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Autodominio y autoconocimiento

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El yoga es un camino del medio que evita tanto la autocomplacencia como la automortificación, tanto la autoindulgencia excesiva como el autorrigor. Se valora el esfuerzo consciente, la voluntad intrépida, el poder interior y la tenacidad, pero todo en su justa medida, con actitud equilibrada. Sin motivación y esfuerzo, sin firme resolución y asidua práctica, no hay mejoramiento humano ni evolución. La desidia, la pereza, la inercia y la indolencia son obstáculos. En este sentido, los yoguis se identifican con las palabras del Buda, que dice:

No conozco nada tan poderoso como el esfuerzo para vencer la pereza y la indolencia.

El practicante evita el extremo de la ascesis y el del encadenamiento a los placeres fenoménicos. En uno y otro sentido, apela a la visión clara y la ecuanimidad. Ambos extremos son trampas, emboscadas, cepos. Para estar en el camino del medio se requiere autodominio. No es fácil. Los órganos sensoriales buscan y se aferran a las sensaciones gratas y huyen de las ingratas. El sabio, en cambio, trata de ser él mismo ante lo grato e ingrato, el halago y el insulto. Habitando en esa gran fuerza y consejera que es la ecuanimidad, uno logra sustraerse a las trampas del apego y la aversión, consiguiendo una visión más amplia e incondicionada.

Para el yogui, el autodominio representa una prioridad, pero basándose en el juicio lúcido y ecuánime. Este aprende a poner bajo el yugo (yoga) de la voluntad las tendencias de su organización psicosomática, convirtiéndose, hasta donde es posible, en dueño de sí mismo, desrobotizando las pulsiones mecánicas, lo que indudablemente requiere una aplicación continuada de la práctica correcta. Pero este dominio no es un fin, sino solamente un medio, una simple técnica. El control es autovigilancia, es la toma de consciencia de sí mismo y de las propias manifestaciones. Cuando son necesarias, las correcciones precisas del carácter y de los hábitos resultan ineludibles, así como también la sublimación de las energías y la reeducación de las tendencias. Cuanto más inteligente sea el autodominio, más favorable resultará el proceso. Un autocontrol irracional, mecánico o inconsciente, sin directrices lúcidas, no es autocontrol, sino la más fea represión, que mutila las propias energías. El autocontrol yóguico encuentra su razón de ser como procedimiento para perfeccionar todos los elementos constitutivos de la persona, impedir el encadenamiento a fenómenos externos o internos y evitar desviaciones innecesarias en el sendero hacia la autorrealización. El verdadero autodominio procura fuerza y no la roba, causa poder interior, pero no lo sustrae, aumentando la capacidad de resistencia interna y enseñando a la persona a situarse por encima de su cuerpo y su mente.

El autodominio debe ser asociado con el afán y la óptima disponibilidad para conocerse, o sea, para facilitar el autoconocimiento y, por tanto, el descubrimiento interior. El ser humano ha aprendido muchas cosas, pero no ha aprendido en realidad sobre sí mismo. Su sed de conocimiento no se ha visto correspondida por la de autoconocimiento. Está dispuesto a invertir decenas de años en conocer algo, pero ni diez minutos en conocerse a sí mismo. Hay personas que al morir saben menos de sí mismas que de aquellas con las que se cruzaron ocasionalmente. Han vivido con un gran desconocido, creyendo lo contrario por haberse percatado de un par de rasgos de carácter; ni siquiera se han planteado la posibilidad de conocerse, considerando que se trata de una simple actitud de místicos y contemplativos.

Conocerse es saber de sí mismo, de qué o quién se oculta detrás de las envolturas psicosomáticas, de si algo o alguien rige esta organización psicofísica. Pero no se trata de hacerlo solo en un nivel analítico o intelectual. Es muchísimo más. Conocerse es entrar en comunión con la persona-real que todos llevamos dentro, sin dejarnos confundir o absorber por la persona-aparente; es saborear la esencia que hay en uno, establecerse en el observador. Conocerse es percibir la auténtica naturaleza interior y dejarse guiar por ella; es descubrir nuestros mecanismos internos, las causas de los mismos y las causas de esas causas; es remontar la corriente de los pensamientos y encontrar su fuente y la fuente de esa fuente; es percibir el yo superior que hay detrás de las envolturas que son el cuerpo (vital o energético), la mente y las emociones. Conocerse es tomar consciencia de esa unidad interna y de su conexión con la unidad cósmica; es experimentar la potencia macrocósmica en el propio microcosmos y comprender el rol que uno interpreta en la representación universal, asumir con consciencia el propio dharma y tratar de ganar lucidez y compasión.

El autoconocimiento, en el más alto sentido, es autorrealización, y la autorrealización es sabiduría. Realizarse es hacer real lo que en uno nunca dejó de serlo. Para los yoguis, la experiencia de ser (o no-ser) representa el más elevado autoconocimiento, pero, para llegar a la expresión más alta del mismo, se debe pasar por otras inferiores, recorriéndolas estación tras estación en el viaje hacia los adentros, atravesando, como especifica el maestro Eckhart, capa tras capa hacia lo más hondo del ser. Se trata de un autoconocimiento que no solo es debido al análisis intelectual, sino que se apoya también en una visión intuitiva y conectada con la vida interior. En ese sentido, la expresión más elevada y trascendente se conoce como autoconocimiento yóguico. El autoconocimiento meramente analítico o intelectual es muy parcial e incompleto, y está lleno de fisuras, pues conocer a través de un ego condicionado reporta un conocimiento condicionado. No se trata solo de percibir los propios complejos, traumas, agujeros psicológicos y frustraciones, sino de conocer lo que está detrás de todo ello. Tampoco se trata de obviarlos, desde luego, sino de desenmascararlos intrépidamente para transformarlos, yendo más allá del sustratum psíquico. Para esto hay que observarse sin juicios ni prejuicios, indagar, meditar, sentir al que siente, conocer al que conoce, y en último término, ir a la fuente de uno mismo.

A veces, la autobservación es dolorosa, porque uno ve lo que tanto tiempo se ha empeñado en ocultar para seguir jugando al escondite consigo mismo. Es un camino de sangre, dijo Jung, pero solo mediante ese mirar atento y desprejuiciado, superando los «puntos ciegos» y las resistencias, podemos comprender qué es adquirido y qué es real. Hay que estar atento y receptivo, sin incurrir en la autorrecriminación ni la autoindulgencia. No es un proceso fácil, porque el ego se levanta con todo su arsenal de defensas, se afianza aún más para boicotear una búsqueda que le debilitará en grado sumo. Pese a esto, el yogui no se amedranta y prefiere, en palabras del Buda, «morir en el campo de batalla que vivir una vida de derrota».

Mediante el autodominio sano, la observación de sí y el autoconocimiento, nos iremos desplazando de lo aparente y adquirido a lo real, de las «envolturas» al ser. Así, el yogui se adentra en cuatro sendas:

1 La observación de sí. Todos los descubrimientos se hacen a través de la observación. Mediante la observación y el examen de uno mismo, uno se va descifrando y conociendo. Esta observación de sí, que incluye la vigilancia de mente, palabra y obra, tiene que ser lo más aséptica posible, evitando la autorrecriminación y la autocomplacencia. A través de la senda de la observación de sí, uno penetra en la del autoconocimiento.

2 El autoconocimiento. Durante este proceso, uno va comprendiéndose para superar autoengaños y justificaciones falaces. Se aprende a conocer las reacciones egocéntricas, los agujeros psicológicos, las carencias emocionales, el influjo implacable de las pulsiones e impregnaciones inconscientes, y todo aquello nocivo e insano presente en uno mismo. Con la comprensión de ese lado oscuro, esos lastres o impedimentos, uno puede comenzar a transformarse. Ahora bien, se trata de conocer al conocedor. El propósito elevado del yogui es descifrar y descubrir su propia identidad, como sea que queramos denominarla.

3 La transformación. Para poder sustraer una espina, hay que saber dónde se encuentra ubicada. Solo en la media en que uno va descubriendo lo que hay que transformar, puede ponerse manos a la obra para llevarlo a cabo. El cambio interior, la mutación psíquica, sin duda es difícil, pero resulta imposible si no sabemos qué hay que cambiar. Por eso, la transformación interior tiene por objeto poder abrir una brecha de luz en la espesa niebla de la mente para poder ver la Realidad y sacar lo mejor de nosotros mismos.

4 La autorrealización. Una cosa es egorrealización y otra autorrealización. Para poder obtener la percepción de la Realidad, los grandes maestros nos han dejado sus enseñanzas, que han sido transmitidas oralmente (aunque existen numerosos textos que encierran un hondo conocimiento espiritual). La verdadera autorrealización sucede cuando uno puede ir más allá de su asfixiante ego. Aunque el yoga proporcione bienestar psicofísico y procure un estado de sosiego y plenitud –eso es indiscutible–, es sobre todo una senda hacia la transformación y la libertad interior. No cabe duda de que es un método de mejoramiento humano, el primero del Orbe, pero es principalmente una técnica para el desarrollo del entendimiento correcto y la realización del Sí-mismo.

El milagro del yoga

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