Читать книгу Mercado teatral y cadena de valor - Raúl Santiago Algán - Страница 10
Оглавление1. La cultura como paradigma, el teatro como campo
Una de las grandes dificultades que enfrenta la producción escénica es que por su propia dinámica de trabajo no permite la repetición de acciones. Es decir, si bien sus fases son claras (preproducción, producción, explotación, evaluación1), cada proyecto demanda al gestor cultural que lo lleva adelante acciones diversas. En este sentido, creemos que una de las principales capacidades que debe tener este profesional, y por ende un productor de teatro, es ser criterioso. Para ello, y dado que este libro intenta brindar herramientas conceptuales para el fortalecimiento y la revisión crítica de la gestión cultural, proponemos comenzar por contextualizar la visión que tenemos de la cultura y, por supuesto, cómo entendemos el arte escénico en ese marco.
Comenzaremos este capítulo describiendo la dicotomía modernidad/posmodernidad2, sin hacerlo de manera exhaustiva –algo que excedería los propósitos de este libro– pero procurando considerar estas visiones culturales como contextos funcionales al desarrollo de la gestión cultural en general y de la producción escénica en particular. Luego, nos proponemos discernir la concepción que tenemos del término cultura confrontando la visión antropológica con la económica, para entender esta última como idea fundamental y necesaria en la consolidación de la gestión cultural como disciplina específica de las ciencias sociales. En esa línea, proponemos algunos argumentos en defensa de la tesis que sostiene que la cultura agrega valor (económico y simbólico) a la sociedad y, por ende, debemos entenderla como una actividad no necesariamente deficitaria. Por último, abordaremos el teatro como espacio simbólico de la producción dramática para entender la dinámica que será desarrollada en los dos capítulos siguientes: El mercado teatral, una visión estructural y La cadena de valor, una mirada dinámica.
Independientemente de la controversia académica sobre la denominación del período sociocultural en el que vivimos, los investigadores coinciden en reconocer un quiebre en la cosmovisión del mundo occidental durante la primera mitad del siglo XX. Como sostiene Díaz (2005): “Se llame modernidad líquida, posmodernidad, era digital o posindustrial, capitalismo tardío o de cualquier otra manera, el nombre no hace al fenómeno” (p. 11). Es decir que podemos comprender una cosmovisión del hombre y su relación con el mundo hasta la mitad del siglo XX, un quiebre filosófico de esa visión y el advenimiento de una cosmovisión nueva cuando concluye la Segunda Guerra Mundial. Para comprender cómo esta variación dio lugar al nacimiento de la gestión cultural y a la profesionalización de la producción escénica se torna necesario describir ese proceso de cambio.
El término modernidad, como nos interesa desarrollarlo, no debe confundirse con “lo moderno”. Esto último tiene una interpretación más histórica que cultural. Lo moderno, según la descripción de Díaz (2005), “remite al siglo V de nuestra era y significa ‘actual’. En aquel momento, los cristianos eran modernos respecto de los paganos. Estos eran considerados antiguos” (p. 15). La modernidad, por su parte, se ha construido sobre las bases de aquello que Habermas (2006) llama El proyecto de la Ilustración, consistente en “desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna” (p. 28). Entonces, durante la modernidad, que en términos generales comienza con el Renacimiento y concluye con la Segunda Guerra Mundial, tenemos una visión de la cultura condicionada por la ilustración y la ciencia.
Sin embargo, “como periodización histórica, la Edad Moderna ya es pasado. Los historiadores la ubican entre los siglos XV y XVIII3” (Díaz, 2005, p. 16). Para terminar de definir el contraste, Díaz concluye que al hablar de modernidad en el sentido que buscamos “nos referimos a un movimiento histórico cultural que surge en Occidente a partir del siglo XVI y persiste hasta el XX” (p. 16). Tanto para Díaz (2005) como para Habermas (2006), la modernidad se caracteriza por estar ligada a la idea de progreso iluminista y a la perfectibilidad del ser humano. En ese margen temporal, Díaz (2005) sostiene que “el espíritu de las luces (…) defendió la idea progresista de la historia. Concibió la cultura conformada por tres esferas: ciencia, moralidad y arte. Estas esferas se validaban, respectivamente, por medio de la verdad, el deber y la belleza” (p. 17).
Esa belleza, en el contexto de la modernidad, era estrictamente contemplativa. Es decir, cumplía una función decorativa. En este período, además, el teatro dramático era entendido como un divertimento y separaba sus expresiones artísticas según el binomio alta cultura–cultura popular. Así, el arte burgués, que era en definitiva el buen gusto y la cristalización del estatus social, tenía lugar en los grandes teatros a la italiana4 con sus galerías, sala y comodidad burguesa. Por su parte, la cultura popular era periférica, masiva y regularmente vista como un entretenimiento vacío y de mal gusto. En sus comienzos, el tango, el jazz, el sainete criollo y el cine eran espectáculos populares, de feria, que divertían, sobre todo, a la clase trabajadora.
Esta fase artística del proyecto moderno entra en crisis con el cambio de siglo y serán las vanguardias históricas las responsables de materializar ese quiebre mostrándose en contra del factor clave de producción durante la Revolución Industrial: el tiempo. Así,
La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado (Habermas, 2006, p. 21).
De todas, la vanguardia del surrealismo es la que más erosiona la idea de progreso iluminista, debido a que fue la última en surgir (y por lo tanto, la que condensa las innovaciones de las anteriores) y la más impactante política y socialmente. Pero las vanguardias no logran interpelar a la cultura popular y su discurso se queda en el ámbito académico y snob, siendo muchas veces criticado por incomprensible y rebuscado.
Las vanguardias reivindicaban un arte autónomo del poder político, es decir, un arte no funcional. Esa autonomía debía ser respecto de las instituciones que legitimaban el arte como una obra estética dirigida a la burguesía y a los círculos de poder. Puntualmente, las vanguardias históricas se pronuncian “contra la institución arte, entendida como el conjunto de agentes e instituciones que determinan qué es el arte y qué debe ser” (Dubatti, 2009, p. 171).
Aun así, las vanguardias se proyectan no solo contra la institución como legitimación de un determinado artista u obra, sino además contra el mismo sentido burgués del arte. En esta línea, Valéry (1990) ha definido el arte como “la calidad de la manera de hacer (cualquiera sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados” (p. 192). Nótese que en esta definición no hay ninguna dimensión política o social atribuible al arte. Pues bien, es contra esta noción dominante (burguesa) que se enfrentarán las vanguardias históricas cuestionando la modernidad filosófica y sus presupuestos iluministas. Queda así puntualizada la estrecha relación entre arte y sociedad que perseguían los surrealistas en oposición al “arte por el arte”.
En resumen, durante este período que denominamos modernidad, “la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las contracorrientes, (…) mantenía el barco en su rumbo correcto” (Bauman, 2013, p. 16). El autor utiliza la definición en pasado porque el propósito de la cultura en la modernidad era ese: ser un factor de asimilación y no de crítica hacia el statu quo. Producto de la aparición de las vanguardias históricas, esa función se verá erosionada.
Pero ¿cómo llegamos al punto de quiebre que dará lugar al nacimiento de esta nueva cosmovisión? Será después de atravesar las tres heridas narcisistas de la humanidad descriptas por Freud y recuperadas por Díaz (2005):
La primera fue saber que no somos el centro del universo; la segunda, que no fuimos creados a imagen y semejanza de la divinidad; la tercera, que no actuamos guiados únicamente por la conciencia. La herida actual se produce al comprobar que la historia no dispone para nosotros ni emancipación, ni igualdad, ni sabiduría (p. 34).
Esta herida actual de la que habla la autora es la Segunda Guerra Mundial, que da como resultado las segundas vanguardias de la década del sesenta, es decir, la llegada a lo popular de la propuesta autonomista de las vanguardias históricas. La capital cultural del mundo5 se muda de París a Nueva York y muchos artistas deben emigrar llevando consigo sus lenguajes, mezclándolos y generando nuevas hibridaciones. En ese sentido, podemos hablar de la “era de las diásporas”, como puntualiza Bauman (2013), al definir la etapa actual de la sociedad global como “un infinito archipiélago de asentamientos étnicos, religiosos y lingüísticos (…)” (p. 35). Este mundo de diásporas es la posmodernidad en su mejor expresión.
Entonces, el paso de la modernidad a esta nueva cosmovisión supone un cimbronazo muy fuerte para las instituciones, y la cultura, como campo simbólico, no permanece ajena. De hecho, la vieja dicotomía alta cultura–cultura popular empieza a ser cuestionada. Como sostiene Jameson (2006): “Se difuminan algunos límites o separaciones clave, sobre todo la erosión de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular o de masas” (p. 166). Y es en medio de este clima de época que aparece la gestión cultural como ámbito de pertinencia resultante entre los límites de la economía cultural y la sociología de la cultura. La revisión surge desde una parte de la academia, pero desde el mercado también, porque esta acción está imbuida en el macroproceso que ya mencionamos y “este es, quizá, el aspecto más perturbador desde un punto de vista académico, el cual tradicionalmente ha tenido intereses creados en la preservación de un ámbito de la alta cultura contra el medio circundante de gusto prosaico” (Jameson, 2006, p. 166).
Dependiendo del autor, como hemos dicho antes, este nuevo período cultural puede recibir diferentes nombres. Definirlo es una tarea que nos excede, pero valga decir que:
Simplificando al máximo, se tiene por posmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. (…) Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis de la filosofía metafísica, y la de la institución universitaria que dependía de ella (Lyotard, 1993, p. 10).
Complementando esta visión, Dingemans (2011) sostiene que “el surgimiento del posmodernismo ha incentivado el boom de los estudios culturales, los que han penetrado a casi todas las ciencias sociales” (p. 182). El autor confirma así el llamado de atención que Habermas (2006) y Bauman (2013) hacen sobre el quiebre cultural que estamos describiendo. En esta grieta germinan, con mayor nitidez durante los años sesenta, las nuevas visiones sobre la cultura y el arte.
Entonces nos encontramos con que la producción escénica se inserta en un mundo donde la cultura ha perdido su función legitimadora (vinculada a la modernidad), para ser entendida como un bien de consumo en un mundo desconceptualizado (vinculado a la posmodernidad). Por ello, creemos que la cultura debe ser abordada desde un lenguaje propio, con conceptos e ideas comunes que los agentes del campo intelectual se formulen mutuamente. La gestión cultural como objeto de estudio está haciendo el mismo camino que en otro momento hiciera la politología. A mediados de la década del veinte, las ciencias políticas eran un conjunto de lenguajes que servían para abordar un objeto de estudio que aún no había sido delimitado. Luego se convertirían en una única ciencia. En ese mismo sentido, nos interesa posicionar nuestra propuesta analítica para que la gestión cultural, al igual que la ciencia política, logre generar un discurso propio que la fortalezca.
Para poder entender cómo las artes escénicas en su conjunto y el teatro como dispositivo de contención operan en nuestro país, describiremos previamente los dos enfoques que existen sobre la cultura.
1.1. El enfoque antropológico
Si bien el concepto cultura ha sido ampliamente desarrollado por vertientes que van de lo micro a lo macro, posturas antropológicas o sociológicas, es necesario definirlo para entender cómo funciona en el marco de este análisis. Esas visiones han sido condensadas por Throsby (2001): “(…) la palabra cultura es [utilizada] en un amplio marco antropológico o sociológico para describir un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, costumbres, valores y prácticas comunes o compartidas por cualquier grupo” (p. 18). Como podemos observar, ese conjunto de atributos compartidos por un grupo humano lo dota de una identidad en la que se reconoce un imaginario social común. Así, es correcto hablar de una cultura argentina, española o italiana, pero también de una cultura judía, empresarial o juvenil. Pertenecer a una comunidad implica compartir el entramado simbólico y cultural que se materializa en las relaciones sociales y que da lugar a esto que llamamos identidad.
En función de lo anterior, el enfoque antropológico de la cultura es importante porque del mismo abreva la definición que la Unesco ha establecido en su Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales:
La cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo (Unesco, 1982).
Entendemos entonces que esta visión es el punto de partida de los gobiernos al momento de planificar de cara a la proyección cultural exterior y a su participación en programas estables de cooperación cultural internacional. Para Bourdieu (1996), que desarrolla el concepto cultura de modo transversal en toda su producción científica, será en las acciones individuales donde el concepto se materializa. Así, “el buen jugador, que es en cierto modo el juego hecho hombre, hace en cada instante lo que hay que hacer, lo que demanda y exige el juego. Esto supone una invención permanente, indispensable para adaptarse a situaciones indefinidamente variadas” (p. 70). Con esas palabras, el autor describe la estrategia que los individuos desarrollan en el ámbito del campo social. Esa estrategia define una postura frente a la sociedad que, en la relectura que él hace de Durkheim, plantea una relación dicotómica entre sujeto y objeto, comúnmente llamada constructivismo estructuralista.
Por estructuralismo entiende que, en el mundo social, y no solamente en los sistemas simbólicos o de lenguaje, existen estructuras de carácter objetivo e independientes de la conciencia y la voluntad de los sujetos (…). La palabra constructivismo quiere significar que los esquemas de percepción, de pensamiento y de acción (los habitus) poseen una génesis, no son el producto de la naturaleza sino de un momento histórico social preciso (…) (Tovillas, 2010, p. 48).
La teoría de Bourdieu no solo ha sido bisagra en lo referente a cultura y sociedad, sino que también ha implicado una mutación conceptual al entender al ser humano como agente de cambio de la realidad social. Por eso el hombre tiene mayor relevancia que la estructura, porque de él depende su forma y dinámica.
La visión antropológica reconoce esa valoración del hombre como generador de cultura. Nos apropiamos entonces de una categoría de Bourdieu definida como habitus. Esto es la suma de aquellos rasgos característicos de los hombres “incorporados a los cuerpos a través de las experiencias acumuladas” (Bourdieu, 1999, p. 183). El habitus está integrado por dos capitales: el económico y el cultural, donde el primero está “compuesto por los distintos factores de la producción y los bienes económicos que produce (Tovillas, 2010, p. 53). El segundo, en tanto, está compuesto por tres formas posibles: “estado incorporado, es decir, bajo la forma de disposiciones duraderas del organismo; (...) estado objetivado, bajo la forma de bienes culturales (…) y finalmente (...) estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular6” (Bourdieu, 1987, pp. 11-17). La conjugación de ambos capitales da por resultado el habitus, es decir, el cúmulo de experiencias que la trayectoria cultural de una persona tiene, condicionada por las decisiones tomadas en el pasado.
Así, vemos que la cultura como concepto se presenta generada por las acciones del hombre en sociedad, construyendo en conjunto una identidad y un imaginario social. El teatro cumple en este entramado una suerte de función integradora de las personas a la sociedad, puesto que “es esta la condición homeostática del teatro como herramienta de la cultura” (Algán, 2015, p. 76). El gobierno que entiende así la cultura se hace de una herramienta de desarrollo local lo suficientemente poderosa como para cimentar sus políticas de Estado.
1.2. El enfoque económico
Este enfoque, cuya piedra fundamental es puesta por Baumol y Bowen en 1966 a partir de un informe sobre el que hablaremos más adelante, es constitutivo de la gestión cultural contemporánea. La gestión en sí misma presupone la administración de recursos que, en el caso de la cultura, son específicos. Es en esta especificidad donde se encuentra una tensión que no siempre se resuelve de un modo armónico. La economía es la administración de la escasez, pero esa escasez, en términos culturales, no es la misma que en el resto de los sectores de la economía.
Es decir que buscamos abordar la cultura valiéndonos de un discurso economicista como herramienta, pero entendiendo que el objeto de estudio a analizar tiene entidad propia. La idea de valor, de raigambre económica, funciona para nosotros desde una óptica estrictamente cultural. Como sostiene Throsby (2001):
Las dimensiones del valor cultural y los métodos que se podrían utilizar para evaluarlo son cuestiones que se deben originar en su discurso cultural, aun cuando en algún momento fuese posible tomar prestados modos de pensamiento económicos como forma de establecer modelos adecuados (p. 41).
Nótese que estamos hablando de integrar la economía al estudio de la cultura sin entender esta última como un campo pasivo que recibe explicaciones foráneas, sino como un espacio dinámico que genera constantemente nuevas formas y modos de producción. En este sentido, el aporte de Throsby (2001) ha sido considerado una suerte de resumen de propuestas aisladas previas que pueden reunirse bajo el rótulo de economía de la cultura. Pero estas ideas presentan ciertas dificultades debido a que la denominada economía de la cultura “resulta muchas veces inspirada en modelos econométricos de corte marginalista, con énfasis en la toma de decisiones individuales sobre la asignación de recursos y tiempos, en la relación costos beneficios y en el impacto económico” (Bayardo, 2017). De esta manera, podemos ver cómo la disciplina se impone sobre su objeto de estudio con conceptos preelaborados.
Observamos entonces que históricamente la relación entre economía y cultura ha discurrido entre la armonía y el conflicto porque han intentado imponerse mutuamente desde el ámbito discursivo. Abordar una desde la otra supuso siempre un recorte de ideas que no permitía ver el cuadro en su completitud. Surge entonces un nuevo rótulo denominado economía cultural que trae nuevos beneficios interpretativos sobre el anterior, puesto que está vinculado a las ideas de la teoría crítica, los estudios culturales británicos y la sociología de la cultura.
Por ejemplo, si observamos la definición clásica de economía, la entendemos como la disciplina que “se ocupa de la manera en que se administran los recursos escasos, con el objeto de producir diversos bienes [y servicios] y distribuirlos para su consumo entre los miembros de una sociedad” (Mochón & Beker, 2008, p. 2). Así, los presupuestos de la economía clásica, como oferta, demanda, valor y costos, son aplicables al teatro entendido bajo la visión económica de la cultura. No obstante, creemos que esa visión nos es parcial en los tiempos que corren. Por eso proponemos reflexionar desde la mirada integradora de la economía cultural.
El problema radica en el término cultura en sí mismo porque, como tal, es abordable desde diferentes miradas. Por ello, debemos recurrir a disciplinas preexistentes como la antropología, la política o la sociología para poder asir el tema. Siendo la economía una disciplina afín, nos proponemos abordar la idea de valor desde diferentes autores para dar cuenta de algunos intentos puntuales por analizar la cultura desde una óptica concreta. Planteamos esta vía de acceso ya que nos parece relevante hablar del valor y el potencial que la cultura aporta a la sociedad con relación al desarrollo de los estados.
La cultura entendida desde un punto de vista económico también es definida y resignificada constantemente por su carga emotiva y su impacto en la economía global. Throsby (2001), además de definir cultura en el sentido mencionado, observa una acepción funcional más vinculada a la economía. Definición que abarca “ciertas actividades emprendidas por las personas, y los productos de dichas actividades, que tiene que ver con los aspectos intelectuales, morales y artísticos de la vida humana” (Throsby, 2001, p. 18). La cultura es interpretada como el resultado de un producto en el que se imprime una carga valorativa y simbólica. Dicha carga emotiva es plasmada por el hombre como canalizadora de un imaginario social. Ese individuo que materializa la cultura en un objeto concreto no deja de ser dependiente de la sociedad que habita, puesto que, desde Durkheim, la comunidad científica coincide en afirmar que la sociedad es anterior y externa al individuo y funciona como un todo que lo cohesiona y contiene en sus acciones.
Entonces, ¿cómo generar un discurso cultural propio que sea además sustentable a nivel económico y pueda servir como integrador y motor del desarrollo local? Ahí creemos que se encuentra el ámbito de crecimiento de nuestro sector cultural como parte inherente de la economía regional con un desafío principal: deshacerse de la idea sesgada que ve la cultura como un gasto para entenderla como una inversión.
En líneas generales, los comienzos de esta nueva disciplina, que a los fines de este libro llamaremos indistintamente economía de la cultura o economía cultural7, deben identificarse con la obra de Baumol y Bowen (1966). Con su análisis sobre las artes performáticas comienza el “desarrollo de una pequeña disciplina, con ensayos y las investigaciones de economistas interesados en este campo” (Bonet, 2007, p. 19). Reforzando esa idea, Palma y Aguado (2010) sostienen que “su aparición como campo de aplicación de la ciencia económica es reciente; la obra que le dio origen data de 1966: Performing Arts: The Economic Dilemma, (…) que llevó a una prescripción de política: el Estado debe subsidiar esas actividades” (p. 129). Es decir que el nacimiento de esta nueva disciplina no cumplió un siglo todavía, lo cual es coherente con el grado de maduración que tiene.
Ahora bien, retomando el debate modernidad/posmodernidad del que hablamos antes, vemos que, en la primera, la cultura es entendida como una actividad no lucrativa mientras que en la segunda es concebida como una actividad con valor agregado. Desde una perspectiva latinoamericana, en el primer período “(…) los clásicos teóricos de la economía del siglo XIX –y también los pocos que hay en el siglo XVIII– [concibieron] la cultura, en tanto artes, como una actividad eminentemente improductiva, de disfrute, de ocupación del tiempo de ocio” (Getino, 2007, p. 69). Es decir que esta noción de la cultura como una actividad de valor simbólico no figuraba en la visión local de principios del siglo XX.
Hoy, la cultura se materializa en los bienes artísticos que rápidamente se traducen en mercancía. Así, durante la década de los sesenta en Estados Unidos y Europa comienzan a surgir investigaciones sobre el impacto de la cultura en la economía. Getino (2007) describe:
(...) el impacto directo: se estudia cuánto desembolsa el Estado en sueldos y servicios para poner en marcha una determinada actividad. (…) El impacto indirecto: de qué manera todo este dinero que el Estado brinda a la sociedad o a los que trabajan en esto, en sueldos y servicios, cómo esta plata revierte sobre la propia economía de la sociedad. (…) El impacto inducido: está relacionado con todo aquello a lo cual induce el evento mismo (atrae gente distinta, que es la que va a hacer el evento con todo lo que esto representa) (pp. 70-71).
Entonces, observamos que el sector cultural ha sido abordado en su aspecto económico por autores como Getino (2007) o García Canclini (2002), que han intentado generar un discurso latinoamericano. Aquí nos encontramos con una de las principales limitaciones que nuestro sector enfrenta: la ausencia de políticas de Estado orientadas a su fortalecimiento y crecimiento con vistas a que sea sustentable.
1.3. La idea de valor en la cultura
A partir de lo mencionado antes, podemos establecer que la generación de una idea de valor sobre los bienes y servicios culturales implica, necesariamente, exceder la visión económica sobre ellos. Es decir, debemos ampliar la mirada y tener presente que existen otros ámbitos donde un bien cultural, a diferencia de cualquier otro, repercute y tiene impacto. Por ello, coincidimos con Throsby (2001, pp. 43-44) cuando plantea que existen seis elementos constituyentes del valor cultural. Estos son: valor estético (propiedad de belleza, armonía y forma); valor espiritual (vinculado a la comprensión, la ilustración y el conocimiento); valor social (aporta una conexión con los demás); valor histórico (refleja condiciones de vida y continuidad entre pasado y presente); valor simbólico (abarca el significado de la obra y lo que representa para el consumidor); valor de autenticidad (es decir, si es una obra de arte original y única). Surge de esta desagregación que hace el autor la multiplicidad de caras que tiene una obra de arte, dependiendo del ángulo desde el cual la miremos.
Por su parte, Bonet (2007) aporta que “cuando hablamos del valor de una obra (…) entran en juego matices, aspectos, juicios, argumentos distintos” (p. 20), lo que refuerza la dificultad de construir valor apoyándonos solo en lo económico. No obstante, reconoce tres aspectos del valor vinculado a los bienes y servicios culturales. Por un lado, la existencia de un valor funcional que puede darse en términos de entretenimiento, decorativo o educativo; un segundo nivel, más potente, que es el valor simbólico que puede remitir a una cuestión patriótica, social o generacional y, por último, un valor emotivo mucho más potente que los anteriores (Bonet, 2007, p. 20).
Si bien podemos observar en la categorización de Bonet (2007) una referencia condensada a la brindada antes por Throsby (2001), es significativo el aporte de la graduación de importancia de un valor sobre otro que propone el autor. Esto se relaciona con que el valor emocional atribuido a una obra tiene un impacto tal en la demanda que cuestiona la idea de elasticidad. Es decir que, mientras Baumol y Bowen (1966) sostienen que un aumento de precios hará disminuir la demanda del público, adosar un valor emocional a la oferta cultural, junto a su consecuente catarsis, generaría lo contrario. “Los estudios que se han realizado sobre la demanda cultural demuestran cómo el consumo cultural es adictivo. Quien más libros tiene es quien más libros compra” (Bonet, 2007, p. 23). Esta afirmación demuestra que la utilidad marginal decreciente8, presupuesto básico de cualquier economía apoyada en el consumo, no se aplica a las artes escénicas o a la cultura en general.
El último aporte que recogeremos en torno a la idea de valor proviene de Getino (2007), quien establece una diferencia entre el valor material y el valor intangible de los productos artísticos y culturales. “Cuando uno compra un libro (…) posiblemente está buscando los contenidos que lo van a entretener o van a servir a su desarrollo técnico, educativo o el que fuere” (Getino, 2007, p. 80). Es decir, un libro, para seguir el ejemplo que brinda el autor, tiene un valor que deviene del proceso de manufactura de la creación del soporte papel y un valor simbólico que es la obra contenida en sus páginas.
Esa dualidad, que presenta una dificultad para el abordaje económico de la cultura, emerge en el resto de las interpretaciones sobre el valor. “En la aduana todo pasa por lo tangible. No hay sistema de medición o de análisis para lo intangible” (p. 81). Es decir que cuando, a través de una acción de promoción cultural exterior o de cooperación internacional, un Estado, red o agencia genera una acción en otro, si se trata de la circulación de un producto cultural, la aduana medirá su ingreso no por lo que simboliza para una u otra cultura, sino por el soporte sobre el que se imprime la expresión cultural. Por lo tanto, la fijación de un precio se apoya en una valorización parcial y sesgada de un producto.
Así, considerar el valor cultural, el valor simbólico o el valor intangible de un producto o servicio cultural se traduce en una decisión comercial de fijación de precios. “El precio de un bien es su valor expresado en dinero. Los precios representan los términos en los que las personas y las empresas intercambian voluntariamente las diferentes mercancías” (Mochón & Beker, 2008, p. 15). Es decir que el precio, en líneas generales, lo establecen la oferta y la demanda al ponerse de acuerdo, en términos teóricos, respecto al valor que le adjudican a un bien. Esta ecuación es la que se ve alterada a raíz de los aportes mencionados, volviendo compleja la situación de productores y espectadores.
Por lo expuesto, nos encontramos en una instancia en la que el sector cultural de nuestro país, así como el del resto de los países latinoamericanos, pueden ser entendidos como un motor de inclusión, integración y difusión de la cultura de la región. En esa línea, pueden estimular la generación de productos y servicios de corte cultural que sirvan a los pueblos para poner sus identidades en diálogo. No obstante, como si se tratara de la otra cara de la misma moneda, la necesidad de ser sustentable se vuelve una amenaza para este sector por tener un crecimiento menor que el conjunto de las actividades económicas que lo rodean.
Las políticas culturales y las acciones de Estado orientadas al fortalecimiento de este sector muchas veces llegan mal y tarde a quienes las necesitan. Así, el potencial crecimiento al cual no llega el área se vuelve una dificultad para sí misma porque se estanca y refuerza, indirectamente, la idea antigua de que el arte y la cultura son deficitarios. En este sentido, creemos que los Estados, a través de los gobiernos, deben tener una postura de largo plazo frente a esta situación con el objeto de apuntalar e incentivar el efecto multiplicador del sector cultural en las economías que le son conexas.
El análisis de Baumol y Bowen (1966) ya mencionado propone una economía dividida en dos sectores: las artes escénicas, por un lado, y otro, más general, caracterizado por empresas que incorporan progreso tecnológico para mejorar la actividad. En otras palabras: “El primer sector es el arcaico, que no genera mejoras en la productividad, y el segundo sector es el progresista, donde hay innovaciones, donde hay economía de escala” (Rapetti, 2007, p. 142).
Esa división sectorial que identifican los autores es similar en la Argentina. No obstante, el principal aporte del estudio está orientado a la cuestión de los costos y los ingresos puesto que “por lo general los ingresos que se obtienen por la venta de servicios, o sea por la venta de entradas, no son suficientes para cubrir los costos” (p. 141). Sumado esto a la rigidez que presentan los altos costos de producción de este sector denominado “artesanal”, el resultado es el denominado síndrome de costos o enfermedad de costos, más conocido como ley de Baumol.
Definamos en primera instancia ingresos y costos para luego volver a la cuestión de las artes escénicas. Identificamos el ingreso total como “la cantidad pagada por los compradores y percibida por los vendedores de un bien” (Mochón & Beker, 2008, p. 52). Este concepto aplicado al teatro se traduce en el dinero percibido por los productores de un espectáculo teatral (fuerza oferente) entregado por los espectadores (fuerza demandante) en contraprestación por la función brindada (servicio). Independientemente de los descuentos, impuestos o demás retenciones que el proceso tenga, el ingreso es la traducción a dinero que se obtiene por el servicio brindado.
Por otro lado, caracterizamos el costo como “el valor de los factores utilizados por la empresa para producir” (Mochón & Beker, 2008, p. 95). En este caso, los costos de una producción escénica están vinculados a la compra de insumos para el montaje artístico (escenografía, vestuario, etc.), así como a los honorarios del equipo creativo. Aplicados estos dos conceptos, ingreso y costo, a la producción teatral, se obtiene que el costo es el precio pagado por un insumo o recurso determinado que se traduce en el input que recibe la producción y que, tras la creación del espectáculo, transforma en un output (la obra de teatro materializada en cada función) por el cual recibe un ingreso en contraprestación por ese servicio.
Definidos costos e ingresos, volvamos a la ley de Baumol. El eje principal del análisis radica en que “como los salarios aumentan de una forma lineal a la economía en su conjunto (…) el costo en el factor trabajo en este sector será creciente por unidad de output” (Asuaga, Lecueder & Vigo, 2005, p. 2). Por ello, las artes escénicas se vuelven más deficitarias conforme aumentan los salarios a nivel general y avanza la tecnología, mientras que la acción de producir continúa siendo artesanal. “Por lo tanto, en el arte los salarios suben y aumentan los costos, pero no aumenta la productividad” (Rapetti, 2007, p. 143). No obstante, los resultados arrojados por Baumol y Bowen (1966) han recibido críticas que van desde el cuestionamiento y reafirmación a que los salarios en las artes escénicas sigan la dinámica general de la economía, hasta la cuestión de la elasticidad de la demanda frente a un aumento de precio de las entradas (Rapetti, 2007).
Si analizamos los modos de trabajo en las artes escénicas de la Argentina, veremos que en situación de relación de dependencia la escala salarial está sujeta a la negociación entre la cámara, la Asociación Argentina de Empresarios Teatrales (Aadet) y los sindicatos (Actores, Sutep, Sadem). Por otro lado, el trabajo en cooperativa o sociedad accidental no tiene fijación de salarios mínimos, lo que deja la ganancia de los actores sujeta al resultado económico de la obra representada. Es decir que, en el primer caso, la ley de Baumol es más sensible al crecimiento económico general, mientras que, en el segundo, no. Respecto de la crítica a la elasticidad de la demanda, debemos acordar que el proceso de decisión de compra está apoyado en la idea de habitus que desarrollamos antes. Por lo tanto, la demanda no solo será sensible a un aumento de precios, sino también a actores sociológicos, psicológicos y ambientales.
Definamos, por último, la cuestión de la brecha de ingreso para caracterizar el financiamiento de las artes escénicas frente a la venta de localidades. Esa brecha es el espacio que se registra entre los costos (la producción del espectáculo) y los ingresos (la venta de entradas). Siendo los primeros superiores a los segundos, el resultado de la ecuación arroja pérdida, según el análisis de Baumol y Bowen que estamos desarrollando. “Esa brecha (…) se cubre por lo que ellos [los autores] llaman ‘ingresos no ganados’, que son los que se obtienen por otras fuentes de financiamiento diferentes a la venta de entradas” (Rapetti, 2007, p. 147). Aquí es donde interviene el área de soporte de apoyos públicos y privados. Es decir que, frente a una actividad deficitaria como esta, las producciones teatrales se ven en la obligación de apoyarse en fuentes de ingreso alternativas a la venta de entradas para aumentar la rentabilidad de las obras.
En definitiva, el principal aporte del análisis de Baumol y Bowen (1966) a la economía de la cultura en general, y a las artes escénicas en particular, es llamar la atención del Estado sobre la necesidad de proteger la actividad. De hecho, el sector ha ganado progresivamente –especialmente en la Ciudad de Buenos Aires, donde representa uno de los intangibles más importantes de su identidad cultural– terreno en lo que se refiere a políticas culturales, inversión pública y desarrollo de mercado.
Habiendo definido la economía cultural como disciplina de abordaje para un análisis estructural del sector de las artes escénicas, la idea de valor como aporte que el sector hace a la economía general de un país y, por último, la particularidad del sector con su enfermedad de costos incluida, corresponde que nos sumerjamos de lleno en analizar cómo funciona el mercado teatral en nuestro país.
1.4. El teatro como campo simbólico
En su diccionario, Pavis (2008) define las artes escénicas partiendo de que el término deriva del griego skênê que, junto a la orchestra y al theatron, constituían la base de la teatralidad en el mundo antiguo. El término skênê, en su latinización “escena”, ha mutado con el paso del tiempo. Actualmente se utiliza para definir el lugar físico que contiene el escenario, entendido como el espacio geográficamente delimitado de la acción dramática. Así observamos que, sobre el escenario o escena, confluyen diferentes expresiones artísticas: escenografía, actuación y vestuario, entre otras. Por la pluralidad de lenguajes que conforman lo teatral, se torna difícil abarcarlo en su conjunto. Como sostiene Castagnino (1981), “[El] arte dramático resulta un concepto abarcador, polisémico. Por lo tanto, ambiguo, equívoco” (p. 9).
A partir de la definición de arte teatral de Pavis (2008) podremos observar que se trata de un término difícil de delimitar puesto que el “arte teatral es una alianza de palabras que contiene en germen todas las contradicciones del teatro” (p. 38). Esta contradicción surge, precisamente, de la condición efímera del teatro. Castagnino (1981) se ha ocupado de desambiguar la definición de teatro (como institución donde sucede la obra y como representación en sí misma).
Teatro es, a un tiempo, institución y presentación; entidad, recinto y corporificación de una propuesta textual de características propias. Como hecho escénico configura disciplinas, técnicas y leyes particulares. A partir de la representación frente al público de un texto dramático, comienza a funcionar el fenómeno ‘teatro’. Representación es corporificación de personajes y situaciones imaginarios, fijados en el texto, desarrollados en presente, y en presencia del espectador (Castagnino, 1981, p. 8).
Como podemos observar, por un lado existe el teatro como institución (término importante que luego nos ayudará a construir la idea de mercado teatral) y, por el otro, como hecho teatral (producto escénico que resulta de la actividad del productor teatral), es decir, como entramado de artes funcionando sobre un escenario. Además, la condición de efímero complejiza el estudio del teatro en su segunda acepción.
Ahora bien, las artes escénicas en general y el teatro dramático en particular, constituyen un campo intelectual y artístico que es desarrollado de modo dinámico y en conjunto por diferentes agentes de la cultura con sus respectivos intereses particulares. Dentro de lo que Bourdieu (1995) ha denominado espacio social estructurado, esto es, el espacio simbólico y abstracto donde la sociedad genera su cultura, existen diferentes campos sociales que se desarrollan dinámicamente a través de la tensión que sus agentes originan.
En términos analíticos, un campo puede definirse como una red o configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Estas posiciones se definen objetivamente en su existencia y en las determinaciones que imponen sus ocupantes, ya sean agentes o instituciones, por su situación actual y potencial en la estructura de distribución de las diferentes especies de poder (…) y, de paso, por sus relaciones objetivas con las demás posiciones (Bourdieu & Wacquant, 1995, p. 64).
Observamos en esta definición que la noción de campo no ancla en una territorialidad determinada ni en una serie precisa de personas. Así, podemos encontrar campos como el literario, el científico, el político y el artístico, entre otros. Definido el campo, en la vertiente artística que estamos analizando, aclaremos que “a cada momento histórico corresponde una determinada estructuración de los campos sociales” (Tovillas, 2010, p. 57). Entonces, tenemos un campo abstracto moldeado por el sistema de fuerzas y contrafuerzas que ejercen sus agentes con una redefinición histórica, que muta constantemente al ritmo que mutan el espacio y la estructura social en general. Dentro del campo teatral, estos agentes de los que hablamos se constituyen en actores, productores, directores, público y críticos. Sostiene Bourdieu (2002) que, en la dinámica de estos agentes, es decir, en la acumulación histórica de sus relaciones formales, se irá desarrollando cada campo haciendo que unos se legitimen, otros estén en vías de hacerlo y, los más recientes, aún sean ilegítimos. En otras palabras, “los diferentes sistemas de expresión, desde el teatro hasta la televisión, se organizan objetivamente según una jerarquía independiente de las opiniones individuales que define la legitimidad cultural y sus grados” (Bourdieu, 2002, p. 33). Entre los agentes del campo intelectual, el caso del productor es particularmente interesante desde un punto de vista histórico.
Haciendo referencia al teatro griego, Barthes (1992) describe la existencia de un “corega [que] se encargaba de instruir y equipar a un coro” (p. 69). Por lo tanto, la actividad de producir un hecho escénico es tan antigua como la de actuar: para que pudiera existir un Tespis o un Frínico (mito que hace referencia al primer actor surgido del coro de didascalias) claramente tuvo que haber un corega que lo produjese. Es decir que el productor, habiendo compartido con la figura del actor la misma cantidad de tiempo dentro del campo, no ha logrado construir un corpus académico y teórico para abstraerse de su profesión y formar una asociación, un colegio o un espacio de legitimación propio. La figura del productor, como desarrollaremos más adelante, no se encuentra totalmente reconocida dentro del campo teatral porteño.
En síntesis, hemos descripto el binomio modernidad-posmodernidad (o cualquiera de sus rótulos similares) y, dentro de este, la idea de alta cultura y cultura popular, así como su posterior reformulación en el segundo término del binomio. Todo ello, con el fin de contextualizar este período como cuna de la gestión cultural que incluye la producción teatral profesionalizada que hoy lleva adelante la oferta del mercado teatral. Posteriormente, hemos descripto los dos enfoques sobre la cultura que son continentes de diversos abordajes, haciendo hincapié en el económico como el más relevante para este tipo de análisis. Luego, hemos desarrollado la idea de valor en la cultura, dejando en claro que ese valor es simbólico y que, como tal, no es estrictamente económico. Por último, hemos puntualizado en el teatro como campo simbólico. Esta idea modular de campo artístico, en la delimitación que hemos hecho respecto del teatro, sus agentes, el espacio y la obra, nos servirá de apoyo teórico para realizar un análisis estructural del mercado teatral porteño.
En resumen
•Comprender la gestión cultural requiere analizar críticamente la visión de cultura y de artes escénicas imperante. Estas formas de pensar la cultura deben entenderse como contextos para consolidar la gestión cultural y, como disciplina dentro de esta, la producción teatral. Así, habría dos cosmovisiones culturales: modernidad y posmodernidad.
•La modernidad se construye sobre las bases de la Ilustración. La cultura se considera conformada por tres esferas: ciencia, moralidad y arte, siendo validadas por la verdad, el deber y la belleza, respectivamente. En esta visión, el teatro dramático es entendido como divertimento. Existe una separación entre las expresiones artísticas mediante el binomio alta cultura, desarrollada en los teatros a la italiana, y cultura popular, periférica, considerada como algo “sin gusto”.
•Las primeras vanguardias, a principios de siglo XX, cuestionan esa idea de modernidad y los presupuestos iluministas, reivindican un arte autónomo del poder político y se pronuncian en contra de la institución arte. La cultura funcionaba como protección para el Estado nación pero, a partir de las vanguardias, esto se distorsiona.
•Se llega al punto de quiebre que representó el fin de la Segunda Guerra Mundial y en la década del sesenta aparecen las segundas vanguardias, que suponen la llegada a lo popular de la propuesta de las primeras.
•En los años sesenta nace la gestión cultural y la profesionalización de la producción escénica. La gestión cultural surge como ámbito de pertenencia en el límite entre la economía cultural y la sociología de la cultura. Surgen nuevas visiones sobre el arte y la cultura: la cultura pierde su función legitimadora y pasa a ser entendida como un bien de consumo en un mundo desconceptualizado. Por eso es importante que la cultura sea abordada desde un lenguaje con ideas comunes, conceptos propios y, por lo tanto, un discurso que la fortalezca.
•Existen dos enfoques sobre la cultura que muestran cómo las artes escénicas y el teatro en tanto dispositivo de contención operan en nuestro país:
-El enfoque antropológico describe la cultura como un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, valores y prácticas compartidas por un grupo que brindan identidad y forman un imaginario social. El teatro, en este enfoque, cumple una función integradora.
-El enfoque económico es constitutivo de la gestión cultural como disciplina. La gestión presupone la administración de recursos que son específicos de la cultura. Es clave la escasez en términos culturales: el objeto tiene entidad propia.
•Considerando el desarrollo de los Estados, la cultura aporta valor y potencial. Puede ser interpretada como el resultado de un producto en el que se imprime una carga valorativa y simbólica y como canalizadora de un imaginario social.
•Debe considerarse también el síndrome de costos (ley de Baumol). Las artes escénicas se tornan más deficitarias a medida que aumentan los salarios y avanza la tecnología, mientras que la acción de producir sigue siendo artesanal. Suben los salarios y los costos pero no aumenta la productividad. La brecha de ingreso es el espacio entre los costos (producción) y los ingresos (ventas). Por ser una actividad deficitaria y para aumentar la rentabilidad de las obras, la producción teatral debe recurrir a fuentes de ingreso alternativas.
•Las artes escénicas en su conjunto y el teatro en particular constituyen un campo intelectual y artístico que se desarrolla de modo dinámico y en conjunto con diferentes agentes de la cultura con sus respectivos intereses particulares. Entre ellos, el productor es un caso especial. Su figura no está totalmente reconocida dentro del campo teatral porteño.
1 Más adelante se explicará sucintamente a qué hacen referencia estas fases.
2 A lo largo del capítulo se observará que utilizamos el término posmodernidad. Lo hacemos por una cuestión estrictamente pedagógica, dado que la bibliografía precedente lo ha popularizado. No es nuestro interés entrar en la discusión respecto de si es el término correcto o no. Sin embargo, creemos necesario aclarar la funcionalidad de su uso en este libro.
3 En este punto, Díaz se refiere al margen temporal entre la caída de Constantinopla en 1453 y la toma de la Bastilla en 1789.
4 Esta es una disposición escénica clásica deudora del punto de fuga de las artes visuales, donde se separa la platea del escenario y se construye la convención de una cuarta pared imaginaria a través de la cual los espectadores, desde las sombras, espían o contemplan lo que, bajo las luces, interpretan los actores.
5 Esta idea responde a una dinámica centrífuga de circulación de los bienes y servicios artísticos. Si trazáramos un recorrido histórico, veríamos que del mismo modo que Atenas emanaba cultura en el Siglo de Oro de Pericles, también lo hizo Roma durante el Imperio, Florencia durante el Renacimiento y finalmente París durante la Ilustración.
6 Por particular el autor entiende los títulos obtenidos en los estudios académicos.
7 Nos valdremos indistintamente de uno u otro término por una cuestión estrictamente discursiva, dejando en claro que para nosotros prevalece la economía cultural por ser una instancia superadora de la economía de la cultura.
8 Describiremos exhaustivamente este concepto en el próximo capítulo.