Читать книгу El milagro del yoga - Ramiro Calle - Страница 10
3. La persona liberada
ОглавлениеSegún las distintas tradiciones, la persona liberada recibe uno u otro nombre, sea jnani, jivanmukta, arahat, kevalin o cualquier otro. Al igual que con respecto al samadhi, todo lo que se puede decir sobre un liberado-viviente son meras aproximaciones, pues las experiencias supramundanas que lo convierten en un ser realizado están, por su propia naturaleza, más allá de las palabras y de los conceptos. Cada tradición puede definir esa liberación de una u otra manera, pero, a fin de cuentas, al liberado-viviente poco le importa si esa liberación se comprende como haber logrado la identidad del Atman con el Brahman o haberse establecido en su Sí-mismo o purusha (desligándose de la sustancia primordial o prakriti) o haber conquistado el nirvana o la iluminación.
Un jivanmukta no se autoproclama. No es fácil conocer a una persona completamente liberada, pues esta nunca hará ostentación de su evolución espiritual ni se jactará de su condición. Ni siquiera se presentará como un autorrealizado. Es una persona que ha traspasado lo ilusorio y ha accedido a otra realidad más allá de las muselinas de lo aparente, conectando con un tipo de conocimiento o sabiduría que está muy lejos de la persona ordinaria. El jivanmukta ha escalado a niveles de consciencia donde no rigen los conceptos, ni las categorías como el tiempo, el espacio, la memoria o la imaginación. Las leyes ordinarias de pensamiento no son aplicables a su mente pura, inafectada e incorruptiblemente ecuánime. En él han implosionado energías que permanecían ocultas y larvadas, y que reportan un conocimiento realmente transformativo y liberador. El jivanmukta no percibe las cosas o sucesos como la persona ordinaria, pues para alcanzar su condición ha tenido que despojarse de muchas trabas internas. Es un proceso de destrucción que hace posible una reconstrucción en otro nivel de consciencia, una alquimia interna que cambia la psique de raíz y que le dota de una comprensión intuitiva, poniendo fin a tendencias insanas, sometiendo la personalidad para que pueda hacerse paso la esencia.
No podemos hablar alegremente de la destrucción del ego, pues una traza de este persiste. Sin embargo, la yoidad ha dado un cambio total y el ego –por tanto, la función egoica– ha quedado supeditado a la identificación con el Todo (o el Vacío), sin sentimiento de separatividad ni de férrea individualidad. A partir de su liberación, el jivanmukta está en el mundo sin estar en él, y es de todos y de nadie a la vez; prosigue con sus necesidades orgánicas, siente dolor y placer físicos, pero su calidad de consciencia es totalmente distinta. Hay una desidentificación de los fenómenos, incluso de sus propias envolturas psicosomáticas. El jivanmukta reside en lo no-personal, el momento presente y lo funcional, conectado con otra realidad, aunque se desenvuelva con normalidad en su vida diaria.
En realidad, solo un jivanmukta comprende a un jivanmukta. Aquí estamos tratando de acercarnos un poco, con palabras y conceptos, a la dimensión del iluminado. Dado que la experiencia samádhica y el objetivo de convertirse en un jivanmukta de alguna manera han inspirado toda la historia del yoga, es de suma importancia hacer un esfuerzo –aunque sea dialéctico e inevitablemente asistido por las palabras– para tratar de entender esa condición suprahumana a la que muchos yoguis han aspirado en su anhelo por encontrar el núcleo del núcleo.
El yogui auténtico se resiste a ser engullido por el proceso cósmico al que se ha visto abocado, sea por accidente, fatum, ley de causa o efecto, karma, etc. No se resigna a vivir en la ceguera causada por maya, lo aparente, lo ilusorio. Esta debe ser vencida mediante la luz del recto discernimiento, que procura esa sabiduría (viveka) para distinguir entre lo real y lo aparente, lo esencial y lo superfluo, lo que verdaderamente importa y lo que es banal. Y desde el enfoque del yoga auténtico, lo que verdaderamente importa es la paz interior, la liberación de las tendencias insanas de la mente, la consecución del Sentido y lo que finalmente se podría resumir como una evolución consciente que conduce a cultivar una mente clara y un corazón compasivo.
La piscología del hombre liberado es, pues, totalmente diferente a la del hombre común. Este último sigue tan restringido que es como una máquina sin libertad propia, supeditado a toda suerte de códigos, patrones, tendencias o hábitos, férreos condicionamientos que le roban la independencia mental y le obligan a seguir impulsos ciegos y mecánicos, sometiéndole a la esclavitud, la insatisfacción profunda y el sufrimiento inútil.
De acuerdo a las grandes tradiciones espirituales, el jivanmukta ha hecho lo que tenía que hacer, ha cumplido su destino, ha despertado su maestro interior y ha cruzado de la orilla de la servidumbre a la de la libertad. Su vida ha adquirido así el mayor sentido, y con ello ha hecho una aportación valiosísima a la humanidad.
El liberado-viviente ha conquistado una estabilidad anímica completa, aunque a veces su comportamiento pueda resultar sumamente desconcertante, pues no sigue la lógica ordinaria y resulta imprevisible. Su armonía interna deviene al asentarse en una ecuanimidad total, pues su propio gozo interior (ananda) le permite desapegarse por completo del disfrute y dependencia sensoriales. Se sitúa más allá del conflicto e incluso supera el miedo a la muerte, habiendo adquirido total aceptación de la inevitabilidad. Su serenidad resulta contagiosa y vive la vida sin confrontaciones o conflictos inútiles, fluidamente, con naturalidad, firme, pero sin engendrar oposición, aceptando los hechos incontrovertibles y cabalgando sobre ellos sin resistencias innecesarias. Ve las cosas como son, sin autoengaños y es dueño de un conocimiento directo e inmediato, que no se deja empañar por proyecciones o viejas asociaciones. Se ha liberado de fórmulas, dogmatismos, etiquetas y convencionalismos. Vive conectado con el instante, desde su ser central hacia la periferia, habitando en los planos más tranquilos y límpidos de su interioridad, como un espejo que refleja el Universo. Ha ampliado su comprensión hasta los límites y se mantiene imperturbablemente lúcido, atento y ecuánime en este mundo de apariencias y claroscuros, viendo las cosas como son y sin dejarse envolver por la imaginación incontrolada, memorias distorsionantes o viejos patrones. Está sin estar (que es la manera más íntima de hacerlo), evitando arrastrar el momento pasado al momento presente, sabiendo asir y soltar, siempre renovado, en apertura amorosa.
El jivanmukta o arahat, el liberado-viviente o despierto, ha experimentado la transformación completa que exige la autorrealización y se ha convertido en consciencia-testigo que, con su capacidad de inhibir los procesos mentales, no se modifica; se ha convertido en el soberano de sí mismo, libre de oscurecimientos mentales, sin dejarse atrapar por acumulaciones psíquicas, liberado de la sujeción de sus envolturas psicosomáticas (aunque son su vehículo mientras habita en este mundo), sanamente autodominado, pero espontáneo, libre de temores inútiles. Con el samadhi, ha hallado la recompensa a todos sus desvelos, a sus esfuerzos por establecerse en su naturaleza real.
Una persona como el jivanmukta ha dado el salto del homoanimal al verdadero ser humano, completando su evolución consciente y despertando a una nueva manera de ser y reaccionar. Ha roto la tiranía de su naturaleza mecánica y ha dejado de ser cautivo de las apariencias y de las tendencias insanas de la mente. Ahora es realmente libre.
Desde muy antaño, el yogui se proponía esta meta e incluso si no llegaba a ella, la conservaba como su referencia, estímulo e inspiración. Para poder aproximarse a este estado, se ha servido de enseñanzas, métodos y técnicas: el legado impagable de los maestros que han ido enriqueciendo el gran río del yoga con sus experiencias y lúcidas aportaciones, nacidas siempre de la verificación personal y donde nada se ha dejado al azar. Así, el caudal de este fabuloso río no solo no ha decrecido, sino que, por el contrario, se ha ensanchado, a pesar del gran número de embaucadores, impostores y mercenarios del espíritu que han surgido en los últimos tiempos.
Para lograr la transformación interior, la elevación de la mente, la evolución de la consciencia, el yoga pone a disposición del aspirante instrucciones solventes para que pueda conocerse, aprender a interiorizarse, desarrollar la percepción introspectiva y descubrirse, liberándose de las apariencias y conectándose con su realidad más íntima. Todo ello representa el denominado trabajo interior o trabajo sobre el Sí-mismo, a fin de activar los potenciales ocultos, estimular las funciones de la mente, resolver los conflictos internos y contar con más energía para aproximarse a los estadios más elevados de consciencia. Todo ello es lo que, insisto, configura el trabajo interior, que iremos examinando en sucesivas páginas.
En todo ser humano –y así se ha considerado desde tiempos remotos, no solo en el yoga, sino en muchas técnicas de autorrealización orientales y occidentales– existe una persona aparente o externa y una persona real o interna. La gran mayoría de los seres humanos habitan en la persona externa, resultando mecánicos, inconscientes, dependientes de sus impulsos y sujetos a su yo-físico, su yo-mental y su yo-emocional. Así, el ser humano se deja pensar por sus pensamientos, sentir por sus sentimientos y ser vivido por la vida, como una infinitud de tendencias o fuerzas contrapuestas que crean caos y conflicto. Esto hace que en la mente aniden tendencias insanas y muy aflictivas como la ofuscación, la avaricia, el odio y tantas otras, generando mucho sufrimiento. La persona no es en absoluto dueña de sí misma y está sometida a toda suerte de ambivalencias, tensiones, profunda insatisfacción y falta de autodominio.
El hombre-aparente se apoya en la máscara burda de la personalidad, la imagen y la autoimagen. En suma, en todo aquello que es adquirido y que se ha ido acumulando en él a lo largo de los años. Se convierte en un resultado o producto psicológico y cultural, sin libertad real, sometido a la servidumbre de sus costumbres, conocidas en el yoga como samskaras, que le roban la libertad en pensamiento, palabra y obra. Por eso, el yogui aspira a la libertad interior, a recuperar al hombre-real y despojarse del hombre-aparente, a convertirse en soberano de sí mismo. Es la larga marcha hacia la autorrealización, sin duda el aporte más valioso que uno puede ofrecer a sí mismo y a los demás. Distintos obstáculos habrán de superarse, empezando por la ignorancia básica de la mente (causa de tanto engaño y sufrimiento) y otros, señalados por Patanjali como: el apego, la aversión, el egotismo y el anhelo de existencia personal. También habrá que superar la dispersión mental, las emociones negativas, el desequilibrio psicosomático, los sentimientos destructivos, la indolencia y la falta de confianza en las propias posibilidades.
Para sortear las dificultades, el yogui requiere del esfuerzo bien dirigido, la disciplina, la autovigilancia (de mente, palabra y cuerpo), la indagación interna (vichara), el desapego y la purificación del discernimiento. Mediante el trabajo interior, el intelecto va dando paso de manera gradual a la intuición. Asimismo, se va desarrollando la consciencia para disipar la ignorancia y finalmente conseguir cruzar de la orilla de la servidumbre a la de la libertad.
El hombre-real o centro ontológico que reside en la persona se hace más evidente en la medida en que el practicante se libera de la sujeción al cuerpo, la mente y las emociones, y se establece como un observador inafectado, por encima de los procesos de identificación que lo limitan. Esto le permite actuar con mayor libertad y consciencia, sabiendo compaginar la lucidez y la compasión. Ahora no solo quiere conocerse, sino también conocer al conocedor. Mediante el trabajo interior, el hombre-real despierta paulatinamente de un sueño profundo y prolongado. Entonces, aun siendo todo igual, todo comienza a ser distinto. El hombre-real penetra en la esencia de las cosas y no vive de acuerdo con los espejos distorsionantes de la mente. Ha surgido una nueva persona, que no solo conoce, sino que realmente comprende. El hombre-aparente es víctima de la dualidad, que engreda multiplicidad y visión caótica. El hombre-real se establece en la unidad y su visión es de unificación y plenitud, pues solo en esa visión de unidad hay una percepción de totalidad.