oficio de sus padres, ya fuera como cantores, instrumentistas o, incluso, maestros de capilla. Matías de la Cruz Juárez escribía al respecto: «que nuestro hermano Bartolomé Juárez es tal maestro de capilla, de que yo y demás mis hermanos somos cantores».70

La vida de los músicos dentro de las iglesias se iniciaba desde pequeños; esta mecánica no tuvo variación a lo largo de la época virreinal. Desde el siglo XVI la enseñanza de los infantes, como ya se mencionó, correspondía al maestro de capilla y se efectuaba mediante la escoleta en alguno de los recintos de las iglesias y conventos de los altepeme y subaltepeme. En ella, los niños de entre ocho y doce años aprendían a leer, escribir, el canto llano y de órgano, «y aún apuntar para sí algunos cantos».71 Los muchachos que contaban con las mejores voces eran escogidos para tiples. Fray Juan de Grijalva anotaba que del grupo de cantores se escogía uno para ser organista y se le mandaba a estudiar a la Ciudad de México; los gastos eran sustentados por la comunidad. El misionero habla de esta costumbre dentro de las provincias asignadas a los agustinos; sin embargo, no sería raro que la práctica fuera común en muchas otras regiones de la Nueva España, aunque no se ha encontrado evidencia documental sobre el asunto.72

En el siglo XVII, gracias a Fray Diego de Basalenque, se sabe de la existencia de estas escuelas en Tiripetío (Michoacán), Tacámbaro (Michoacán), Yuririapúndaro (Guanajuato), Charo (Michoacán), etcétera. Al respecto escribía: «Las escuelas que nuestros padres instituyeron, fue una obra muy acertada porque desde los ocho años comienzan a aprender a leer y escribir, y se escogen las buenas voces para el coro […]. Los hábiles y de buenas voces pasan a aprender canto llano y de órgano…».73 La actividad de estas escoletas continuó hasta el siglo XVIII. Mathias de Escobar en su Americana Thebaida también hace referencia al mismo asunto tratado por Basalanque.74

De alguna manera, la enseñanza musical de los niños era una especie de inversión a largo plazo. Desde el siglo XVI, se hacía hincapié en el esmero que ponían los padres para que sus hijos acudieran a aprender «cumplidísimamente el canto eclesiástico; así el canto de órgano, como el canto llano y contrapunto; de tal suerte, que no hace mucha falta músicos extranjeros».75 Esta costumbre de los padres continuó en boga a lo largo de la época virreinal; así, a principios del siglo XVIII, los individuos que conformaban la segunda capilla de cantores de Cuautitlán habían aprendido el oficio de músico desde pequeños porque sus progenitores pagaron para que se les enseñara.76 Una buena capilla de música no solamente daba lustre y ornato a los oficios del culto, sino prestigio al altépetl en general y a las familias de los cantores en particular, pues la popularidad de las capillas trascendía sus lugares de origen.

Quienes ejercían un puesto en la capilla podían obtener respeto, poder e influencia ante los miembros de su comunidad, la esperanza de acceder a puestos públicos, o ser favorecidos por frailes o sacerdotes, y por ende recibir privilegios.77 Bajo esta perspectiva, los padres de familia encauzaban a los niños hacia la música con la esperanza de que tuvieran una mejor calidad de vida.78

También los curas y frailes fueron promotores de la enseñanza musical de los niños. Por ejemplo, los jesuitas fincaban su orgullo en la capacidad musical de sus educandos:

Se enviaron diez mozos indios, hijos de chichimecos, a México y a Tepozotlán, a nuestras casas, a que aprendiesen canto llano y de órgano, y a tocar los demás instrumentos. Y aunque hubo alguna dificultad en sacarlos de sus tierras; pero, al fin, el efecto probó cual acertado consejo fue el enviarlos; porque estuvieron allá cerca de cinco meses, y aprendieron y aprovecharon tanto el canto, y en el tocar de los demás instrumentos, que, cuando volvieron a su tierra, fue notable el regocijo de todos sus parientes y conocidos, lo cual importó mucho para que en nuestra casa se criasen por vía del colegio y se asentaron y quietaron los otros niños chichimecos que teníamos en ella, con lo cual la escuela y canto y servicio de la iglesia está muy acomodado…79

Tomas Gage escribía que los franciscanos del convento de Huejotzingo (Puebla) se ufanaban de los niños y adolescentes que les servían, pues destacaron la habilidad de éstos para la música vocal e instrumental.80 El cura de Jilotepec, sitio cercano a Jalapa (Veracruz), se encargaba de enseñar a los infantes una serie de instrumentos con el fin de hacer más vistosas las fiestas litúrgicas en el templo.81

Sin embargo, cuando los frailes y curas no prestaban atención a la educación musical de los niños, las autoridades locales se ocupaban de contratar maestros para que enseñaran a quienes, posteriormente, formarían las capillas de cantores.82 Por ejemplo, en 1621 el gobernador y demás autoridades, junto con los naturales de Xumiltepec (Morelos), informaban que, para celebrar con lustre los divinos oficios, habían traído de Mixquic, Xochimilco y otras partes de la Ciudad de México, maestros que enseñaran a leer, escribir, entonar el canto eclesiástico y tocar la corneta, chirimía, bajón y órgano a un grupo de indios llamados Gabriel Juan, Andrés Juan y Nicolás Juan. Las autoridades del pueblo gastaron alrededor de mil quinientos pesos en salarios y manutención de los maestros para que los cantores, como afirmaban los testigos, fueran de los más diestros.

La instrucción al parecer fue un éxito, y por lo menos Gabriel Juan se había convertido en un excelente músico. Lo anterior se confirmó cuando las autoridades indígenas de Xumiltepec comentaron que Juan de Velasco y otros principales de Tochimilco, habían pedido prestado a Gabriel Juan para que tocara en la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción y enseñara a otros indios del lugar canto y música. Pasaron ocho meses y el cantor no había regresado, incluso, tanto su familia como algunos cantores más se habían mudado a Tochimilco. Los de este altépetl se negaban a devolver al cantor y los naturales de Xumiltepec pedían su regreso ya que era requerido en los oficios «…por ser como es muy buen maestro en el canto y así mismo en la música […] y por ausencia del susodicho será causa de que los dichos naturales tengan otro gasto para enseñar a otros lo cual les causaría daños y vejación por estar pobres…».83

A la luz de los documentos de archivo, resulta evidente que el cantor había encontrado mejoras salariales y materiales en Tochimilco, y por lo tanto, prefería quedarse ahí. Es importante notar que las autoridades de Xumiltepec consideraban la ausencia como una pérdida en inversión, tanto en tiempo y dinero, como en prestigio, y así lo expresaba su preocupación por la pronta devolución del cantor del cual habían sido despojados. Como ya se dijo, el renombre de un altépetl se hacía patente cuando un músico o una capilla alcanzaban gran popularidad gracias a que su destreza y fama traspasaban los confines de su propia iglesia.

Sin las restricciones de otros oficios, los cantores tenían una gran facilidad para ausentarse de sus lugares de origen. El virrey Conde de Monterrey encomendó al capitán Diego de Vargas la búsqueda de un indio llamado Lucas, quien, junto con su esposa, se había ido a San Luis de la Paz. Este indio tenía por trabajo enseñar música e instrumentos a los niños y muchachos que le encargaban los religiosos de la Compañía de Jesús, los cuales tenían a su cargo la iglesia. El virrey ordenó que le pagaran por su trabajo y le dieran buen tratamiento; este acto pareció indicar que los frailes habían hecho lo contrario y, por tal razón, el músico había huido.84

Por otro lado, los indios que acudían a la escuela, además de llegar a ser oficiales de república o músicos, también podían liberarse de cargas económicas. En Huitzilac, perteneciente a la jurisdicción de Cuernavaca (Morelos), el cura tenía celebrado un convenio con los lugareños desde 1661, para que, a cambio de pagar un real a la semana por cada casa les celebrara misa, les mantuviera un padre de fijo, se hiciera cargo del sagrario y de la escuela, les cantara las misas de los domingos, los días de fiesta y los jueves de renovación, además de no cobrarles por los entierros, bautizos y casamientos. Del pago semanal estaban exentos los que desempeñaban un oficio en la república o en la iglesia, tales como los gobernadores, los fiscales, los alcaldes, los regidores, los mayores, los sacristanes, los campaneros y los cantores. El cura informaba que «con este arbitrio, y alivio está frecuentada la escuela, se enseñan a leer y escribir, se aumentan los matrimonios, se inclinan a músicos y cantores, y procuran tener oficio en la república, para cuyo fin es necesario que sean buenos en sus costumbres».85

En los lugares donde, por diversas circunstancias, no se verificaba la escoleta, la cuestión iba en detrimento de los cantores, pues si el número disminuía, la carga de trabajo era mayor en cuanto a la cantidad de oficios a los que se tenía que acudir. El párroco de Tultitlán (Estado de México), Jacinto Sánchez Aparicio, al hacer mención del tema, escribía el siguiente extracto que aquí se reproduce por la importancia de su contenido:

Desde mi ingreso a esta parroquia consideré que había de suceder así, y deseando precaverlo, muchas veces previne al Gobernador [de] República y común de este pueblo, eligiesen de cada barrio dos o tres chicos, que se fueran instruyendo, así para que ayudasen a los demás como para no venir en la necesidad de carecer […] de cantores algún día, como sin duda se verificará, si no se toma esta providencia, y en realidad se ha verificado, para que al presente no hay ya quien toque el órgano, y de cuenta del pueblo, y mía se compuso más ha de cuatro años.

Estos designios, que tenía de que entrasen chicos al coro para instruirse, no han tenido efecto, no obstante, que el [Maestro] de Capilla, que entonces había, se obligaba a enseñarlos; porque no se han resuelto los padres de los chicos a ponerlos en este oficio, porque no perciben utilidad de su trabajo desde el principio, y juzgan muy corta la que después han de tener…86

Como se puede observar, muchos de los interesados en conservar el prestigio de las capillas eran precisamente los sacerdotes, para quienes la música resultaba un elemento básico dentro de la religiosidad del mundo novohispano. En febrero de 1643, se ordenó que las dos capillas de música de Izúcar (Puebla), que, al parecer, servían sólo al convento, se dividieran para que una se quedara en el recinto y la otra fuera a la parroquia «para que en ambas se celebren los oficios divinos con la decencia que es justa». Sin embargo, los cantores se rehusaban a asistir a los dos templos; es probable que en la parroquia no se les sufragaran sus estipendios a tiempo, porque insistieron en que se les pagara «con toda puntualidad».87

En Tultitlán se contaba con dos capillas, al igual que en muchos altepeme; sin embargo, la muerte o retiro voluntario de sus miembros y la falta de interés por enseñar a nuevos integrantes originó problemáticas que afectaron el decoro de las misas y oficios divinos. Por otro lado, para los padres de los pequeños cantores, ejercer el trabajo de músico era una alternativa válida cuando reportaba beneficios a corto y largo plazo. En algunos lugares así acontecía; no obstante, esta labor era despreciada en aquellos altepeme donde la cantoría no reportaba ganancias y privilegios.

Según Taylor, en el siglo XVIII, algunos lugares tenían que aportar individuos que servirían como cantores en el templo.88 Por ejemplo, debido a la rebeldía de algunos oficiales para servir en la iglesia de San Miguel Tlaltizapán, el cura del lugar pedía al barrio de Huizpaleacan y al altépetl de San Pedro y San Pablo Guanahuacazingo (también llamado Pueblo Nuevo), junto con el citado de Tlaltizapán (todos de la jurisdicción de Cuernavaca, Morelos), se turnaran para asignar a otros indios como había sido costumbre antigua.89 No obstante, al parecer, esta práctica se ejecutaba donde no existía una escoleta, o donde se encontraba asentado algún cura secular que no se preocupaba por educar niños en el canto, o donde, efectivamente, por costumbre los indios aptos para la música eran requeridos para el oficio. Es lamentable que no se hayan encontrado referencias para comprobarlo.

La escoleta proporcionó a los indios una educación musical que se reflejó en su estatus social. Saber leer y escribir música, latín y español influyó para que los cantores tuvieran un lugar privilegiado dentro de la iglesia y entre sus vecinos, lo cual llegó a ocasionar envidias y confrontaciones.

Otra labor que se realizaba en la capilla de música, además de acompañar los oficios divinos y de enseñar música a los niños, era la composición de los cantos. Desde la época de Mendieta, los indios habían comenzado a componer villancicos a cuatro voces en canto de órgano, misas y obras diversas.90

Por último, en muchos altepeme, las capillas tenían que comprar sus implementos de trabajo, como los instrumentos musicales, libros de canto, ornamentos, misales, breviarios, etcétera.91 En 1655, en la ciudad de Celaya (Guanajuato), a los cantores se les obligaba «a que a su costa compren los instrumentos de la música que son necesarios…».92 Por el contrario, en Tilcajete (Oaxaca) era costumbre que la limosna que voluntariamente se otorgaba a los cantores por su trabajo en diversos oficios, se utilizara en la compra de los artículos indispensables para desempeñar sus labores dentro de la iglesia.93 También podían recibir ayuda por parte de los curas y frailes; por ejemplo, el sacerdote de la capilla de Tultitlán ayudó a los cantores comprándoles trompas y papel pautado.94 Las cofradías, de igual manera, podían proporcionar los recursos para adquirir instrumentos. En 1792, la cofradía del Señor Sacramentado de la parroquia de Tlatlauquitepec (Puebla) aportó veinte pesos para tal propósito.95 A finales del siglo XVIII, en los altepeme de Yautepec (Morelos), Tequila (Jalisco), Tepeji del Río (Hidalgo) y Tula (Hidalgo), el dinero para la compra de instrumentos musicales procedía de la caja de comunidad.96 Por ejemplo, en San Pedro Ocotlán (Puebla) se compró una chirimía cuyo valor fue de dos pesos.97 Sin embargo, según la documentación encontrada, era más frecuente que los músicos adquirieran por su cuenta los instrumentos y el material para las celebraciones.

A pesar de ser un oficio básico para realizar el culto divino y exaltar la espiritualidad del altépetl, existía una serie de pagos que los músicos estaban obligados a dar a la iglesia. Estas erogaciones se encuentran de forma aleatoria en los documentos; por ejemplo, los cantores de las dos capillas de Cuautitlán tenían que pagar las obvenciones al convento, las cuales eran los gastos de la fiesta anual y 13 pesos por el aniversario, sin contar los obligados de cera [velas de cera] y adorno del altar, así como los arcos y flores (20 pesos), el jueves santo, siete pesos por sermón, misa y procesión, además de otros siete por la cera y por el sábado de la infraoctava de corpus.98 Además, tenían el compromiso de hacer «un incendio al Santísimo Sacramento» el día de Corpus, cuyo costo era de veinte pesos y en la fiesta de Nuestra Señora del Tránsito aportaban 18 pesos.99

Se cuenta con otro testimonio particularmente interesante, ya que son extractos del libro de cuentas de los maestros de capilla del altépetl de Zumpango (Estado de México). Su importancia es enorme debido a que se desconocía que los músicos también llevaran estos registros contables. No se puede confirmar que todas las capillas en Nueva España tuvieran este tipo de documentos para anotar las entradas y salidas del dinero que recibían porque, desgraciadamente, no se han encontrado otros textos similares, pero, por lo menos, éste da cuenta de esa información.

Los músicos debían participar en la fiesta anual del santo patrón comprando algunos insumos y pagando los servicios de ciertos individuos. Tanto los maestros de capilla Antonio Abad de Santiago en 1789, 1790 y 1791 y Manuel Pascual de Santiago en 1798 asentaron que la capilla aportó algunos reales para la compra de cera de castilla, plata voladora,100 rosas, incienso, ocote para las luminarias, brea, pólvora y cuetes. También se pagaba a la parroquia por el aniversario y algunos reales para la procesión del miércoles santo, así como al campanero, al cargador que iba a México por los materiales arriba descritos, al pifanero, cajero, atabalero y tamborilero (estos cuatro últimos eran músicos, pero no pertenecían a la capilla). En 1798, se pagaron un peso dos reales: seis reales por cuatro cuartillos de vino de caña y cuatro reales de biscochos que se dieron a los cantores.101

A lo largo de la época virreinal, los grupos de cantores e instrumentistas tuvieron momentos de auge, de decadencia y de renacimiento. Es evidente que la continuidad de una capilla estaba sustentada en la sangre joven que iba nutriendo al grupo. La falta de nuevos elementos originaba una mayor acumulación de trabajo y un menor tiempo para realizar otras actividades. Como todo oficio, además del gusto y la vocación, se encontraba el aliciente de la remuneración económica; si el ejercicio de músico reportaba buenos dividendos, más atractivo resultaba a los indios y a sus familias. Al parecer, la sola idea del prestigio social no fue fundamento concluyente para aceptar un puesto de músico dentro del templo.

Música eclesiástica en el altépetl novohispano

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