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La introspección: el descubrimiento interior, la quietud y la presencia

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Descubrirse interiormente es una de las más hermosas motivaciones que el ser humano puede tener. Al descubrirnos a nosotros mismos, no solo descubrimos a los demás, sino también las leyes del universo; somos capaces de discernir entre el yo esencial y el no-yo. Buscando en lo profundo, ahondando en el origen del pensamiento, llegamos al testigo que observa sin implicarse. Esta búsqueda introspectiva nos conducirá al lado más genuino y tranquilo de nosotros mismos. La autoindagación nos permitirá ver el rostro original. ¿Quién soy yo? ¿Quién se esconde en este cuerpo que día a día envejece, tras esta mente voluble y cambiante, tras este sistema emocional en continua efervescencia? El yogui desea liberarse de sus envolturas psicosomáticas para poder establecerse en su energía de Ser y poder vivir a través de ella con independencia y sosiego.

Vichara es la intensa autoinvestigación impulsada por el anhelo de encontrar respuesta al ¿quién soy yo? ¿Quién es este que se arropa tras un nombre convencional y está dominado por un manojo de hábitos y tendencias? ¿Quién es asaltado por emociones y pensamientos? ¿Quién reacciona?

Mediante esta indagación, retrotrayéndose a estas preguntas con el deseo ardiente de llegar a lo profundo, el yogui empieza a trasladarse de la periferia al centro, de lo aparente a la presencia real. Esta implacable autoindagación que impone la técnica del vichara nos ayuda a separarnos de los procesos psíquicos y a permanecer en la energía del observar inafectado. Se rompe la identificación ciega y mecánica.

Indagación ardiente sí, pero con paciencia y ecuanimidad. La respuesta puede tardar años, pero en su momento aparecerá como un «golpe de luz», un insight profundo y transformador. Se obtendrá de manera intuitiva e implosiva, a través de una percepción muy profunda de la naturaleza real. No aparecerá formulada en palabras ni conceptos. A todo este respecto, la Kena Upanishad nos dice:

¿Qué induce a la mente a vagar en pos de su designio? ¿Quién impele a la vida a impulsar su viaje? ¿Quién nos mueve a expresar estas palabras? ¿Qué espíritu se oculta tras el ojo y el oído?

Es el oído del oído, el ojo del ojo y el habla del habla; la mente de la mente y la vida de la vida. Los que siguen el camino de la sabiduría pasan más allá y, al dejar este mundo, alcanzan la inmortalidad.

Se trata de una búsqueda, una llamada, una súplica insistente para que la persona real se manifieste: ¿quién soy yo? El yogui lanza la pregunta a los abismos del ser y espera una respuesta. La pregunta puede permanecer presente en cualquier momento, lugar o circunstancia. Hay un estado de espera a la vez paciente y vigoroso; un anhelo de encuentro con el que se esconde tras el nombre y la forma que hacen posible toda actividad psíquica. Río, sufro, deseo, padezco, pero ¿quién soy yo? ¿A quién se le ocurren los pensamientos? Se activa el discernimiento que conecta con la presencia más allá de lo que se experimenta. Este se va agudizando y purificando, y empieza a actuar en niveles muy profundos e inteligentes, discriminando entre lo esencial y lo accesorio, lo transitorio y lo real, y actualizando poco a poco la energía de la intuición reveladora. Fue Swami Chidananda de Rishikesh quien me dijo en una de nuestras largas conversaciones:

Hay que apoyarse en la inteligencia para avanzar más y más, gradualmente. Con ayuda de la inteligencia se puede alcanzar la intuición, que es un estado supramental. La meditación es el único medio, es la llave que nos permite abrir la puerta de acceso a la supramente y, mediante ella, trascender la inteligencia común para establecernos en este estado supramental.

El conocimiento interior es en parte racional y en parte intuitivo. Hay un proceso de actividad y uno de pasividad. Actividad en tanto que hay que buscar; pasividad en tanto que hay que esperar la autorrevelación del yo superior. Cuando actividad y pasividad están perfectamente combinadas, aceleran el descubrimiento interior.

La quietud interna es altamente deseable. Ella nos sitúa en contacto con los planos profundos del ser y renueva toda nuestra existencia. Cuando le pregunté a Swami Krishnananda qué era lo más recomendable para obtener la quietud interna, respondió:

Entender la naturaleza del Universo como un ser real. En el mismo momento en que el practicante comprenda eso de veras, en toda su profundidad, la mente se concentra de forma automática, la agitación mental cede, la quietud es un hecho.

La quietud interior no sobreviene gratuitamente. Hay que buscarla. Aunque hay personas más predispuestas hacia la quietud, para desarrollarla en máximo grado se requiere un entrenamiento adecuado. Además, es necesario descubrir los elementos perturbadores o que dificultan esa quietud interior. Si la persona permanece sojuzgada por toda clase de apegos, la quietud es imposible. La más sólida quietud interna sobreviene cuando el individuo se ha establecido en el desapego. Solo entonces no hay nada que temer, ni nada que perder. La persona aprende a permanecer ecuánime y ser ella misma. Esa quietud puede mantenerse incluso en momentos de febril actividad, porque el yogui se ejercita en el difícil arte de ser activo en la inacción y pasivo en la acción. Mediante un esfuerzo vigoroso y constante por ganar la serenidad y sostener la ecuanimidad, el practicante va conquistando un estado interno imperturbable, a pesar de las circunstancias que tienden a desestabilizarlo. Dicho estado resulta sumamente plácido, pero su gran poder reside en que hace posible la percepción de la presencia pura del Ser mediante la neutralización de las impresiones subliminales del subconsciente. Cuando los procesos mentales son inhibidos y el apego mitigado, entonces lo más genuino de uno comienza a manifestarse. A través de esa esencia –como quiera que se la denomine– sobreviene un sentimiento de unidad con la totalidad y se trascienden las tendencias insanas. Sabias palabras las de la Isha Upanishad:

Mas quien ve por doquier el yo en todas las existencias y todas las existencias en el yo, de allí en adelante no se sobrecoge ante nada.

Desde tiempos inmemoriales, el yogui a valorado aprender a estar en silencio y quietud consigo mismo, porque cuando el pensamiento cesa, se revela la luz del ser, y cuando la mente se acalla, la esencia se manifiesta. Por eso, aprender a desidentificarse de los pensamientos para poder residir en la naturaleza real o el Sí-mismo ha sido una constante en la dilatada historia del yoga. La persona se inunda de un torrente energético de bienaventuranza y quietud sublimes al no interponer las corrientes psicomentales entre sí misma y su esencia. La Kaushitaki Upanishad nos orienta:

No es el habla lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que habla.

No es lo visto lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que ve.

No es el sonido lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que oye.

No es el pensamiento lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al pensador.

Cuando la persona reposa en sí misma –silenciada la mente y desplazada la atención al origen del pensamiento–, conecta con otra realidad de ser y se experimenta un estado de dicha indescriptible al lado del cual cualquier otro palidece. Son palabras de la Maitri Upanishad las que nos dicen:

Las palabras no pueden describir el gozo del alma cuya escoria se ha depurado en profunda contemplación, pues se ha unificado con su Atman, su propio espíritu. Solo los que sienten ese gozo saben lo que es.

Así como el agua se unifica con el agua, el fuego con el fuego y el aire con el aire, así también la mente se unifica con la mente infinita y así alcanzará la Liberación.

Esa es la meta para el yogui, porque representa el hallazgo y la respuesta, el principio y el fin, el sentido del sentido. Pero para hacer posible ese desplazamiento se requieren unos vehículos, los que proporciona el yoga, y que han sido aprovechados por todas las técnicas de autorrealización de Oriente, pues la Realidad es una y, como dice la Katha Upanishad, «quien ve la variedad y no la unidad, muere una y otra vez».

Cuando una mentora muy anciana iba a morir, sus discípulos la rodearon compungidos y ella amorosamente los miró y dijo sus últimas palabras: «Estad siempre tranquilos, tranquilos, tranquilos».

Mi amigo del alma, Babaji Sibananda de Benarés, a menudo me decía: «No te preocupes nunca. Estate tranquilo».

Insistamos en ello, recordémoslo, metabolicémoslo: no hay nada que pague un instante de paz. Porque de la paz nace la claridad, de la claridad nace la visión justa, de la visión justa nace la ecuanimidad y de la ecuanimidad nace la Sabiduría.

El milagro del yoga

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